Domingo
8 de octubre
SANTA
THAIS, LA PENITENTE
(Siglo
IV)
"Aquí
descansa Thais, la bienaventurada"
Breve
Santa
Thais fue una cortesana egipcia, convertida al cristianismo, que
vivió en la Alejandría romana, y en el desierto egipcio;
actualmente venerada como santa por coptos, católicos y ortodoxos.
Fray
Justo Pérez de Urbel nos relata lo siguiente:
El
calendario nos presenta en este día a la inocencia nunca perdida,
luchando en el amor a Cristo, y en el afán de penitencia, con la
inocencia recobrada.
Por
un lado, la santa escandinava Brígida de Suecia, gloria de la corte
de San Olaf, princesa por la sangre, reina por el espíritu sediento
de lejanías terrenas y celestes, peregrina infatigable, que después
de encerrar a su marido en un claustro, para trasladarle desde allí
a la gloria, baja de las nieves septentrionales, recorre la Europa
central, llega hasta el fin de la tierra, para visitar el sepulcro de
Santiago, tuerce de dirección y penetra en el Oriente, siguiendo los
caminos de su divino Crucificado, vuelve a fijar su residencia en
Roma, y sigue la corte de los pontífices, dejando volar a la vez su
espíritu, por los infinitos espacios de la teología y de la mística
en maravillosas revelaciones, cuyo relato trae hasta nosotros, el
varonil aliento de aquella alma inquieta y apasionada (1302-1372).
Pero
al lado de Brígida, margarita perenne entre los hielos del Norte,
aparece la rosa de Alejandría, que después de marchitarse
al contacto abrasador de los fuegos del desierto, vuelve a renacer
más bella, bajo la caricia de los aires de la gracia. Es Thais, la
bella pecadora, que despertaba gérmenes de tentación, hasta en los
carcomidos anacoretas de la Tebaida.
Su
nombre ilustra las hagiografías antiguas, y el siglo décimo, siglo
de hierro y de oscuridad, una monja alemana, Roswita, hacía de ella
la protagonista de una de sus producciones dramáticas, y frente a
ella colocaba la figura austera del santo anacoreta, galán
afortunado, que lograba dominar aquel veleidoso corazón.
Serapión
estaba triste, al ver las almas que caían en las redes de la
cortesana alejandrina; pero he aquí que deja su túnica de piel
de oveja, y su cilicio metálico, se lava por primera vez desde hace
muchos años, derrama sobre su cabeza, el bálsamo hecho de resinas y
flores maceradas, cubre su cuerpo con una brillante túnica de
escarlata, se echa al cuello una cadena de oro, y apoyándose en su
bastón de puño de marfil, emprende la marcha en dirección a la
ciudad.
Thais
vive en la inmensa plaza, donde se juntan las dos calles principales,
de sesenta metros de anchura. Su casa es elegante y señorial:
pórtico de columnas y capiteles, amplio peristilo, en cuyo centro se
esconden, entre palmeras, deliciosos rincones, adornados y perfumados
por los rosales, los terebintos y los miosotis; largos senderos de
mullidas alfombras polícromas, lo más exquisito de las fábricas de
Egipto y Capadocia.
Serapión
los pisa confiado, como si no hubiera pasado lo mejor de su vida,
lejos del contacto con los hombres. Una fuerza interior le guía. No
ha dudado, ni ha temblado siquiera, cuando poco antes de pisar los
umbrales, unos muchachos le han ponderado la seducción irresistible
de la cortesana.
Hele,
al fin delante de la mujer terrible. La mira sin vacilar, clavando en
los ojos de ella sus ojos profundos, acostumbrados a las lejanías de
los cielos y de los desiertos. Por vez primera, Thais se acobarda
delante de un hombre.
—¿Quién
es este desconocido enigmático? dice, volviendo la mirada, con un
gesto de turbación y desprecio a la vez.
—Soy
un hombre que te ama—dice el falso galán.
—¡Bah!—musita
ella—; eso mismo me dicen todos.
—Pero
sólo yo te lo digo sin engaño. ¡Oh Thais, Thais! ¡Qué viaje tan
largo he tenido que hacer, sólo por tener la dicha de hablar
contigo; de verte, de gozar este momento único!.
Estas
palabras habían despertado una gran curiosidad en la bella
alejandrina. Este hombre, pensaba, no es un hombre vulgar; tal vez un
príncipe lejano; tal vez un poeta famoso, peregrino de aventuras...
Ella,
que despreciaba a los hombres, no importándole más que su dinero y
su adulación, preguntaba ahora casi vencida:
—Pero
¿quién eres tú?. ¿Cuál es el secreto de tu vida?
—Bien
dices—respondió el solitario—; tengo cosas muy íntimas que
decirte.
Y
como en este momento se oyese allí cerca el rumor que levantaba el
ir y venir de los esclavos, añadió:
—¿No
podríamos ir a otro lugar más retirado?
—Ven—dijo
Thais levantándose, y cogiendo a su huésped del brazo—; aquí
tengo una salita muy mona y recogida, que sólo dos conocemos: Dios y
yo.
—¡Dios!
¿Pero tú crees que Dios la conoce también?.
—Así
debe ser, pues dicen que no se le oculta nada.
—No
entiendo; pero si Dios lo ve todo, debe importarle muy poco lo que
hacen los hombres, bueno o malo.
—Precisamente
los filósofos y los obispos enseñan todo lo contrario.
Por
estas palabras comprendió el solitario toda la inconsciencia de
aquella mujer, y el verdadero estado de su alma. La suya se llenó de
angustia y compasión, y no pudo retener un grito que salía de lo
más profundo de su alma.
—¡Oh
Cristo!—exclamó—. ¡Cuán grande es la benignidad de tu
paciencia con nosotros!. Ves pecar a los que te conocen, y sin
embargo, aguardas, aguardas para no perdernos.
Había
cambiado de color, su voz temblaba, y sus ojos estaban llenos de
lágrimas.
—¡Desgraciada!—continuó—.
Tu locura me da miedo. Lloro tu perdición. Sabes todas esas cosas, y
no cesas de arrastrar las almas a la muerte.
—Pero
¿tú quién eres?. ¿A qué has venido aquí?. ¿Por qué me
atormentas?.
Así
preguntaba la pobre mujer, sin acabar de comprender todavía.
Temblaba, vacilaba. Serapión la veía próxima a rendirse; y
continuó su obra, más esperanzado, hablando del miedo del infierno,
de las dulzuras del amor de Dios, de la vanidad de los bienes
terrenos.
Su
voz pasaba de las blandas inflexiones del amor, a los terribles
apóstrofes de la indignación. Sus ojos relampagueaban al describir
las sendas dolorosas del pecado.
La
pecadora no pudo resistir. Deshecha en lágrimas, temblando como una
hoja, cayó a sus pies exclamando:
—Tú
eres un enviado de Dios; habla, dime lo que tengo que hacer...
—Huir—dijo
el solitario—, hacer penitencia, esconderte de tus amadores.
—Huiré,
haré cuanto dices; pero déjame una hora para disponer de estas
riquezas.
—No
te preocupes por ellas; ya habrá quien las recoja.
—No
es que quiera recogerlas o dárselas a los amigos; ni los pobres
mismos deben participar de ellas, porque son el precio del pecado.
Poco
después, la gran ciudad, acostumbrada a todas las novedades, veía
el más extraño espectáculo. En la gran plaza se alzaba una inmensa
pira. Sedas de la India, púrpuras y espejos de la Fenicia, ánforas
de Cádiz y Sagunto, tapices de Siria, alhajas, pulseras, anillos,
muebles de maderas preciosas, collares de perlas y brillantes,
alfileres y ajorcas de oro, clámides y muselinas estatuas y
pinturas, todo ardía, pintando el azul del cielo de rojizos
resplandores.
Los
curiosos se aglomeraban alrededor de las llamas, diciendo burlones:
—La
famosa cortesana se ha vuelto loca.
Entretanto,
Thais entraba en un trirreme, y se alejaba de Alejandría, siguiendo
el curso del Nilo. Allá, en el fondo de la Tebaida, conocía
Serapión un convento de mujeres, adonde no llegaban los ruidos
mundanos. En él dejó a la bella alejandrina, meditando sólo ideas
de penitencia.
Abrió
en el muro de la basílica un agujero, al que volvió a tapiar, y
allí dejó a su discípula, sin más que un pequeño ventanillo,
para comunicarse con el mundo que ella tanto había amado.
La
pobre mujer, acostumbrada a la libertad y a los regalos, temblaba al
entrar en aquella cárcel oscura, pero tan firme había sido su
resolución, que ni el recuerdo de los placeres perdidos, ni la
perspectiva de la espantosa soledad, pudieron hace vacilar un momento
su espíritu.
Allí
quedó abandonada a su tristeza, y a la misericordia de Dios. Su alma
estaba en llagas, por efecto de la contrición. Sus ojos eran dos
fuentes de lágrimas. El sueño huía de ellos, ahuyentado por las
alas negras del cuervo de la inquietud.
Ya
no le importaba lo que había dejado y quemado: sólo su felicidad
eterna la preocupaba. Lloraba y rezaba, sin atreverse a levantar
aquellos ojos, que lanzaran flechas de fuego por las calles de la
ciudad. Su oración era siempre la misma. Dolorida, humilde,
temblorosa, clamaba si cesar: "¡Oh Tú, que me criaste, ten
compasión de mí!".
La
misma incertidumbre atormentaba a Serapión en su choza lejana.
Muchas veces pensaba en su cautiva. ¿Qué será de ella?. ¿Habrá
lavado ya las manchas de sus pecados?. Pero he aquí que llega un
discípulo suyo y dice:
—Padre,
he tenido una visión. Había en el Cielo un lecho adornado de paños
blanquísimos. Cerca de él, y como guardándole, estaban cuatro
vírgenes hermosísimas. Encima, una claridad apacible, de la cual yo
no podía apartar los ojos, "Nadie más digno de esta gloria,
decía yo en mi interior, que Serapión, mi padre y maestro".
--No,
hijo mío—dijo el anacoreta—, tu padre no es digno de tanta
ventura. Estoy oyendo una voz que me dice: Esa
gloria la destina Dios a Thais, la meretriz...
Habían
pasado tres años, tres años de lágrimas y penitencias, cuando, una
tarde, la reclusa oyó que la decían desde fuera:
—Thais,
hija mía; ábreme el ventanillo, que quiero hablarte.
—¿Quién
es?. ¿Quién se acuerda de mí?.
—Soy
Serapión, tu padre; vengo a que me hables de la historia de tu vida,
y del fervor de tu arrepentimiento.
—Sólo
sé decir que no he hecho nada digno de Dios. Recogía como en un
ramillete mis innumerables pecados, y los ponía delante de mis ojos,
pensando en los suplicios del infierno.
—Y
Dios te ha perdonado, hija mía.
Dijo
el monje con tal seguridad estas palabras, que la santa emparedada,
tuvo súbitamente la certidumbre del perdón divino.
Su
frente se iluminó, una oleada de agradecimiento inundó su mirada, y
su corazón se ensanchaba, con una felicidad que no había sentido en
los días de sus mayores triunfos.
Tan
grande fue la alegría, que aquel cuerpo gastado por la penitencia, y
por el tormento interior de la lucha del espíritu consigo mismo, ya
no pudo resistir más. Los labios de la santa purificados ya por el
fuego de las jaculatorias, pudieron aún repetir una vez más su
oración favorita: "¡Oh, Tú que me creaste, ten compasión de
mi!"'
No
lejos del Nilo, en los alrededores de Antinoé, la ciudad del
emperador Adriano, se encontró a principios de este siglo la tumba
de Serapión, el anacoreta. Su momia aparecía cubierta del tosco
sayal oscuro, y acompañado de las pesadas cadenas con que quiso
martirizarse en vida. Del cuello le colgaba un feo collar de hierro,
sosteniendo una cruz.
Bajo
una bóveda cercana, reposaba la momia de una mujer. La durmiente
había querido presentarse a Cristo, con los mejores atavíos de los
días de fiesta, guiada por aquel mismo pensamiento que hacía decir
a San Macario: "Guardo mi vestido nuevo, para comparecer
delante del Señor".
Viste
una túnica inferior de lino, guarnecida en los bordes de una banda
de terciopelo azul, con dibujos de flores de un color pálido oscuro.
Sobre la túnica, un manto de lana amarillo, adornado de franjas de
seda con medallones, arabescos, y hojas estilizadas de tonos
mortecinos.
Los
pies se esconden en pequeñas sandalias de cuero, con realces de
filigranas doradas, entre las cuales campea la cruz, y los cabellos
en una amplia gasa de color carmín, que cuelga holgadamente por la
espalda.
Cubriendo
el rostro de la yacente, había un canastillo de mimbre, que nos
recuerda la costumbre primitiva de colocar la Sagrada Eucaristía en
los sepulcros, según aquellas palabras de San Jerónimo: "Nadie
es más dichoso, que aquel que guarda el cuerpo del Señor en un
cestillo de mimbres".
Sus
manos sostenían una rosa de Jericó, la anastásica, la flor que
resucita como Jesús, símbolo de la inmortalidad.
Unas
tablitas de madera y de marfil, taladradas con muchos agujeros,
descansaban sobre el pecho. Era un instrumento para llevar la cuenta
exacta, de las oraciones: un rosario.
Cerca
de ellas, una cruz ansada, que en el viejo Egipto era una figura de
la vida y del eterno renacimiento; y bajo cada uno de los brazos,
tocando la frente con las extremidades, dos palmas, símbolo clásico
de gloria y de renovación.
A
un lado del nicho se leía esta inscripción en letras rojas:
"Aquí
descansa Thais, la bienaventurada"
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que a imitación y por intercesión de
Santa Thais, la bienaventurada, podamos despojarnos de todos los
deleites del mundo que nos alejan de tu presencia, y así pueda
nuestro corazón reposar en la Paz del tuyo. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario