Sexta
Feria, 14 de Abril
Viernes
Santo
VÍA
CRUCIS EN EL COLISEO
Su
rostro se refleja en el de cada persona humillada y ofendida, enferma
o que sufre, sola, abandonada y despreciada
PALABRAS
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Colina
del Palatino
Viernes
Santo 10 de abril de 2009
Queridos
hermanos y hermanas:
Al
terminar el relato dramático de la Pasión, anota el evangelista San
Marcos: «El centurión que estaba enfrente, al ver cómo había
expirado, dijo: “Realmente este hombre
era Hijo de Dios”» (Mc 15,39). No deja de
sorprendernos la profesión de fe de este soldado romano, que había
asistido al desarrollo de las diferentes fases de la crucifixión.
Cuando
la oscuridad de la noche estaba por caer sobre aquel Viernes único
de la historia, cuando el sacrificio de la cruz ya se había
consumado, y los que estaban allí se apresuraban para poder celebrar
la Pascua judía a tenor de lo prescrito, las breves palabras oídas
de labios de un comandante anónimo de la tropa romana, resuenan en
el silencio ante aquella muerte tan singular.
Este
oficial de la tropa romana, que había asistido a la ejecución de
uno de tantos condenados a la pena capital, supo reconocer en aquel
Hombre crucificado al Hijo de Dios, que expiraba en el más
humillante abandono. Su fin ignominioso habría debido
marcar el triunfo definitivo del odio y de la muerte sobre el amor y
la vida. Pero no fue así. En el Gólgota se erguía la Cruz, de la
que colgaba un hombre ya muerto, pero aquel Hombre era el «Hijo
de Dios», como confesó el centurión «al
ver cómo había expirado», en palabras del
evangelista.
La
profesión de fe de este soldado, se repite cada vez que volvemos a
escuchar el relato de la pasión según San Marcos. También nosotros
esta noche, como él, nos detenemos a contemplar el rostro exánime
del Crucificado, al final de este tradicional Vía Crucis, que ha
congregado, gracias a la transmisión radiotelevisiva, a mucha gente
de todas partes el mundo.
Hemos
revivido el episodio trágico de un Hombre único en la historia de
todos los tiempos, que ha cambiado el mundo no abatiendo a otros,
sino dejando que lo mataran clavado en una cruz. Este
Hombre, uno de nosotros, que mientras lo están asesinando perdona a
sus verdugos, es el «Hijo de Dios» que, como nos recuerda el
apóstol San Pablo, «no hizo alarde de
su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó
la condición de esclavo… se rebajó hasta someterse incluso a la
muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8).
La
pasión dolorosa del Señor Jesús suscita necesariamente piedad
hasta en los corazones más duros, ya que es el culmen de la
revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros. Observa San
Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que
entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que
creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16).
Cristo murió en la cruz por amor.
A
lo largo de los milenios, muchedumbres de hombres y mujeres han
quedado seducidos por este misterio y le han seguido, haciendo al
mismo tiempo de su vida un don a los hermanos, como Él y gracias a
su ayuda. Son los santos y los mártires,
muchos de los cuales nos son
desconocidos.
También
en nuestro tiempo, cuántas personas, en el silencio de su existencia
cotidiana, unen sus padecimientos a los del Crucificado, y se
convierten en Apóstoles de una auténtica renovación espiritual y
social. ¿Qué sería del hombre sin Cristo?. San Agustín señala:
«Una inacabable miseria se hubiera
apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia.
Nunca hubieras vuelto a la vida, si Él no hubiera venido al
encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si Él no te hubiera
ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido»
(Sermón, 185,1). Entonces, ¿por qué no acogerlo en nuestra vida?.
Detengámonos
esta noche contemplando su rostro desfigurado: es el rostro del Varón
de dolores, que ha cargado sobre sí todas nuestras angustias
mortales. Su rostro se refleja en el de cada
persona humillada y ofendida, enferma o que sufre, sola, abandonada y
despreciada. Al derramar su sangre, Él nos ha rescatado
de la esclavitud de la muerte, roto la soledad de nuestras lágrimas,
y entrado en todas nuestras penas y en todas nuestras inquietudes.
Hermanos
y hermanas, mientras se yergue la Cruz sobre el Gólgota, la mirada
de nuestra fe se proyecta hacia el amanecer del Día nuevo, y
gustamos ya el gozo y el fulgor de la Pascua. «Si
hemos muerto con Cristo –escribe San Pablo–, creemos que también
viviremos con Él» (Rm 6,8).
Con
esta certeza, continuamos nuestro camino. Mañana, Sábado Santo,
velaremos en oración. Pero ya ahora oremos con María, la Virgen
Dolorosa, oremos con todos los adolorados, oremos sobre todo con los
afectados por el terremoto de L’Aquila: oremos para que también
brille para ellos en esta noche oscura la estrella de la esperanza,
la luz del Señor resucitado.
Desde
ahora, deseo a todos una feliz Pascua en la luz del Señor
Resucitado.
©
Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana
Promesas
Hechas por Nuestro Señor Jesucristo a los que meditan su Santa
Pasión
1ª)
Obtendrán el entero perdón de los pecados.
2ª)
Conseguirán las fuerzas necesarias para resistir a todas las
tentaciones diabólicas.
3ª)
En la hora de la muerte gozarán de una Paz Perfecta y tendrán la
seguridad de salvarse.
Oración:
En esta noche dolorosa Señor, hacemos nuestro voto de
meditar tu Santa Pasión, y así honrarte y acompañarte todos los
Jueves de 23.00 a 24.00 hs y todos los Viernes a las 15.00 horas, y
así alcanzar la Gracia de tu Misericordia, en donde tu Sagrado
Corazón se abre al nuestro, y nos sirve de refugio y consuelo. Amén.
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