Domingo
9 de Abril
DOMINGO
DE RAMOS
PROCESIÓN
DE LAS PALMAS
Bendito
el que viene en nombre del Señor
“Seguir
a Cristo implica un cambio interior de nuestra propia existencia. Se
trata de optar entre vivir sólo para mí o entregarme a lo más
grande. Al perderme, vuelvo a encontrarme”. Benedicto XVI
Breve
Reconocer
a Jesucristo como Rey, significa aceptarle como quien nos indica el
camino, Aquél de quien nos fiamos, y a quien seguimos. Significa
aceptar día tras día su palabra como criterio válido para nuestra
vida. Significa ver en Él la autoridad a la que nos sometemos. Nos
sometemos a Él porque su autoridad es la autoridad de la Verdad.
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Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 19, 28-40
En
aquel tiempo, Jesús echó a andar delante, subiendo hacia Jerusalén.
Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los
Olivos, mandó a dos discípulos, diciéndoles: "Id a la
aldea de enfrente; al entrar, encontraréis un borrico atado, que
nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os
pregunta: "¿Por qué lo desatáis?", contestadle: "El
Señor lo necesita".
Ellos
fueron, y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el
borrico, los dueños les preguntaron: "¿Por qué desatáis
el borrico?". Ellos contestaron: "El Señor lo
necesita". Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus
mantos y le ayudaron a montar.
Según
iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos. Y,
cuando se acercaba ya la bajada del monte de los Olivos, la masa de
los discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos,
por todos los milagros que habían visto, diciendo: "¡Bendito
el que viene como Rey, en nombre del Señor!. Paz en el cielo y
gloria en lo alto".
Palabra
de Dios.
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Homilía
de Domingo de Ramos, S.S. Benedicto XVI, 2007
Queridos
hermanos y hermanas:
En
la procesión del Domingo de Ramos nos unimos a la muchedumbre de
discípulos, que con alegría festiva, acompañan al Señor en su
entrada en Jerusalén.
Como
ellos, alabamos al Señor alzando la voz por todos los prodigios que
hemos visto. Sí, también nosotros hemos visto y seguimos viendo los
prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a renunciar a
las comodidades de la propia vida, para ponerse totalmente al
servicio de los que sufren; cómo da valor a
hombres y mujeres para oponerse a la violencia y a la mentira, y
dejar espacio en el mundo a la verdad; cómo, en lo
secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a
suscitar la reconciliación donde había odio, a
crear la paz donde reinaba la enemistad.
La
procesión es ante todo, un gozoso testimonio que ofrecemos de
Jesucristo, por quien se nos ha hecho visible el Rostro de Dios, y
por quien el corazón de Dios se abre a todos nosotros.
En
el Evangelio de Lucas, la narración del inicio del cortejo en los
alrededores de Jerusalén está compuesta siguiendo, en algunos
momentos literalmente, el modelo del rito de
coronación con el que, según el Primer Libro de los
Reyes, Salomón fue declarado heredero de la realeza de David (Cf. 1
Reyes 1, 33-35).
De
este modo, la procesión de las Palmas es también una procesión de
Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo,
reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el verdadero Salomón, el
Rey de la paz y de la justicia.
Reconocerle
como Rey significa aceptarle como quien nos indica el camino, Aquél
de quien nos fiamos y a quien seguimos. Significa aceptar día tras
día su palabra como criterio válido para nuestra vida. Significa
ver en Él la autoridad a la que nos sometemos. Nos sometemos a Él
porque su autoridad es la autoridad de la verdad.
Ante
todo, la procesión de las Palmas es, como lo fue en aquella ocasión
para los discípulos, una manifestación
de alegría, porque podemos conocer a Jesús, porque
Él nos permite ser sus amigos, y porque
nos ha dado la clave de la vida. Esta alegría, que se
encuentra en el origen, es también expresión de nuestro «sí» a
Jesús, y de nuestra disponibilidad a caminar con Él allí donde nos
lleve.
La
exhortación del inicio de nuestra liturgia interpreta justamente el
sentido de la procesión, que es también una representación
simbólica de lo que llamamos «seguimiento
de Cristo»: «Pidamos la gracia de seguirle»,
hemos dicho. La expresión «seguimiento de Cristo» es una
descripción de toda la existencia cristiana en general. ¿En qué
consiste?. ¿Qué quiere decir en concreto «seguir a Cristo»?
Al
inicio, en los primeros siglos, el sentido era muy sencillo e
inmediato: significa que estas personas
habían decidido dejar su profesión, sus negocios, toda su vida para
ir con Jesús. Significaba emprender una nueva profesión:
la de discípulo. El contenido fundamental de esta profesión
consistía en ir con el maestro, confiar totalmente en su guía.
De
este modo, el seguimiento era algo exterior, y al mismo tiempo muy
interior. El aspecto exterior consistía en caminar tras Jesús en
sus peregrinaciones por Palestina; el interior, en la nueva
orientación de la existencia, que ya no tenía sus mismos puntos de
referencia en los negocios, en la profesión, en la voluntad
personal, sino que se abandonaba
totalmente en la voluntad de Otro.
Ponerse
a su disposición se había convertido en la razón de su vida. La
renuncia que esto implicaba, el nivel de desapego, lo podemos
reconocer de manera sumamente clara en algunas escenas de los
Evangelios.
Así
queda claro lo que significa para nosotros el seguimiento y su
verdadera esencia: se trata de un cambio
interior de la existencia. Exige que ya no me cierre
en mi yo, considerando mi autorrealización como la razón principal
de mi vida. Exige entregarme libremente al Otro por la Verdad, por el
Amor, por Dios, que en Jesucristo, me precede y me muestra el camino.
Se
trata de la decisión fundamental de dejar de considerar la utilidad,
la ganancia, la carrera y el éxito como el objetivo último de mi
vida, para reconocer sin embargo, como criterios auténticos la
Verdad y el Amor. Se trata de
optar entre vivir sólo para mí o entregarme a lo más grande.
Hay que tener en cuenta que Verdad y Amor no son valores abstractos;
en Jesucristo se han convertido en una Persona. Al
seguirle a Él, me pongo al servicio de la Verdad y del Amor. Al
perderme, vuelvo a encontrarme.
Volvamos
a la liturgia y a la procesión de las Palmas. En ella, la liturgia
prevé el canto del Salmo 24, que también en Israel era un canto de
procesión, utilizado para subir al monte del templo. El Salmo
interpreta la subida interior de la que era imagen la subida
exterior, y nos explica lo que significa subir con Cristo. «¿Quién
subirá al monte del Señor?», pregunta el Salmo, y presenta dos
condiciones esenciales. Quienes suben y quieren llegar verdaderamente
hasta arriba, hasta la verdadera altura, tienen que ser personas que
se preguntan por Dios. Personas que escrutan a su alrededor para
buscar a Dios, para buscar su Rostro.
Queridos
jóvenes amigos, qué importante es precisamente esto hoy: no
hay que dejarse llevar de un lado para otro en la vida; no hay que
contentarse con lo que todos piensan, dicen y hacen. Hay que escrutar
y buscar a Dios. No hay que dejar que la pregunta por
Dios se disuelva en nuestras almas, el deseo de lo más grande, el
deseo de conocerle a Él, su Rostro…
Esta
es la otra condición sumamente concreta para la subida: puede llegar
al lugar santo quien tiene «manos limpias y puro el corazón».
Manos limpias son aquellas que no cometen
actos de violencia. Son manos que no se han ensuciado con la
corrupción, con los sobornos.
Corazón
puro, ¿cuándo es puro el corazón?. Es
puro un corazón que no finge, y no se mancha con la mentira y la
hipocresía. Un corazón que es transparente como el agua
de un manantial, porque en él no hay doblez. Es
puro un corazón que no se extravía con la ebriedad del placer; un
corazón cuyo amor es auténtico, y no una simple pasión del
momento.
Manos
limpias y corazón puro: si caminamos con Jesús, subimos y
experimentamos las purificaciones que nos llevan verdaderamente a esa
altura, a la que el hombre está destinado: la amistad con el mismo
Dios.
El
Salmo 24, que habla de la subida, concluye con una liturgia de
entrada ante la puerta del templo: «Puertas, levantad vuestros
dinteles, alzaos, portones antiguos, para que entre el Rey de la
Gloria».
En
la antigua liturgia del Domingo de Ramos el sacerdote, al llegar ante
la iglesia, tocaba fuertemente con la cruz de la procesión contra el
portón, que todavía estaba cerrado, y que en ese momento se abría.
Era una bella imagen del misterio del mismo Jesucristo, que con la
madera de su cruz, con la fuerza de su Amor, tocó desde el lado del
mundo a la puerta de Dios; del lado de un mundo que no lograba
acceder a Dios.
Con
la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta
entre Dios y los hombres. Ahora está abierta. Pero
el Señor también toca desde el otro lado con su cruz: toca a las
puertas del mundo, a las puertas de nuestros corazones, que con tanta
frecuencia, y en tan elevado número están cerradas para Dios.
Y
nos habla más o menos de este modo: si las pruebas que Dios en la
creación te da de su existencia no lograr abrirte a Él; si la
palabra de la Escritura y el mensaje de la Iglesia te dejan
indiferente, entonces, mírame a mí, que
soy tu Señor y tu Dios.
Este
es el llamamiento que en esta hora dejamos penetrar en nuestro
corazón. Que el Señor nos ayude a abrir la
puerta del corazón, la puerta del mundo, para que Él, el Dios
viviente, pueda venir en su Hijo a nuestro tiempo, llegar a nuestra
vida. Amén.
[Traducción
del original italiano realizada por Zenit
©
Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]
Oración:
¡Oh Divino Rey!. ¡Quédate a Reinar en mi corazón!. Amén.
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