Cuarta
Feria, 19 de abril
SAN
LEÓN IX, 152ª PAPA Y CONFESOR
(†
1054)
Vencer
el mal por medio del bien: tal era el secreto que aprendió del
divino Maestro, y que él tomó como lema de toda su actuación
Breve
Fue
elegido libremente por el clero y el pueblo romano.
Llegado
a Roma quiso entrar a pies descalzos como signo de humildad.
Luchó
para evitar el Gran Cisma entre las iglesias de Oriente y Occidente
el cual sucedió tras su muerte.
Convocó
numerosos sínodos para reformar el clero. Combatió la simonía y el
concubinato de los sacerdotes.
Condenó
la herejía de Berengario, quien negaba la conversión del pan y del
vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús durante la consagración de
la Eucaristía.
Se
involucró personalmente en campañas militares contra los invasores
normandos, y fue hecho prisionero por ellos en batalla.
Se
le denomina confesor porque tiene el rango de mártir por los
sufrimientos por los que pasó durante su pontificado.
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BERNARDINO
LLORCA, S. I.
León
IX (1048-1054) es, indudablemente, uno de los más insignes papas. Su
gloria principal consiste, además de la santidad y virtudes
personales que le distinguían desde su juventud, en haber sacado a
la Iglesia del estado de decadencia general en que se encontraba a
mediados del siglo XI, y haber iniciado el movimiento de reforma, que
culminó poco después con Gregorio VII (1073-1085), y los papas que
le siguieron.
Se
llamaba Bruno, de la familia de los condes de Alsacia, y estaba
emparentado con los emperadores alemanes Conrado II y Enrique III.
Nacido en junio de 1002, estudió en la escuela episcopal de Toul, al
lado de su primo Adalberon, que fue largo tiempo obispo de Metz.
Ya
en su juventud dio pruebas de las excelentes cualidades de su
espíritu, y después de una enfermedad, cuya curación atribuyeron
todos a un milagro de San Benito, decidió entregarse de lleno al
servicio de Dios en el estado eclesiástico.
Cursados
brillantemente, y con extraordinario fruto los estudios
eclesiásticos, bien pronto se ganó la confianza del nuevo obispo
Hermann de Toul, y ya desde entonces, comenzó a manifestar la gran
estima que tenía de la obra reformadora realizada por los
cluniacenses y las Ordenes monásticas.
Con
el ascendiente de su familia ante el emperador Conrado II, se obtuvo
sin dificultad para él un alto cargo eclesiástico en la corte
imperial; pero él por su parte, lejos de dejarse llevar de ninguna
clase de ambiciones, encontraba su complacencia en los empleos más
humildes, y ansiaba ponerse al servicio de la iglesia más pobre. Su
sencillez, amabilidad y virtud le conquistaron rápidamente una gran
popularidad, por lo cual era comúnmente llamado el buen Bruno.
Pero
Dios le tenía destinado para las más elevadas dignidades. Al morir
poco después el obispo Hermann, los eclesiásticos y el pueblo
reclamaron a Bruno para sucederle. Así, pues sin dificultad alguna,
fue nombrado obispo de Toul, dignidad que él aceptó por tratarse de
una iglesia pobre, donde él podía ejercitar su celo apostólico.
Así
lo hizo, en efecto, desde un principio, entregándose con su alma
joven y ardiente amor de Dios, a fomentar en todas partes la reforma
eclesiástica. Siendo como era, hombre de acción y con las
excelentes cualidades que le adornaban, se ganó rápidamente las
simpatías de todos. Su humildad y paciencia, unidas a su energía de
carácter y decisión en sus empresas, se manifestaron en multitud de
ocasiones. Así supo defender con firmeza, pero sin herir
susceptibilidades, los derechos de su iglesia frente a su
metropolitano de Worms. Vencer el mal por
medio del bien: tal era el secreto que aprendió del divino Maestro,
y que él tomó como lema de toda su actuación.
Sobre
estas bases, se fue desarrollando su gobierno desde el año 1026, en
que fue consagrado obispo hasta el 1048, en que fue elevado al solio
pontificio. Sabemos que celebró con gran fruto diversos sínodos
diocesanos; que se mantuvo en íntima unión con los obispos vecinos,
y que asistió a los concilios provinciales de Tréveris de 1030 y
1037; que promovió con energía los estudios eclesiásticos, y sobre
todo, fue en todas partes el más decidido impulsor de la reforma
eclesiástica.
En
íntima relación con esto debe ponerse el interés que mostró
siempre en mantener buenas relaciones con las Ordenes monásticas.
Así, ya desde el principio de su gobierno, manifestó sus
sentimientos favorables a Cluny, procurando que se le agregaran las
dos abadías de Saint-Mansuy y Moyenmontier.
De
este modo, ya durante estos años, mantenía relaciones y trabajaba
en íntima colaboración con los prohombres del movimiento reformador
de la Iglesia, por lo cual se había conquistado un renombre de gran
prelado, y gran amigo de la reforma. Por esto no es de sorprender que
el año 1048, en momentos bien decisivos para la Iglesia, fuera él
escogido para gobernarla desde Roma.
En
efecto, después de resuelto el cisma que desgarraba a la Iglesia en
el año 1046, Clemente II (1046-1047) apenas tuvo tiempo para iniciar
la obra reformadora que entonces se necesitaba, y su sucesor Dámaso
II (1047-1048) fue rápidamente arrebatado por la muerte.
En
estas circunstancias se presentó ante el emperador Enrique III una
embajada de Roma, con la súplica de que fuera elevado al solio
pontificio el arzobispo Halinard, de Lyon; pero éste rechazó
decididamente la propuesta.
Entonces
pues, Enrique III el Negro, reunió una Dieta en Worms en diciembre
de 1048, donde fue proclamado Bruno de Toul, que había acudido a la
misma. Sorprendido y profundamente contrariado ante esta elección,
pidió Bruno que se le concedieran tres días para dar su respuesta
definitiva; pero una vez transcurridos éstos, viendo en ello
claramente expresada la voluntad de Dios, aceptó aquella dignidad,
que él consideraba como la mayor carga que podían imponerle, pero
añadiendo como expresa condición, que no consideraría como válida
aquella elección hasta que fuera confirmada por el clero y pueblo de
Roma.
En
efecto, llegado a Roma, y presentado en la basílica de San Pedro por
el metropolitano de Tréveris como el candidato del emperador, fue
aclamado de nuevo por el clero y pueblo allí presentes. Ante una
manifestación tan evidente de la voluntad divina, Bruno se inclinó
humildemente, y tomó el nombre de León IX.
Y
en verdad, León IX, hombre de eminentes cualidades personales,
dotado de gran energía de voluntad, partidario decidido de la
reforma, e inflamado en todos sus actos del más vivo amor de Dios y
de la Iglesia, era indudablemente el Papa que ésta necesitaba en
aquellos momentos.
Uno
de sus principales méritos fue el haberse mantenido desde el
principio en contacto con los más insignes promotores de la reforma,
y haber llamado junto a sí a los más importantes entre ellos. Así
se mantuvo siempre unido con San Hugo de Cluny, y con él tuvo a su
disposición el vigoroso movimiento cluniacense.
Asimismo,
con el poderoso arzobispo Halinard de Lyon, uno de los mejores
representantes de las corrientes reformadoras de Francia, y con San
Pedro Damiano, que aunque se hallaba en el retiro de Fonte-Avellana,
ya había comenzado a llamar la atención por sus valientes escritos
polémicos y sus exhortaciones a la reforma, dirigidas a Clemente II.
Pero
no contento con esto, teniendo presente que en la curia romana hacían
falta hombres eminentes y decididos, se rodeó rápidamente de los
que con más eficacia le podían servir. Así, llamó ante todo al
valiente y decidido Hildebrando, quien desde la muerte de Gregorio
VI, cuyo secretario había sido, quedaba enteramente libre.
León
IX le consagró como archidiácono y le elevó al rango de secretario
pontificio. Igualmente creó cardenal obispo de Silva Cándida al
monje borgoñón Humberto, al monje Hugo Cándido, procedente del
monasterio de Remiremont, de la Lorena, y asimismo a otros varios. De
este modo el Colegio Cardenalicio alcanzó un carácter universal, y
fue en adelante un instrumento eficaz y dócil en manos del Papa.
Apoyado
en estas fuerzas y en estos hombres eminentes, desarrolló León IX
una maravillosa actividad, enderezada a sanar a la Iglesia de las dos
llagas que la corroían: la simonía y el
concubinato de los eclesiásticos.
El
primer medio que empleó, fue el que le ofrecía la costumbre
eclesiástica entonces en uso, es decir los sínodos y concilios.
Comenzando por la Pascua de 1049, comenzó a celebrar en Roma con
gran solemnidad los sínodos cuaresmales, y rápidamente procuró que
se celebraran otros semejantes en diversas provincias eclesiásticas.
En
todos ellos se renovaban y proclamaban, con la mayor decisión, las
disposiciones contra la simonía y el concubinato de los
eclesiásticos, señalándolos como los abusos fundamentales, de los
que dependían los demás.
Movido
del más ardiente celo de la gloria de Dios, y del bien de las almas,
emprendió una vida de peregrinación de un territorio a otro, por
Italia, Alemania y Francia, celebrando sínodos y alentando en todas
partes a las fuerzas de reforma.
De
esta manera se ha podido afirmar que León IX llegó a hacer
comprender prácticamente a todo el mundo cristiano, que el Papa era
quien gobernaba la Iglesia. El Papado, que hasta entonces era sólo
un concepto más o menos elevado, se convirtió en una fuerza eficaz
y tangible.
Particularmente
significativa fue la campaña o peregrinación emprendida por León
IX el primer año, 1049 de su pontificado, que tuvo como coronamiento
los dos grandes concilios presididos por él, en Reims y en Maguncia.
Después de celebrar el sínodo de Roma en la dominica de Quasimodo,
y otro en Pavía por Pentecostés, donde proclamó las bases de la
reforma, atravesó Ios Alpes y se reunió con el emperador Enrique
III, pariente e íntimo amigo suyo, y junto con él se dirigió a
Colonia, donde celebró la fiesta de San Pedro y San Pablo.
De
allí pasó, con el mismo Enrique III, a Aquisgrán y Maguncia, y
luego se detuvo en su amada diócesis de Toul, donde fue objeto de la
más cariñosa acogida, El 14 de septiembre celebró en su catedral
la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
Entretanto,
se había anunciado el gran sínodo que debía celebrarse
próximamente en Reims, y no obstante las dificultades que fue
oponiendo el rey de Francia Enrique I, el 14 de septiembre publicaba
desde Toul una encíclica, por la que convocaba el gran concilio.
Efectivamente, el 29 de septiembre llegaba el Papa a Reims: el 1º de
octubre consagraba la iglesia abacial de San Remigio, y al día
siguiente daba comienzo al gran concilio, uno de los más célebres
en la historia de la Iglesia de Francia y de Europa.
En
nombre del Papa, su canciller Hildebrando anunciaba a Francia y al
mundo que la intención del Papa era procurar un remedio eficaz a los
males de la Iglesia: "a
la simonía, a la usurpación por los laicos de los cargos y rentas
eclesiásticas, al desprecio de las más sagradas leyes del
matrimonio, etc. Él invitaba a todos a reflexionar
delante de Dios acerca de los diversos artículos del programa que
les proponía".
El
efecto de esta intimación pontificia fue en realidad grandioso.
Naturalmente, ya en el concilio, y sobre todo después de él,
tropezó con la enconada oposición de muchos, que no se avenían a
entrar por el camino de la reforma. Pero el Papa, uniendo la
energía con la habilidad y prudencia, y contando siempre con la
ayuda de Dios, cuya causa sostenía, logró en este concilio y
después de él innumerables éxitos.
Terminado
el concilio de Reims, se encaminó de nuevo a Alemania, pasando por
Verdún y Metz, donde consagró sendas iglesias, y llegó a Maguncia,
donde celebró otro gran sínodo, en que renovó la proclamación
realizada en Reims. Hecho esto, atravesando de nuevo la Alsacia, y
luego Ausburgo y Constanza, celebró las Navidades en Verona. A
primeros de 1050 se hallaba de vuelta en Roma. Semejantes
peregrinaciones por el sur y norte de Italia, y por el centro de
Europa, las repitió durante los años siguientes.
Indudablemente,
la actividad eclesiástica de León IX fue beneficiosa y muy
significativa para la iglesia, en la que se observa durante su
pontificado, un principio de resurgimiento. Y, aunque es verdad que
debe atribuirse una parte importante del cambio iniciado a su
archidiácono Hildebrando, y a los demás colaboradores del Papa,
debe reconocerse que el mérito principal recae sobre la egregia
figura de León IX.
Sin
embargo, no fue tan afortunado en los asuntos temporales, y en el
desarrollo de la cuestión oriental. Efectivamente, a principios del
siglo XI, los normandos se habían fijado en el sur de Italia, y en
sus luchas contra los griegos y los musulmanes, habían ido
extendiendo progresivamente el área de sus dominios, destruyendo en
su avance iglesias y monasterios, y devastando los territorios
eclesiásticos.
El
Papa intentó primero entenderse con los griegos para oponerse al
avance de tan terribles enemigos; mas como fracasara en este intento,
acudió entonces a Enrique III en demanda de socorro. Este exigió
algunas concesiones del Papa, y en efecto, envió un fuerte socorro,
mas por diversas circunstancias, la mayor parte de las tropas
auxiliares enviadas por Enrique III, se vieron obligadas a retirarse
y volver a Alemania.
Esto
no obstante, se decidió el Papa a proseguir su campaña contra los
normandos; pero bien pronto, el 18 de junio de 1053, sus fuerzas
fueron completamente aniquiladas en Civitate, y
el mismo León IX quedaba prisionero. El resultado fue
que, para resolver tan delicada situación, el Papa entregó a los
normandos aquellos territorios en calidad de feudos y obtuvo su
libertad; pero, consumido de tantos trabajos y emociones, murió poco
después en Roma, en abril de 1054.
No
fue más afortunado en el asunto de las Iglesias orientales, pues en
su tiempo se maduró y realizó la separación definitiva de Roma de
aquellas Iglesias. Indudablemente, el odio a los occidentales del
patriarca Miguel Cerulario, y la falta de táctica de los legados
pontificios, sobre todo del cardenal Humberto, tuvieron una culpa
decisiva en la separación definitiva, pero ciertamente no puede
decirse que la debilidad del Romano Pontífice, o la situación de
decadencia de los papas hubiera sido la causa u ocasión del cisma.
Porque
siendo así que durante todo el siglo X y principios del XI, en que
llegó el Papado y la Iglesia occidental a su mayor depresión y
abatimiento, no se verificó tal separación; vino ésta a realizarse
cuando, en el pontificado de León IX, la Iglesia y el Papado habían
realizado ya un avance notabilísimo en su reforma y rehabilitación.
La
verdadera causa fue la oposición latente desde antiguo de la Iglesia
oriental frente a la occidental, que fue constantemente en aumento, y
así bastó una ocasión para que estallara en la forma violenta del
cisma. El mismo resurgimiento de la Iglesia occidental,
promovido por la reforma cluniacense y la enérgica actividad de León
IX, aumentó la oposición existente, de la que se aprovechó el
patriarca Miguel Cerulario para realizar aquella separación, que le
colocaba a él a la cabeza de la Iglesia griega. León IX no pudo
impedir el curso de los acontecimientos, que entristecieron los
últimos momentos de su vida, y tres meses después de su muerte se
realizó la separación definitiva (16 de julio de 1054).
Durante
los últimos meses de su vida, sintiéndose herido de muerte, dio los
más insignes ejemplos de piedad y de resignación cristiana. El
pueblo romano, que le profesaba un amor entrañable, sintió
profundamente su muerte, ocurrida en la plenitud de su edad viril,
contando cincuenta y dos años. Sobre su tumba se esculpió este
epitafio:
Roma
vencedora está dolida al quedar viuda de León IX, segura de que
entre muchos, no tendrá un padre como él.
Su
pontificado fue realmente pleno.
Por
su celo infatigable y su incesante actividad, movida por el más puro
amor de Dios, inició eficazmente aquel movimiento de reforma, que
luego continuó hasta llegar a su más perfecto desarrollo.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que por los méritos e intercesión del
Papa San Leon IX, pueda siempre la Iglesia permanecer unido y
preservar en su corazón el dogma de la transustanciación del pan y
del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesuscristo. A Tí Señor que
nos dejaste ese inmenso regalo, mandato y misterio en la Última Cena
para alimento ESPIRITUAL y MATERIAL del mundo. Amén.
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