Cuarta
Feria, 12 de abril
SAN
JULIO I, 35ª PAPA
(†
352)
Breve
Dos
cosas caracterizan en conjunto el pontificado de San Julio I
(337-352): la defensa de la ortodoxia católica frente a las
impugnaciones y tergiversaciones de los arrianos, y la protección
decidida de San Atanasio, víctima de toda clase de vejaciones y
calumnias de parte de los mismos, por ser considerado como la columna
más firme de la fe de Nicea.
En
todo ello mostró San Julio I una firmeza extraordinaria, fruto del
temple elevado de su espíritu, y del intenso amor que sentía por la
Iglesia y la verdad.
Aunque
parezca increíble, este conflicto religioso de no considerar al
Divino Maestro de origen celestial, continúa aún hoy en día de una
u otra manera en las Iglesias Orientales.
Desde
la discusión de famosa cláusula “Filoque” de los ortodoxos –
que dice que el Padre engendró la Hijo y entre los dos al Espíritu
Santo - hasta distintas tendencias cristianas como la iglesia
Unitaria.
Seguramente
de la discusión y meditación serena de este punto crucial,
referente a la Santísima Trinidad, saldrá la verdadera unión entre
todas las religiones en el futuro.
Es
muy interesante leer esta crónica histórica, ya que nos hace tomar
conciencia de que no sólo podemos guiarnos por las Escrituras, como
afirman tórridamente los protestantes, sino tener muy en cuenta el
discernimiento de los Papas, Obispos y Sacerdotes de la Verdad
Revelada, lo que se llama comúnmente la Tradición y el Magisterio
de la Iglesia.
Nuestro
juicio personal es muy importante, como lo es la libre navegación de
cualquier buque, pero siempre los buenos capitanes miran las boyas,
los faros y los radares para no desviarse del rumbo y llegar a un
puerto seguro. Los alertas de los desvíos son importantes y hasta
decisivos.
No
debemos desechar muchos siglos de experiencia y revelaciones
acumuladas por la Iglesia, por motivos personales o comunitarios,
porque “todos lo hacen”. El mar está lleno de barcos hundidos
por no haber advertido las señales de peligro a tiempo.
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BERNARDINO
LLORCA, S. I.
No
tenemos noticia ninguna sobre su vida anterior a su elevación al
solio pontificio. Sólo sabemos por el Liber Pontificalis que era
romano de origen, y que su padre se llamaba Rústico. Después de
cuatro meses de sede vacante, a la muerte del papa San Marcos, tuvo
lugar su elevación el 6 de febrero del año 337.
No
mucho después, en mayo del mismo año, murió el emperador
Constantino el Grande, a quien siguieron sus tres hijos Constantino
II, Constante y Constancio. Ahora bien, sea porque la significación
de estos emperadores fuera mucho menor que la de su padre, sea porque
la figura de Julio I fuera mucho más eminente que la de sus
predecesores, el hecho es que con él volvió a su verdadera
significación el Papado, que anteriormente había permanecido en la
penumbra.
Uno
de los primeros problemas en que tuvo que intervenir fue la defensa
de San Atanasio, que se identificaba con la defensa de la fe y llenó
todo su pontificado. Después de la muerte de Constantino
se dió inmediatamente a todos los obispos desterrados licencia para
volver a sus diócesis. De este modo San Atanasio pudo volver a
Alejandría, donde fue acogido con gran satisfacción por el
episcopado y el pueblo en masa.
Pero
el partido arriano urdió toda clase de intrigas contra él,
pretextando que había sido depuesto por el sínodo de Tiro en el año
335. Por eso mismo habían nombrado para sucederle a un partidario
suyo, llamado Pisto. Sin embargo, a pesar del apoyo que les otorgaba
Constancio, emperador de Oriente, no pudieron impedir que Atanasio
volviera a su diócesis.
Entonces,
pues, se vió el nuevo papa Julio I asediado por los dos partidos en
demanda de apoyo; pero gracias a su elevado espíritu, y a la
valentía de su carácter en defensa de la justicia y de la verdad,
se puso decididamente de parte de Atanasio. En efecto, los
arrianos, cuyo jefe a la sazón era Eusebio de Nicomedia, que había
logrado apoderarse de la Sede de Constantinopla, enviaron una
embajada ante el Papa, a cuya cabeza iba el presbítero Macario.
Por
su parte Atanasio, consciente de la gravedad del momento y que se
trataba, no de su persona, sino de la defensa de la fe ortodoxa,
había celebrado un gran sínodo, después del cual envió las actas
a Roma, en las que se contenía la más decidida condena al
arrianismo, y la más explícita profesión de fe.
Así
pues, informado ampliamente por ambas partes, Julio I, con su
acostumbrada energía y discreción, decidió inmediatamente celebrar
en Roma un gran sínodo, según habían pedido los mismos arrianos.
Así lo comunicó en sendas cartas dirigidas a Atanasio y a sus
acusadores, en las que convocaba a ambas partes, para que presentaran
sus respectivas razones.
Pero
no era esto lo que deseaban los arrianos, a pesar de que
anteriormente habían declarado al obispo de Roma, juez y árbitro de
la contienda. Sin esperar ninguna solución continuaron practicando
toda clase de violencias.
A
la muerte de Eusebio de Cesarea, colocaron al frente de esta
importante diócesis a uno de sus partidarios, llamado Acacio.
Celebraron en 340 un sínodo en Antioquía, y en él renovaron la
deposición de San Atanasio, en cuyo lugar nombraron al arriano
Gregorio de Capadocia.
A
viva fuerza fue éste introducido en Alejandría, que hubo de ser
tomada con la ayuda de las fuerzas del emperador Constancio. San
Atanasio fue arrojado de su propio palacio, y anduvo errante algún
tiempo por los alrededores de la ciudad; pero finalmente se dirigió
a Roma. Poco antes, habían sido desterrados igualmente Marcelo de
Ancira y otros obispos, fieles a la fe de Nicea.
Julio
I, modelo de espíritu paternal, acogió a los perseguidos con
muestras de verdadera compasión como héroes en defensa de la verdad
católica; y como los arrianos no sólo no enviaban a
sus representantes para la celebración del anunciado concilio,
sino que, por el contrario, acababan de celebrar su falso sínodo de
Antioquía, y continuaban cometiendo violencias y atropellos, les
envió de nuevo una carta por medio de los presbíteros Elpidio y
Filoxeno, en la que les exhortaba a comparecer en Roma.
Pero
ellos, en vez de obedecer al Papa, le remitieron una respuesta en la
que se excusaban de no acudir a Roma, a causa de la situación de
inferioridad en que los colocaba en su convocatoria. "Por lo
demás —decían—, el Papa había prejuzgado ya todo el litigio,
acogiendo en la comunión a Atanasio y Marcelo de Ancira, que ellos
habían condenado. La Iglesia romana —concluían— poseía la
primacía; pero debía considerar que la predicación del Evangelio
había comenzado en Oriente; el poder de los obispos era igual, y no
debía medirse por la magnitud de las poblaciones".
Ante
esta posición rebelde y retadora de los arrianos, se decidió el
papa Julio I a celebrar el anunciado sínodo el año 341, rodeándolo
de la mayor solemnidad. Tomaban parte en él más de cincuenta
obispos.
Se
hallaban presentes San Atanasio y Marcelo, objeto de las acusaciones
de los adversarios. Lejos de asistir a este sínodo, los arrianos
dieron orden de ausentarse de Roma a su representante Macario. Así,
pues, Julio I hizo examinar con toda calma la causa de los
perseguidos, y bien estudiados los informes de ambas partes,
declaró solemnemente la inocencia de San
Atanasio y Marcelo de Ancira, previa para éste una clara profesión
de fe.
En
nombre del sínodo, dirigió entonces Julio I una encíclica a los
obispos de Oriente, en la que les comunicaba la decisión tomada. Con
verdadera dignidad, y sin expresión ninguna mortificadora, pondera
el Papa el tono desconsiderado del escrito enviado por ellos a Roma,
donde rechazaban su participación en un concilio que ellos mismos
habían reclamado.
Finalmente,
con plena conciencia de su autoridad, y de la primacía de la Sede
romana, declara que aunque Atanasio y los demás hubieran sido
culpables, antes de dar ellos ningún fallo debían, conforme a la
tradición, haber escrito a Roma y esperar su decisión.
Mas,
no obstante una actitud tan digna y serena del Romano Pontífice, los
arrianos continuaron sus violencias y arbitrariedades. Así, con
el objeto de contrarrestar el efecto moral de las decisiones de Roma,
celebraron ellos el mismo año 341, en Antioquía, un sínodo, al que
asistieron un centenar de obispos, en el que confirmaron la sentencia
contra San Atanasio y su posición antinicena.
Por
todo esto Julio I, que no deseaba otra cosa que el triunfo de la
verdad, en inteligencia con otros obispos de Occidente, se decidió a
celebrar un concilio de carácter más universal. Esto le
era facilitado entonces por la situación política, pues, desde que
quedaron dueños respectivamente del Oriente y Occidente Constancio y
Constante, como éste favorecía positivamente al Romano Pontífice y
la ortodoxia de Nicea, se observó durante un decenio (341-351 )
cierto predominio de la ortodoxia, defendida por Julio I y San
Atanasio.
Así,
pues, con el favor del emperador Constante, con quien se había
puesto de acuerdo su hermano Constancio, se
celebró el gran concilio de Sárdica en el otoño del 343.
El Papa envió como representantes suyos a dos presbíteros. Lo
presidía el célebre Osio, obispo de Córdoba, consejero religioso
del emperador, y verdadera columna de la fe.
Sin
embargo, aunque este concilio sirvió para afianzar la ortodoxia, y
poner más en claro los derechos del primado de Roma, en vez de traer
la unión, más bien contribuyó a ahondar más la división
existente.
Los
orientales, que habían comparecido en el concilio antes que los
occidentales, exigieron que Atanasio, Marcelo y los demás obispos
depuestos por ellos fueran excluidos del concilio. Desde luego, eso
significaba negar el derecho de apelación al Romano Pontífice, y a
un concilio universal, y entregar a Atanasio y demás obispos a
merced de sus más encarnizados enemigos.
A
tan injustas exigencias se opusieron con toda decisión los obispos
occidentales, por lo cual los orientales se negaron a tomar parte en
ninguna deliberación, y después de inútiles esfuerzos realizados
para reducirlos, se separaron del legítimo concilio.
Reuniéndose, pues, entonces en Philippópolis, redactaron una nueva
fórmula de fe, renovaron la condenación de San Atanasio y lanzaron
una circular, en la que apelaban de las decisiones de Sárdica.
A
pesar de la partida de los orientales, permanecieron firmes en
Sárdica unos cien obispos occidentales, presididos por Osio y los
legados pontificios, celebrando entonces el verdadero concilio.
Después de un nuevo examen de la causa de
Atanasio y Marcelo, fueron éstos declarados inocentes y restituidos
a sus cargos, y juntamente se lanzó excomunión contra los intrusos
en sus sedes, y los dirigentes eusebianos o arrianos.
Mucha
mayor trascendencia tuvieron una serie de cánones que promulgó
luego el concilio de Sárdica, que, aunque representado
exclusivamente por obispos occidentales, se consideraba como concilio
ecuménico y ciertamente tuvo siempre gran significación. Los
más importantes son, indudablemente, los que se refieren al obispo
de Roma, de cuya autenticidad, conforme a la más moderna crítica,
no puede dudarse. En ellos se proclama de un modo claro y terminante
el derecho de apelación al Romano Pontífice, con lo que
implícitamente se proclama también el primado de Roma. Así se
determina que un obispo, depuesto por su concilio provincial, puede
apelar a Roma.
En
este caso el obispo de Roma debe ordenar una nueva investigación por
medio de un sínodo en las diócesis vecinas, y en caso de nueva
apelación, decidir por sí mismo. Por otra
parte, el concilio renovó el símbolo de Nicea y contribuyó
eficazmente a afianzar la ortodoxia católica. Por esto
gozó siempre de gran reputación, y fue considerado como uno de los
grandes concilios de la antigüedad.
Una
vez realizada esta grande obra, el santo Papa Julio I tuvo de nuevo
el consuelo de ver en Roma al héroe de la ortodoxia, San Atanasio,
quien quiso despedirse, y dar gracias al Papa, antes de volver
triunfalmente a Alejandría. Julio I le dio una carta para el pueblo
de Alejandría y de Egipto, en la que felicitaba a los obispos y
sacerdotes y a los fieles por su inquebrantable adhesión a la fe de
Roma y a la Cátedra de Pedro.
El
resto de la vida de Julio I se desarrolla en una forma semejante. Con
la eximia santidad de su vida, y con su energía en la defensa de la
verdadera Fe, fue el pastor que necesitaba la Iglesia en
aquel período, en que tan combatida se veía por los más peligrosos
enemigos, que eran los herejes arrianos.
Es
cierto que ayudó poderosamente al predominio de la ortodoxia durante
este tiempo el apoyo del emperador Constante, al que con más o menos
convicción, se doblegaba Constancio. Pero no puede negarse que
la virtud, fortaleza y clara visión de las cosas del papa Julio
fueron la causa decisiva del predominio que fue adquiriendo la
ortodoxia romana y la fe de Nicea.
Aun
después de desaparecer en 350 la figura de Constante, todavía
mantuvo la ortodoxia su predominio frente a la herejía; pero al
morir Julio I en abril del 352, pudo de nuevo el arrianismo celebrar
un corto período de triunfo.
Ya
desde la antigüedad fue celebrada la virtud y constancia de este
gran Papa en defensa de la fe, por lo cual fue incluido bien pronto
en los catálogos de santos o martirológios cristianos.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que iluminaste al Papa San Julio I en
medio de tiempos borrascosos en defensa de la Divinidad del amado
Cordero y Maestro, concede a todos los Papas el claro discernimiento
y la valentía para continuar con las enseñanzas evangélicas, sin
caer nunca en la tentación del populismo y el indiferentismo. A Tí
Señor, que reforzaste la Ortodoxia Mosaica con la Ortodoxia del
Corazón. Amén.
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