Quinta
Feria, 20 de abril
SANTA
INÉS DE MONTEPULCIANO
Cuerpo
Incorrupto
(†
1317)
Breve
En
Montepulciano, en la Toscana, Santa Inés virgen, que vistió el
hábito de las vírgenes a los nueve años, y a los quince, muy a su
pesar, fue elegida superiora de las monjas de Procene. Fue superiora
de Santa Catalina de Siena.
Más
tarde fundó un monasterio sometido a la disciplina de Santo Domingo,
donde dio muestras de una profunda humildad. Multiplicó los panes en
innumerables ocasiones. Su Cuerpo permanece Incorrupto.
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Inés
Segni nació el 28 de enero de 1268 en Gracciano, pequeño pueblo en
el término de Montepulciano. Inés sintió desde pequeña la
fascinación de las cosas espirituales, y durante una visita con sus
familiares a Montepulciano, vio a las hermanas «del saco», llamadas
así por el rústico saco que vestían.
Con
nueve años pidió ser admitida en el convento, donde fue rápidamente
acogida. En Montepulciano permaneció sólo el tiempo necesario para
la formación religiosa básica.
En
1283, los administradores del castillo de Proceno, feudo orvietano
(hoy en la provincia de Viterbo), llegaron a Montepulciano para pedir
el envío de algunas hermanas a su territorio, e Inés estuvo entre
las seleccionadas. Inés, aunque aun muy joven, fue nombrada
superiora del monasterio, por sus grandes dotes de humildad y el gran
amor por la oración, por el espíritu de sacrificio - durante
quince años vivió a pan y agua -, y por el ardiente
amor a Jesús Eucaristía.
En
Proceno Inés recibió del Señor el don de hacer milagros: los
poseídos quedaban libres con sólo aproximársele, multiplicó en
varias ocasiones el pan, y graves enfermos recobraron la salud.
Se dice que el maná que solía cubrir su
manto al salir de la oración, cubrió el interior de la catedral el
día de su profesión religiosa.
Pero
en los veintidós años que permaneció en Proceno no faltaron las
tribulaciones: graves sufrimientos físicos la atormentaron por
largos períodos.
En
la primavera de 1306 fue llamada a Montepulciano, donde hizo iniciar
la construcción de una iglesia, tal como le había pedido la Virgen
en una visión unos años antes, y para lo
cual le había entregado tres piedras.
Y
en otra visión, esta vez de Santo Domingo, se le pidió que hiciera
adoptar a las hermanas la regla de San Agustín, y que agregara la
comunidad a la Orden Dominicana, para la asistencia religiosa y la
cura espiritual.
Fueron
numerosas las ocasiones en que Inés intervino en la ciudad como
mediadora y agente de resolución de los conflictos, entre las
familias nobles del lugar.
En
1316 Inés, por consejo del médico, y las presiones de las
cohermanas se retiró a Chianciano para curarse en las termas. Su
presencia fue de ayuda para los numerosos enfermos de la localidad, e
Inés obró allí muchos milagros, pero la cura termal no trajo
ningún alivio a su enfermedad, que empeoró.
Vuelta
a Montepulciano, fue confinada al lecho. Ya al borde de la muerte,
Inés invitaba a las hermanas a que se alegraran porque era para ella
el momento del encuentro con Dios, que ocurrió el 20 de abril de
1317.
Los
hermanos y hermanas dominicanos quisieron embalsamar el cuerpo de
Inés, y por este motivo enviaron emisarios a Génova para adquirir
el bálsamo; pero no fue necesario: de las
manos y los pies de la santa destiló enseguida un líquido
perfumado, que impregnó los paños que cubrían el cuerpo, e incluso
fue posible llenar alguna ampolla. El eco del milagro
atrajo a muchos enfermos que deseaban ser untados con el bálsamo
milagroso.
Como
escribió el beato Raimundo de Capua: a cincuenta años de su muerte,
el cuerpo estaba aún intacto, como si Inés hubiera recién muerto,
y muchos eran los milagros de curación que ocurrían en la iglesia
-que era conocida como «Iglesia de Santa Inés»-, y la curación
ocurría apenas se hubiese hecho el voto de visitarla. De estos
milagros hay públicos registros, hechos por notarios, a partir de
pocos meses de la muerte de la santa.
Raimundo
de Capua nos habla, como de paso, de la humildad de Inés, desde que
a los nueve años entró en el convento de Montepulciano, de su
dulzura, de su obediencia y de su espíritu de oración.
Santa
Catalina de Siena, nacida treinta años después de la muerte de
Santa Inés, nos ofrece una visión más entrañable de su santa
vida. Desde su infancia, en el ánimo de la Santa de Siena había
ejercido una saludable influencia, y había tenido una irresistible
seducción la santidad de la abadesa de Montepulciano.
Santa
Catalina deseó durante mucho tiempo venerar el cuerpo incorrupto y
taumatúrgico de Inés. Realizó sus deseos por primera vez en el
otoño, de 1374. Los prodigios se sucedieron en esta y en las
siguientes visitas, que a veces se prolongaron bastante tiempo.
Clemente
VII, en 1532, permite su culto solemne y público en la iglesia del
monasterio de Montepulciano, y en 1601 Clemente VIII extiende el
oficio de la Santa a toda la Orden dominicana. Conocida en todas
partes, llegó el culto de Santa Inés de Montepulciano hasta el
nuevo mundo: en Cuzco, Los Angeles, Santa Fe, se erigieron monumentos
que llevaron su nombre.
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Carta
de Santa Catalina de Siena a sor Cristófora, priora de Montepulciano
Carísima
hija en Cristo, dulce Jesús. Yo, Catalina, sierva y esclava de los
siervos de Jesucristo, te escribo en su preciosa Sangre; con deseo de
verte a ti y a las demás seguir las huellas de nuestra gloriosa
madre Inés. A este propósito os suplico, y quiero que sigáis su
doctrina e imitéis su vida.
Sabed
que siempre os dio doctrina y ejemplo de verdadera humildad, ésta
fue en ella la principal virtud. No me maravillo de esto, pues tuvo
lo que debe tener la esposa que quiere seguir la humildad de su
esposo. Tuvo ella aquella caridad increada, que ardía constantemente
en su corazón y lo consumía. Hambreaba almas y se daba a ellas. Sin
interrupción vigilaba y oraba. De otra suerte no habría poseído la
humildad, ya que no existe ésta sin la caridad: una alimenta a la
otra.
¿Sabéis
qué fue lo que la hizo llegar a la perfección de una virtud
verdadera?. El haberse despojado libre y voluntariamente, renunciando
a sí misma y al mundo, sin querer poseer de él nada. Bien se
percató aquella gloriosa virgen que el poseer bienes terrenos lleva
al hombre a la soberbia; por su causa pierde la virtud escondida de
la verdadera humildad, cae en el amor propio, desfallece el afecto de
su caridad; pierde la vigilia y la
oración.
Porque
el corazón y el afecto llenos de las cosas terrenas, y del amor
propio de sí mismo, no pueden llenarse de Cristo crucificado ni
gustar de la dulzura de verdadera oración. Por lo
cual precavida la dulce Inés, se despoja de sí misma, y se viste de
Cristo crucificado. No sólo ella, sino que esto mismo nos llega a
nosotros, a ello os obliga y vosotras debéis cumplirlo.
Tened
en cuenta que vosotras, esposas consagradas a Cristo, nada debéis
retener de vuestro padre terreno, pues lo abandonasteis para ir con
vuestro Esposo, sino sólo tener y poseer los bienes del Esposo
eterno.
Lo
que pertenece a vuestro padre es la propia sensualidad que debemos
abandonar, llegado el tiempo de la discreción, y de seguir al Esposo
y poseer su tesoro. ¿Cuál fue el tesoro de Jesucristo crucificado?.
La cruz, oprobio, pena, tormento, heridas, escarnios e improperios,
pobreza voluntaria, hambre de la honra del Padre, y de nuestra
salvación. Digo que si vosotras poseéis este tesoro con la fuerza
de la razón, movida por el fuego de la caridad, llegaréis a las
virtudes que hemos dicho.
Seréis
verdaderas hijas de la madre, y esposas solícitas y no negligentes;
mereceréis ser recibidas por Cristo crucificado: por
su gracia os abrirá la puerta de vida imperecedera.
No
os digo más. Anegaos en la Sangre de Cristo crucificado. Levantad
vuestro espíritu con solicitud verdadera y unión entre vosotras. Si
permanecéis unidas, y no divididas, no habrá ni demonio ni criatura
alguna que pueda dañaros ni impedir vuestra perfección. Permaneced
en el santo y dulce amor de Dios. Jesús dulce, Jesús amor.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que por los méritos e intercesión de
Santa Inés de Montepulciano, podamos siempre participar de tu Divino
Alimento, y así fortalecer tu Cuerpo Místico del que formamos
parte. A Tí Señor que multiplicaste el pan en dos ocasiones, y nos
diste tu Cuerpo como Alimento de Vida Eterna. Amén
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