Segunda Feria, 29 de julio
BEATO
URBANO II
159ª
Papa
(†
1099)
Breve
Gran
reformista del clero, continuó con el trabajo del insigne Papa
Gregorio VII. Supo mantener la autoridad de la Iglesia, en un período
de enorme oscuridad, violencia extrema, y decadencia de las
costumbres en Europa.
Su
llamado a la primera cruzada, fué aclamada en ese tiempo por la
Europa Cristina, pero las reflexiones posteriores, muchos siglos
después, viendo las horrendas consecuencias humanas, entre la
población musulmana, motivó al Papa Juan Pablo II, a hacer una
fuerte declaración, el 12 de marzo de 2000, durante la Jornada del
día de Perdón, por todo lo actuado en ese entonces, “especialmente
por los cristianos del segundo milenio”. Al final de este
texto, podemos leer sus palabras al respecto.
Los
príncipes cristianos, se comportaron como verdaderos criminales, y
hasta entraron en disputa, con el propio emperador bizantino, ya que
éste temió ser a su vez invadido. Las consecuencias de las
cruzadas, las estamos viviendo hasta el día de hoy, ya que incluso
no cesó la intervención de Occidente, en esa región hasta nuestros
días.
Esto
nos enseña, sobre la falibilidad de las decisiones humanas de los
pontífices, lo que hace patente, que sin el auxilio del Espíritu
Santo, nadie puede vislumbrar el camino verdadero, ni siquiera el
Sumo Pontífice.
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BERNARDINO
LLORCA, S. I.
El
Beato Urbano II, (1040-1099) es indudablemente, uno de los papas más
insignes de la Edad Media, cuyo mérito principal consiste, aparte de
la santidad de su vida, en haber hecho progresar notablemente, y
llevado adelante la reforma eclesiástica, ampliamente
emprendida por San Gregorio VII (1073-1085). El resultado brillante
de sus esfuerzos, aparece bien de manifiesto, en los grandes sínodos
de Piacenza y de Clermont, de 1095, y en la primera Cruzada, iniciada
en este último concilio (1095-1099).
Nacido
de una familia noble, en la diócesis de Soissons, en el año 1040,
llamábase Eudes u Otón; tuvo por maestro en Reims, al fundador
de los cartujos, San Bruno: fue allí mismo canónigo, y el año
1073, entró en el monasterio de Cluny, donde se apropió plenamente,
del espíritu de la reforma cluniacense, entonces en su apogeo.
De
esta manera, se modeló su carácter suave y humilde, pero al mismo
tiempo, entusiasta y emprendedor. Por esto, llegó fácilmente a la
convicción, de que el espíritu de la reforma cluniacense, que iba
penetrando en todos los sectores de la Iglesia, era el destinado por
Dios para realizar la transformación, a que aspiraban los hombres,
de más elevado criterio eclesiástico. Por esto, ya desde el
principio, de la gran campaña reformadora, emprendida por Gregorio
VII, Otón fue uno de sus más decididos partidarios.
Estaba
entonces, al frente de la abadía de Cluny, el gran reformador San
Hugón, a cuya propuesta, Gregorio VII, elevó en 1078 al monje Otón,
al obispado de Ostia. Bien pronto, pudo éste dar claras pruebas, de
sus extraordinarias cualidades de gobierno, pues enviado por el Papa
como legado a Alemania, supo allí defender victoriosamente, los
derechos de la Iglesia, frente a las arbitrariedades, del emperador
Enrique IV. Al volver de esta legación, acababa de morir Gregorio
VII.
La
situación de la Iglesia, era en extremo delicada. Al desaparecer el
gran Papa, personificación de la reforma eclesiástica, dejaba tras
de sí, a un ejército de hombres eminentes, discípulos, o
admiradores de sus ideas. Frente a ellos, estaban sus adversarios,
entre los cuales se hallaban, el violento Enrique IV, y el antipapa
puesto por él, Clemente III.
En
estas circunstancias, fue elegido el papa Víctor III (1086-1087),
antiguo abad de Montecasino, gran amigo de las letras, pero indeciso,
reconciliador, y poco partidario de las medidas violentas. Pero
muerto inesperadamente, al año de su pontificado, fue elegido
entonces, nuestro Otón de Ostia, quien tomó el nombre de Urbano II.
Era
indudablemente, el hombre más adecuado, el hombre providencial en
aquellas circunstancias. Dotado de las más
eximias virtudes cristianas, era un amante y entusiasta decidido, de
la reforma eclesiástica, de que ya había dado muestras suficientes.
Precisamente
por esto, su elección fue considerada por todos, como el mayor
triunfo de las ideas gregorianas, y rápidamente recobraron todo su
influjo, los elementos partidarios de la reforma eclesiástica. Así
lo entendieron también Enrique IV, el antipapa Clemente III, y todos
los adversarios de la reforma, los cuales se aprestaron, a la lucha
más encarnizada.
Ya
desde el principio, quiso el nuevo Papa, dar muestras inequívocas de
su verdadera posición. En diferentes cartas, dirigidas a los obispos
alemanes y franceses, escritas en los primeros meses de su
pontificado, expresó claramente su decisión, de renovar en todos
los frentes, la campaña de reforma gregoriana.
Así
lo manifestó, en el concilio Romano de la cuaresma de 1089, y sobre
todo, así lo proclamó en el concilio de Melfi, de septiembre del
mismo año, en el que se renovaron las disposiciones, contra
la simonía – el cobro para acceder a cargos eclesiásticos -,
contra el concubinato, y contra la investidura laica, y
que constituye el programa, que Urbano II se proponía realizar en su
gobierno.
Mas,
por otra parte, con su carácter más flexible y diplomático, unido
a su espíritu de longanimidad y mansedumbre, siguió un camino
diverso, del que se había seguido anteriormente, y con él obtuvo
mejores resultados. Inflexible en los principios, y genuino
representante de la reforma gregoriana, sabía acomodarse a las
circunstancias, procurando sacar de ellas, el mayor partido posible.
Símbolo
de su modo de proceder, son Felipe I de Francia, vicioso y afeminado,
pero hombre en el fondo de buena voluntad, y Enrique IV de Alemania,
bien conocido por sus veleidades, y mala fe. Del primero, procuró
sacar lo que pudo, con concesiones y paternales amonestaciones. Con
el segundo, ni siquiera lo intentó, manteniendo frente a él, los
principios de reforma, y alentando siempre a los partidarios de la
misma.
Con
clara visión, sobre la necesidad de intensificar el ambiente general
de reforma, fomentó e impulsó los trabajos de los apologistas.
Movidos por este impulso pontificio, muchos y acreditados escritores,
lanzaron al público, importantes obras, que contribuyeron
eficazmente a que ganaran terreno, y se afianzaran las ideas de
reforma.
Así
Gebhardo de Salzburgo, compuso una carta, dirigida a Hermann de Metz,
típico representante de la oposición a la reforma, en la que
defiende con valiente argumentación, la justicia del Papa. Bernardo
de Constanza dirigió a Enrique IV, un tratado, en el que establece
como base, la expresión de San Mateo (18, 17): "El
que rehúsa escuchar a la Iglesia, sea para ti, como un pagano y un
publicano"; y poco después publicó una
verdadera apologética de la reforma.
Otro
escritor insigne, Anselmo de Lucca, redactó una obra contra
Guiberto, es decir, el antipapa Clemente III. Indudablemente,
este movimiento literario, impulsado por Urbano II, fue un arma
poderosa y eficaz, para la realización de la reforma.
Así
pues, mientras con prudentes concesiones, y convenios ventajosos para
la Iglesia, Urbano II logró robustecer su influjo en Francia,
España, Inglaterra y otros territorios, en Alemania, siguió la
lucha abierta y decidida con Enrique IV.
En
Francia, mantuvo con energía, la santidad del matrimonio cristiano,
frente al divorcio realizado por el rey, al separarse de la reina
Berta, llegando en 1094 a excomulgarlo; mas, por otra parte, en la
cuestión de la investidura laica, por la que los príncipes
defendían, su derecho de nombramiento de los obispos, llegó a un
acuerdo, que fue luego la base de la solución final y definitiva: el
rey renunciaba a la investidura con anillo y báculo, dejando a los
eclesiásticos la elección canónica; pero se reservaba la
aprobación de la elección, que iba acompañada de la investidura,
de las insignias temporales.
También
en Inglaterra, tuvo que mantenerse enérgico Urbano II, frente al rey
Guillermo, quien a la muerte de Lanfranco, no quería reconocer ni a
Urbano Il, ni al antipapa Clemente III; pero al fin, se llegó a una
especie de reconciliación.
El
resultado, fue un robustecimiento extraordinario del prestigio
pontificio, y de la reforma eclesiástica por él defendida. El
espíritu religioso, aumentaba en todas partes. Los
cluniacenses, se hallaban en el apogeo de su influjo, y por su medio,
la reforma penetraba, en todos los medios sociales. El
estado eclesiástico iba ganando extraordinariamente, por lo cual se
formaban, en muchas ciudades, grupos de canónigos regulares, de los
cuales, el mejor exponente, fueron los premonstratenses, fundados
poco después.
Es
cierto, que durante casi todo su pontificado, Urbano II se vio
obligado a vivir fuera de Roma, pues Enrique IV mantenía allí al
antipapa Clemente III. Pese a esto, no obstante, desplegó una
actividad extraordinaria, y fue constantemente ganando terreno. En
una serie de sínodos, celebrados en el sur de Italia, renovó las
prescripciones reformadoras, proclamadas al principio de su gobierno.
Pero
donde apareció más claramente, el éxito y la significación del
pontificado de Urbano II, fue en los dos grandes concilios de
Piacenza y de Clermont, celebrados en 1095.
En
el gran concilio de Piacenza, celebrado en el mes de marzo, ante más
de cuatro mil clérigos, y treinta mil laicos reunidos, proclamó de
nuevo, los principios fundamentales de la reforma.
Pero
en este concilio, se presentaron los embajadores del emperador
bizantino, en demanda de socorro, frente a la opresión de los
cristianos en Oriente. Así pues, Urbano II trató de mover al
mundo occidental, a enviar al Oriente el auxilio necesario, para
defender los Santos Lugares. Fue el principio de las Cruzadas;
mas como se trataba de un asunto de tanta trascendencia, se determinó
dar la respuesta definitiva, en otro concilio que se celebraría en
Clermont.
Efectivamente,
se dedicaron inmediatamente, gran número de predicadores del temple
de Pedro de Amiéns, llamado también Pedro el Ermitaño, a predicar
la Cruzada, en todo el centro de Europa. Urbano II, con su elocuencia
extraordinaria, y el fervor que le comunicaba, su espíritu ardiente
y entusiasta, contribuyó eficazmente, a mover a gran número de
príncipes y caballeros, de la más elevada nobleza.
El
resultado fue el gran concilio de Clermont, de noviembre de 1095, en
el que en presencia de catorce arzobispos, doscientos cincuenta
obispos, cuatrocientos abades, y un número extraordinario de
eclesiásticos, de príncipes y caballeros cristianos, se proclamaron
de nuevo, los principios de la reforma, y la Tregua de Dios.
Después
de esto, a las ardientes palabras que dirigió Urbano II, en las que
describió con los más vivos colores, la necesidad de prestar
auxilio a los cristianos de Oriente, y rescatar los Santos Lugares,
respondieron todos con el grito de ¡Dios lo quiere!, que fue en
adelante, el santo y seña de los cruzados. De este modo, se
organizó inmediatamente, la primera Cruzada, cuyo principal impulsor
fue indudablemente, el papa Urbano Il.
Después
de tan gloriosos acontecimientos, mientras Godofredo de Bouillón,
Balduino, y los demás héroes de la primera Cruzada, realizaban tan
arriesgada empresa, Urbano II continuaba, su intensa actividad
reformadora.
En
las Navidades de 1096, pudo finalmente entrar en Roma, donde celebró
una gran asamblea o sínodo, en Letrán. En enero de 1097, celebró
otro importante concilio en Roma; otro de gran trascendencia en Bari,
en octubre de 1088; pero el de más significación de estos últimos
años, fue el de la Pascua, celebrado en Roma en 1099, donde en
presencia de ciento cincuenta obispos, proclamó de nuevo, los
principios de reforma, y la prohibición de la investidura laica.
Poco
después, en julio del mismo año 1099, moría el santo papa Urbano
II, sin conocer todavía la noticia, del gran triunfo final de la
primera Cruzada, con la toma de Jerusalén, ocurrida quince días
antes.
En
realidad, el Beato Urbano Il, fue digno sucesor en la Sede
Pontificia, de San Gregorio VII, y digno representante de los
intereses de la Iglesia, en la campaña iniciada, de la más completa
renovación eclesiástica. En ella, tuvo más éxito que
su predecesor, logrando transformar en franco triunfo, y en
resultados positivos, la labor iniciada por sus predecesores.
Esta
impresión de avance y de triunfo, aparece plenamente confirmada y
enaltecida, con el principio, de una de las más sublimes epopeyas de
la Iglesia, y de la Edad Media cristiana, que son las Cruzadas, y con
el éxito final de la primera, que es la conquista de Tierra Santa, y
la formación del reino de Jerusalén, con que termina este glorioso
pontificado. Por eso, la memoria de Urbano II, va inseparablemente
unida a la primera Cruzada, la única plenamente victoriosa.
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Recordamos
con Amor y Agradecimiento a otro pontífice:
-San
Félix II, papa. (355 dc), Romano e hijo de Anastasio,
según el testimonio de San Dámaso. Gobernó la Iglesia un año y
tres meses. Reunió un concilio en Roma, y condenó al emperador
Constancio y a los arrianos. Estos herejes le quitaron la vida en el
año 359. Sus sagradas cenizas, juntamente con las de los mártires
Abundio y Abundancio, fueron halladas en la diaconía de San Cosme y
San Damián, en 1582, y colocadas en la iglesia de la Compañía de
Jesús.
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HOMILÍA
Del PAPA JUAN PABLO II
SANTA
MISA DE LA JORNADA DEL PERDÓN DEL AÑO SANTO 2000
Primer
domingo de Cuaresma, 12 de marzo
1.
"En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos
con Dios!.
A quien no conoció pecado, le hizo pecado por
nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él" (2
Co 5, 20-21).
La
Iglesia relee estas palabras de San Pablo cada año, el miércoles de
Ceniza, al comienzo de la Cuaresma. Durante el tiempo cuaresmal, la
Iglesia desea unirse de modo particular a Cristo, que impulsado
interiormente por el Espíritu Santo, inició su misión mesiánica,
dirigiéndose al desierto, donde ayunó, durante cuarenta días y
cuarenta noches (cf. Mc 1, 12-13).
Al
término de ese ayuno, fue tentado por Satanás, como narra
sintéticamente, en la liturgia de hoy, el evangelista San Marcos
(cf. Mc 1, 13). San Mateo y San Lucas, en cambio, tratan con mayor
amplitud, ese combate de Cristo en el desierto, y su victoria
definitiva, sobre el tentador: "Vete, Satanás, porque está
escrito: "Al Señor tu Dios
adorarás, y sólo a Él darás culto""
(Mt 4, 10).
Quien
habla así, es Aquel "que no conoció pecado" (2 Co
5, 21), Jesús, "el Santo de Dios" (Mc 1, 24).
2.
"A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros"
(2 Co 5, 21). Acabamos de escuchar, en la segunda lectura, esta
afirmación sorprendente del Apóstol. ¿Qué significan estas
palabras?. Parecen una paradoja, y efectivamente lo son. ¿Cómo pudo
Dios, que es la santidad misma, "hacer pecado" a su Hijo
unigénito, enviado al mundo?.
Sin
embargo, esto es precisamente lo que leemos, en el pasaje de la
segunda carta de San Pablo a los Corintios. Nos encontramos ante un
misterio: misterio que a primera vista, resulta desconcertante, pero
que se inscribe claramente, en la Revelación Divina.
Ya
en el Antiguo Testamento, el libro de Isaías, habla de ello con
inspiración profética, en el cuarto canto, del Siervo de Yahveh:
"Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su
camino, y el Señor descargó sobre Él, la culpa de todos nosotros"
(Is 53, 6).
Cristo,
el Santo, a pesar de estar absolutamente sin pecado, acepta tomar
sobre sí, nuestros pecados. Acepta para redimirnos;
acepta cargar con nuestros pecados, para cumplir la misión recibida
del Padre, que como escribe el evangelista San Juan, "tanto
amó al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en
Él (…), tenga vida eterna" (Jn 3, 16).
3.
Ante Cristo, que por Amor, cargó con nuestras iniquidades, todos
estamos invitados, a un profundo examen de conciencia.
Uno de los elementos característicos del gran jubileo, es el que he
calificado, como "purificación de la memoria"
(Incarnationis mysterium, 11).
Como
Sucesor de Pedro, he pedido que "en
este año de misericordia, la Iglesia, persuadida de la santidad que
recibe de su Señor, se postre ante Dios, e implore perdón, por los
pecados pasados y presentes, de sus hijos" (ib.).
Este primer domingo de Cuaresma, me ha parecido la ocasión propicia,
para que la Iglesia, reunida espiritualmente, en torno al Sucesor de
Pedro, implore el perdón divino, por las culpas de todos los
creyentes. ¡Perdonemos y pidamos perdón!.
Esta
exhortación, ha suscitado en la comunidad eclesial, una profunda y
provechosa reflexión, que ha llevado a la publicación, en días
pasados, de un documento de la Comisión Teológica Internacional,
titulado: "Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas
del pasado".
Doy
las gracias, a todos los que han contribuido, a la elaboración de
este texto. Es muy útil, para una comprensión y aplicación
correctas, de la auténtica petición de perdón, fundada en la
responsabilidad objetiva, que une a los cristianos, en cuanto
miembros del Cuerpo Místico, y que impulsa a los fieles de hoy a
reconocer, además de sus culpas propias, las de los cristianos de
ayer, a la luz de un cuidadoso discernimiento histórico y
teológico.
En
efecto, "por el vínculo que une a unos y otros, en el Cuerpo
Místico, y aun sin tener responsabilidad personal, ni eludir el
juicio de Dios, el único que conoce los corazones, somos portadores
del peso de los errores, y de las culpas de quienes nos han
precedido" (Incarnationis mysterium, 11). Reconocer
las desviaciones del pasado, sirve
para despertar nuestra conciencia, ante los compromisos del presente,
abriendo a cada uno, el camino de la conversión.
4.
¡Perdonemos y pidamos perdón!. A la vez
que alabamos a Dios, que en su Amor Misericordioso, ha suscitado en
la Iglesia, una cosecha maravillosa de santidad, de celo misionero, y
de entrega total a Cristo y al prójimo, no podemos menos de
reconocer, las infidelidades al Evangelio, que han cometido algunos
de nuestros hermanos, especialmente
durante el segundo milenio.
Pidamos
perdón, por las divisiones que han surgido entre los cristianos, por
el uso de la violencia, que algunos de ellos hicieron al servicio de
la verdad, y por las actitudes de desconfianza y hostilidad,
adoptadas a veces, con respecto a los seguidores de otras
religiones.
Confesemos,
con mayor razón, nuestras responsabilidades de cristianos, por los
males actuales. Frente al ateísmo, a la indiferencia religiosa, al
secularismo, al relativismo ético, a las violaciones del derecho a
la vida, al desinterés por la pobreza de
numerosos países, no podemos menos de preguntarnos,
cuáles son nuestras responsabilidades.
Por
la parte que cada uno de nosotros, con sus comportamientos, ha tenido
en estos males, contribuyendo a
desfigurar el rostro de la Iglesia, pidamos
humildemente perdón.
Al
mismo tiempo que confesamos nuestras culpas, perdonemos las culpas,
cometidas por los demás contra nosotros. En el curso de
la historia, los cristianos han sufrido muchas veces atropellos,
prepotencias y persecuciones, a causa de su fe. Al igual que
perdonaron a las víctimas de dichos abusos, así también perdonemos
nosotros.
La
Iglesia de hoy y de siempre, se siente comprometida, a purificar
la memoria de esos tristes hechos, de todo sentimiento de rencor o
venganza. De este modo, el jubileo, se transforma para
todos, en ocasión propicia de profunda
conversión al Evangelio. De la acogida del perdón
divino, brota el compromiso, de perdonar a los hermanos, y de
reconciliación recíproca.
5.
Pero, ¿qué significa para nosotros, el término
"reconciliación"?. Para captar su sentido y su valor
exactos, es necesario ante todo, darse cuenta de la posibilidad de la
división, de la separación. Sí, el hombre
es la única criatura en la tierra, que puede establecer una relación
de comunión, con su Creador, pero también es la única que puede
separarse de Él. De hecho, por desgracia, con frecuencia,
se aleja de Dios.
Afortunadamente
muchos, como el hijo pródigo, del que habla el evangelio de San
Lucas (cf. Lc 15, 13), después de abandonar la casa paterna, y
disipar la herencia recibida, al tocar fondo, se dan cuenta, de todo
lo que ha perdido (cf. Lc 15, 13-17). Entonces, emprenden el camino
de vuelta: « Me levantaré, iré a
mi padre y le diré: "Padre, pequé..." »
(Lc 15, 18).
Dios,
bien representado por el padre de la parábola, acoge a todo hijo
pródigo, que vuelve a Él. Lo acoge por medio de Cristo, en quien el
pecador, puede volver a ser "justo", con la justicia de
Dios. Lo acoge, porque hizo pecado por nosotros, a su Hijo Eterno.
Sí, sólo por medio de Cristo, podemos llegar a ser justicia de Dios
(cf. 2 Co 5, 21).
6.
"Dios tanto amó al mundo, que dio a su Hijo único".
¡Éste es en síntesis, el significado, del misterio de la redención
del mundo!. Hay que darse cuenta plenamente, del valor del gran don,
que el Padre nos ha hecho en Jesús. Es
necesario, que ante la mirada de nuestra alma, se presente Cristo, el
Cristo de Getsemaní, el Cristo flagelado, coronado de espinas, con
la cruz a cuestas, y por último, crucificado. Cristo tomó
sobre Sí, el peso de los pecados, de todos los hombres; el peso de
nuestros pecados, para que en virtud de su sacrificio salvífico,
pudiéramos reconciliarnos con Dios.
Saulo
de Tarso, convertido en San Pablo, se presenta hoy, ante nosotros,
como testigo: él experimentó, de modo singular, la fuerza de la
cruz, en el camino de Damasco.
El
Resucitado se le manifestó, con todo el esplendor de su poder:
"Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? (...) ¿Quién eres, Señor?
(...) Yo soy Jesús, a quien tú
persigues" (Hch 9, 4-5). San Pablo, que
experimentó con tanta fuerza, el poder de la cruz de Cristo, se
dirige hoy a nosotros, con una ardiente súplica: "Os
exhortamos, a que no recibáis en vano, la gracia de Dios".
San Pablo insiste, en que esta gracia, nos la ofrece Dios mismo, que
nos dice hoy a nosotros: "En el tiempo favorable te escuché,
y en el día de salvación, te ayudé" (2 Co 6, 2).
María,
Madre del perdón, ayúdanos a acoger la gracia del perdón, que el
jubileo nos ofrece abundantemente. Haz que la Cuaresma, de este
extraordinario Año Santo, sea para todos los creyentes, y para cada
hombre, que busca a Dios, el momento favorable, el tiempo de la
reconciliación, el tiempo de la salvación.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, ayúdanos a perdonar, para así ser
perdonados; ayúdanos a ser compasivos para obtener compasión;
ayúdanos a permitir, que seamos ayudados y aconsejados por nuestro
prójimo. Que la reconciliación y la conversión hacia Tí, se
restablezca en toda la Tierra, y podamos recibir así tu Paz, en
nuestros corazones Amén.
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