martes, 14 de julio de 2020


14 de julio

SAN FRANCISCO SOLANO


(† 1610)

Taumaturgo de las Américas

Gloria a Dios”

Breve
Insigne predicador. Siempre solía visitar a los enfermos, y recomendaba a los más jóvenes, que tuvieran paciencia en los trabajos y adversidades.

Desarrolló, al igual que San Francisco de Asís, el fundador de su Orden, una relación especial con los animales. Cuentan, que había una serpiente de gran tamaño en España, que atacaba a ganados y pastores, y hacía estragos en toda la región, y a la cual Solano reprendió, y ordenó ir al convento, donde fue convenientemente alimentada. Dicen que después de comer, la serpiente se marchó, y no volvió a causar daño en la comarca.

Fray Francisco Solano, llegaba a las tribus más guerreras e indómitas de Sud América, y aunque al principio lo recibían al son de batalla, después de predicarles por unos minutos, con un crucifijo en la mano, conseguía que todos, empezaran a escucharle con un corazón dócil, y que se hicieran bautizar por centenares y miles.

El Padre Solano, tenía una hermosa voz, y sabía tocar muy bien el violín y la guitarra. En los sitios que visitaba, divertía muy alegremente a sus oyentes, con sus alegres canciones.

Francisco Solano misionó por más de 14 años, por el Chaco Paraguayo, por Uruguay, el Río de la Plata, Santa Fe y Córdoba de Argentina, siempre a pie, convirtiendo a innumerables indígenas, y también a muchísimos colonos españoles.

Un día, en el pueblo llamado San Miguel, en Tucumán, Argentina, un toro feroz se salió del corral, y empezó a cornear sin compasión, a quien encontrara por las calles. Llamaron al santo, y éste se le enfrentó con calma. La gente vio con admiración, que el bravísimo toro, se acercaba a Fray Francisco, y le lamía las manos, pudiendo ser reconducido de nuevo al corral, conducido por el cordón de su hábito.

El mismo día, y a la misma hora en que murió, se produjo un extraño toque de campanas, en el convento de Loreto, en Sevilla, donde estudió Filosofía y Teología. Sus últimas palabras fueron: "Gloria a Dios".

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RAMÓN VARGAS UGARTE
De los tres santos canonizados, que con su presencia santificaron estas tierras de América, San Luis Beltrán, San Pedro Claver y San Francisco Solano, este último, es el que con más razón, merece el título de Apóstol de este Nuevo Mundo, tanto por la extensión de su labor misional, como por las huellas que dejó de su paso.

San Luis Beltrán, no hizo sino abordar, a las costas insalubres y deshabitadas de Santa Marta, evangelizó a las tribus errantes de los bordes del Magdalena, y a los pocos años se volvió a España.

San Pedro Claver, se encerró dentro de los muros de Cartagena, y allí vivió hasta su muerte, hecho esclavo de los esclavos.

San Francisco Solano, en cambio, recorrió gran parte del Perú de entonces, y ha dejado recuerdos de su tránsito, en cinco repúblicas del continente americano.

Había nacido el 10 de marzo de 1549, en la pequeña ciudad de Montilla, en la Andalucía, del matrimonio de Mateo Sánchez Solano, y Ana Jiménez Hidalga. Sus padres eran acomodados, y cuando el niño estuvo en edad de estudiar, lo entregaron a los jesuitas, que tenían entonces, un colegio en el lugar.

Allí aprendió las letras humanas, y allí también sintió despertarse su vocación. A los veinte años, en plena adolescencia, decide vestir el sayal franciscano, y acude al convento de San Lorenzo, en las afueras, donde el guardián, fray Francisco de Angulo, le abre las puertas de aquel cenobio, en donde va a poner los fundamentos, de su futura santidad.

Dios, en efecto, le había escogido para santo. Por entonces, los franciscanos, habían sentido renovarse su fervor, y anhelaban imitar más de cerca a Jesucristo, siguiendo las huellas del Pobrecito de Asís. Solano, desde los primeros días de su vida religiosa, sintió en su corazón, arder esta llama; se determinó a abrazarse estrechamente con Cristo, siguiendo desnudo al desnudo Jesús.

Hizo su profesión, el 25 de abril de 1570, y verdaderamente renunció a todo, para vivir unido a su modelo. Unos dos años más tarde, dejaba Montilla, y se trasladaba, al convento de Nuestra Señora de Loreto, en las proximidades de Sevilla, donde alternó el estudio de las ciencias sagradas, con la oración y la penitencia. Escogió para vivienda, la celda más pequeña e incómoda del convento, bien próxima al coro, en donde pasaba buena parte de su tiempo.

Allí recibió la unción sacerdotal, y un 4 de octubre, cantó su primera misa, en la capilla de la Virgen, hallándose presente su padre, que muy poco después, dejaría este mundo. Como tenía buena voz, y era muy aficionado a la música, arte que podemos decir, que cultivó toda su vida, le nombraron vicario de coro y predicador. La muerte de su progenitor, y la ceguera de que adoleció su madre, le obligaron a volver a Montilla, pero transformado en otro hombre.

De su breve estancia en su ciudad natal, quedó un indeleble recuerdo. Aquel joven franciscano, "no hermoso de rostro, moreno y enjuto", como nos lo describe uno de sus contemporáneos, se atrajo las miradas de todos, por el espíritu con que hablaba, y la santidad que emanaba de todo su ser. Aún se cuenta, que hizo varias curaciones, pero el más evidente indicio, de su ascendiente sobrenatural, nos lo da el hecho, de haber pedido la marquesa de Priego, la señora del lugar, un hábito de fray Francisco, para que le sirviese de mortaja.

Tan sólidas eran ya sus virtudes, que los superiores de la Orden, le enviaron a Arrizafa, en las cercanías de Córdoba, a fin de que en ese recorrido, ejerciese el cargo de maestro de novicios. Nadie mejor que él, para servir de guía, a quienes aspiraban a realizar íntegramente, el ideal del fraile menor.

Tres años vivió en este convento, y en 1581, pasa a San Francisco del Monte, monasterio escondido, entre los breñales de la Sierra Morena. En aquella soledad, su espíritu se expande, y se une más estrechamente a Dios.

No olvida, sin embargo, a sus hermanos, y cuando la peste diezma a los vecinos de Montoro, acude solícito a ayudar a los enfermos, a bien morir, y a curar a los atacados del mal. Le acompaña un buen hermano lego, fray Buenaventura, que al fin sucumbe también, a los rigores de la peste, y Solano continúa asistiendo a sus hermanos dolientes, en la iglesia de San Sebastián, transformada en hospital, donde aún se conserva un cuadro, que recuerda su caridad.

Se le nombra guardián del convento, y a los tres años, se le envía al convento de San Luis de la Zubia, en la vega de Granada. Aquí termina su labor en España, porque en 1588, solicita pasar a América, en compañía del padre comisario, fray Baltasar Navarro, que ha venido en busca de misioneros.

Se cierra entonces, la primera etapa de su vida; la segunda le verá en las apartadas regiones del Tucumán, convertido en misionero de indios, hasta el año 1602, en que se le ordena volver al Perú, donde entabla la estricta observancia de los recoletos, y donde fallece en 1610.

Estas tres etapas, en que podemos dividir su vida, son bien marcadas, y cada una de ellas, tiene su carácter peculiar. En España, ha alternado el estudio de la perfección religiosa, con el de las ciencias y los cargos de gobierno, con el ministerio apostólico; pero esto último lo hace, sólo a intervalos, y no de una manera metódica y continua.

Es la etapa de preparación, y en la cual se macizan sus virtudes. Cuando tome la carabela, que le ha de conducir a Tierra Firme, ya Solano es un santo, es el varón de Dios, que lo pisotea todo, para unirse a su Señor.

El 3 de marzo de 1589, pasaba la barra de Sanlúcar, la flota que conducía al nuevo virrey del Perú, don García Hurtado de Mendoza. En una de las naves, oculto a las miradas de todos, viajaba nuestro héroe, acompañado por un regular grupo de hermanos suyos, que pasaban a América, a conquistar para Cristo, muchas almas.

Con viento favorable, llegaban a Cartagena, el 7 de mayo, y tras unos días de espera en aquel puerto, pasaban a Portobelo, y de aquí a Panamá, adonde debió llegar Solano, a fines del mes de junio de 1589.

La falta de embarcaciones, le obligó a permanecer en aquel mortífero clima, donde perdieron la vida, dos de los franciscanos que venían en su compañía,

Después de cuatro meses, lograron hallar una nave, que los condujese al Perú, pero tan descuadernada, que unos cuantos golpes de mar, como luego veremos, bastaron para hundirla. Solano, en compañía del padre fray Diego de Pineda, y de fray Francisco de Torres, tomó pasaje a su bordo, y la embarcación levó anclas, en el puerto de Perico, y se dio a la vela para el Callao.

La navegación desde Panamá, hasta aquel puerto se hacía difícil, así por tener que vencer la corriente marina, que baña aquellas costas, como por la falta de viento, sobre todo en esa época del año. Así sucedió entonces, y en la vecindad de la isla de la Gorgona, frente a las costas de la actual Colombia, aquella frágil nave vino a zozobrar.

En un batel, lograron llegar a tierra, algunos de los pasajeros y tripulantes, pero Solano permaneció sereno, en los restos flotantes de la nave, alentando a los náufragos, y auxiliándolos en aquel caso extremo.

Cuando el batel volvió en su busca, fue el último en acogerse a él, y lo hizo lanzándose al mar, después de arrollar el hábito a la cintura. Una vez en la playa, y cubierto tan sólo con la túnica, fue en busca del hábito que había perdido, y lo halló en la arena. San Francisco, como él decía, le había dado aquel hábito, y él también se lo había de devolver.

Por más de dos meses, hubieron de permanecer los náufragos en la costa, desprovistos de todo auxilio. Uno de los compañeros de Solano, había perecido en el naufragio, y el otro, cansado de esperar, decidió salir en el batel, con otros compañeros en busca de socorro.

Tenían que alimentarse de peces, mariscos y hierbas silvestres, y no sin trabajo los encontraban. Solano, olvidado de sí, procuraba levantar el ánimo de sus compañeros, aliviaba sus males, y les daba cuanto caía en sus manos, y podía servir para su sustento. Parece que en más de una ocasión, su pesca tuvo todos los contornos de milagrosa. El Señor escuchaba a su siervo. Al fin, arribó el socorro tan ansiado.

A últimos días de diciembre, una nave recogió a los náufragos, y los condujo al puerto de Pafta, al norte del Perú. De aquí, continuó Solano su camino por tierra, hasta llegar a la ciudad de los reyes, Lima.

Cruzó aquella costa desierta, interrumpida a veces, por los valles que riegan los ríos, que bajan de la cordillera, y en 1590 entraba en la capital del virreinato, donde ya le había precedido, el virrey don García, y en donde por aquel tiempo, gobernaba aquella iglesia, un esclarecido prelado, San Toribio de Mogrovejo.

Solano ardía en deseos, de pasar a las Misiones a que estaba destinado. Fray Baltasar, que le había traído consigo, atendió sus ruegos, y con otros ocho religiosos, emprendió el camino que conducía al Tucumán. La distancia era enorme. Basta fijar los ojos en un mapa de América, para darse cuenta del inmenso espacio, que debían recorrer.

Pero a esta dificultad, se añadía otra mayor: la de la aspereza y rigor de la tierra. Había que trasmontar los Andes, y luego de cruzarlos, llegar hasta el Cuzco, para tomar después el camino que conduce al Callao, esto es, a la meseta frígida y desnuda, casi sin vegetación, que domina la actual Bolivia, y se prolonga casi hasta los confines del Norte argentino.

Aquí comenzaba, la bajada abrupta y sinuosa hasta Salta, y más abajo a las llanuras del Tucumán. Solano hubo de arrostrar ese viaje, caminando unas veces a pie, otras en pobres cabalgaduras, y sufriendo todas las consecuencias de la falta de abrigo, y de las rigideces del clima. Si por allí habían pasado los conquistadores y capitanes, en busca del Dorado y del rico cerro del Potosí, ¿iban a mostrarse menos animosos, los discípulos de Cristo, los conquistadores de las almas?.

En noviembre de 1590, según la carta del comisario, fray Baltasar Navarro a Su Majestad, llegaba la expedición al Tucumán, carta fechada en Santiago del Estero, el 26 de enero de 1591.

En todo aquel territorio, no había por aquel tiempo, sino dos obispados, el del Tucumán y el del Río de la Plata. El primero era tan pobre, decía su obispo, fray Fernando Trejo, en 1601, que su catedral carecía de ornamentos decentes, y no tenía cómo poder levantar el seminario. Los franciscanos, dominicos y mercedarios, habían penetrado en la región años atrás, pero su número era muy escaso.

Tras ellos, vinieron los padres de la Compañía de Jesús, pocos también. En 1610, la Orden de Santo Domingo, sólo tenía un convento en Córdoba; los franciscanos tenían seis: en Córdoba, Santiago del Estero, Tucumán, Rioja, Talavera y Salta, pero en el que más había, eran seis o siete frailes, y en el que menos dos o tres; los mercedarios tenían también seis casas, en las mismas ciudades, pero su número era incluso menor; finalmente la Compañía, sólo tenía domicilios en Córdoba y en Tucumán, aunque en el primero, los religiosos pasaban de veinte. Si esto sucedía en 1610, ya podremos calcular lo que sería en 1591, o sea unos veinte años antes, en el momento en que fray Solano arriba a esas tierras.

Muy escasa es la documentación que poseemos, sobre sus actividades apostólicas en el Norte argentino. Casi todos sus biógrafos, aun en la época moderna, no han hecho otra cosa sino inspirarse, no siempre con fidelidad, en las declaraciones de los procesos.

Por fortuna, éstos se llevaron a cabo, cuando aún vivían muchos, que habían conocido y tratado al Santo, y de allí que su testimonio, sea de calidad. Fray Francisco permaneció en el Tucumán, sólo once años, de 1591 a 1602, primero como misionero y doctrinero, de Socotonio y la Magdalena, y a partir de 1595 como custodio o viceprovincial, de todos los conventos del Tucumán y del Paraguay, dependientes de la provincia del Perú.

La labor del misionero era ardua. No sólo había que vencer la resistencia del indígena, receloso siempre de los españoles, de quienes había recibido, y recibía, muchas vejaciones, sino además, romper con las dificultades de la lengua, y las que oponía la misma naturaleza, en un país cruzado por montes y ríos, y en su mayor parte deshabitado.

La caridad y mansedumbre de Solano, y la pobreza de su hábito, le ganó el corazón de los indios; se aplicó al estudio de su lengua, y Dios ayudó sus esfuerzos. Se dice que poseyó el don de lenguas, pero no está de más advertir, que por las declaraciones de quienes le trataron, el capitán Andrés García de Valdés, le enseñó la Tonocote, y uno de sus compañeros, confiesa que tardó cuatro meses en aprender, otra de las lenguas indígenas.

Sin embargo, en su caso, se renovó el milagro del día de Pentecostés, porque hablando en una sola lengua, sus oyentes le entendían, como si les hablara en la propia.

El Santo se impuso, a aquellas mentes casi infantiles; y el secreto de sus éxitos, estuvo en su perfecta unión con Dios. Hay un hecho que aparece referido, por uno de los testigos de los procesos, el cura de la Nueva Rioja, don Manuel Núñez Maestro, pero sus biógrafos lo han desfigurado, y hasta lo han hecho inverosímil.

El Jueves Santo del año 1593, Solano se encuentra en la población, que apenas lleva dos años de fundada. Ha venido invitado por el cura. Cuarenta y cinco caciques, con su respectivo séquito, se dan cita en el mismo lugar, y este número de indios, alarma al teniente que oficiaba de gobernador, quien aconseja a los vecinos preparar las armas. En la noche, como era el uso de España, y de muchas ciudades del Perú, va en la procesión, un grupo de disciplinantes, desnudos medio cuerpo arriba, azotando sus espaldas.

Los indios no salen de su asombro. Solano aprovecha la ocasión, para hablarles del Redentor, y de sus sufrimientos por nosotros; les cautiva, y le piden que los instruya, en los misterios de la fe. Algunos dieron en decir, que los bautizó de a poco a todos, y que su número llegaría a 9.000. el cura Núñez no dice esto. Sus palabras textuales son: “Los retuvo a todos, hasta que fueron bautizados”.

Solano no podía desconocer, lo que habían ordenado sobre el particular, los concilios limenses de 1567 y 1584. En el Tucumán, se conocían esas prescripciones, y en 1597 las hacía suyas, el sínodo celebrado en Santiago del Estero, por el obispo Trejo. Tampoco nos parece verosímil, que fueran 9.000 los bautizados.

El cura Núñez dice solamente, que el número de indios llegaría a 9.000, pero es más que probable, que en ese número, incluía a los de la región, o los que estaban sujetos a los caciques, que hicieron su aparición en la Rioja. Aun reduciendo el hecho, a sus debidas proporciones, la acción del apóstol campea y sobresale.

Santiago del Estero, la desaparecida Esteco, la Rioja y Córdoba, fueron el teatro de sus hazañas, En todos estos lugares, dejó las huellas de su paso, y testimonios evidentes de su santidad.

Se citan las fuentes de Talavera o Esteco, y la de la Nueva Rioja. En ambas brotó el agua, al conjuro de la voz de Solano. De la primera, apenas cabe dudar, pues cuando en 1617, pasó por allí el visitador del Tucumán, don Francisco de Alfaro, y todos le señalaron la fuente del Padre Solano, que allí brotaba copiosamente.

En el año 1601, los superiores le llaman al Perú, Querían servirse de él, para la nueva recolección de Nuestra Señora de los Ángeles, que estaba a punto de fundarse en Lima.

Obediente a la voz de Dios, emprende el largo camino, que le separa de aquella ciudad. Su humildad no acepta el cargo de guardián, y queda como vicario. No mucho después, el comisario fray Juan Venido, le envía a la ciudad de Trujillo, en calidad de guardián. Esta vez no puede rehuir el cargo.

En 1604, vuelve nuevamente a la recoIeta de Lima, y en diciembre del siguiente año, abandonando su retiro, y con un crucifijo en la mano, sale por calles y plazas, exhortando a todos, a hacer penitencia de sus pecados, y amenazando a los reacios, con los castigos de Dios. La vista de aquel fraile, espejo de la penitencia, el ardor de su mirada, y el fuego de sus palabras, conmueve a sus oyentes.

Le siguen hasta la plaza Mayor, y allí el gentío, se hace cada vez más numeroso. Resuenan por los aires, las voces de perdón, y por toda la ciudad, cunde la voz de un inminente castigo del cielo. Recientes están los ejemplos de Arica y Arequipa, asoladas por un terremoto, de modo que aquella noche, hubo que dejar abiertas las iglesias, por el gran concurso de gente, que pedía a gritos la confesión.

La ciudad pasó la noche en alarma. Hasta Santa Rosa, la virgen incomparable, azota su cuerpo sin piedad, pidiendo a Dios por los pecadores. El virrey, conde de Monterrey, manda al siguiente día, hacer una averiguación del hecho.

Ordena, de acuerdo con el padre comisario, que un tribunal examine, e inquiera del predicador lo que ha dicho, y las causas que le han movido a decirlo. Solano se presenta sereno, y como ha obrado por divino impulso, no hace sino exponer la verdad. Sin embargo, recibió una admonición, a fin de que en adelante, no perturbara la tranquilidad de los habitantes.

En lo sucesivo, su vida es más del cielo que de la tierra. Sus fuerzas van decayendo visiblemente, y por esta causa, se le traslada al convento de Jesús de Lima, donde tras breve enfermedad, causada más por las privaciones y trabajos, que por el desgaste natural del organismo, fallece el día de San Buenaventura, el 14 de julio de 1610, cuando se elevaba la hostia, en la misa mayor. Su entierro tuvo contornos de apoteosis.

El virrey, marqués de Montesclaros, y el arzobispo Lobo Guerrero, son los primeros en conducir el féretro a la iglesia, donde la guardia de alabarderos, apenas puede contener a la multitud. Predica sus virtudes, el provincial de la Compañía, Juan Sebastián de la Farra, y se le da sepultura, en la cripta de la iglesia, donde más tarde se levantará una capilla.

El mismo año de su muerte, a 21 de julio de 1610, se empezaron las informaciones sobre su vida y virtudes, las cuales dieron por resultado, el que su santidad, Clemente X, lo beatificase en el año 1675, y Benedicto XIII lo proclamase Santo en 1726.

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, que sepamos siempre alabar tu Santo Nombre, y decir todos los días de nuestra Vida, junto a San Francisco Solano, “¡Gloria a Dios!”. Que su santa protección, se extienda por siempre sobre España, Colombia, Panamá, Perú, Bolivia, Argentina, Paraguay y Uruguay, así como en todos los lugares en donde estuvo predicando, y en las regiones, donde la sombra de su cuerpo, haya sido proyectada. Amén.

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