Domingo
17 de diciembre
SAN
LÁZARO DE BETANIA
Mártir
y Amigo de Jesús
Lázaro
significa “Dios Ayuda”
"De
la misma manera que el sol brilla sobre el barro y lo endurece, y
brilla sobre la cera y la ablanda, así este gran milagro de nuestro
Señor, (resucitando a Lázaro) endureció algunos corazones para la
incredulidad, y ablandó a otros para la fe" (Fulton Sheen)
Breve
San Lázaro
es a quien Jesús resucitó al cuarto día. Este milagro se encuentra
consignado en el Evangelio de San Juan. Murió mártir en Marsella,
junto a sus dos hermanas Santa Marta y Santa María.
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De dos
fuentes de información, disponemos para trazar la semblanza de San
Lázaro: el Santo Evangelio, y algunas actas de carácter legendario.
De entre los evangelistas, es San Juan, el que más se ha ocupado de
nuestro Santo, y si bien no es pródigo en describirnos demasiadas
facetas del mismo, nos proporciona algunos trazos, que por sí solos
enmarcan los hechos más salientes de su vida.
Era
Lázaro un judío de buena posición social, perteneciente a una
familia muy conocida en toda Palestina, y muy relacionado con
familias distinguidas de Jerusalén. Vivía en Betania, pequeña
aldea, situada a quince estadios de Jerusalén, junto al camino que
unía la capital teocrática, con el valle del Jordán.
La
familia se componía de tres miembros: Lázaro y sus dos hermanas,
Marta y María. Nunca se habla de sus padres, ni de otros familiares,
señal de que aquellos habían pasado a mejor vida, y de que los tres
hermanos vivían solos en la casa.
De
vez en cuando se aumentaba la familia, con la llegada de Cristo y de
sus Apóstoles, que encontraban en casa de Lázaro, amplio y cariñoso
acogimiento. Esto le era muy
importante, ya que Jesús no tenía casa propia, “ni
siquiera una piedra donde recostar su cabeza”
(Lc 9,58) . En sus viajes de Jericó a Jerusalén, pasaba
Jesús junto a Betania, y no dejaba nunca de entrar a saludar a su
familia amiga.
Otras
veces, cansado de luchar en Jerusalén contra los escribas y
fariseos, tomaba al anochecer el camino de Betania, y descansaba allí
de sus fatigas apostólicas. No era Lázaro el jefe de familia, o al
menos, no era él el encargado de obsequiar a los visitantes, y de
llevar el peso de la casa.
Estas
funciones de amo y dueño de casa, las ejercía su hermana Marta,
acaso porque Lázaro fuera mucho más joven que ella, o porque la
enfermedad le imposibilitaba ejercerlas por sí mismo. Entre
la familia de Lázaro y Jesús, existía una amistad sincera y
profunda. No especifican los evangelistas en qué radicaba
esta confraternidad, pero una piadosa tradición afirma, que ello se
debía a que Lázaro llevaba una vida profundamente religiosa,
ajustando su conducta a las prescripciones de la ley mosaica, de
manera que podían aplicársele las palabras, que pronunció Cristo a
propósito de Natanael: “He aquí un verdadero israelita, en
quien no hay dolo” (Jn 1,47).
Apenas
hubo oído hablar del Salvador, y le hubo visto, se prendó del
mismo, convirtiéndose en su verdadero discípulo. Tanto Lázaro como
sus hermanas formaban parte, muy probablemente, de un grupo de
piadosos israelitas que esperaban la redención de Israel. Eran
muchos los que anhelaban oír la voz del Mesías, tantas veces
preanunciado por los profetas, para deshacerse de la antigua ley,
desfigurada por los fariseos, y abrazar la ley de la gracia.
Es
también posible que la familia de Lázaro, formara parte del
movimiento religioso capitaneado por un grupo monástico residente en
la región de Qumrán, al noroeste del mar Muerto, que se obligaba,
entre otras cosas, a ejercer la hospitalidad.
El
mejor elogio que puede hacerse de Lázaro, lo hallamos en una frase
que nos ha legado el evangelista San Juan, al relatar las incidencias
de la enfermedad de Lázaro. Afirma el evangelista, que habiendo
enfermado Lázaro, sus hermanas enviaron un recado a Jesús,
diciéndole: “Señor, el que amas está enfermo” (Jn
11,3).
La
mencionada frase entraña un profundo contenido. El amor que sentía
Jesús hacia Lázaro, está patente en las pocas palabras que
pronuncia. No es posible que el divino Maestro tuviese predilección
por él, si no hubiese atesorado Lázaro en su corazón, el
fascinante talismán de la santidad. Entre Jesús y las almas, podría
establecerse este paralelismo: Jesús ama a
las almas, en la medida que éstas atesoran más grados de
perfección, de tal manera que a mayor santidad, más predilección
por parte de Cristo.
Jesús,
frente a la tumba de Lázaro, se estremece y llora. Las lágrimas son
palabras del corazón. Manda Jesús que se quite la losa del
sepulcro, y con voz fuerte exclama: “¡Lázaro
sal fuera!”. Salió el
muerto atado de pies y manos, y el rostro envuelto en un sudario. El
Dominador de la muerte, ante la estupefacción de los presentes,
añadió: “¡Soltadle y dejadle ir!” (Jn 11,17-44). Las
delicadas manos de sus dos hermanas, se apresuran a cumplir el
mandato de Cristo, soltando las trabas que oprimían el cuerpo
redivivo, del que hacía cuatro días que había muerto.
El
milagro tuvo gran resonancia; el nombre de Lázaro corría de boca en
boca, y su persona se había convertido en signo de contradicción.
"De la misma manera que el sol
brilla sobre el barro y lo endurece, y brilla sobre la cera y la
ablanda, así este gran milagro de nuestro Señor, endureció algunos
corazones para la incredulidad, y ablandó a otros para la fe"
(Fulton Sheen).
El
pueblo sencillo acudía a Betania, llevado por la curiosidad de ver a
un ser redivivo, saludar a la familia, y congratularse con ella del
gran milagro, que en su favor, había obrado Cristo. "Muchos
de los judíos que habían venido a María, y vieron lo que había
hecho (Jesús) creyeron en Él" (Jn 11,45).
Debió
convertirse Betania en meta de peregrinaciones, porque según el
Evangelio, una gran muchedumbre de judíos supo que Jesús estaba
allí, y vinieron no sólo por Jesús, sino por ver a Lázaro, a
quien había resucitado de entre los muertos (Jn. 12,9). Para los que
le habían visto muerto, y enterrado durante cuatro días en el
sepulcro, era Lázaro una prueba irrefutable del poder taumatúrgico
de Cristo.
Lo
comprendieron así los príncipes de los sacerdotes, los cuales,
alarmados por el número creciente de conversiones, resolvieron matar
a Lázaro. Pero aún más: viendo que Jesús multiplicaba sus
milagros, y temiendo que todos creyeran en Él, se reunieron en
consejo, y determinaron hacerle morir.
Después
de su resurrección, llevó Lázaro una vida normal. Seis días antes
de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde estaba Lázaro, a quien
Jesús había resucitado de entre los muertos (lo. 12,1). La familia
amiga le dispuso una cena, en la cual Marta servía, y Lázaro era de
los que estaban a la mesa con Él.
La
historia deja a Lázaro en el convite con que obsequió a su
celestial bienhechor y amigo Jesús, y no vuelve a ocuparse jamás de
él. La leyenda nos dice que con ocasión de un levantamiento contra
los cristianos, Lázaro y sus dos hermanas se marcharon a la ciudad
de Jaffa.
Allí
fueron apresados, y con el fin de que pereciesen ahogados en las
aguas del mar, los enemigos les obligaron a entrar en un navío viejo
y averiado, creyendo en su inminente naufragio. Pero
quiso Dios que, tras una venturosa travesía, llegaran a las costas
del sur de Francia, y desembarcaran felizmente en Marsella. Lazaro
se puso inmediatamente a predicar las doctrinas de Jesús con tanta
viveza y persuasión, que sus palabras calaban en lo íntimo de las
almas, siendo muchos los que abrazaban la doctrina de Cristo.
La
fama de su predicación, y el número de conversiones, alarmaron a
las autoridades, que desencadenaron contra el Santo y sus seguidores,
una violenta persecución. Marsella era considerada en aquel entonces
como el emporio del saber humano, debido sin duda, a la célebre
Academia allí establecida, y que era frecuentada por lo más selecto
de la ciudad, de los alrededores, y hasta de la misma Roma.
Las
autoridades apresaron al Santo, y le invitaron con palabras
halagadoras a que ofreciese incienso a los ídolos. Les respondió
con entereza, que profesaba las doctrinas de Jesucristo, con el que
había convivido, y con el que le había ligado Intima amistad. "Si
no adoras a nuestros dioses—le dijo el prefecto—, perderán la
vida en medio de horribles tormentos".
Le
contestó el Santo: "Bien sabes tú, que tan sólo puedo
ofrecer sacrificios al Dios verdadero, y que tus dioses no merecen
tales ofrendas. Y en cuanto a tus amenazas, te digo que no puede
acontecerme cosa más placentera, dulce y gloriosa, que dar la vida
por Aquel que me la devolvió, después de haberla perdido, y que se
dignó morir por mí, para que yo pueda sobrevivir eternamente".
Indignado
y lleno de rabia ante tan heroica respuesta, dió la orden de que le
despedazasen con látigos, lo que se cumplió con tan inhumana
crueldad, que su cuerpo manaba sangre por todas partes.
Después
de esta dolorosa tortura, sigue diciendo una de las actas del
glorioso mártir, se le arrastró cruelmente por toda la ciudad, y se
le encerró posteriormente en una prisión muy obscura, esperando a
que se repusiese de sus heridas, para someterle a nuevos suplicios.
El
Señor le visitó en su lúgubre calabozo, le fortificó para la hora
del último combate, prometiéndole hacerle partícipe en el cielo,
de las delicias de que gozan los Apóstoles. El prefecto
le invitó de nuevo a abjurar de su fe; pero inútilmente. Viendo que
nada ni nadie, era capaz de doblegar el ánimo de Lázaro, mandó el
prefecto que aquél fuera atado a un poste, y atravesado por una
lluvia de flechas.
Como
el Santo vivía aún, le aplicaron a las heridas planchas de hierro
candente. En medio de este pavoroso suplicio sonreía el mártir,
gozoso de sufrir por amor de su amigo Jesús. El juez puso término a
su vida, cortándole la cabeza.
Oración:
Te pedimos Señor y Dios nuestro, que por los méritos y la
intercesión del amado San Lázaro, y de sus hermanas Marta y María,
pueda nuestra casa y nuestro cuerpo, ser tu refugio seguro
preservándolos de toda corrupción, y así podemos merecer habitar
las mansiones celestiales que nos has prometido. A Tí que eres
nuestro Buen Pastor y Vives y Reinas por Siempre, por los Siglos de
los Siglos. Amén.
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