Segunda
Feria, 26 de junio
SANTOS
JUAN Y PABLO
Legionarios.
Mártires
(†
ca. 362)
Breve
Legionarios
romanos, de la famosa legión Jovia.
Entregaron
sus vidas, y con este sacrificio sellaron definitivamente la suerte
del paganismo en Roma, y de toda Italia, de su último intento de
resurgimiento.
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IGNACIO
DE OÑATIBIA ALIRELA
Los
peregrinos medievales que llegaban a Roma, a venerar los sepulcros de
los mártires, empezaban preguntando por la basílica de los Santos
Juan y Pablo, en el monte Celio. Era de rigor comenzar por ella el
recorrido de los santuarios romanos.
Era
la única iglesia erigida sobre tumba de mártires, dentro del
recinto de la ciudad. Los demás mártires habían sido enterrados en
las afueras, por aquella ley de las Doce Tablas, que prohibía la
sepultura en el interior de la ciudad. "Dios,
que había rodeado a Roma, con una gloriosa corona de tumbas de
mártires —cantaba un prefacio antiguo—, quiso esconder en las
entrañas mismas de la ciudad, los miembros victoriosos de los Santos
Juan y Pablo".
El
guía que orientaba a los peregrinos, a través de los santos
lugares, advertía además, que “la
basílica que guardaba tan preciadas reliquias, era la propia casa de
los mártires, convertida en iglesia después de su martirio".
A
pocos metros del Coliseo, arrancaba un suave repecho, el Clivus
Scauri, que les llevaba rápidamente al espacioso atrio, que abría
sus pórticos delante de la basílica.
Debía
de ser muy fuerte la emoción de los peregrinos, al poner los pies en
la "casa de los mártires".
En
torno a la figura de aquellos mártires, y con retazos de procedencia
diversa, el tiempo había tejido, ya para el año 500, una leyenda
sugestiva. Resulta difícil hoy, señalar el núcleo de verdad, que
acaso contenga la leyenda, y separar el filón de la leyenda que le
cubre. No faltan en ella, ciertamente, incongruencias y
contradicciones históricas.
Por
eso, la mayor parte de los críticos se inclinan hoy a negar todo
crédito a las actas, que nos refieren el martirio de Juan y Pablo.
Pero está la voz de los monumentos, que nos cuentan a su manera, con
su lenguaje de piedra y de pinturas, la historia de unos mártires,
que no pueden ser sino los mismos que la leyenda desfiguró.
Según
las Actas, Juan y Pablo fueron oficiales del ejército, acaso
legionarios de la famosa legión Jovia. Pasaron luego a la corte,
como gentiles hombres de cámara, al servicio del emperador
Constantino, y más tarde, de su hijo Constancio. La hija de
Constantino, les dejó en herencia cuantiosas riquezas. Cuando
Juliano ocupó el trono imperial, e hizo pública su apostasía, los
dos oficiales palatinos, fervientes cristianos, abandonaron la corte
en señal de protesta, y se retiraron a su casa del Celio, en Roma.
Conocemos
hoy perfectamente, las características de la casa a que alude la
tradición. Excavaciones realizadas bajo el pavimento de la basílica
celimontiana, nos han revelado la disposición interior de aquella
casa romana, y gran parte de su decoración. Se trataba de un
inmueble de vastas proporciones, que ocupaba una superficie de 2250
metros cuadrados, y treinta metros de fachada. En el monte Celio,
famoso en aquel entonces por la suntuosidad de sus edificios, la
grandiosa "casa de los mártires", encajaba perfectamente.
Encontramos
en ella, la misma distribución y el mismo gusto por la decoración,
que distinguían a las casas patricias romanas. La parte noble del
edificio, destinada a habitaciones de los señores y de sus
huéspedes, con sus amplias salas, lujosamente decoradas con
estatuas, revestimiento de mármoles, mosaicos y grandes pinturas
murales, contrasta con la estrechez de los dormitorios de los
esclavos.
Muy
espaciosas eran las salas de baño. En las bodegas, se han
desenterrado gran número de ánforas, cántaros y otras, vasijas
donde se guardaban las provisiones de la casa. Dos de las ánforas,
llevan grabado el monograma de Cristo. Trece aposentos conservan
todavía, mejor o peor, la decoración antigua. No serán obras de
arte, pero denotan un gusto bastante depurado. Los temas mitológicos,
se combinan con paisajes y motivos ornamentales.
Allí
puede contemplarse el cuadro más grande que se conserva de la Roma
antigua, pintado al fresco, sin que el color haya perdido todavía su
viveza. Representa a Proserpina que vuelve del averno, acompañada de
Ceres y de Baco. Una mano cristiana, en el siglo IV, extendió sobre
la escena una capa de estuco.
En
otra sala, pintados al encáustico, diez efebos de tamaño natural,
poco menos que desnudos, y tocados con guirnaldas, sostienen con
gracia un festón de hojas, mientras pavos reales, cisnes y otras
aves, se mueven entre sus pies, y gran número de pájaros revolotean
sobre su cabeza. Completa la decoración de la sala, una inmensa
cepa, que cubre la parte superior y toda la bóveda, y en cuyas
volutas se encaraman geniecillos desnudos, que van recogiendo
racimos.
No
faltan en la casa de Celio, pinturas de inspiración cristiana, que
demuestran que sus moradores, en el siglo IV, eran cristianos.
En una de las salas, en medio de figuras de apóstoles, y escenas
alegóricas de vida pastoril, se levanta espléndida la Orante,
vestida de dalmática amarilla, con un velo verde sobre la cabeza, y
los brazos extendidos en actitud de oración.
Una
escalera de piedra ponía en comunicación, la planta baja con los
pisos superiores. La casa alcanzaba una
altura de quince metros. Desde sus amplios ventanales,
podía gozarse de uno de los espectáculos más maravillosos de Roma.
A
pocos metros extendía sus grandes arcos de travertino, el templo
erigido en honor del emperador Claudio. Más allá, el Coliseo, los
templos y edificios públicos del Palatino, del Foro y del Capitolio,
y las termas de Trajano y de Tito, desplegaban al sol sus mármoles
fulgurantes, Y, por encima de edificios y murallas, la mirada se
perdía en las líneas onduladas de las colinas del Lacio, y en los
anchurosos horizontes del mar.
En
aquella casa, esperaban pasar Juan y Pablo los últimos años de su
vida. Pero bien pronto, empezaron a llegar noticias
alarmantes de la actitud hostil del nuevo emperador. Su odio se
ensañaba, particularmente, con los que habían servido más de cerca
a su predecesor.
Era
además conocida su codicia por el dinero.
Trataba de apoderarse, por todos los medios, de las riquezas
de los cristianos. En carta a Scévola escribía él mismo, con
ironía, que la admirable ley de los cristianos, quiere que sean
éstos exonerados de las cosas de aquí abajo, a fin de “estar
más ágiles para subir al cielo", y que por eso se dedicaba
él, a facilitarles el viaje, despojándoles de sus bienes. Cuidaba
mucho el Apóstata, de que los cristianos fueran condenados siempre
como enemigos públicos, evitando que en la sentencia se reflejaran
los motivos verdaderos.
,
No
tardó en llegar a oídos del emperador, la noticia de que Juan y
Pablo socorrían todos los días en su casa del Celio, a gran número
de cristianos pobres, a cuenta de las riquezas que habían heredado
de la hija de Constantino. Les hizo llamar a la corte
repetidas veces, con promesas lisonjeras. Mas ellos se negaron a
servir a un emperador renegado, que perseguía a los cristianos.
Juliano
pasó entonces de las promesas a las amenazas. Les
conminó con la muerte, como a enemigos públicos, si en el plazo de
diez días no renunciaban a su fe cristiana, y volvían a los oficios
de la corte.
Juan
y Pablo se dispusieron a morir por Cristo. Como primera
medida, distribuyeron todas sus riquezas entre los pobres, y se
entregaron a obras de religión y piedad. Pasados los diez días de
plazo, a la hora de cenar, se presentó en la casa del Celio,
Terenciano, capitán de cohorte, con un puñado de soldados. Dicen
las Actas que encontró a nuestros héroes en oración.
En
nombre del emperador, les instó por última vez a adorar una pequeña
estatua de Júpiter, que traían consigo. Era la estatua que los
legionarios de la legión Jovia, veneraban en sus cuarteles. Juan
y Pablo se negaron resueltamente.
Al
filo de la medianoche, Terenciano los hizo decapitar en un rincón
oscuro de la misma casa. Y para evitar que fueran luego
venerados como mártires, mandó abrir una zanja a toda prisa, en el
fondo de uno de los corredores, debajo de la escalera principal. Allí
ocultaron los cadáveres. Ocurría esto en
la noche del 26 al 27 de junio del año 362.
A
la mañana siguiente, Terenciano hizo correr en Roma la voz de que
Juan y Pablo habían salido de la ciudad, desterrados por orden del
emperador.
Exactamente
un año más tarde, el mismo día, y a la misma hora en que caían al
suelo las cabezas de nuestros mártires, moría asesinado en Maronsa,
cerca de Bagdad, Juliano el Apóstata.
En
Roma, un grupo de iluminados, entre ellos el hijo único de
Terenciano, comenzaron a revelar a voz en cuello, la muerte de Juan y
Pablo. Terenciano se vio obligado a indicar el lugar del entierro, y
los detalles del glorioso martirio.
Las
Actas terminan con la historia de la transformación de la "casa
de los mártires” en Iglesia, por obra de los senadores Bizante y
Pammaquio. Bizante es un personaje poco conocido en la historia de
Roma.
Sería
él, probablemente, quien abrió al culto, parte de la casa del monte
Celio, después de convertir la planta baja en un pequeño santuario.
Levantó un tabique, frente al lugar de la sepultura, para protegerla
de la devoción indiscreta de los visitantes. Pero dejó abiertas
unas pequeñas ventanas, o fenestrellae, para que los devotos
pudieran contemplar la tumba, y tocarla con retazos y otros objetos,
que luego conservarían como preciadas reliquias.
Decoró
las paredes de aquel sagrado recinto, con pinturas alusivas a los
mártires. En el puesto de honor, mandó pintar la figura de uno de
ellos, en actitud de paz, a la entrada del paraíso, y a sus pies,
venerándole, dos fieles postrados en tierra.
Entre
otras composiciones, dos escenas de martirio llaman poderosamente la
atención. Una de ellas nos muestra a tres personajes, dos varones y
una mujer, en el momento de ser conducidos a la presencia del juez,
bajo la vigilancia de dos guardianes.
La
otra nos hace asistir a la ejecución de los mártires. Están los
tres personajes de rodillas, los ojos vendados, y las manos atadas a
la espalda, esperando con la cabeza inclinada el golpe de la espada.
El verdugo está detrás de ellos, y junto a él, otro personaje que
parece estar presidiendo la escena. Es ésta una de las más
antiguas, y más dramáticas escenas de martirio que se conservan.
El
pequeño santuario fue muy visitado por los devotos. Algunos dejaron
en las paredes sus nombres, y sus ruegos, grabados con punta de
hierro. La afluencia de visitantes fue creciendo, y bien pronto aquel
santuario resultó insuficiente. Se decidió erigir en aquel mismo
lugar un santuario, digno de la celebridad de que gozaban ya los
santos mártires Juan y Pablo.
Costeó
las obras el senador Pammaquio, personaje muy conocido en la Roma de
fines del siglo IV. Pertenecía a la noble familia de los
Furios. Fue amigo de San Jerónimo. Estudiaron juntos en Roma, y se
profesaron toda la vida mutuo afecto. San
Paulino de Nola y San Agustín, alabaron en sendas cartas la fe y
piedad de Pammaquio. Solía éste acudir al Senado en hábito de
monje. Se hizo célebre, sobre todo, por sus obras de
caridad. Distribuyó íntegramente, entre los pobres, la herencia que
le dejara su mujer Paulina. Fundó en Ostia el famoso xenodochium,
abierto a los peregrinos que llegaban a Roma por mar.
La
basílica que levantó en el Celio, hizo también honor a su
munificencia. Fueron abatidos los tabiques interiores de los dos
pisos superiores. Se rellenó de escombros toda la planta baja, a
excepción del locus martyrii. Y sobre veinticuatro columnas de
granito negro, apoyaron la espaciosa nave, bañada en la cálida luz
que tamizaban, setenta ventanas convenientemente distribuidas. Los
mapas medievales la señalaban como "basílica grande y muy
hermosa". El pavimento, y parte de los muros, estaban revestidos
de mármol blanco.
A
derecha e izquierda, a lo largo de toda la nave central, se sucedían
escenas del Antiguo y Nuevo Testamento, que cantaban el triunfo del
culto del Dios verdadero, sobre el culto pagano.
Aquellos
cuadros reflejaban las preocupaciones de una época, que acababa de
asistir al fracaso de la última
tentativa de restaurar el paganismo.
Pero eran, al mismo tiempo, un
elogio a los héroes de la fe, que con su martirio, aseguraron la
victoria del cristianismo.
La
basílica de los Santos Juan y Pablo, representa en Roma, que tantos
monumentos singulares atesora, un ejemplar único de continuidad.
Podemos seguir allí las transformaciones sucesivas, de un palacio
pagano del siglo segundo, que al abrazar sus dueños el cristianismo,
se convierte en morada cristiana.
La
sangre de los mártires hizo de ella centro de peregrinación. Fue
primero un humilde santuario, que la afluencia siempre creciente de
devotos, obligó a transformar en una basílica, toda reluciente de
mármoles y mosaicos. Cada generación, ha
ido dejando después en aquellos muros, el testimonio de su piedad.
Sin
preocuparse excesivamente del signo de interrogación que la crítica
ha puesto, con razón, a los detalles que nos suministran las Actas,
el pueblo cristiano seguirá venerando en el monte Celio, a los
mártires, cuyos nombres recuerda la Iglesia Romana, todos los días
en el canon de la misa, entre los testigos más gloriosos de nuestra
fe.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, concédenos que por los
méritos e intercesión de los legionarios Juan y Pablo del Monte
Celio, podamos nosotros perseverar en la Fe, y siempre estar atentos
a cualquier resurgimiento del paganismo en nuestro corazón,
comportándonos como fieles legionarios tuyos. A Tí Señor, que nos
insuflaste el Espíritu Santo sobre nuestras cabezas, y nos acompañas
hasta el fin de los tiempos. Amén.
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