Cuarta
Feria, 21 de junio
SAN
LUIS de GONZAGA S.J.
(1568-1591)
Patrón
de la juventud cristiana
“¡En
tus manos Señor!”
Breve
Se
crió entre soldados. Alma pura y reflexiva. Desdeñó las riquezas y
posición social que el mundo le tenía reservado, para sólo vivir
para el Señor.
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San
Luis Gonzaga, nació el 9 de marzo de 1568, en el castillo de
Castiglione delle Stivieri, en la Lombardia. Hijo mayor de Ferrante,
marqués de Chatillon de Stiviéres en Lombardia, y príncipe del
Imperio, y Marta Tana Santena (Doña Norta), dama de honor de la
reina de la corte de Felipe II de España, donde también el marqués
ocupaba un alto cargo.
La
madre, habiendo llegado a las puertas de la muerte, antes del
nacimiento de Luis, lo había consagrado a la Santísima Virgen, y
llevado a bautizar al nacer. Por el contrario, a don
Ferrante solo le interesaba su futuro mundano, que fuese soldado como
él.
Desde
que el niño tenía cuatro años, jugaba con cañones y arcabuces en
miniatura, y a los cinco, su padre lo llevó a Casalmaggiore, donde
unos tres mil soldados se ejercitaban, en preparación para la
campaña de la expedición española contra Túnez. Durante su
permanencia en aquellos cuarteles, que se prolongó durante varios
meses, el pequeño Luis se divertía en grande al encabezar los
desfiles, y en marchar al frente del pelotón con una pica al hombro.
En
cierta ocasión, mientras las tropas descansaban, se las arregló
para cargar una pieza de la artillería, sin que nadie lo advirtiera
y dispararla, con la consiguiente alarma en el campamento. Rodeado
por los soldados, aprendió la importancia de ser valiente, y del
sacrificio por grandes ideales, pero también adquirió el rudo
vocabulario de las tropas. Al regresar al castillo, las repetía
cándidamente.
Su
tutor lo reprendió, haciéndole ver que aquel lenguaje no sólo era
grosero y vulgar, sino blasfemo. Luis se mostró sinceramente
avergonzado y arrepentido, de modo que comprendiendo que aquello
ofendía a Dios, jamás volvió a repetirlo.
Despierta
su vida espiritual
Apenas
contaba siete años de edad, cuando experimentó lo que podría
describirse mejor como un despertar espiritual. Siempre había dicho
sus oraciones matinales y vespertinas, pero desde entonces y por
iniciativa propia, recitó a diario el oficio de Nuestra Señora, los
siete salmos penitenciales, y otras devociones, siempre de rodillas y
sin cojincillo.
Su
propia entrega a Dios en su infancia fue tan completa, que según su
director espiritual, el cardenal San Roberto Belarmino, y tres de sus
confesores, nunca, en toda su vida, cometió un pecado mortal.
En
1577, su padre lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, Italia,
dejándolos al cargo de varios tutores, para que aprendiese el latín,
y el idioma italiano puro de la Toscana. Cualesquiera que hayan sido
sus progresos en estas ciencias seculares, no impidieron que Luis
avanzara a grandes pasos por el camino de la santidad, y desde
entonces, solía llamar a Florencia, "la escuela de la piedad".
Un
día que la marquesa contemplaba a sus hijos en oración, exclamó:
«Si Dios se dignase escoger a uno de vosotros para su servicio,
"¡qué dichosa sería yo!". Luis le dijo al oído: «Yo
seré el que Dios escogerá». Desde su primera infancia, se
había entregado a la Santísima Virgen. A
los nueve años, en Florencia, se unió a Ella haciendo el voto de
virginidad. Después resolvió hacer una confesión
general, de la que data lo que él llama «su conversión».
A
los doce años había llegado al más alto grado de contemplación. A
los trece, el obispo y cardenal San Carlos Borromeo, al visitar su
diócesis, se encontró con Luis, maravillándose de que en medio de
la corte en que vivía, mostrase tanta sabiduría e inocencia, y le
dio él mismo la primera comunión.
Fue
muy puro y exigente consigo mismo
Obligado
por su rango, a presentarse con frecuencia en la corte del gran
ducado, se encontró mezclado con aquellos que, según la descripción
de un historiador, "formaban una
sociedad para el fraude, el vicio, el crimen, el veneno y la lujuria
en su peor especie". Pero
para un alma tan piadosa como la de Luis, el único resultado de
aquellos ejemplos funestos, fue el de acrecentar su celo por la
virtud y la castidad.
A
fin de librarse de las tentaciones, se sometió a una disciplina
rigurosísima. En su celo por la santidad y la pureza, se dice que
llegó a hacerse grandes exigencias, como por ejemplo, mantener baja
la vista siempre que estaba en presencia de una mujer.
Sea
cierto o no, hay que cuidarse de no abusar de estos relatos para
crear una falsa imagen de Luis, o de lo que es la santidad. No es
extraño que en los primeros años, después de una seria decisión
por Cristo, se cometan errores al quererse encaminar por la entrega
total, en una vida diferente a la que lleva el mundo.
El
mismo fundador de los Jesuitas explica que en sus primeros años
cometió algunos excesos que después supo equilibrar y encausar
mejor. Lo admirable es la disponibilidad de
su corazón, dispuesto a todo para librarse del pecado, y ser
plenamente para Dios. Además,
hay que saber que algunos vicios e impurezas requieren grandes
penitencias. San Luis quiso, al principio, imitar los remedios
que leía de los padres del desierto.
Algunos
hagiógrafos, nos pintan una vida del santo algo delicada, que no
corresponde a la realidad. Quizás, ante un mundo que tiene una falsa
imagen de ser hombre, algunos no comprenden como un joven varonil
pueda ser santo. La realidad es que se es
verdaderamente hombre, a la medida que se es santo.
Sin
duda a Luis le atraían las aventuras militares de las tropas, entre
las que vivió sus primeros años, y la gloria que se le ofrecía en
su familia, pero de muy joven, comprendió que había un ideal mas
grande, y que requería más valor y virtud.
Fue
en Montserrat donde se decidió la vocación de Luis.
Hacía
poco más de dos años que los jóvenes Gonzaga vivían en Florencia,
cuando su padre los trasladó con su madre, a la corte del duque de
Mantua, quien acababa de nombrar a Ferrante, gobernador de
Montserrat. Esto ocurría en el mes de noviembre de 1579, cuando Luis
tenía once años y ocho meses.
En
el viaje, Luis estuvo a punto de morir ahogado al pasar el río
Tessin, crecido por las lluvias. La carroza se hizo pedazos, y fue a
la deriva. Providencialmente, un tronco detuvo a los náufragos. Un
campesino que pasaba, vio el peligro en que se hallaban, y les salvó.
Una
dolorosa enfermedad renal que le atacó por aquel entonces, le sirvió
de pretexto para suspender sus apariciones en público, y dedicar
todo su tiempo a la plegaria y la lectura de la colección de "Vidas
de los Santos" por Surius. Pasó la enfermedad, pero su salud
quedó quebrantada por trastornos digestivos tan frecuentes, que
durante el resto de su vida tuvo dificultades en asimilar los diarios
alimentos.
Otros
libros que leyó en aquel período de reclusión, son Las cartas de
Indias, sobre las experiencias de los misioneros jesuitas en aquel
país, le suscitó la idea de ingresar en la Compañía de Jesús, a
fin de trabajar por la conversión de los herejes, y Compendio de la
doctrina espiritual de fray Luis de Granada. Como
primer paso en su futuro camino de misionero, aprovechó las
vacaciones veraniegas que pasaba en su casa de Castiglione, para
enseñar el catecismo a los niños pobres del lugar.
En
Casale-Monferrato, donde pasaba el invierno, se refugiaba durante
horas enteras en las iglesias de los capuchinos y los barnabitas; en
privado comenzó a practicar las mortificaciones de un monje: ayunaba
tres días a la semana a pan y agua, se azotaba con el látigo de su
perro, se levantaba a mitad de la noche para rezar de rodillas sobre
las losas desnudas de una habitación, en la que no permitía que se
encendiese fuego, por riguroso que fuera el tiempo.
Fue
inútil que su padre le combatiese en estos deseos. En la misma
corte, Luis vivía como un religioso, sometiéndose a grandes
penitencias. A pesar de que ya había recibido sus investiduras
de manos del emperador, mantenía la firme intención de renunciar a
sus derechos de sucesión sobre el marquesado de Castiglione, en
favor de su hermano.
En
Madrid
En
1581, se dio a Ferrante la comisión de escoltar a la emperatriz
María de Austria, en su viaje de Bohemia a España. La familia
acompañó a Ferrante, y al llegar a España, Luis y su hermano
Rodolfo, fueron designados pajes de Don Diego, príncipe de Asturias.
A pesar de que Luis, obligado por sus deberes, atendía al joven
infante,y participaba en sus estudios, nunca omitió o disminuyó sus
devociones.
Cumplía
estrictamente con la hora diaria de meditación que se había
prescrito, no obstante que para llegar a concentrarse, necesitaba a
veces varias horas de preparación. Su seriedad, espiritualidad y
circunspección, extrañas en un adolescente de su edad, fueron
motivo para que algunos de los cortesanos comentaran que el joven
marqués de Castiglione, no parecía estar hecho de carne y hueso
como los demás.
Resuelto
a unirse a la Compañía de Jesús
El
día de la Asunción del año 1583, en el momento de recibir la
sagrada comunión, en la iglesia de los padres jesuitas, de Madrid,
oyó claramente una voz que le decía: «Luis,
ingresa en la Compañía de Jesús.»
Primero,
comunicó sus proyectos a su madre, quien los aprobó en seguida,
pero en cuanto ésta los participó a su esposo, éste montó en
cólera, a tal extremo, que amenazó con ordenar que azotaran a su
hijo, hasta que recuperase el sentido común.
A
la desilusión de ver frustrados sus sueños sobre la carrera militar
de Luis, se agregaba en la mente de Ferrante, la sospecha de que la
decisión de su hijo era parte de un plan urdido por los cortesanos,
para obligarle a retirarse del juego en el que había perdido grandes
cantidades de dinero.
De
todas maneras, Ferrante persistía en su negativa, hasta que por
mediación de algunos de sus amigos, accedió de mala gana a dar
consentimiento provisional. La temprana muerte del infante Don Diego,
vino entonces a librar a los hermanos Gonzaga de sus obligaciones
cortesanas, y luego de una estancia de dos años en España,
regresaron a Italia en julio de 1584.
Al
llegar a Castiglione, se reanudaron las discusiones sobre el futuro
de Luis, y éste encontró obstáculos a su vocación, no sólo en la
tenaz negativa de su padre, sino en la oposición de la mayoría de
sus parientes, incluso el duque de Mantua. Acudieron a parlamentar
eminentes personajes eclesiásticos y laicos, que recurrieron a las
promesas y las amenazas a fin de disuadir al muchacho, pero no lo
consiguieron.
Ferrante
hizo los preparativos para enviarle a visitar todas las cortes del
norte de Italia, y terminada esta gira, encomendó a Luis una serie
de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas
ambiciones, que le hicieran olvidar sus propósitos.
Pero
no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de Luis. Luego de haber
dado y retirado su consentimiento muchas veces, Ferrante capituló
por fin, al recibir el consentimiento imperial, para la transferencia
de los derechos de sucesión a Rodolfo, y escribió al padre
Claudio Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: «Os
envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la
familia tenía puestas sus esperanzas.»
El
Noviciado
Inmediatamente
después, Luis partió hacia Roma, y el 25 de noviembre de 1585,
ingresó al noviciado en la casa de la Compañía de Jesús, en
Sant'Andrea. Acababa de cumplir los dieciocho años. Al tomar
posesión de su pequeña celda, exclamó espontáneamente: "Éste
es mi descanso para siempre; aquí habitaré, pues así lo he
deseado" (Salmo cxxxi-14). Sus austeridades, sus
ayunos, sus vigilias, habían arruinado ya su salud, hasta el extremo
de que había estado a punto de perder la vida.
Sus
maestros debían vigilarlo estrechamente, para impedir que se
excediera en las mortificaciones. Al principio, el joven tuvo que
sufrir otra prueba cruel: las alegrías espirituales que el amor de
Dios, y las bellezas de la religión le habían proporcionado desde
su más tierna infancia, desaparecieron.
Seis
semanas después murió Don Ferrante. Desde el momento en que su hijo
Luis abandonó el hogar para ingresar en la Compañía de Jesús,
había transformado completamente su manera de vivir. El
sacrificio de Luis había sido un rayo de luz para el anciano.
No
hay mucho más que decir sobre San Luis durante los dos años
siguientes, fuera de que, en todo momento, dio pruebas de ser un
novicio modelo. Al quedar bajo las reglas de la disciplina, estaba
obligado a participar en los recreos, a comer más, y a distraer su
mente. Además, por motivo de su salud delicada, se le prohibió orar
o meditar fuera de las horas fijadas para ello: Luis obedeció, pero
tuvo que librar una recia lucha consigo mismo, para resistir el
impulso a fijar su mente en las cosas celestiales.
Por
consideración a su precaria salud, fue trasladado de Milán, para
que completase en Roma sus estudios teológicos. Sólo Dios sabe de
qué artificios se valió, para que le permitieran ocupar un cubículo
estrecho y oscuro, debajo de la escalera, y con una claraboya en el
techo, sin otros muebles que un camastro, una silla y un estante para
los libros.
Luis
suplicaba que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los
platos, y ocuparse en las tareas más serviles. Cierto día,
hallándose en Milán, en el curso de sus plegarias matutinas, le fue
revelado que no le quedaba mucho tiempo por vivir. Aquel anuncio le
llenó de júbilo, y apartó aún más su corazón de las cosas de
este mundo.
Durante
esa época, con frecuencia en las aulas y en el claustro, se le veía
arrobado en la contemplación; algunas veces, en el comedor y durante
el recreo caía en éxtasis. Los atributos de Dios eran los temas de
meditación favoritos del santo, y al considerarlos, parecía
impotente para dominar la alegría desbordante que le embargaba.
Una
epidemia
En
1591, atacó con violencia a la población de Roma una epidemia de
fiebre. Los jesuitas, por su cuenta, abrieron un hospital, en el que
todos los miembros de la orden, desde el padre general, hasta los
hermanos legos, prestaban servicios personales.
Luis
iba de puerta en puerta con un zurrón, mendigando víveres para los
enfermos. Muy pronto, después de implorar ante sus superiores, logró
cuidar de los moribundos. Luis se entregó de lleno, limpiando
las llagas, haciendo las camas, preparando a los enfermos para la
confesión.
Luis
contrajo la enfermedad. Había encontrado un enfermo en la calle, y
cargándolo sobre sus espaldas, lo llevó al hospital donde servía.
Pensó
que iba a morir, y con grandes manifestaciones de gozo (que más
tarde lamentó por el escrúpulo de haber confundido la alegría con
la impaciencia), recibió el viático y la unción. Contrariamente a
todas las predicciones, se recuperó de aquella enfermedad, pero
quedó afectado por una fiebre intermitente, que en tres meses, le
redujo a un estado de gran debilidad.
Luis
vio que su fin se acercaba, y escribió a su madre: «Alegraos,
Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto,
al que vivirá en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para
cantar las eternas misericordias».
En sus últimos momentos, no pudo apartar su mirada de un pequeño
crucifijo colgado ante su cama.
En
todas las ocasiones que le fue posible, se levantaba del lecho, por
la noche, para adorar al crucifijo, para besar una tras otra, las
imágenes sagradas que guardaba en su habitación, y para orar,
hincado en el estrecho espacio entre la cama y la pared.
Con
mucha humildad, pero con tono ansioso, preguntaba a su confesor, San
Roberto Belarmino, si creía que algún hombre pudiese volar
directamente a la presencia de Dios, sin pasar por el purgatorio. San
Roberto le respondía afirmativamente, y como conocía bien el alma
de Luis, le alentaba a tener esperanzas de que se le concediera esa
gracia.
En
una de aquellas ocasiones, el joven cayó en un arrobamiento, que se
prolongó durante toda la noche, y fue entonces cuando se le reveló
que habría de morir en la octava del Corpus Christi. Durante todos
los días siguientes, recitó el "Te Deum" como acción de
gracias.
Algunas
veces, se le oía gritar las palabras del Salmo: "Me
alegré porque me dijeron: ¡Iremos a la casa del Señor!"
(Salmo Cxxi - 1). En una de esas ocasiones, agregó: "¡Ya
vamos con gusto, Señor, con mucho gusto!". Al
octavo día parecía estar tan mejorado, que el padre rector habló
de enviarle a Frascati.
Sin
embargo, Luis afirmaba que iba a morir antes de que despuntara el
alba del día siguiente, y recibió de nuevo el viático. Al padre
provincial, que llegó a visitarle, le dijo:
-¡Ya
nos vamos, padre; ya nos vamos ...!
-¿A dónde, Luis?
-¡Al Cielo!
-¡Oigan a este joven! -exclamó el provincial- Habla de ir al cielo como nosotros hablamos de ir a Frascati.
-¿A dónde, Luis?
-¡Al Cielo!
-¡Oigan a este joven! -exclamó el provincial- Habla de ir al cielo como nosotros hablamos de ir a Frascati.
Al
caer la tarde, se diagnosticó que el peligro de muerte no era
inminente, y se mandó a descansar a todos los que le velaban, con
excepción de dos. A instancias de Luis, el padre Belarmino rezó las
oraciones para la muerte, antes de retirarse. El enfermo quedó
inmóvil en su lecho, y sólo en ocasiones murmuraba: "En
Tus manos, Señor. . ."
Entre
las diez y las once de aquella noche, se produjo un cambio en su
estado, y fue evidente que el fin se acercaba. Con los ojos clavados
en el crucifijo, y el nombre de Jesús en sus labios, expiró
alrededor de la medianoche, entre el 20 y el 21 de junio de 1591, al
llegar a la edad de veintitrés años y ocho meses.
Los
restos de San Luis Gonzaga se conservan actualmente bajo el altar de
Lancellotti, en la Iglesia de San Ignacio, en Roma.
Fue
canonizado en 1726.
El
Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes jóvenes.
El Papa Pio XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.
Bibliografía:
Benedictinos,
monjes de la abadía de San Agustin en Ramsgate. The Book of Saints.
VI edition. Wilton: Morehouse Publishing, 1989
Butler,
Vida de Santos, vol. IV. México, D.F.: Collier’s
International - John W. Clute, S.A., 1965.
Sgarbossa,
Mario y Giovannini, Luigi. Un Santo Para Cada Dia. Santa Fe de
Bogota: San Pablo. 1996.
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También
recordamos con Amor y Veneración a los siguientes santos:
-Santa
Demetria, virgen y mártir, Roma, 362.
-Santos
Rufino y Marcia, Siracusa, en Sicilia.
-Santos
Ciriaco y Apolinar, Africa.
-San
Albano, mártir, Maguncia, s. IV.
-San
Eusebio, obispo de Samosata, mártir, 380. Uno de los
prelados, y principales defensores del catolicismo contra la herejía
arriana. Nació en Samosata, y fue obispo de la misma ciudad desde
361 a 380. Asistió al Concilio de Antioquía, compuesto en su
mayoría de obispos arrianos; pero Eusebio condenó sus doctrinas, y
fue defensor de la causa de Melicio, electo patriarca de Antioquía,
paladín de la causa católica. Desde entonces estrechó amistad con
San Gregorio Nacianceno y San Basilio.
Le
desterró el emperador Valente, a la Tracia en 374. Asistió a un
nuevo Concilio de Antioquía en 379. Acompañaba un día a Maris,
electo obispo de Dólica, cuando en esta ciudad murió víctima de la
saña de una furibunda arriana, que le arrojó una teja desde el
balcón de su casa, 380.
-San
Terencio, obispo de Iconio (Asia Menor), s. I.
-San
Ursicino, ob. de Pavía, 216.
-San
Martín, obispo de Tongres (Francia), 276.
-San
Leofrido, abad, Evreux (Francia), hacia 788.
-San
Raimundo o Ramón, obispo de Barbastro. Nació en Francia,
y canónigo en Tolosa, don Pedro de Aragón, le nombró obispo de
Barbastro. En 1101 le arrojó de su sede violentamente Esteban,
obispo de Huesca, y el rey de Aragón le nombró prelado de Roda,
recientemente tomada a los moros. Acompañó a los ejércitos
aragoneses en su expedición de Andalucía, cuando por los años de
1122, llegaron victoriosos hasta Málaga. Repuesto en su obispado de
Barbastro, falleció en aquella ciudad en 1126.
-San
Inocencio, obispo de Mérida, sucesor de San Masona, s.
VII.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que siempre digamos con San Luis
Gonzaga – ¡En tus Manos Señor! - A Tí Señor que nos enseñaste
a que no podemos agregar un centímetro a nuestras estatura, y que
todos los cabellos de nuestras cabeza están contados. Amén.
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