Cuarta
Feria, 18 de noviembre
DEDICACIÓN
DE LAS BASÍLICAS DE SAN PEDRO Y DE SAN PABLO EN ROMA
Durante
el siglo III los cristianos comienzan a dar culto litúrgico a los
mártires, sus hermanos en la fe, que amaron a Dios más que a su
propia vida. El culto empieza en las mismas tumbas.
La
comunidad cristiana se reúne lo más cerca posible del sepulcro para
conmemorar el aniversario del martirio. En estas reuniones se
celebraba la Santa Misa y un testigo presencial relataba las
vicisitudes del martirio o bien se leían las actas. No era raro ver
en primera fila al hijo, al padre o a la esposa del glorioso mártir.
La tumba de un mártir constituye una gloria local, y, visitada en un
principio por parientes y amigos, acaba por convertirse en centro de
peregrinación.
En
el siglo IV, cuando la Iglesia goza de paz después del azaroso
período de persecuciones, se levantan bellas basílicas en honor de
los mártires, procurando siempre que el altar central (el único que
había entonces en las iglesias) se asiente encima del sepulcro,
aunque para ello tengan que nivelar el terreno o inutilizar otras
sepulturas. Desde la iglesia se podía descender por escaleras
laterales hasta la cámara sepulcral o cripta, situada debajo del
presbiterio, en donde estaba el cuerpo del mártir.
No
se conservan las tumbas de los mártires de los dos primeros siglos
por la sencilla razón de que aún no se les daba culto. Hay, empero,
dos excepciones, y son la tumba de San Pedro, primer papa, y la de
San Pablo, apóstol de los gentiles. Ambos fueron martirizados en
Roma hacia el año 67, en distinta fecha, aunque la liturgia celebre
su fiesta el mismo día 29 de junio.
San
Pedro fue crucificado, según tradición, y los cristianos le dieron
sepultura en un cementerio público de la colina Vaticana, junto a la
vía Aurelia, mientras que San Pablo murió decapitado (tuvieron con
él esta deferencia por tratarse de un ciudadano romano), siendo
enterrado en la vía Ostiense, muy cerca del Tíber.
Tenían
los dos mucha importancia en la fundación de la Iglesia romana para
que los cristianos perdieran el recuerdo de sus tumbas.
Efectivamente, hacia el año 200, el sacerdote romano Gayo, en una
discusión con Próculo, representante de la secta montanista, le
decía a éste: "Yo te puedo mostrar los restos de los
apóstoles; pues, ya te dirijas al Vaticano, ya a la vía Ostiense,
hallarás los trofeos de quienes fundaron aquella Iglesia"
(EusEBIO, Hist. Ecl., II, 25,7.)
Cesaron
las persecuciones y Constantino subió al trono imperial. Por
aquellos días gobernaba la Iglesia el papa San Silvestre.
Su biógrafo, en el Liber Pontificalis, dice que el emperador
construyó, a ruegos del Papa, la basílica sobre la tumba de San
Pedro.
La
empresa no fue fácil, pues el sepulcro estaba en una pendiente
bastante pronunciada de la colina. Tuvieron que levantar altos muros
a un lado, ahondar el terreno en otro y nivelar el conjunto hasta
obtener una gran plataforma. El Papa la dedicó en el año 326 y,
según se lee en el Breviario Romano, erigió en ella un altar de
piedra, al que ungió con el sagrado crisma, disponiendo además que,
en adelante, tan sólo se consagraran altares de piedra.
Era
una basílica grandiosa, a cinco naves, con un pórtico en la
entrada, y que perduró por toda la Edad Media. Debajo del altar, a
unos metros de profundidad había la cripta con la tumba del apóstol,
la cual fue recubierta con una masa de bronce y una cruz horizontal
encima, toda ella de oro, de 150 libras de peso, debido a la
munificencia de Constantino.
La
cripta era inaccesible, pero los peregrinos para confiarse al Santo
se acercaban a la ventanilla de la confesión (una abertura que había
en la parte delantera del altar), y desde allí, por un conducto
interior, hacían descender lienzos y otros objetos que tocaran el
sepulcro. Dichos objetos eran conservados como recuerdo y venerados a
modo de reliquias.
Así
como la basílica de Letrán, edificada también por Constantino y
dedicada en un principio al Salvador, era considerada como la
catedral de Roma y fue residencia de los Papas por toda la Edad
Media, la de San Pedro venía a ser la catedral del mundo. En ella se
reunían los fieles en las principales festividades del año
litúrgico: Navidad, Epifanía, Pasión, Pascua, Ascensión y
Pentecostés. El nuevo Papa recibía la consagración en San Pedro, y
allí era sepultado al morir. En ella eran ordenados los presbíteros
y diáconos romanos.
Constantino
cuidó también de la edificación de la basílica de San Pablo sobre
la tumba de éste apóstol en la vía Ostiense. Era un edificio más
bien pequeño; por eso algunos años después, en tiempo del
emperador Valentiniano, construyeron otra mucho mayor a cinco naves,
de orientación contraria a la anterior, sin tocar, no obstante, el
altar primitivo. Todavía se conservan hoy, en la mesa del altar, los
agujeros por los que en otros tiempos se hacían descender los
lienzos y los incensarios para fumigar el sepulcro.
Desde
un principio, ambas basílicas ofrecen una historia parecida. Son los
dos templos más visitados de Roma y se convierten en centros
mundiales de peregrinación. Desde todas partes del orbe cristiano se
iba a rendir homenaje a los Príncipes de los Apóstoles (ad limina
apostolorum). Era tal la concurrencia de peregrinos que el papa San
Simplicio, en el siglo V, estableció en ambas basílicas un servicio
permanente de sacerdotes para administrar el bautismo y la
penitencia.
Cuando
Alarico sitió la ciudad de Roma en el año 410, prometió a los
romanos que las tropas respetarían a quienes se refugiasen en las
basílicas apostólicas. A propósito de esto nos cuenta
San Jerónimo que la noble dama Marcela huyó de su palacio del
Aventino y corrió a la basílica de San Pablo "para hallar allí
su refugio o su sepultura".
En
invasiones posteriores, los romanos no tuvieron tanta suerte, y las
basílicas apostólicas fueron saqueadas más de una vez. A fin de
evitar tantos desastres, León IV, en el siglo IX, hizo amurallar la
basílica vaticana y los edificios contiguos, creando la que en
adelante se llamó Ciudad Leonina.
Lo propio hizo luego el papa Juan VIII con la basílica de San Pablo.
El nuevo recinto tomó el nombre de Joanópolis.
La
confesión y el altar de San Pedro sufrieron diversas restauraciones
en el decurso de los siglos. Al final de la Edad Media, la basílica
vaticana, además de resultar pequeña, amenazaba ruina; por lo cual,
el papa Nicolás V determinó la construcción de la actual. Tomaron
parte en los trabajos los arquitectos más destacados de la época y
los mejores artistas.
La
obra abarcó varios pontificados, hasta fue consagrada por el papa
Urbano VIII en 18 de noviembre de 1626, exactamente a los trece
siglos de haber sido erigida la anterior. La actual basílica 'tiene
la forma de cruz latina con el altar en el centro de los brazos y en
el mismo sitio que ocupaba el anterior, pero en un plano más
elevado.
Ocupa
un espacio que rebasa los quince mil metros cuadrados. La longitud
total, comprendiendo el pórtico, es de doscientos once metros y
medio. La nave transversal tiene ciento cuarenta metros. La
cúpula se eleva a ciento treinta y tres metros del suelo, con un
diámetro de cuarenta y dos metros. No hay que decir que
es la mayor iglesia del mundo.
En
las recientes excavaciones llevadas a cabo por indicación del papa
Pío XII, se hallaron las capas superpuestas de las distintas
restauraciones; de modo que las noticias que se tenían sobre la
historia de la tumba han sido admirablemente confirmadas por los
vestigios monumentales que han ido apareciendo en el decurso de las
excavaciones. Debajo del altar actual apareció la confesión y el
altar construido por Calixto II en el siglo XII.
Debajo
de éste había otro altar, el que edificó el papa San Gregorio el
Magno hacia el año 600. Más abajo estaba la construcción sepulcral
del tiempo de Constantino. Y, ahondando más, dieron con el primer
revestimiento de la tumba, que, según la tradición, había sido
hecha en tiempo del papa Anacleto, pero que el estudio atento de los
materiales empleados ha puesto en claro que fue en tiempos, del papa
Aniceto, hacia el año 160.
La
equivocación de estos dos nombres en documentos posteriores es por
demás comprensible. Finalmente, debajo de
la memoria del papa Aniceto se halló una humilde fosa excavada en la
tierra y recubierta con tejas (según costumbre) con los restos del
apóstol.
La
basílica de San Pablo, también a cinco naves separadas por
veinticuatro columnas de mármol, enriquecida con mosaicos y por los
famosos medallones de todos los Papas, era considerada en la Edad
Media como la basílica más bella de Roma. Pero,
en 1823, un incendió la destruyó casi por completo. León
XII ordenó la reconstrucción siguiendo el mismo plano y
aprovechando lo que había salvado de la antigua, entre otras cosas,
el famoso mosaico del arco triunfal del tiempo de Gala Placidia.
La
consagró el papa Pío IX el 10 de diciembre de 1854, con asistencia
de muchos cardenales y obispos de todo el orbe que habían acudido a
Roma para la proclamación del dogma de la Inmaculada, que tuvo lugar
dos días antes. Se estableció, sin embargo, que el
aniversario de la consagración continuase celebrándose el 18 de
noviembre.
De
esta forma se ha respetado una vez más el interés de la sagrada
liturgia en unir en un mismo día (29 de junio) la fiesta y la
dedicación (18 de noviembre) de los dos apóstoles columnas de la
Iglesia, tan dispares en su origen (el uno apóstol y el otro
perseguidor), tan diversos en su apostolado (el uno representa la
tradición y el otro la renovación), pero unidos ambos por el
martirio bajo una misma persecución, y unidos, sobre todo, por el
mismo amor ardiente y sincero a Jesús.
Oración:
Te pedimos Señor que las Basílicas de San Pedro y San Pablo
sean siempre refugio seguro para todos las personas de buena
voluntad, sin distinción alguna, como preludio en la Tierra de las
mansiones celestiales que nos fuiste a preparar. Te lo pedismos a Tí
que Vives por Siempre. Amén.
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