Sexta
Feria, 14 de julio
SAN
FRANCISCO SOLANO
(†
1610)
Taumaturgo
de las Américas
“Gloria
a Dios”
Breve
Insigne
predicador. Siempre solía visitar a los enfermos, y recomendaba a
los más jóvenes, que tuvieran paciencia en los trabajos y
adversidades.
Desarrolló,
al igual que Francisco de Asís, el fundador de su Orden, una
relación especial con los animales. Cuentan que había una serpiente
de gran tamaño, en España, que atacaba a ganados y pastores, y
hacía estragos en toda la región, y a la cual Solano reprendió, y
ordenó ir al convento, donde fue convenientemente alimentada. Dicen
que después de comer, la serpiente se marchó, y no volvió a causar
daño en la comarca.
Fray
Francisco llegaba a las tribus más guerreras e indómitas de Sud
América, y aunque al principio lo recibían al son de batalla,
después de predicarles por unos minutos con un crucifijo en la mano,
conseguía que todos empezaran a escucharle con un corazón dócil, y
que se hicieran bautizar por centenares y miles.
El
Padre Solano tenía una hermosa voz, y sabía tocar muy bien el
violín y la guitarra. En los sitios que visitaba, divertía muy
alegremente a sus oyentes con sus alegres canciones.
Francisco
Solano misionó por más de 14 años por el Chaco Paraguayo, por
Uruguay, el Río de la Plata, Santa Fe y Córdoba de Argentina,
siempre a pie, convirtiendo a innumerables indígenas, y también a
muchísimos colonos españoles.
Un
día, en el pueblo llamado San Miguel, en Tucumán, Argentina, un
toro feroz se salió del corral, y empezó a cornear sin compasión a
quien encontrara por las calles. Llamaron al santo, y éste se le
enfrentó con calma. La gente vio con
admiración que el bravísimo toro se acercaba a Fray Francisco, y le
lamía las manos, pudiendo ser reconducido de nuevo al corral,
conducido por el cordón de su hábito.
El
mismo día, y a la misma hora en que murió, se produjo un extraño
toque de campanas en el convento de Loreto, en Sevilla, donde estudió
Filosofía y Teología. Sus últimas palabras fueron: "Gloria
a Dios".
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RAMÓN
VARGAS UGARTE
De
los tres santos canonizados, que con su presencia santificaron estas
tierras de América, San Luis Beltrán, San Pedro Claver y San
Francisco Solano, este último, es el que con más razón merece el
título de Apóstol de este Nuevo Mundo, tanto por la extensión de
su labor misional, como por las huellas que dejó de su paso.
San
Luis Beltrán no hizo sino abordar a las costas insalubres y
deshabitadas de Santa Marta, evangelizó a las tribus errantes de los
bordes del Magdalena, y a los pocos años se volvió a España.
San
Pedro Claver se encerró dentro de los muros de Cartagena, y allí
vivió hasta su muerte, hecho esclavo de los esclavos.
San
Francisco Solano, en cambio, recorrió gran parte del Perú de
entonces, y ha dejado recuerdos de su tránsito, en cinco repúblicas
del continente americano.
Había
nacido el 10 de marzo de 1549, en la pequeña ciudad de Montilla, en
la Andalucía, del matrimonio de Mateo Sánchez Solano, y Ana Jiménez
Hidalga. Sus padres eran acomodados, y cuando el niño estuvo en edad
de estudiar, lo entregaron a los jesuitas, que tenían entonces un
colegio en el lugar.
Allí
aprendió las letras humanas, y allí también sintió despertarse su
vocación. A los veinte años, en plena adolescencia, decide vestir
el sayal franciscano, y acude al convento de San Lorenzo, en las
afueras, donde el guardián, fray Francisco de Angulo, le abre las
puertas de aquel cenobio, en donde va a poner los fundamentos de su
futura santidad.
Dios,
en efecto, le había escogido para santo. Por entonces, los
franciscanos habían sentido renovarse su fervor, y anhelaban imitar
más de cerca a Jesucristo, siguiendo las huellas del Pobrecito de
Asís. Solano, desde los primeros días de su vida religiosa, sintió
en su corazón arder esta llama, se determinó a abrazarse
estrechamente con Cristo, siguiendo desnudo al desnudo Jesús.
Hizo
su profesión el 25 de abril de 1570, y verdaderamente renunció a
todo, para vivir unido a su modelo. Unos dos años más
tarde, dejaba Montilla, y se trasladaba al convento de Nuestra Señora
de Loreto, en las proximidades de Sevilla, donde alternó el estudio
de las ciencias sagradas, con la oración y la penitencia. Escogió
para vivienda la celda más pequeña e incómoda del convento, bien
próxima al coro, en donde pasaba buena parte de su tiempo.
Allí
recibió la unción sacerdotal, y un 4 de octubre cantó su primera
misa en la capilla de la Virgen, hallándose presente su padre, que
muy poco después dejaría este mundo. Como tenía buena voz, y era
muy aficionado a la música, arte que podemos decir que cultivó toda
su vida, le nombraron vicario de coro y predicador. La muerte de su
progenitor, y la ceguera de que adoleció su madre, le obligaron a
volver a Montilla, pero transformado en otro hombre.
De
su breve estancia en su ciudad natal, quedó indeleble recuerdo.
Aquel joven franciscano "no hermoso de rostro, moreno y enjuto",
como nos lo describe uno de sus contemporáneos, se atrajo las
miradas de todos, por el espíritu con que hablaba, y la santidad que
emanaba de todo su ser. Aún se cuenta que hizo varias curaciones,
pero el más evidente indicio de su ascendiente sobrenatural, nos lo
da el hecho de haber pedido la marquesa de Priego, la señora del
lugar, un hábito de fray Francisco para que le sirviese de mortaja.
Tan
sólidas eran ya sus virtudes, que los superiores de la Orden le
enviaron a Arrizafa, en las cercanías de Córdoba, a fin de que en
ese recorrido, ejerciese el cargo de maestro de novicios. Nadie mejor
que él, para servir de guía a quienes aspiraban a realizar
íntegramente el ideal del fraile menor.
Tres
años vivió en este convento, y en 1581 pasa a San Francisco del
Monte, monasterio escondido entre los breñales de la Sierra Morena.
En aquella soledad, su espíritu se expande, y se une más
estrechamente a Dios.
No
olvida, sin embargo, a sus hermanos, y cuando la peste diezma a los
vecinos de Montoro, acude solícito a ayudar a los enfermos a bien
morir, y a curar a los atacados del mal. Le acompaña un buen hermano
lego, fray Buenaventura, que al fin sucumbe también a los rigores de
la peste, y Solano continúa asistiendo a sus hermanos dolientes, en
la iglesia de San Sebastián, transformada en hospital, donde aún se
conserva un cuadro que recuerda su caridad.
Se
le nombra guardián del convento, y a los tres años se le envía al
convento de San Luis de la Zubia, en la vega de Granada. Aquí
termina su labor en España, porque en 1588 solicita pasar a América,
en compañía del padre comisario, fray Baltasar Navarro, que ha
venido en busca de misioneros.
Se
cierra entonces la primera etapa de su vida; la segunda le verá en
las apartadas regiones del Tucumán, convertido en misionero de
indios, hasta el año 1602, en que se le ordena volver al Perú,
donde entabla la estricta observancia de los recoletos, y donde
fallece en 1610.
Estas
tres etapas en que podemos dividir su vida son bien marcadas, y cada
una de ellas tiene su carácter peculiar. En España ha alternado el
estudio de la perfección religiosa, con el de las ciencias, y los
cargos de gobierno con el ministerio apostólico, pero esto último
lo hace sólo a intervalos, y no de una manera metódica y continua.
Es
la etapa de preparación, y en la cual se macizan sus virtudes.
Cuando tome la carabela, que le ha de
conducir a Tierra Firme, ya Solano es un santo, es el varón de Dios,
que lo pisotea todo para unirse a su Señor.
El
3 de marzo de 1589, pasaba la barra de Sanlúcar, la flota que
conducía al nuevo virrey del Perú, don García Hurtado de Mendoza.
En una de las naves, oculto a las miradas de todos, viajaba nuestro
héroe, acompañado por un regular grupo de hermanos suyos, que
pasaban a América a conquistar para Cristo muchas almas.
Con
viento favorable, llegaban a Cartagena el 7 de mayo, y tras unos días
de espera en aquel puerto, pasaban a Portobelo, y de aquí a Panamá,
adonde debió llegar Solano a fines del mes de junio de 1589.
La
falta de embarcaciones, le obligó a permanecer en aquel mortífero
clima, donde perdieron la vida dos de los franciscanos que venían en
su compañía, Después de cuatro meses, lograron hallar una nave que
los condujese al Perú, pero tan descuadernada, que unos cuantos
golpes de mar, como luego veremos, bastaron para dar a través con
ella. Solano, en compañía del padre fray Diego de Pineda, y de fray
Francisco de Torres, tomó pasaje a su bordo, y la embarcación levó
anclas en el puerto de Perico, y se dio a la vela para el Callao.
La
navegación desde Panamá hasta aquel puerto se hacía difícil, así
por tener que vencer la corriente marina que baña aquellas costas,
como por la falta de viento, sobre todo en esta época del año. Así
sucedió entonces, y en la vecindad de la isla de la Gorgona, frente
a las costas de la actual Colombia, aquella frágil nave vino a
zozobrar.
En
un batel, lograron llegar a tierra algunos de los pasajeros y
tripulantes, pero Solano permaneció sereno en los restos flotantes
de la nave, alentando a los náufragos, y auxiliándolos en aquel
caso extremo.
Cuando
el batel volvió en su busca, fue el último en acogerse a él, y lo
hizo lanzándose al mar, después de arrollar el hábito a la
cintura. Una vez en la playa, y cubierto tan sólo con la túnica,
fue en busca del hábito que había perdido, y lo halló en la arena.
San Francisco, como él decía, le había dado aquel hábito, y él
también se lo había de devolver.
Por
más de dos meses, hubieron de permanecer los náufragos en la costa,
desprovistos de todo auxilio. Uno de los compañeros de Solano había
perecido en el naufragio, el otro, cansado de esperar, decidió salir
en el batel con otros compañeros en busca de socorro.
Tenían
que alimentarse de peces, mariscos y hierbas silvestres, y no sin
trabajo los encontraban. Solano, olvidado de sí, procuraba levantar
el ánimo de sus compañeros, aliviaba sus males, y les daba cuanto
caía en sus manos, y podía servir para su sustento. Parece
que en más de una ocasión su pesca tuvo todos los contornos de
milagrosa. El Señor escuchaba a su siervo. Al fin arribó
el socorro tan ansiado.
A
últimos días de diciembre, una nave recogió a los náufragos, y
los condujo al puerto de Pafta, al norte del Perú. De aquí continuó
Solano su camino por tierra, hasta llegar a la ciudad de los reyes,
Lima.
Cruzó
aquella costa desierta, interrumpida a veces por los valles que
riegan los ríos, que bajan de la cordillera, y en 1590 entraba en la
capital del virreinato, donde ya le había precedido el virrey don
García, y en donde por aquel tiempo, gobernaba aquella iglesia un
esclarecido prelado, San Toribio de
Mogrovejo.
Solano
ardía en deseos de pasar a las Misiones a que estaba destinado. Fray
Baltasar, que le había traído consigo, atendió sus ruegos, y con
otros ocho religiosos, emprendió el camino que conducía al Tucumán.
La distancia era enorme. Basta fijar los ojos en un mapa de América,
para darse cuenta del inmenso espacio que había que recorrer.
Pero
a esta dificultad se añadía otra mayor: la de la aspereza y rigor
de la tierra. Había que trasmontar los Andes, y luego de cruzarlos,
llegar hasta el Cuzco, para tomar después el camino que conduce al
Callao, esto es, a la meseta frígida y desnuda casi de vegetación,
que domina la actual Bolivia, y se prolonga casi hasta los confines
del Norte argentino.
Aquí
comenzaba la bajada abrupta y sinuosa hasta Salta, y más abajo a las
llanuras del Tucumán. Solano hubo de arrostrar ese viaje, caminando
unas veces a pie, otras en pobres cabalgaduras, y sufriendo todas las
consecuencias de la falta de abrigo de las rigideces del clima. Si
por allí habían pasado los conquistadores y capitanes en busca del
Dorado, y del rico cerro del Potosí, ¿iban a mostrarse menos
animosos los discípulos de Cristo, los conquistadores de las almas?.
En
noviembre de 1590, según la carta del comisario fray Baltasar
Navarro a Su Majestad, llegaba la expedición al Tucumán (carta
fechada en Santiago del Estero el 26 de enero de 1591). En todo aquel
territorio, no había por aquel tiempo sino dos obispados, el del
Tucumán y el del Río de la Plata. El primero era tan pobre, decía
su obispo, fray Fernando Trejo, en 1601, que su catedral carecía de
ornamentos decentes, y no tenia cómo poder levantar el seminario.
Los franciscanos, dominicos y mercedarios habían penetrado en la
región años atrás, pero su número era muy escaso.
Tras
ellos vinieron los padres de la Compañía de Jesús, pocos también.
En 1610 la Orden de Santo Domingo, sólo tenía un convento en
Córdoba; los franciscanos tenían seis: en Córdoba, Santiago del
Estero, Tucumán, Rioja, Talavera y Salta, pero en el que más había
seis o siete frailes, y en el que menos dos o tres; los mercedarios
tenían también seis casas, en las mismas ciudades, pero su número
era menor; finalmente la Compañía sólo tenía domicilios en
Córdoba y en Tucumán, aunque en el primero los religiosos pasaban
de veinte. Si esto sucedía en 1610, ya podremos calcular lo que
sería en 1591, o sea unos veinte años antes, en el momento en que
Solano arriba a esas tierras.
Muy
escasa es la documentación que poseemos sobre sus actividades
apostólicas, en el Norte argentino. Casi todos sus biógrafos, aun
en la época moderna, no han hecho otra cosa sino inspirarse, no
siempre con fidelidad, en las declaraciones de los procesos.
Por
fortuna, éstos se llevaron a cabo cuando aún vivían muchos que
habían conocido y tratado al Santo, y de allí que su testimonio sea
de calidad. Fray Francisco permaneció en el Tucumán sólo once
años, de 1591 a 1602, primero como misionero y doctrinero de
Socotonio y la Magdalena, y a partir de 1595, como custodio o
viceprovincial de todos los conventos del Tucumán y del Paraguay,
dependientes de la provincia del Perú.
La
labor del misionero era ardua. No sólo había que vencer la
resistencia del indígena, receloso siempre de los españoles, de
quienes había recibido y recibía muchas vejaciones, sino además,
romper con las dificultades de la lengua, y las que oponía la misma
naturaleza, en un país cruzado por montes y ríos, y en su mayor
parte deshabitado.
La
caridad y mansedumbre de Solano, y la pobreza de su hábito, le ganó
el corazón de los indios; se aplicó al estudio de su lengua, y Dios
ayudó sus esfuerzos. Se dice que poseyó el don de lenguas, pero no
está de más advertir que por las declaraciones de quienes le
trataron, el capitán Andrés García de Valdés, le enseñó la
Tonocote, y uno de sus compañeros, confiesa que tardó cuatro meses
en aprender otra de las lenguas indígenas.
Sin
embargo, en su caso se renovó el milagro del día de Pentecostés,
porque hablando en una sola lengua, sus oyentes le entendían como si
les hablara en la propia.
El
Santo se impuso a aquellas mentes casi infantiles, y el secreto de
sus éxitos estuvo en su perfecta unión con Dios. Hay un hecho que
aparece referido por uno de los testigos de los procesos, el cura de
la Nueva Rioja, don Manuel Núñez Maestro, pero sus biógrafos lo
han desfigurado, y hasta lo han hecho inverosímil.
El
Jueves Santo del año 1593 Solano se encuentra en la población, que
apenas lleva dos años de fundada. Ha venido invitado por el cura.
Cuarenta y cinco caciques, con su respectivo séquito se dan cita
en el mismo lugar, y este número de indios alarma al teniente de
gobernador, quien aconseja a los vecinos preparar las armas. En la
noche, como era el uso de España, y de muchas ciudades del Perú, va
en la procesión un grupo de disciplinantes, desnudos medio cuerpo
arriba, azotando sus espaldas.
Los
indios no salen de su asombro. Solano aprovecha la ocasión para
hablarles del Redentor, y de sus sufrimientos por nosotros; les
cautiva, y le piden que los instruya en los misterios de la fe.
Algunos dieron en decir que los bautizó de a poco a todos, y que su
número llegaría a 9.000. el cura Núñez no dice esto. Sus palabras
textuales son: “Los retuvo a todos
hasta que fueron bautizados”.
Solano
no podía desconocer lo que habían ordenado sobre el particular los
concilios limenses de 1567 y 1584. En el Tucumán se conocían esas
prescripciones, y en 1597 las hacía suyas el sínodo celebrado en
Santiago del Estero por el obispo Trejo. Tampoco nos parece verosímil
que fueran 9.000 los bautizados.
El
cura Núñez dice solamente, que el número de indios llegaría a
9.000, pero es más que probable que en ese número incluía los de
la región, o los que estaban sujetos a los caciques que hicieron su
aparición en la Rioja. Aun reduciendo el hecho a sus debidas
proporciones, la acción del apóstol campea y sobresale.
Santiago
del Estero, la desaparecida Esteco, la Rioja y Córdoba fueron el
teatro de sus hazañas, En todos estos lugares dejó las huellas de
su paso, y testimonios evidentes de su santidad.
Se
citan las fuentes de Talavera o Esteco, y la de la Nueva Rioja. En
ambas brotó el agua, al conjuro de la voz de Solano. De
la primera apenas cabe dudar, pues cuando en 1617, pasó por allí el
visitador del Tucumán, don Francisco de Alfaro, todos le señalaron
la fuente del Padre Solano, que allí brotaba copiosamente.
En
el año 1601, los superiores le llaman al Perú, Querían servirse de
él para la nueva recolección de Nuestra Señora de los Ángeles,
que estaba a punto de fundarse en Lima. Obediente a la voz de Dios,
emprende el largo camino que le separa de aquella ciudad. Su humildad
no acepta el cargo de guardián, y queda como vicario. No mucho
después, el comisario fray Juan Venido le envía a la ciudad de
Trujillo, en calidad de guardián. Esta vez no puede rehuir el cargo.
En
1604 vuelve nuevamente a la recoIeta de Lima, y en diciembre del
siguiente año, abandonando su retiro, y con un crucifijo en la mano,
sale por calles y plazas, exhortando a todos a hacer penitencia de
sus pecados, y amenazando a los reacios con los castigos de Dios. La
vista de aquel fraile, espejo de la penitencia, el ardor de su
mirada, y el fuego de sus palabras, conmueve a sus oyentes.
Le
siguen hasta la plaza Mayor, y allí el gentío se hace cada vez más
numeroso. Resuenan por los aires las voces de perdón, y por toda la
ciudad, cunde la voz de un inminente castigo del cielo. Recientes
están los ejemplos de Arica y Arequipa, asoladas por un terremoto,
de modo que aquella noche, hubo que dejar abiertas las iglesias, por
el gran concurso de gente que pedía a gritos confesión.
La
ciudad pasó la noche en alarma. Hasta Rosa, la virgen incomparable,
azota su cuerpo sin piedad, pidiendo a Dios por los pecadores. El
virrey, conde de Monterrey, manda al siguiente día hacer una
averiguación del hecho.
Ordena,
de acuerdo con el padre comisario, que un tribunal examine e inquiera
del predicador lo que ha dicho, y las causas que le han movido a
decirlo. Solano se presenta sereno, y como ha obrado por divino
impulso, no hace sino exponer la verdad. Sin embargo, recibió una
admonición, a fin de que en adelante no perturbara la tranquilidad
de los habitantes.
En
lo sucesivo, su vida es más del cielo que de la tierra. Sus fuerzas
van decayendo visiblemente, y por esta causa se le traslada al
convento de Jesús, de Lima, donde tras breve enfermedad, causada más
por las privaciones y trabajos, que por el desgaste natural del
organismo, fallece el día de San Buenaventura, 14 de julio de 1610,
cuando se elevaba la hostia en la misa mayor. Su entierro tuvo
contornos apoteósicos.
El
virrey, marqués de Montesclaros, y el arzobispo Lobo Guerrero, son
los primeros en conducir el féretro a la iglesia, donde la guardia
de alabarderos, apenas puede contener a la multitud. Predica sus
virtudes el provincial de la Compañía, Juan Sebastián de la Farra,
y se le da sepultura en la cripta de la iglesia, donde más tarde se
levantará una capilla.
El
mismo año de su muerte, a 21 de julio de 1610, se empezaron las
informaciones sobre su vida y virtudes, las cuales dieron por
resultado el que su santidad, Clemente X, lo beatificase en el año
1675, y Benedicto XIII lo proclamase Santo en 1726.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que sepamos siempre alabar tu Santo
Nombre, y decir todos los días de nuestra Vida junto a San Francisco
Solano “¡Gloria a Dios!”.
Que su santa protección se extienda por siempre sobre España,
Colombia, Panamá, Perú, Bolivia, Argentina, Paraguay y Uruguay, así
como en todos los lugares en donde estuvo predicando, y en las
regiones donde la sombra de su cuerpo haya sido proyectada. Amén
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