Segunda
Feria, 17 de julio
BEATAS
CARMELITAS DE COMPIEGNE
Beata
Teresa de San Agustín y compañeras, carmelitas, vírgenes y
mártires
(†
1794)
"Entiendo
que son fanáticas por su apego a vuestras creencias pueriles, a vuestras tontas
prácticas de religión" (del Tribunal Revolucionario
que las condenó)
Ellas
iban tranquilas; todo lo que se movía a su alrededor les era
indiferente
“Beati
qui in Domino moriuntur. Felices los que mueren en el Señor”
Breve
El
sacrificio de las hermanas carmelitas de Compaigne, durante el Gran
Terror de la Revolución Francesa, marca el final de las ejecuciones
públicas, como sello indeleble de la intervención Divina, que
aceptó su inmolación como ofrenda propiciatoria.
A
no dudar que no fueron a la muerte por sus “tontas prácticas de
religión”. De haber sido así nada les hubiese pasado. Es notable
el cinismo, pero al mismo tiempo la sinceridad del Tribunal
Revolucionario, sobre las verdaderas razones de su sentencia.
La
masonería francesa sabía que los Carmelitas conformaban la élite
del catolicismo, por su ejemplo de Vida Consagrada, de Contemplación
y de Clausura, y eran en consecuencia, un faro silencioso, pero muy
efectivo, de la inclaudicable Fe, Amor y Devoción de Francia hacia
el Divino Maestro, y en consecuencia, si no las eliminaban, no podían
hacerse con el corazón de los franceses.
Sin
derrotar y aniquilar a los carmelitas, que habían recibido de manos
de la Virgen el sagrado escapulario, la derrota final de la
Revolución Francesa era una cuestión de tiempo, como efectivamente
sucedió años después.
Esto
nos debe servir de reflexión sobre el Poder de la Oración y la
Penitencia silenciosa, como lo ha pedido reiteradamente la Virgen en
sus últimas e innumerables apariciones (Fátima y Rosa Mística).
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MARY
G. SANTA EULALIA
Una
hermana carmelita, sor Isabel Bautista, monja en el monasterio de
Compiégne (Francia), tuvo una vez un sueño en el que, según dijo,
se le habían aparecido todas las religiosas de su convento, en el
cielo, cubiertas de resplandeciente manto blanco, y sosteniendo en
las manos una palma, símbolo o señal con que tradicionalmente la
Iglesia, indica la gloria del martirio.
Un
siglo más tarde aquella visión, iba a concretarse en realidad. Y
posteriormente, un decreto de la Iglesia de Roma, declaraba mártires
con todos los honores de veneración, a dieciséis carmelitas del
monasterio de Compiégne, que habían dado la vida por su fe.
El
sueño de sor Isabel Bautista se había cumplido. Pero para que se
cumpliese, hubo necesidad de que el mundo pasara por una situación
gravísima. Al siglo XVIII le faltaba una decena de años para
terminarse. Francia comenzaba a padecer los primeros síntomas de la
Revolución, y las ondas de aquel movimiento ideológico y social,
provocado al principio por un déficit económico, dieron, al igual
que contra otros muchos, contra los muros del convento de Compiégne,
donde desde la fundación en 1641, generaciones sucesivas de
religiosas, conservaban en santa y piadosa reclusión, el espíritu
de su regla.
La
Asamblea Nacional Constituyente, había hecho público un decreto por
el que se exigía que los religiosos fueran considerados como
funcionarios del Estado. Deberían prestar juramento a la
Constitución, y sus bienes serían confiscados.
Era
el año 1790. Miembros del Directorio del distrito de Compiégne,
cumpliendo órdenes, se presentaron el 4 de agosto de aquel año en
el monasterio, a hacer inventario de las posesiones de la comunidad.
Las monjas tuvieron que dejar sus hábitos, y abandonar su
casa. Cinco días después, obedeciendo los consejos de las
autoridades, firmaron el juramento de Libertad e lgualdad. Los
religiosos que se negaban a firmarlo eran deportados.
Después
fueron separadas. Hicieron cuatro grupos, y vivían en distintos
domicilios, pero continuaron practicando la oración, y entregándose
a la penitencia como antes.
Era
ya 1792. A menudo, les venía a la memoria el sueño de sor Isabel.
Un día, la madre priora, entendiendo el deseo que cada día se hacía
más patente en el corazón de sus monjas, les propuso hacer "un
acto de consagración, por el cual la comunidad se ofreciera en
holocausto para aplacar la cólera de Dios, y por que la divina paz
que su querido Hijo había venido a traer al mundo, volviera a la
Iglesia y al Estado".
Las
dos más ancianas rehusaron en el primer momento, horrorizadas por la
idea de la muerte en la guillotina, más por el espantoso medio, que
por el sacrificio en sí. Pocas horas después, sin embargo,
acudieron llorando a solicitar el favor de unirse en el ofrecimiento
a sus hermanas en religión. La fe y la esperanza, las habían
ayudado a superar el humano miedo. A partir de entonces, diariamente,
renovaron este acto de consagración.
La
regularidad y el orden de su vida, que reproducía en todo lo
posible, en tales circunstancias, la vida y horario conventuales,
fueron notados por los jacobinos de la ciudad. En ello encontraron
motivo suficiente para denunciarlas al Comité de Salud Pública,
cosa que hicieron sin pérdida de tiempo.
El
régimen del terror estaba oficialmente establecido en Francia, y
había llegado en aquellos momentos al más alto nivel imaginable. El
rey había sido ejecutado, y el Tribunal Revolucionario, trabajaba
sin descanso enviando cientos de ciudadanos sospechosos a la muerte.
La
denuncia a las carmelitas decía que, pese a la prohibición, seguían
viviendo en comunidad, que celebraban reuniones sospechosas,
y mantenían correspondencia criminal con fanáticos de París.
Convenía
presentar pruebas, y con ese objeto se efectuó un minucioso registro
en los domicilios de los cuatro grupos. El Comité encontró diversos
objetos que fueron considerados de gran interés, y altamente
comprometedores.
A
saber: cartas de sacerdotes en las que se trataba, o bien de novenas,
de escapularios, o bien de dirección espiritual. También
se halló un retrato de Luis XVI, e imágenes del Sagrado Corazón.
Todo ello era suficiente para demostrar la culpabilidad de las
monjas.
(Nota:
las infames acusaciones, violatorias de la libertad religiosa,
Libertad que los cínicos “revolucionarios” franceses defendían
a pulmón batiente, siempre se valieron de las palabras claves como
“sospechosa”, “altamente comprometedoras”, “imágenes
sagradas”, “contra revolucionarios”, todos términos contrarios
a Derecho, que eran denunciados ante los “Comités”,
“Comisarios”, “Conserjes”, “Guardianes”, “Camaradas”
etc etc etc, pero nunca ante Jueces o Tribunales debidamente
constituidos, que admitan el derecho de defensa...Sabemos que eso
ocurrió en la España Republicana, en la Cuba castrista, en la China
Maoísta, en la Unión Soviética, y en tantos otros regímenes
abyectos, muy contemporáneos a nosotros. Desgraciadamente la
Revolución Francesa continúa engendrando muchos discípulos).
El
Comité, pues, redactó un informe, en el que explicaba cómo,
"considerando que las ciudadanas religiosas, burlando las
leyes, vivían en comunidad", que su correspondencia era
testimonio de que tramaban en secreto el restablecimiento de la
Monarquía, y la desaparición de la República, las mandaba detener
y encerrar en prisión.
El
22 de junio de 1794, eran recluidas en el monasterio de la
Visitación, que se había convertido en cárcel. Allí esperaron la
decisión final, que sobre su suerte, tomaría el Comité de Salud
Pública, asesorado por el Comité local.
Entonces
acordaron retractarse del juramento prestado antes, "prefiriendo
mil veces la muerte, ya que era mejor esto, que ser culpables de
haber tomado un juramento así". Esta resolución las llenó
de serenidad. Cada día aumentaba el peligro, pero ellas se sentían
más fuertes. Continuaban dedicadas a orar, y gracias a estar en
prisión, podían hacerlo juntas, como cuando estaban en su convento.
Ya no se veían obligadas a ocultarse, y ello les procuraba un gran
alivio.
Transcurridos
unos días, justamente el 12 de julio, el Comité de Salud Pública,
dio órdenes para que fueran trasladadas a París. El cumplimiento de
tales órdenes, fue exigido en términos que no admitían demora. No
hubo tiempo para que las hermanas tomaran su ligera colación, ni
que se cambiaran su ropa, que estaba mojada porque las habían estado
lavando. Las hicieron montar en dos
carretas de paja, y les ataron
las manos a la espalda.
(Nota:
notable el terror que sentían los impulsores del Gran Terror. Sabían
muy bien de la importancia capital que tenían sus prisioneras. Ni
siquiera el Rey Luis 16 tuvo semejante trato).
Escoltadas
por un grupo de soldados, salieron para la capital. Su destino era la
famosa prisión de la Conserjería, antesala de la guillotina. Nadie
ayudó a las monjas a descender de los carros al final del viaje.
A pesar de sus ataduras, y de la fatiga causada por el incómodo
transporte, fueron bajando solas.
Una
de las hermanas, sin embargo, enferma y octogenaria, Carlota de la
Resurrección, impedida por las ataduras y la edad, no sabía cómo
llegar al suelo. Los conductores de las carretas, impacientados, la
agarraron, y la arrojaron violentamente sobre el pavimento.
Era
una de las religiosas, que dos años antes, había sentido miedo ante
el pensamiento de una muerte en el patíbulo, y había dudado antes
de ofrecerse en sacrificio.
Pero
en este momento era ya valiente, y levantándose maltrecha, como
pudo, dijo a los que la habían maltratado: "Créanme,
no les guardo ningún rencor. Al contrario, les agradezco que no me
hayan matado, porque si hubiera muerto, habría perdido la
oportunidad de pasar a la gloria y la dicha del martirio".
Como
si nada hubiese ocurrido, en la Conserjería prosiguieron su vida de
oración, prescrita por la regla. No se
dejaban perturbar por los acontecimientos. Testigos
dignos de crédito, declararon que se las podía oír todos los días,
a las dos de la mañana, recitar sus oficios.
Su
última fiesta fue la del 16 de julio, Nuestra Señora del Monte
Carmelo. La celebraron con el mayor entusiasmo, sin que por un
instante, su comportamiento denotase la menor preocupación.
Por
la tarde recibieron un aviso, para que compareciesen al día
siguiente ante el Tribunal Revolucionario. La
noticia no les impidió cantar, sobre
la música de La Marsellesa,
unos versos improvisados, en los que expresaban al mismo tiempo, fe
en su victoria, temor y confianza, y que se conservan en el convento
de Compiégne.
Ante
el Tribunal, escucharon cómo el acusador público,
Fouquier-Tinville, las atacaba durísimamente: "Aunque
separadas en diferentes casas, formaban conciliábulos
contrarrevolucionarios, en los que intervenían ellas y
otras personas. Vivían bajo la obediencia de una superiora, y en
cuanto a sus principios y sus votos, sus cartas y sus escritos son
suficiente testimonio".
Fueron
sometidas a un interrogatorio muy breve, y sin que se llamara a
declarar a un solo testigo, el Tribunal condenó a muerte a las
dieciséis carmelitas, culpables de organizar reuniones y
conciliábulos contrarrevolucionarios, de sostener
correspondencia con fanáticos, y de guardar escritos que atentaban
contra la libertad.
Una
de las monjas, sor Enriqueta de la Providencia, preguntó al
presidente qué entendía por la palabra "fanático" que
figuraba en el texto del juicio, y la respuesta fue: "Entiendo
que son fanáticas por su apego a esas creencias pueriles, sus tontas
prácticas de religión".
Era
sin la menor duda, su amor a Dios, su fidelidad a sus votos y a su
religión, lo que les había hecho merecer el castigo. Habían ganado
heroicamente en la constancia, el honroso título de mártires.
Una
hora después subían en las carretas, que las conducirían a la
plaza del Trono. En el trayecto la gente las miraba pasar,
demostrando diversidad de sentimientos, unos las injuriaban, otros
las admiraban. Ellas iban tranquilas;
todo lo que se movía a su alrededor les era indiferente.
Cantaron
el Miserere, y luego el Salve Regina. Al pie ya de la guillotina,
entonaron el Te Deum, canto de acción de gracias, y terminado éste,
el Veni Creator. Por último, hicieron renovación de sus promesas
del bautismo, y de sus votos de religión.
Una
joven novicia, sor Constanza, se arrodilló delante de la priora, con
la naturalidad con que lo hubiera hecho en el convento, y le pidió
su bendición, y que le concediera permiso para morir. Luego,
cantando el salmo Laudate Dominum omnes gentes, subió decidida los
escalones de la guillotina.
Una
tras otra, todas las carmelitas repitieron la escena. Una a una,
recibieron la bendición de la madre Teresa de San Agustín, antes de
recibir el golpe de gracia. Al final, después de haber visto caer a
todas sus hijas, la madre priora entregó, con igual generosidad que
ellas, su vida al Señor, poniendo su cabeza en las manos del
verdugo.
Era
el día 17 de julio por la tarde.
Sus
restos fueron enterrados, con los de otros veinticuatro condenados,
en lo que se llamó más tarde cementerio de Picpus. Una placa de
mármol con el nombre de las mártires, y la fecha de su muerte,
figura sobre la fosa, y en ella hay grabada una frase latina que
dice: “Beati qui in Domino
moriuntur. Felices los que mueren en el Señor”.
La
Iglesia declaró, que el sacrificio de aquellas nobles mujeres, no
había sido en vano, puesto que "apenas habían
transcurrido diez días de su suplicio, cuando cesaba la tormenta,
que durante dos años había cubierto el suelo de Francia con la
sangre de sus hijos" (decreto de declaración de
martirio, 24 de junio de 1905).
El
cardenal Richard, arzobispo de París, inició el proceso de su
beatificación el 23 de febrero de 1896. El 16 de diciembre de 1902,
el papa León XIII, declaraba venerables a las dieciséis carmelitas.
Se sucedieron los milagros, como una garantía de su santidad, y en
1905, San Pío X declaraba beatas a aquellas "que, después
de su expulsión, continuaron viviendo como religiosas, y honrando
devotamente al Sagrado Corazón".
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, bendice a tus hijos a hijas en Francia,
por los méritos e intercesión de las mártires de Compaigne, y
protégelos de todo mal y violencia. Infúndeles el Santo Temor a tu
Santo Nombre, y que sus corazones se vuelvan con fervor al Corazón
de tu Divino Hijo, y de la Virgen María. Amén.
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