Sexta
Feria, 17 de febrero
LOS
SIETE FUNDADORES SERVITAS
Bonfilio
Monaldi, Bonayunto Manetti, Manetto de l´Antella, Amidio Amidei,
Ugoccio Ugoccioni, Sostenio de Sostegni y Alejo Falconieri
(1233)
"He
ahí los servidores de la Virgen: dadles una limosna"
Breve
La
Iglesia nos invita a recordar con libertad este diecisiete de
febrero, a “Los siete santos Fundadores de la Orden de los Siervos
de María”, los Servitas. Siete amigos que supieron valorar la
amistad de Dios, y que encontraron gracia a sus ojos.
Siete
apasionados de la Madre de Dios y Madre nuestra. Siete hermanos, no
de carne y sangre, sino de espíritu y verdad, que secundaron la
acción del Espíritu en sus vidas, para realizar una gran obra, y
superar las miserias de todo ser humano.
Los
fundadores de la Orden de los Siervos de María fueron muy unidos
durante la vida, siendo sepultados en una misma tumba y —hecho
único en la Historia— venerados y canonizados en conjunto.
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LAMBERTO
DE ECHEVERRíA
Se
ha hablado alguna vez de "constelaciones de santos". En
efecto; en el cielo de la Iglesia, como en el cielo astronómico, los
astros no se suelen presentar aislados, sino formando parte de
"constelaciones": grupos de santos que se influyen entre
sí, se prestan mutuamente sus luces, se ayudan y se estimulan.
Sin
embargo, aunque esto sea verdad, no es menos cierto que cada uno de
esos santos es luego, salvo el caso de los mártires, objeto de un
culto individual, al que han precedido una beatificación y una
canonización, también individuales. Hay, sin embargo, una
excepción: el caso singularísimo de los siete fundadores servitas
cuya fiesta celebra la Iglesia el 17 de febrero.
Este
grupo de siete almas, llegó a fundirse en el único ideal de
"servir" a su Señora, y servirla de manera tan perfecta,
que las notas personales apenas tuvieran un valor relativo. Después
de su muerte, su memoria y su culto fueron y siguen siendo algo
esencialmente colectivo, y así sus nombres son prácticamente
desconocidos, porque siempre se habla de ellos bajo la apelación de
los “siete fundadores servitas".
Por
eso, cuando las más antiguas crónicas tratan de la vida de fray
Alejo de Falconieri, el último en morir, y el que por estas
circunstancias pudo ofrecer a los biógrafos alguna mayor ocasión de
ser considerado individualmente, esos mismos biógrafos se apresuran
a asegurarnos que la santidad de él mostraba la de sus seis
compañeros.
Oigámosles:
"Hubo
siete hombres de tanta perfección, que Nuestra Señora estimó cosa
digna dar origen a su Orden por medio de ellos. No encontré que
ninguno sobreviviera de ellos, cuando ingresé en la Orden, a
excepción de uno que se llamaba fray Alejo... La vida de dicho fray
Alejo, como yo mismo pude comprobar con mis ojos, era tal, que no
sólo conmovía con su ejemplo, sino que también demostraba la
perfección de sus compañeros y su santidad".
Es
éste el único caso que se da culto colectivo a varios santos
confesores, y la misma liturgia, en el oficio divino, y en la misa de
este día, se ve forzada a modificar sus esquemas habituales, para
poder adaptarlos a una fiesta tan singular. Caso hermosísimo, que
alienta a cuantos lo contemplamos a ir por el camino de la imitación.
Llegar
a la santidad, es muy hermoso, pero todavía sería más hermoso aún
que lográsemos esa santidad dentro de un grupo, ayudándonos unos a
otros, estimulándonos con nuestro buen ejemplo, siguiendo las
huellas de este hermoso caso de santidad colectiva.
Nos
encontramos en el siglo XIII. Y he aquí que entonces va a producirse
un fenómeno que ya antes se había producido muchas veces en la
Iglesia, que hemos visto repetirse ante nuestros propios ojos en los
días que vivimos, y que, sin duda, ha de continuar produciéndose
también hasta el fin de los siglos. La fundación de una Orden o
Congregación religiosa sin que, quienes intervienen en ella,
tuvieran al principio la más remota idea de emprenderla.
No
sabemos si fueron estos siete jóvenes, nobles de Florencia, quienes
por sus relaciones comerciales, trajeron a la ciudad toscana la idea
de aquella nueva cofradía. Acaso estuviera ya fundada, y llevase
unos años funcionando. Poco importa para nuestro intento.
Lo
cierto es que en Florencia, al comienzo del siglo XIII, encontramos
una hermandad, llamada oficialmente Sociedad de Santa María,
pero más conocida por su nombre vulgar de los laudesi, o alabadores
de la Santísima Virgen, a la que pertenecían siete mercaderes de
las mejores familias de Toscana.
Las
crónicas nos han conservado su nombre: Bonfilio Monaldi, Bonayunto
Manetti, Manetto de l´Antella, Amidio Amidei, Ugoccio Ugoccioni,
Sostenio de Sostegni y Alejo Falconieri.
Tengamos,
sin embargo, en cuenta que algunos de ellos cambiaron su nombre al
hacer la profesión religiosa. Los siete formaban parte de lo que hoy
llamaríamos la junta directiva, es decir, el elemento más vivo y
entusiasta de la cofradía. No sabemos la fecha de su nacimiento,
pero ciertamente eran todavía jóvenes cuando, en 1233, comenzaron
los acontecimientos que vamos a narrar.
Fue
el día 15 de agosto, ese día que, además de estar consagrado a la
Asunción de la Santísima Virgen, ha sido también señalado para
tantos y tantos acontecimientos importantes de la historia
eclesiástica.
Los
siete gentileshombres florentinos sintieron aquel día una común
inspiración. Oigamos, una vez más, al cronista clásico: "Teniendo
su propia imperfección, pensaron rectamente ponerse a sí mismos y a
sus propios corazones, con toda devoción, a los pies de la Reina del
cielo, la gloriosísima Virgen María, a fin de que, como mediadora y
abogada, les reconciliara y les recomendase a su Hijo, y supliendo
con su plenísima caridad sus propias imperfecciones, impetrase
misericordiosamente para ellos la fecundidad de los méritos. Por
eso, para honor de Dios, poniéndose al servicio de la Virgen Madre,
quisieron, desde entonces, ser llamados siervos de María".
Pidieron
para eso la bendición de su obispo, que se la otorgó contento; se
despidieron de sus familias, y el 8 de septiembre del mismo año
1233, se recogieron en una casita, Villa Camarzia, en un suburbio de
Florencia, no lejos del convento de los franciscanos, y en las
inmediaciones de la antigua iglesia de Santa Cruz.
Sin
embargo, la casita, que ni siquiera era propiedad de ellos, sino de
otro miembro de la cofradía, resultó pronto excesivamente céntrica
para sus deseos de oscuridad, olvido y renunciamiento. Pasaron a otra
casa que la cofradía tenía en el Cafaggio, en la que transcurrió
bien poco tiempo, y pronto se planteó la cuestión de encontrar una
sede que en cierto modo pudiera llamarse definitiva.
Pero
antes un milagro vino a señalar cuán grata era a Dios la empresa
que habían acometido. Alrededor de la fiesta de Epifanía del
siguiente año, 1234, iban de dos en dos recorriendo las calles de
Florencia y solicitando humildemente la caridad por amor de Dios,
cuando se oyó exclamar a los niños, incluso los que aún no
hablaban, señalándoles con el dedo: "He ahí los servidores de
la Virgen: dadles una limosna".
Entre
aquellos inocentes niños que sirvieron para proclamar el agrado de
Dios sobre la nueva Orden estaba uno, que todavía no había cumplido
los cinco meses, y que con el tiempo habría de ser una de sus más
preciadas joyas: San Felipe Benicio.
El
milagro vino a agravar la situación: las gentes empezaron a fijarse
más en aquel humilde grupo, y se hizo también más urgente la
necesidad de alejarse de la ciudad. Por eso recurrieron ellos al
obispo de Florencia, que tan acogedor se había mostrado desde el
primer momento. Él, con el generoso consentimiento del cabildo
catedral, les ofreció una porción de terreno en el monte Senario. Y
allí se instalaron el día de la Ascensión del año 1234.
Es
aquí, en el monte Senario, donde se inicia propiamente la vida
religiosa. Hasta entonces, sólo había habido una especie de
tentativa. En el monte Senario construyen una iglesia, edifican unos
míseros eremitorios de madera, separados unos de otros, e inician
observancia con todo rigor.
Reciben
la visita del cardenal de Chatillon, legado del papa Gregorio IX en
la Toscana y la Lombardía, quien les anima a continuar su vida, si
bien moderando sus excesivas austeridades.
Pero
la mejor y más preciada confirmación la tuvieron el Viernes Santo
de 1239: la Santísima Virgen se apareció para encargarles que
llevaran un hábito negro, en memoria de la pasión de su Hijo, y
para presentarles la regla de San Agustín. Después de esta
aparición, ya no había lugar a dudas. Acudieron al obispo de
Florencia para regularizar, por decirlo así, su situación canónica.
Y,
en efecto, el obispo impuso a los siete el hábito que les había
mostrado la Virgen, recibió sus votos, y les dio las sagradas
órdenes. Fue precisamente en esta ocasión cuando algunos de ellos
cambiaron de nombre. Y fue también en esta ocasión cuando San Alejo
Falconieri mostró sus deseos de no ser ordenado sacerdote, lo que
consiguió, muriendo como hermano.
La
obra estaba ya, en cierto modo, encauzada. Quienes sólo habían
pensado en vivir con mayor entusiasmo los ideales de su piadosa
confraternidad, se encontraban ya ordenados sacerdotes, con unos
votos emitidos, y con una regla, la de San Agustín, recibida al par
de la Santísima Virgen, y de la autoridad eclesiástica.
Faltaba,
sin embargo, dar un último paso para que naciera una nueva Orden
religiosa: la admisión de novicios. Hubo sus discusiones, y mientras
unos se inclinaban a admitirlos, contando con el favor del obispo,
siempre inclinado en este sentido, otros preferían mantener su vida
en el cuadro de la primitiva sencillez.
El
hecho es que en el huerto en el que trabajaban para huir del demonio
de la ociosidad, se habían producido, en la noche que precedió al
tercer domingo de Cuaresma del año 1239, un significativo milagro.
Una viña, mientras todo el resto del terreno estaba endurecido por
la helada, se cubrió de frutos sin haber tenido previamente flores,
y extendió de manera maravillosa sus brazos fecundos. Ya no cabía
duda: todos vieron en el prodigio una señal de la voluntad de Dios y
un presagio de los futuros destinos de la naciente familia religiosa.
Y,
en efecto, los novicios empezaron a llegar en gran número. El fervor
se mantuvo, y atrajo las simpatías de toda la región. No faltaron
tampoco insignes aprobaciones. San Pedro de Verona visita el monte
Senario, y alienta a los servitas en su vida religiosa.
Poco
después, en 1249, el cardenal Capocci, legado del Papa en Toscana,
aprueba la Orden, y la coloca bajo la jurisdicción de la Santa Sede.
Dos años más tarde, el 2 de octubre de 1251, el papa Inocencio IV
nombra al cardenal Fiechi primer protector de los servitas. En 1255
un escrito del papa Alejandro IV daba la aprobación definitiva a la
Orden, y la autorización para nombrar un superior general. Nuevas
aprobaciones llegaron de los papas Urbano IV y Clemente IV.
¿Será
necesario decir algo de cada uno?. En realidad las vidas corren casi
paralelas, y resulta difícil separarlas. El más anciano de ellos,
Bonfilio Monaldi, fue el primer superior que gobernó la comunidad,
durante los dieciséis primeros años de tentativas.
En
1251 fue nombrado superior general de la Orden, de manera
provisional. Cuando en 1225, Alejandro IV aprueba solemnemente la
Orden, convocó un capítulo general, y dimitió a su cargo. Ya desde
entonces, sólo se dedicó a la oración y a la penitencia en el
retiro.
En
1262, volviendo de visitar los conventos de la Orden, acompañando a
San Felipe Benicio, devolvió dulcemente su alma a Dios después de
maitines, encontrándose en el oratorio. Le había sucedido, como
general de la Orden, primero en el sentido canónico, Juan Magnetti.
Pero
por poco tiempo. De los siete, fue éste el primero en volar a Dios
el 31 de agosto de 1257. Con una muerte hermosísima: celebró la
santa misa en presencia de sus hermanos, anunció su próximo fin,
dio a conocer algunos detalles de la vida futura de la Orden que le
habían sido revelados por Dios,
Después,
como era viernes, quiso, según era uso entre ellos, comentar la
narración de la Pasión. Y al llegar a las palabras: "En
tus manos Señor, encomiendo mi espíritu",
expiró.
También
al tercero de los tres compañeros le correspondió gobernar toda la
Orden. Elegido superior general en 1265, contribuyó
extraordinariamente al desenvolvimiento de la Orden por su actividad,
y el resplandor de su virtud. Dos años después renunció a su
oficio, y consiguió que fuera elegido para sucederle San Felipe
Benicio. A los pocos meses, el 20 de agosto de 1268, moría asistido
por su propio sucesor.
Mucho
más sencilla es la vida del cuarto, Amideo Amidei. Había nacido en
1204, en el seno de una familia dividida por violentas enemistades.
Era de un candor tal, que su misma familia evitó siempre mezclarle
para nada en aquellas animosidades.
Su
vida religiosa fue también sencilla, limpia, retirada, humilde. Fue
elegido prior de Monte Senario y después, de Cafaggio. Pero no pudo
decirse que tales dignidades llegasen a cambiar el humilde curso de
su vida. El 18 de abril de 1266 entregaba su alma a Dios. Todo
el convento se sintió envuelto por un perfume celestial, mientras
una resplandeciente llama volaba desde su celda hasta el cielo.
Pero
acaso sea todavía más encantadora la vida de otros dos de los siete
compañeros: Ugoccio Ugoccioni y Sostenio de Sostegni. Eran amigos
desde su misma juventud. Juntos entraron a formar parte del grupo.
Juntos se santificaron en los largos años de preparación de la
Orden. Cuando ésta empezó a extenderse, les fue, sin embargo,
forzoso separarse.
Sostegni
fue elegido vicario general de Francia; Ugoccini, de Alemania. Los
dos trabajaron con todas sus fuerzas en la difusión de la Orden, en
sus respectivas provincias. Ya ancianos, San Felipe Benicio les llamó
a Viterbo para la celebración de un capítulo general que habría de
reunirse en mayo de 1282.
En
Monte Senario, al que tantos y tan dulces recuerdos les ligaban, se
encontraron los dos ancianos, y allí hablaron largamente de todas
las cosas que habían ocurrido en los últimos cincuenta años, y de
lo que habían hecho por la propagación de la Orden. Hablando
estaban cuando se dejó oír una voz que decía: "Servidores
de Dios y de María, no lloréis más la prolongación de vuestro
destierro: vuestros trabajos tocan ya a su fin".
En
efecto, llegados al convento, el agotamiento y la fatiga les
obligaron a acostarse. Y al mismo tiempo murieron, el 3 de mayo de
1282. San Felipe Benicio vio aquella noche
dos lirios de una blancura deslumbrante que eran cortados en la
tierra, e inmediatamente presentados a la Virgen en el cielo.
Comprendió que los dos ancianos habían dejado este mundo, y así se
lo anunció a los religiosos que estaban con él en Viterbo.
Nos
queda San Alejo Falconieri. Es el que más vivió, pues alcanzó los
ciento diez años de edad. Nacido en Florencia en 1200, murió el 17
de febrero de 1310.
Entró
el más joven de todos en la Orden, rehusó siempre ser sacerdote, y
vivió con gran humildad, dedicado, como hermano lego, a recoger
limosnas y a trabajar en las más humildes tareas. Fue el instrumento
de que Dios se sirvió para la santificación de su sobrina, Santa
Juliana Falconieri, y quien le animó a abrazar la vida religiosa. Su
larga vida le hizo presenciar un episodio harto doloroso que se
produjo en 1276... y su feliz solución.
En
efecto, en ese año 1276 el papa Beato Inocencio V comunicó a la
Orden de los servitas que la Iglesia la consideraba como extinguida,
a causa del canon 223 del segundo concilio de Lyon. Habían
desaparecido ya de la tierra cuatro de los siete fundadores. Otros
dos de ellos estaban ausentes de Italia. La tempestad parecía
amenazante, y hubo momentos en que todo estuvo a punto de perderse.
Hay quien dice que de hecho se hubiese perdido, si no hubiera mediado
la fortaleza y el ánimo de San Felipe Benicio.
Fue
él quien levantó la bandera mariana, y alegó que la Orden había
sido aprobada repetidas veces por los Romanos Pontífices. Sólo San
Alejo llegó a ver la victoria. San Felipe Benicio, y los otros dos
fundadores supervivientes murieron, antes de que el 11 de febrero de
1304 el papa Benedicto XI la confirmara de nuevo. Todavía había de
vivir seis años gozando de la admirable expansión que tras esta
confirmación tuvo la Orden.
En
efecto, como si el triunfo después de tan terrible tempestad hubiera
sido la señal que se esperaba para lanzarse por todo el mundo, la
Orden se extendió desde entonces con particular fuerza, y en el
siglo XIV contaba con más de cien conventos, y con misiones en Creta
y en las Indias.
La
reforma protestante le hizo perder un buen número de conventos en
Alemania, pero la Orden prosperó en el mediodía de Francia. El
final del siglo XVIII le fue funesto, como a todas las Ordenes
religiosas. Pero en el siglo XIX se extendió a Inglaterra, y después
a América. Muy recientemente se ha implantado también en España.
En la actualidad consta de 1.550 religiosos.
Como
hemos dicho, desde el primer momento, al poco tiempo de muerto San
Alejo, la historia nos habla del culto colectivo a los siete
fundadores. Sin embargo, habría de pasar mucho tiempo antes de que
este culto obtuviera la plena aprobación canónica.
Todos
ellos habían muerto en el Monte Senario, salvo San Alejo, cuyo
cadáver fue prontamente transportado allí. Benedicto XIV
atestiguaba que en sus tiempos los cuerpos estaban conservados en la
iglesia de Monte Senario, bajo el altar de la capilla situado bajo el
coro.
Sin
embargo, este Papa creó una seria dificultad para su posible
canonización, exigiendo que para cada uno de los siete fueran
presentados cuatro milagros, y que, por consiguiente, las siete
causas se vieran independientemente. De hecho, los primeros
bolandistas no los mencionaban, con la única excepción de San
Alejo.
En
1717, Clemente XI aprobaba el culto del Beato Alejo, y en 1725, el de
los otros seis. Sólo en tiempo de León XIII, como consecuencia de
un clamoroso milagro ocurrido en Viareggio como consecuencia de la
invocación colectiva a los siete fundadores, se pudo volver al
primitivo procedimiento: estudiar simultáneamente y en una sola
causa la santidad de los siete.
La
causa tuvo éxito feliz, y el 15 de enero de 1888 fueron
solemnísimamente canonizados. El 28 de diciembre del mismo año se
fijaba su fiesta para el 11 de febrero. Años después, la fiesta fue
pasada al 12 y al 17, para dar lugar a la celebración de la
aparición de la Inmaculada en Lourdes. Así sus fieles siervos
cedieron, por medio de la Orden por ellos fundada, a la Santísima
Virgen el lugar que venían ocupando en el calendario.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que por los méritos e
intercesión de los Siete Fundadores Servitas, podamos valorar y
acrecentar la vida en común en nuestras familias, clubes, sociedades
de fomento, escuelas, hospitales y en todo lugar de trabajo,
poniéndote a Tí en el centro de nuestra vida social. A Tí Señor
que llevaste una vida ejemplar en comunidad con los Apóstoles, y
Vives por los Siglos de los Siglos. Amén.
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