Domingo
12 de febrero
BEATA
UMBELINA
Esposa
y monja, hermana de San Bernardo de Claraval
Castillo
de Fontaines (Francia), 1092
+
July, 21-agosto-1141
Breve
Se
unió a la Orden Cisterciense luego que sus hermanos le reprocharon su dispendioso estilo de vida.
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DAMIÁN
YÁÑEZ, O.C.S.O
En
los últimos años del siglo XI, en el castillo de Fontaines
(Francia), vive un matrimonio formado por Tescelín, caballero al
servicio del duque de Borgoña, y Alicia de Montbard, dama
emparentada con el mismo duque.
En
su hogar fueron apareciendo siete vástagos, seis varones y una
mujer. El más célebre de todos, y el tercero en orden fue Bernardo
(-' 20 de agosto), fundador de Claraval, y genial impulsor del
Cister, al que seguiría Umbelina, de la cual vamos a ocuparnos.
Alicia,
la madre afortunada —que pasó a la posteridad con fama de santa—,
se esmeró en formar el corazón de aquellas siete criaturas que Dios
puso en sus brazos, y tan fecunda resultó la siembra de honda
piedad, que todos ellos se consagraron a Cristo en la vida del
Císter, y algunos merecieron el honor de los altares.
Mucho
se había esmerado aquella madre en inculcarle virtudes sólidas,
pero el fruto no correspondería de momento a sus desvelos, aunque
más tarde, cuando llegó la hora de Dios, no desmerecería del resto
de sus hermanos. Porque al fallecer la madre, se fue olvidando poco a
poco de sus enseñanzas, y no sólo no mostró inclinación en
retirarse a la vida consagrada, como los demás hermanos, sino que se
dejó arrastrar por las vanidades mundanas.
Cuando
sus hermanos se retiraron al Císter, quedó Umbelina heredera
universal de todos los bienes de sus padres, pasando a ser la señora
del castillo de Fontaines. Juventud, hermosura, riquezas, unidas a
las mejores cualidades físicas y morales, ¿quién piensa en dejarlo
todo para imitar el gesto de los demás hermanos?.
No
quiso saber nada de los consejos de su madre, y poco tardaron en
aparecer por los alrededores del castillo pretendientes que
solicitaron su mano. Entre ellos escogió un caballero de elevada
alcurnia, Guido de Marey, con el cual se uniría en matrimonio.
Nadie
se opuso a ello, porque estaba en su derecho, y por otra parte aquél
era un estado santo bendecido por Dios. Los demás hermanos, al
llegar la noticia a Claraval, y enterarse del matrimonio de Umbelina,
se contentaron con pedir por ella para que fuera fiel a Dios en el
nuevo estado, en medio del mundo, que también en él se pueden
salvar las personas, con tal de que sean fieles a los deberes que
impone el estado en que Dios nos coloca a cada uno.
Todos
los hermanos seguían fieles en Claraval, la gran abadía borgoñona,
obra -como queda dicho- de su hermano Bernardo, que inmortalizaría
con sus grandes obras de apostolado, convirtiéndolo en uno de los
centros de mayor irradiación espiritual del Occidente europeo.
De
allí salieron legiones de monjes bien formados en la espiritualidad
benedictino-cisterciense, que llevarían el nombre del Císter a las
principales naciones de Europa. Hasta su mismo padre, Tescelín, que
vivía solo en el mundo, se sintió con deseos de seguir a sus hijos
ingresando en Claraval.
Umbelina,
la ilustre señora del castillo de Fontaines, era la única moradora
del castillo, junto con su esposo y servidumbre. También ella vivía
feliz en lo que cabe con su esposo, de buen carácter, con el cual
congeniaba de maravilla. Dios no les concedió descendencia.
Al
cabo del tiempo, cierto día le entraron deseos de visitar a sus
hermanos que en Claraval estaban sirviendo a Dios en un estado de
sacrificio. Se atavió lo mejor que le dictó su vanidad, se preparó
un carruaje, y se presentó en Claraval rodeada de servidumbre:
parecía una princesa. Llamó a la portería, salió a abrir Andrés,
uno de los hermanos, quien reconociéndola al instante, le echó una
mirada de arriba abajo, hizo una mueca de desagrado, y le increpó:
"¿Qué
es esto que estoy viendo?. ¿Eres tú la hija de Alicia de Montbard?.
¿Acaso esas joyas cubren otra cosa que un saco de podredumbre?. ¡No
me explico que hayas llegado a ser mujer tan mundana!.»
Umbelina
se entristeció ante tan inesperado saludo del hermano, y comenzó a
sollozar: «Es verdad, soy una pobre pecadora que rinde demasiado
culto a un cuerpo de barro cubriéndole de galas, que al fin son
trapos».
Andrés
fue a dar parte de su llegada a Bernardo, el abad, adelantándole:
«Puedes suponer la poca gracia que le hará cuando le diga que te
has presentado aquí con tanta soberbia».
Volvió
al poco rato: «¡Lo que se esperaba!» -Se limitó a contestar: ««Di
a Umbelina que su hermano Bernardo tiene cosas más serias que hacer,
que complacer a una mujer mundana. ¡Que se vuelva por donde ha
venido, que en Claraval no interesa tratar con personas saturadas del
mundo!»
«Me
acaba de decir Bernardo -salió con la respuesta Andrés- que no
puede recibirte, que sus múltiples ocupaciones le impiden satisfacer
los caprichos de una mujer vanidosa. Por lo tanto, esto equivale a
decir que te vuelvas por donde has venido»
LA
CONVERSIÓN
El
golpe recibido fue demasiado fuerte. Umbelina, aunque vanidosa, tenía
un corazón sencillo y amable, aunque apareciera revestida con tantas
joyas.
Comenzó
a prorrumpir llorosa en estos acentos: «¡Pobre de mí!. Soy una
mujer culpable, es cierto; por eso precisamente, por eso busco la
compañía de los santos; si mi hermano Bernardo desprecia el cuerpo,
que el siervo de Dios tenga al menos compasión de mi pobre alma, que
estoy dispuesta a hacer cuanto él me diga... Vuelve a insistir con
él para que me perdone; estoy segura que lo hará, porque tiene un
corazón compasivo. Dile que esta visita ha de servir para
transformar mi vida. Volveré al mundo, sí, pero ya no seré del
mundo...».
El
portero volvió otra vez a la celda de Bernardo, le transmitió el
mensaje de Umbelina. Era lo que él esperaba: un golpe fuerte de la
gracia transformante que cambiara por completo el corazón de aquella
hermana.
Mandó
al instante avisar a los demás hermanos, y todos salieron a la
hospedería. Luego de los abrazos cariñosos que le prodigaron, se
sentaron en torno a una gran mesa, y siguió una animada conversación
que se prolongaría durante todo el día, recordando antiguos
tiempos, sobre todo las virtudes de su santa madre Alicia, que bien
podía ser candidata a los altares.
A
última hora de la tarde, Umbelina se despidió de todos los
hermanos, abrazándoles con toda la ternura que se deja comprender, y
emprendió viaje de regreso al castillo.
Aquella
visita marcó huella imborrable en su vida. Había llegado
a Claraval con el corazón esclavizado por las modas y demás
atractivos mundanos, y salió de allí con un despego total de todas
esas vanidades que habían llenado su vida, pero no llenaban por
completo su corazón.
Comprendió
que la verdadera felicidad solamente se halla en Dios y en su
seguimiento fiel, y trataría por todos los medios de
hacerlo. El ejemplo de sus hermanos produjo un impacto fuerte en su
alma, de manera que transformaría por completo su vida.
CONSAGRADA
A DIOS
Comenzó
a vivir con su esposo de manera muy distinta de como vivía antes.
Dejó a un lado todas las alhajas y trajes llamativos, amó de veras
a aquellos que antes le agradaban menos, se dio a frecuentar más la
iglesia y los sacramentos, dejó a un lado conversaciones y tertulias
inútiles, sólo hallaba gusto con las cosas espirituales.
El
pensamiento de sus hermanos la obsesionaba de continuo: sólo
ambicionaba la manera de lograr alcanzar una dicha semejante. Le
parecía cosa harto difícil la consagración total a Dios, pues los
lazos del matrimonio la tenían encadenada al mundo. No obstante,
comenzó a insistir con su marido -persona buena-, quien al ver que
Umbelina persistía en retirarse a vivir en el desierto, abrazando la
vida monástica, hizo a Dios ese sacrificio, dejándola abrazar la
misma regla que observaban los demás hermanos.
«De
este modo vivió -comenta un biógrafo del siglo XVIII-por espacio de
dos años en compañía de su esposo, que asombrado de ver tanta
virtud en Umbelina, la respetó, especialmente en el segundo año
como templo del Espíritu Santo, y últimamente, precedidas las
ceremonias del rito eclesiástico, le concedió libertad para
entregarse en un todo al servicio de su Dios, separándose del lazo
que los unía».
Una
vez que la autorizó a dar el paso, pidió el ingreso en el
monasterio benedictino de July -no pudiendo abrazar la observancia
cisterciense, como sus hermanos, porque todavía no se habían
fundado estas religiosas-, llegando a ser un alma de verdadera
entrega, pues sus virtudes no fueron inferiores a las de sus
hermanos.
Veamos
el espíritu con que abrazó el estado de consagración: «Humilde,
mortificada y abatida era la admiración de toda aquella numerosa
comunidad. Como si desde su niñez se hubiera criado entre las
lobregueces del claustro, así se acostumbró Umbelina a todas las
austeridades, y ejercicios monásticos: adelantándose aun a las más
perfectas.
Empleaba
las más de las noches en oración continua, y en la contemplación
de la Pasión de Cristo, de quien era muy devota. Mortificaba su
delicado cuerpo con la aspereza del cilicio, y llegó a tanto su
humildad, que en todas las ocasiones, y en todos los actos de
comunidad era la primera, y se reputaba por la más indigna de todas.
Guillermo
de Saint Thierry -contemporáneo de Umbelina- llegó a decir que «en
la vida del claustro no fue Umbelina inferior a Bernardo en santidad
que en la sangre». Dieciséis años llevaba sirviendo a Dios en el
claustro, cuando Dios la juzgó madura para el cielo, llamándola
para sí un 21 de agosto de 1141, cuando contaba 50 de edad.
Sus
últimas palabras ante quienes presenciaron su muerte fueron aquellas
del salmo 121: «Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del
Señor». El mismo San Bernardo presidió sus funerales, y mereció
que se le apareciera la beata que le cercioró de la suerte feliz que
le cupo en el cielo. La orden cisterciense viene celebrando desde muy
antiguo su fiesta el 12 de febrero.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que infundiste en la Beata Umbelina el
poderoso viento de tu Espíritu, te pedimos que por sus méritos e
intercesión, podamos nosotros navegar en nuestras vidas al amparo
del mismo viento, y llegar a las tranquilas aguas de la morada
Eterna. Que siempre sepamos ver las glorias del mundo como algo
perecedero, y que nuestros ojos permanezcan siempre fijos en Tí.
Ayúdanos a preservar siempre la santidad del matrimonio,
convirtiéndolo en tu sagrada morada. Amén.
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