Segunda
Feria, 7 de diciembre
San
Ambrosio
Obispo
de Milán y mentor de San Agustín
(340-397)
(340-397)
Uno
de los cuatro tradicionales Doctores de la Iglesia latina. Combatió
el Arrianismo en el Occidente.
Ambrosio significa "Inmortal"
SAN
AMBROSIO
Icono Ruso anónimo
Monasterio de la Santa Transfiguración,
Brookline, MA, EEUU
Icono Ruso anónimo
Monasterio de la Santa Transfiguración,
Brookline, MA, EEUU
Breve:
Nacido en Tréveris, hacia el año 340, de una familia romana, hizo
sus estudios en Roma, y comenzó una brillante carrera en Sirmio. El
año 374, residiendo en Milán, fue elegido, de modo inesperado,
obispo de la ciudad, y ordenado el 7 de diciembre. Fiel cumplidor de
su oficio, se distinguió, sobre todo por su caridad hacia todos,
como verdadero pastor y doctor de los fieles. Defendió valientemente
los derechos de la Iglesia y, con sus escritos y su actividad,
ilustró la doctrina verdadera, combatida por los arrianos. Murió un
Sábado Santo, el 4 de abril del año 397.
Biografía de San Ambrosio
Adaptación de la obra de Vida de los Santos, de Butler.
Biografía de San Ambrosio
Adaptación de la obra de Vida de los Santos, de Butler.
(Es
un relato extenso, pero vale la pena leerlo completo para entender la
compleja historia de Italia previo a la caída del Imperio Romano de
Occidente, y para tener noción de cuan en serio se tomaba la gente
los asuntos relacionados con Dios y la Iglesia)
El
valor y la constancia para resistir el mal forman parte de las
virtudes esenciales de un obispo. En ese sentido, San Ambrosio fue
uno de los más grandes pastores de la Iglesia de Dios. Se le
consideró tradicionalmente como uno de los cuatro grandes doctores
de la Iglesia de occidente.
El
santo nació en Tréveris, probablemente el año 340. Su padre, que
se llamaba también Ambrosio, era entonces prefecto de la Galia. El
prefecto murió cuando su hijo era todavía joven, y su esposa volvió
con la familia a Roma. La madre de San Ambrosio dio a sus hijos una
educación esmerada, y puede decirse que el futuro santo debió mucho
a su madre y a su hermana Santa Marcelina.
El
joven aprendió el griego, llegó a ser buen poeta y orador, y se
dedicó a la abogacía. En el ejercicio de su carrera llamó la
atención de Anicio Probo y de Símaco. Este último, que era
prefecto de Roma, se mantenía en el paganismo. Probo era prefecto
pretorial de Italia. Ambrosio defendió ante este último varias
causas con tanto éxito, que Probo le nombró asesor suyo.
Más
tarde, el emperador Valentiniano nombró al joven abogado gobernador
con residencia en Milán (norte de Italia). Cuando Ambrosio se
separó de su protector Probo, éste comentó: "Gobierna más
bien como obispo que como juez". El oficio que se había
confiado a Ambrosio era del rango consular, y constituía uno de los
puestos de mayor importancia y responsabilidad en el Imperio de
occidente.
El
obispo Auxencio, un hereje arriano que había gobernado la diócesis
de Milán durante casi veinte años, murió el año 374. La ciudad
se dividió en dos partidos, ya que unos querían a un obispo fiel a
la fe católica, y otros a un arriano. Para evitar en cuanto fuese
posible que la división degenerase en pleito, San Ambrosio acudió a
la iglesia en la que iba a llevarse a cabo la elección, y exhortó
al pueblo a proceder a ella pacíficamente y sin tumulto. Mientras
el santo hablaba, alguien gritó: "¡Ambrosio obispo!"
Todos
los presentes repitieron unánimemente ese grito, y católicos y
arrianos eligieron al santo para el cargo. Ambrosio
quedó desconcertado tanto más cuanto que, aunque era cristiano, no
estaba todavía bautizado. Pero los obispos presentes
ratificaron su nombramiento por aclamación.
Ambrosio
alegó irónicamente que "la emoción había pesado más que
el derecho canónico” y trató de huir de Milán. El emperador
recibió un informe sobre lo sucedido. Por su parte, Ambrosio
también le escribió, rogándole que le permitiese renunciar.
Valentiniano respondió que se sentía muy complacido por haber
sabido elegir a un gobernador que era digno de ser obispo, y mandó
al vicario de la provincia que tomase las medidas necesarias para
consagrar a Ambrosio. Este trató de escapar una vez más, y se
escondió en casa del senador Leoncio. Pero, cuando Leoncio se enteró
de la decisión del emperador, entregó al santo, y éste no tuvo más
remedio que aceptar. Así pues, recibió el bautismo y, una semana
más tarde, el 7 de diciembre de 374, se le confirió la consagración
episcopal. Tenía entonces unos treinta y cinco años.
Consciente
de que ya no pertenecía al mundo, el santo decidió romper todos los
lazos que le unían a él. En efecto, repartió entre los pobres sus
bienes muebles y cedió a la Iglesia todas sus tierras y posesiones;
lo único que conservó fue una renta para su hermana Santa
Marcelina.
Por
otra parte, confió a su hermano San Sátiro la administración
temporal de su diócesis para poder consagrarse exclusivamente al
ministerio espiritual. Poco después de su ordenación, escribió a
Valentiniano quejándose con amargura de los abusos de ciertos
magistrados imperiales. El emperador le respondió: "Desde
hace tiempo estoy acostumbrado a tu libertad de palabra y no por ello
dejé de aceptar tu elección. No dejes de seguir aplicando a
nuestras faltas los remedios que la ley divina prescribe".
San
Basilio escribió a Ambrosio para felicitarle, o más bien dicho para
felicitar a la Iglesia por su elección para exhortarle a combatir
vigorosamente a los arrianos. San Ambrosio, que se creía muy
ignorante en las cuestiones teológicas, se entregó al estudio de la
Sagrada Escritura y de las obras de los autores eclesiásticos,
particularmente de Orígenes y San Basilio. En sus estudios le
dirigió San Simpliciano, un sabio sacerdote romano, a quien amaba
como amigo, honraba como padre y reverenciaba como maestro.
San
Ambrosio combatió con tanto éxito el arrianismo que la erradicó
casi por completo de Milán. El santo vivía con gran sencillez y
trabajaba infatigablemente. Sólo cenaba los
domingos, los días de la fiesta de algunos mártires famosos y los
sábados. En efecto, en Milán no se ayunaba nunca en
sábado; pero cuando Ambrosio estaba en Roma, ayunaba también los
sábados.
El
santo no asistía jamás a los banquetes y recibía a todos en su
casa con suma frugalidad. Todos los días celebraba la misa por su
pueblo y vivía consagrado enteramente al servicio de su grey; todos
los fieles podían hablar con él siempre que lo deseaban, y le
amaban y admiraban enormemente. San Agustín fue a verle varias
veces.
Sobre
la Virginidad
En
sus sermones, San Ambrosio alababa con frecuencia el estado y la
virtud de la virginidad por amor a Dios, y dirigía personalmente a
muchas vírgenes consagradas. A petición de Santa Marcelina, el
santo reunió sus sermones sobre el tema; tal fue el origen de uno
de sus tratados más famosos. Las madres impedían que sus hijas
fuesen a oír predicar a San Ambrosio, y aun llegó a acusársele de
que quería despoblar el Imperio.
El
santo respondía: "Quisiera que se me citase el caso de un
hombre que haya querido casarse y no haya encontrado esposa",
y sostenía que en los sitios en que se tiene en alta estima la
virginidad la población es mayor. Según él, la guerra y no la
virginidad era el gran enemigo de la raza humana.
Defensa
de la Fe y del Orden
Como
los godos hubiesen invadido ciertos territorios romanos del oriente,
el emperador Graciano decidió acudir con su ejército en socorro de
su tío Valente. Sin embargo, para preservarse del arrianismo, del
que Valente era gran protector, Graciano pidió a San Ambrosio que le
instruyese sobre dicha herejía. Con ese objeto, el santo escribió
el año 377 una obra titulada "A Graciano acerca de la Fe"
y, más tarde, la amplió. Los godos habían causado estragos desde
Tracia a la Iliria. San Ambrosio, no
contento con reunir todo el dinero posible para rescatar a los
prisioneros, mandó fundir los vasos sagrados. Los
arrianos consideraron esa medida como un sacrilegio y se la echaron
en cara. El santo respondió que le parecía más útil salvar vidas
humanas que conservar el oro: "Si
la Iglesia tiene oro, no es para guardarlo, sino para emplearlo en
favor de los necesitados".
Después
del asesinato de Graciano en 383, la emperatriz Justina rogó a San
Ambrosio que negociase con el usurpador Máximo para evitar que éste
atacase a su hijo, Valentiniano II. San Ambrosio fue a entrevistarse
con Máximo en Tréveris y consiguió convencerle de que se
contentase con la Galia, España y las Islas Británicas.
Según
se dice, fue ésa la primera vez que un ministro del Evangelio
intervino en los asuntos de la alta política. Es un ejemplo clásico
una justa intervención por parte de la Iglesia, ya que no buscó
favoritismos ni se alió con un lado de la política sino que solo
buscó que se ejerciese el derecho, en este caso, defender el orden
contra un usurpador armado. Más tarde, como veremos, prefirió
sufrir mucho antes que ceder a las injustas exigencias del otro
bando, el de la propia emperatriz Justina.
Por
entonces, ciertos senadores trataron de restablecer en Roma el culto
a la diosa Victoria. El grupo estaba encabezado por Quinto Aurelio
Símaco, hijo y sucesor del prefecto romano que había protegido a
San Ambrosio en su juventud y había sido un admirable erudito,
hombre de Estado y orador. Quinto Aurelio Símaco pidió a
Valentiano que reconstruyese el altar de la Victoria en el senado,
pues a dicha diosa atribuía los triunfos y la prosperidad de la
antigua Roma. Quinto Aurelio Símaco redactó muy hábilmente su
petición, apelando a la emoción y empleando argumentos que se oyen
todavía: "¿Qué importa el camino por el que cada uno busca
la verdad?. Existen muchos caminos para llegar al gran misterio".
La petición era un ataque velado contra San Ambrosio. Cuando el
santo se enteró por conducto privado de la existencia del documento,
escribió al emperador pidiéndole que le enviase una copia, y
reprendiéndole por no haberle consultado inmediatamente en ese
asunto que atañía a la religión.
Poco
después, escribió una respuesta que sobrepasaba en elocuencia a la
petición de Símaco y la demolía punto por punto. Tras ridiculizar
la idea de que los éxitos conseguidos por el valor de los soldados
se vaticinaban en las entrañas de las bestias sacrificadas, el
santo, elevándose a las cumbres de la más alta retórica, hablaba
por boca de Roma, diciendo que la ciudad se lamentaba de sus errores
pasados y que no se avergonzaba de cambiar. Ambrosio exhortaba a
Símaco y sus compañeros a interpretar los misterios de la
naturaleza a través del Dios que los había creado, y a pedir a Dios
que concediese la paz a los emperadores, en vez de pedir a los
emperadores que les concediesen adorar en paz a sus dioses. La
respuesta del santo terminaba con una parábola sobre el progreso y
el desarrollo del mundo: “Por medio de la justicia, la verdad se
cierne sobre las ruinas de las opiniones que antiguamente gobernaban
el mundo".
Tanto
el escrito de Símaco como el de San Ambrosio fueron leídos ante el
emperador y su consejo. No hubo discusión de ninguna especie.
Valentiniano dijo a los presentes. "Mi padre no destruyó los
altares, y nadie le pidió tampoco que los reconstruyese. Yo seguiré
su ejemplo y no modificaré el estado de cosas".
La
emperatriz Justina no se atrevió a apoyar abiertamente a los
arrianos mientras vivieron su esposo y Graciano; pero, en cuanto la
paz que San Ambrosio negoció entre Máximo y el hijo de Justina le
dieron oportunidad de oponerse al obispo, se olvidó de todo lo que
le debía. Al acercarse la Pascua del año 385, Justina indujo a
Valentiniano a reclamar la basílica Porcia (actualmente llamada de
San Víctor), situada en las afueras de Milán, para cederla a los
arrianos, entre los que se contaban ella y muchos personajes de la
corte. San Ambrosio respondió que jamás entregaría un templo de
Dios.
Entonces,
Valentiniano envió a unos mensajeros a pedir la nueva basílica de
los Apóstoles. Pero el santo obispo no cedió. El emperador mandó a
sus cortesanos a apoderarse de la basílica. Los milaneses,
enfurecidos ante eso tomaron prisionero a un sacerdote arriano. Al
enterarse de lo sucedido, San Ambrosio pidió a Dios que no
permitiese que la sangre corriese, y envió a varios sacerdotes y
diáconos a rescatar al prisionero. Aunque
el santo tenía de su parte a la multitud y aun al ejército, se
guardó de hacer o decir nada que pudiese desatar la violencia y
poner en peligro al emperador y a su madre.
Cierto
que se negó a entregar las iglesias, pero se abstuvo de oficiar en
ellas para no encender los ánimos. Sus adversarios, que le llamaban
"el Tirano", hicieron lo posible por provocarle. San
Ambrosio preguntó a sus enemigos: "¿por qué me llamáis
tirano?. Cuando me enteré de que la iglesia estaba rodeada de
soldados, dije que no la entregaría, pero que tampoco me lanzaría a
la lucha. Máximo no afirma que tiranizó a Valentiniano, a pesar de
que a él le impedí marchar sobre Italia".
En
el momento en que el santo explicaba un pasaje del libro de Job al
pueblo, irrumpió en la capilla un pelotón de soldados, a los que
habían dado la orden de atacar; pero ellos se negaron a obedecer y
entraron a orar con los católicos. A los pocos momentos,
todo el pueblo se dirigió a la basílica contigua, arrancó las
decoraciones que se habían puesto para recibir al emperador, y las
dio a los niños para que jugasen con ellas. Sin embargo, San
Ambrosio no aprovechó ese triunfo y no entró en la basílica sino
hasta el día de Pascua, cuando Valentiniano retiró de ahí a los
soldados. El pueblo celebró con gran júbilo esa victoria. San
Ambrosio escribió un relato de los hechos a Santa Marcelina, que
estaba entonces en Roma, y añadió que preveía desórdenes todavía
mayores: "El eunuco Calígono, que es camarlengo imperial,
me dijo: 'Tú desprecias al emperador, de suerte que te voy a mandar
decapitar'. Yo repuse: ¡Dios lo quiera! Así sufriría yo como
corresponde a un obispo, y tú obrarías como las gentes de tu
calaña' ".
En
enero del año siguiente, Justina convenció a su hijo de que
promulgase una ley para autorizar a los arrianos a celebrar reuniones
y las prohibiera a los católicos. Dicha ley amenazaba con la pena de
muerte a quien tratase de impedir las reuniones de los arrianos.
Además se condenaba al destierro a quien se opusiese a que las
iglesias fuesen cedidas a los arrianos.
San
Ambrosio no hizo caso de la ley, y se negó a entregar una sola
iglesia. Sin embargo, nadie se atrevió a tocarle. "Yo he
dicho ya lo que un obispo tenía que decir. Que el emperador proceda
ahora como corresponde a un emperador. Nabot se negó a entregar la
herencia de sus antepasados. ¿Cómo voy yo a entregar las iglesias
de Jesucristo?" El Domingo de Ramos, el santo predicó
sobre su decisión de no entregarlas. Entonces, el pueblo, temeroso
de la venganza del emperador, se encerró con su pastor en la
basílica. Las tropas imperiales la sitiaron con miras a vencer al
pueblo por el hambre; pero ocho días después, el pueblo seguía
ahí. Para ocupar a las gentes, San Ambrosio se dedicó a enseñarles
himnos y salmos que él mismo había compuesto. Todos cantaban en
coros alternados. El emperador envió al tribuno Dalmacio a
conferenciar con el santo. Proponía que Ambrosio y el obispo
arriano, Auxencio, eligiesen conjuntamente un grupo de jueces para
decidir la cuestión. Si San Ambrosio no aceptaba esa proposición,
debía retirarse y dejar la diócesis en manos de Auxencio. Ambrosio
respondió por escrito al emperador, haciéndole notar que los laicos
(pues Valentiniano había propuesto que se eligiesen jueces laicos)
no tenían derecho a juzgar a los obispos ni a dictar leyes
eclesiásticas. En seguida, el santo subió al púlpito y expuso
al pueblo el desarrollo de los acontecimientos en el último año.
En una sola frase resumió espléndidamente el fondo de la disputa:
"El emperador está en la Iglesia,
no sobre la Iglesia".
Entre
tanto, llegó la noticia de que Máximo, con el pretexto de la
persecución de que eran objeto los católicos, así como ciertas
cuestiones de fronteras, estaba preparándose para invadir Italia.
Valentiniano y Justina, sobrecogidos por el pánico, rogaron entonces
a San Ambrosio que partiese nuevamente a impedir la invasión del
usurpador. Olvidando todas las injurias públicas y privadas de que
había sido objeto, el santo emprendió el viaje. Máximo, que estaba
en Tréveris, se negó a concederle una audiencia privada, a pesar de
que Ambrosio era obispo y embajador imperial, y le propuso recibirle
en un consistorio público. Cuando Ambrosio fue introducido a la
presencia de Máximo y éste se levantó del trono para darle el beso
de paz, el santo permaneció inmóvil y se negó a acercarse a
recibir el ósculo.
En
seguida, demostró públicamente a Máximo que la invasión que
proyectaba era injustificable y constituía una deslealtad, y terminó
pidiéndole que enviase a Valentiniano los restos de su hermano
Graciano como prenda de paz. Desde su llegada a Tréveris, el santo
se había negado a mantener la comunión con los prelados de la corte
que habían participado en la ejecución del hereje Prisciliano, y
aun con el mismo Máximo.
Por
ello, se le ordenó al día siguiente que abandonase Tréveris. El
santo regresó a Milán, no sin escribir antes a Valentiniano para
referirle lo sucedido y aconsejarle que no se dejase engañar por
Máximo, pues consideraba a éste como un enemigo velado que prometía
la paz, pero buscaba la guerra. En efecto, Máximo invadió
súbitamente Italia, donde no encontró oposición alguna. Justina y
Valentiniano dejaron en Milán a San Ambrosio para que hiciese frente
a la tormenta, y huyeron a Grecia en busca del amparo del emperador
de oriente, Teodosio, en cuyas manos se pusieron. Teodosio declaró
la guerra a Máximo, le derrotó y ejecutó en Panonia, y devolvió a
Valentiniano sus territorios, y los que le había arrebatado el
usurpador. Pero en realidad, Teodosio fue quien gobernó desde
entonces el imperio.
Teodocio
permaneció algún tiempo en Milán, e indujo a Valentiniano
abandonar el arrianismo, y a tratar a San Ambrosio con el respeto que
merecía un obispo verdaderamente católico. Sin embargo, no dejaron
de surgir conflictos entre Teodosio y San Ambrosio y hay que
reconocer que en el primero de esos conflictos no faltaba razón a
Teodosio. En efecto, ciertos cristianos de Kallinikum de Mesopotamia
habían demolido la sinagoga de los judíos. Cuando Teodosio se
enteró, ordenó que el obispo del lugar, a quien se acusaba de estar
complicado en el asunto, se encargase de reconstruir la sinagoga. El
obispo apeló a San Ambrosio, quien escribió una carta de protesta a
Teodosio ; pero, en vez de alegar que no se conocían con certeza las
circunstancias del caso, el santo basó su protesta en la tesis
exagerada de que ningún obispo cristiano tenía derecho a pagar la
construcción de un templo de una religión falsa. Como Teodosio
hiciese caso omiso de esa protesta, San Ambrosio predicó contra él
en su presencia, lo que dio lugar a una discusión en la iglesia. El
santo no celebró la misa hasta haber arrancado a Teodosio la promesa
de que revocaría la orden que había dado.
El
año 390, llegó a Milán la noticia de una horrible matanza que
había tenido lugar en Tesalónica. Buterico, el gobernador, había
encarcelado a un auriga que había seducido a una sirvienta de
palacio, y se negó a ponerle en libertad por más que el pueblo
quería verlo correr en el circo. La multitud se enfureció tanto
ante la negativa, que mató a pedradas a varios oficiales y asesinó
a Buterico. Teodosio ordenó que se tomasen represalias
increíblemente crueles. Los soldados rodearon el circo cuando todo
el pueblo se hallaba congregado en él, y cargaron contra la
multitud. La carnicería duró cuatro horas. Los soldados dieron
muerte a 7,000 personas, sin distinción de edad, de sexo, ni de
grado de culpabilidad. El mundo entero quedó aterrorizado y volvió
los ojos a San Ambrosio, quien reunió a los obispos para
consultarles sobre el caso. En seguida, escribió a Teodosio una
carta muy digna, en la que le exhortaba a aceptar la penitencia
eclesiástica, y declaraba que no podía ni estaba dispuesto a
recibir su ofrenda y celebrar ante él los divinos misterios hasta
que hubiese cumplido esa obligación. "Los sucesos de
Tesalónica no tienen precedente. Sois humano y os habéis dejado
vencer por la tentación. Os aconsejo, os ruego y os suplico que
hagáis penitencia. Vos, que en tantas ocasiones os habéis mostrado
misericordioso y habéis perdonado a los culpables, mandasteis matar
a muchos inocentes. El demonio quería sin duda arrancaros la corona
de piedad que era vuestro mayor timbre de gloria. Arrojadle lejos de
vos ahora que podéis hacerlo. Os escribo esto de mano propia para
que leáis en particular".
El
emperador le escribió diciéndole: "Dios perdonó a David;
luego a mí también me perdonará". San Ambrosio
respondió: "Ya que has imitado a David en cometer un gran
pecado, imítalo ahora haciendo una gran penitencia, como la que hizo
él".
El
efecto que produjo esta carta en un hombre que sin duda estaba
devorado por los remordimientos ha sido desvirtuado por una leyenda,
según la cual, como Teodosio se negase a aceptar la penitencia
eclesiástica, San Ambrosio salió a la puerta de la iglesia para
impedirle el paso, cuando se acercaba con toda su corte a oír la
misa. El obispo le reprendió públicamente y se negó a admitirle.
El emperador estuvo excomulgado ocho meses, al cabo de los cuales se
sometió sin condiciones. El P. Van Ortroy, S. J., echó por tierra
esa leyenda. Por otra parte, la "religiosa humildad" que
San Agustín, bautizado apenas tres años antes por San Ambrosio,
atribuye a Teodosio, resume perfectamente cuanto necesitamos saber.
"Habiendo incurrido en las penas eclesiásticas, hizo
penitencia con extraordinario fervor y, los que habían acudido a
interceder por él, se estremecían de compasión al ver tanto
rebajamiento de la dignidad imperial más de lo que hubiesen temblado
ante su cólera si se hubieran sentido culpable de alguna falta en su
presencia".
En
la oración fúnebre de Teodosio, dijo San Ambrosio simplemente: "Se
despojó de todas las insignias de la dignidad regia y lloró
públicamente su pecado en la iglesia. Él, que era emperador, no se
avergonzó de hacer penitencia pública, en tanto que otros muchos
menores que él se rehúsan a hacerla. El no cesó de llorar su
pecado hasta el fin de su vida". Ese triunfo de la gracia
en Teodosio y del deber pastoral en Ambrosio demostró al mundo que
la iglesia no hace distinción de personas y que las leyes morales
obligan a todos por igual. El propio Teodosio dio testimonio de la
influencia decisiva de San Ambrosio en aquellas circunstancias, al
señalarle como el único obispo digno de ese nombre que él había
conocido.
Teodoreto
menciona otro ejemplo de la humildad y religiosidad de que Teodosio
dio muestra. Un día de fiesta, durante la misa en la catedral de
Milán, Teodosio se acercó al altar a depositar su ofrenda y
permaneció en el presbiterio. San Ambrosio le preguntó si deseaba
algo. El emperador dijo que quería asistir a la misa y comulgar.
Entonces San Ambrosio mandó al diácono a decirle: "Señor,
durante la celebración de la misa nadie puede estar en el
presbiterio. Os ruego que os retiréis a donde están los demás. La
púrpura os hace príncipe pero no sacerdote. "Teodosio se
disculpó y dijo que estaba en la creencia de que en Milán existía
la misma costumbre que en Constantinopla, donde el sitial del
emperador se hallaba en el presbiterio. En seguida, dio las gracias
al obispo por haberle instruido y se retiró al sitio en el que se
hallaban los laicos.
El
año 393, tuvo lugar la patética muerte del joven Valentiniano,
quien fue asesinado en las Galias por Arbogastes cuando se hallaba
solo entre sus enemigos. San Ambrosio, que había partido en auxilio
suyo, encontró la procesión funeraria antes de cruzar los Alpes.
Arbogastes, a quien se había dicho que San Ambrosio era "un
hombre que dice al sol: '¡Detente!, y el sol se detiene", había
maniobrado para conseguir que el santo obispo le apoyase en sus
intereses. Pero Ambrosio, sin nombrar personalmente a Arbogastes,
manifestó claramente en la oración fúnebre de Valentiniano que
sabía a qué atenerse sobre su muerte.
Por
otra parte, salió de Milán antes de la llegada de Eugenio, el
enviado de Arbogastes, de suerte que este último empezó a amenazar
con perseguir a los cristianos. Entre tanto, San Ambrosio fue de
ciudad en ciudad, exhortando al pueblo a oponerse a los invasores.
Después regresó a Milán, donde recibió la carta en que Teodosio
le anunciaba que había vencido a Arbogastes en Aquileya. Dicha
victoria fue el golpe de muerte al paganismo en el imperio. Pocos
meses después, murió Teodosio en brazos de San Ambrosio. En la
oración fúnebre del emperador, el santo habló con gran elocuencia
del amor que profesaba al difunto y de la gran responsabilidad que
pesaba sobre sus dos hijos, a quienes tocaba gobernar un imperio cuyo
lazo de unión era el cristianismo.
En
tanto que el Imperio Romano comenzaba a decaer en el occidente, San
Ambrosio daba nueva vida a su idioma y enriquecía a la iglesia con
sus escritos. Pero el santo sólo sobrevivió dos años a Teodosio el
Grande. Una de las últimas obras que escribió fue el tratado sobre
"La bondad de la muerte". Las obras homiléticas,
exegéticas, teológicas, ascéticas y poéticas del santo son
numerosísimas. Cuando el santo cayó enfermo, predijo que moriría
después de la Pascua, pero prosiguió sus estudios acostumbrados y
escribió una explicación al salmo 43.
Mientras
San Ambrosio dictaba, Paulino, que era su secretario y fue más tarde
su biógrafo, vio una llama en forma de
escudo posarse sobre su cabeza y descender gradualmente hasta su
boca, en tanto que su rostro se ponía blanco como la nieve.
A este propósito escribió Paulino: "Estaba yo tan
asustado, que permanecí inmóvil, sin poder escribir. Y a partir de
ese día, dejó de escribir y de dictarme, de suerte que no terminó
la explicación del salmo". En efecto, el escrito sobre el
salmo se interrumpe en el versículo veinticuatro.
Después
de ordenar al nuevo obispo de Pavía, San Ambrosio tuvo que guardar
cama. Cuando el conde Estilicón, tutor de Honorio, se enteró de la
noticia, dijo públicamente: "El día en que ese hombre
muera, la ruina se cernirá sobre Italia". Inmediatamente,
el conde envió al santo unos mensajeros para pedirle que rogara a
Dios que le alargase la vida. El santo repuso: "He vivido
de suerte que no me avergonzaría de vivir más tiempo. Pero tampoco
tengo miedo de morir, pues mi Amo es bueno".
El
día de su muerte, Ambrosio estuvo varias horas acostado con los
brazos en cruz, orando constantemente. San Honorato de Vercelli, que
se hallaba descansando en otra habitación, oyó una voz que le decía
tres veces: "¡Levántate pronto, que se muere!"
Inmediatamente bajó y dio el viático a San Ambrosio, quien murió a
los pocos momentos. Era el Viernes Santo, 4 de abril de 397. El
santo tenía aproximadamente cincuenta y siete años. Fue sepultado
el día de Pascua. Sus reliquias reposan bajo el altar mayor de su
basílica, a donde fueron trasladadas el año 835. Su fiesta se
celebra el día del aniversario de su consagración episcopal, tanto
en oriente como en occidente. Su nombre figura en el canon de la
misa del rito de Milán.
Sus
libros son sus reflexiones y discursos. De modo que sus famosos
Comentarios Exegéticos, antes de ser reunidos en volúmenes, habían
sido predicados. Por eso son tan vivos y ungidos por el Espíritu
Santo.
Bibliografía
Sálesman, Eliécer; Vidas de Santos # 4
Sgarbossa, Mario - Luigi Giovannini; Un santo para cada día
Sálesman, Eliécer; Vidas de Santos # 4
Sgarbossa, Mario - Luigi Giovannini; Un santo para cada día
El
templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros
San Ambrosio, Comentario sobre el salmo 118, 12.13-14
San Ambrosio, Comentario sobre el salmo 118, 12.13-14
Yo y el
Padre vendremos y haremos morada en él. Que cuando venga encuentre,
pues, tu puerta abierta, ábrele tu alma, extiende el interior de tu
mente para que pueda contemplar en ella riquezas de rectitud, tesoros
de paz, suavidad de gracia. Dilata tu
corazón, sal al encuentro del sol de la luz eterna que alumbra a
todo hombre. Esta luz verdadera brilla para todos, pero el
que cierra sus ventanas se priva a sí mismo de la luz eterna.
También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo.
Aunque tiene poder para entrar, no quiere, sin embargo, ser
inoportuno, no quiere obligar a la fuerza.
Él salió del seno de la Virgen como el sol naciente, para iluminar con su luz todo el orbe de la tierra. Reciben esta luz los que desean la claridad del resplandor sin fin, aquella claridad que no interrumpe noche alguna. En efecto, a este sol que vemos cada día suceden las tinieblas de la noche; en cambio, el Sol de justicia nunca se pone, porque a la sabiduría no sucede la malicia.
Dichoso, pues, aquel a cuya puerta llama Cristo. Nuestra puerta es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda la casa. Por esta puerta entra Cristo. Por esto, dice la Iglesia en el Cantar de los cantares: Oigo a mi amado que llama a la puerta. Escúchalo cómo llama, cómo desea entrar: ¡Ábreme, mi paloma sin mancha, que tengo la cabeza cuajada de rocío, mis rizos, del relente de la noche!
Considera cuándo es principalmente que llama a tu puerta el Verbo de Dios, siendo así que su cabeza está cuajada del rocío de la noche. Él se digna visitar a los que están tentados o atribulados, para que nadie sucumba bajo el peso de la tribulación. Su cabeza, por tanto, se cubre de rocío o de relente cuando su cuerpo está en dificultades. Entonces, pues, es cuando hay que estar en vela, no sea que cuando venga el Esposo se vea obligado a retirarse. Porque, si estás dormido y tu corazón no está en vela, se marcha sin haber llamado; pero, si tu corazón está en vela, llama y pide que se le abra la puerta.
Hay, pues, una puerta en nuestra alma, hay en nosotros aquellas puertas de las que dice el salmo: ¡Portones! alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria. Si quieres alzar los dinteles de tu fe, entrará a ti el Rey de la gloria, llevando consigo el triunfo de su pasión. También el triunfo tiene sus puertas, pues leemos en el salmo lo que dice el Señor Jesús por boca del salmista: Abridme las puertas del triunfo.
Vemos, por tanto, que el alma tiene su puerta, a la que viene Cristo y llama. Ábrele, pues; quiere entrar, quiere hallar en vela a su Esposa.
Él salió del seno de la Virgen como el sol naciente, para iluminar con su luz todo el orbe de la tierra. Reciben esta luz los que desean la claridad del resplandor sin fin, aquella claridad que no interrumpe noche alguna. En efecto, a este sol que vemos cada día suceden las tinieblas de la noche; en cambio, el Sol de justicia nunca se pone, porque a la sabiduría no sucede la malicia.
Dichoso, pues, aquel a cuya puerta llama Cristo. Nuestra puerta es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda la casa. Por esta puerta entra Cristo. Por esto, dice la Iglesia en el Cantar de los cantares: Oigo a mi amado que llama a la puerta. Escúchalo cómo llama, cómo desea entrar: ¡Ábreme, mi paloma sin mancha, que tengo la cabeza cuajada de rocío, mis rizos, del relente de la noche!
Considera cuándo es principalmente que llama a tu puerta el Verbo de Dios, siendo así que su cabeza está cuajada del rocío de la noche. Él se digna visitar a los que están tentados o atribulados, para que nadie sucumba bajo el peso de la tribulación. Su cabeza, por tanto, se cubre de rocío o de relente cuando su cuerpo está en dificultades. Entonces, pues, es cuando hay que estar en vela, no sea que cuando venga el Esposo se vea obligado a retirarse. Porque, si estás dormido y tu corazón no está en vela, se marcha sin haber llamado; pero, si tu corazón está en vela, llama y pide que se le abra la puerta.
Hay, pues, una puerta en nuestra alma, hay en nosotros aquellas puertas de las que dice el salmo: ¡Portones! alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria. Si quieres alzar los dinteles de tu fe, entrará a ti el Rey de la gloria, llevando consigo el triunfo de su pasión. También el triunfo tiene sus puertas, pues leemos en el salmo lo que dice el Señor Jesús por boca del salmista: Abridme las puertas del triunfo.
Vemos, por tanto, que el alma tiene su puerta, a la que viene Cristo y llama. Ábrele, pues; quiere entrar, quiere hallar en vela a su Esposa.
Oración:
Te pedimos Señor que por intercesión de San Ambrosio, suscites en
nuestros obispos su llama eterna de celo apostólico por su rebaño,
sabiendo confrontar con firmeza y prudencia al poder temporal,
siempre ávido de invadir el corazón de las personas con promesas
meramente temporales e inmediatas, a fin de ganarse sus votos. A Tí
te lo pedimos que Vives y Reinas por los siglos de los siglos. Amén.
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