Domingo
27 de diciembre
SAN
JUAN EL EVANGELISTA, APÓSTOL
Hijo del Zebedeo, hermano del Apóstol Santiago
Hijo del Zebedeo, hermano del Apóstol Santiago
Etim: "El Señor ha dado su gracia" o "Dios es misericordioso"
Autor
del cuarto evangelio, de las tres cartas que llevan su nombre en el
Nuevo Testamento y del Apocalipsis.
Emblemas:
El águila (por su visión mística elevada), Un libro (por su
escritos llenos del Espíritu Santo).
Patrón de teólogos y escritores
Muerte: c.100 P.C.
Patrón de teólogos y escritores
Muerte: c.100 P.C.
El
discípulo amado
SAN
JUAN el Evangelista, a quien se distingue como "el discípulo
amado de Jesús" y a quien a menudo le llaman "el divino"
(es decir, el "Teólogo") sobre todo entre los griegos y en
Inglaterra, era un judío de Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de
Santiago el Mayor, con quien desempeñaba el oficio de pescador.
Junto
con su hermano Santiago, se hallaba Juan remendando las redes a la
orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa de llamar a su
servicio a Pedro y a Andrés, los llamó también a ellos para que
fuesen sus Apóstoles. El propio Jesucristo les puso a Juan y a
Santiago el sobrenombre de Boanerges, o sea "hijos del trueno"
(Lucas 9, 54), aunque no está aclarado si lo hizo como una
recomendación, o bien a causa de lo impetuoso de su temperamento.
Se
dice que San Juan era el más joven de los doce Apóstoles y que
sobrevivió a todos los demás. Es el único de los Apóstoles que no
murió martirizado.
En
el Evangelio que escribió se refiere a sí mismo, como "el
discípulo a quien Jesús amaba", y es evidente que era de los
más íntimos de Jesús. El Señor quiso que estuviese, junto con
Pedro y Santiago, en el momento de Su transfiguración, así como
durante su agonía en el Huerto de los Olivos.
En
muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su predilección, o
su afecto especial. Por consiguiente, nada tiene de extraño desde el
punto de vista humano, que la esposa de Zebedeo pidiese al Señor que
sus dos hijos llegasen a sentarse junto a Él, uno a la derecha y el
otro a la izquierda, en Su Reino.
Juan
fue el elegido para acompañar a Pedro a la ciudad a fin de preparar
la cena de la última Pascua y, en el curso de aquella última cena,
Juan reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús, y fue a Juan a
quien el Maestro indicó, no obstante que Pedro formuló la pregunta,
el nombre del discípulo que habría de traicionarle.
Es
creencia general la de que era Juan aquel "otro discípulo"
que entró con Jesús ante el tribunal de Caifás, mientras Pedro se
quedaba afuera. Juan fue el único de los Apóstoles que estuvo al
pie de la cruz con la Virgen María y las otras piadosas mujeres, y
fue él quien recibió el sublime encargo de tomar bajo su cuidado a
la Madre del Redentor. "Mujer, he ahí a tu hijo", murmuró
Jesús a su Madre desde la cruz. "He ahí a tu madre", le
dijo a Juan.
Y
desde aquel momento, el discípulo la tomó como suya. El Señor nos
llamó a todos hermanos, y nos encomendó el amoroso cuidado de Su
propia Madre, pero entre todos los hijos adoptivos de la Virgen
María, San Juan fue el primero. Tan sólo a él le fue dado el
privilegio de llevar físicamente a María a su propia casa como una
verdadera madre y honrarla, servirla y cuidarla en persona.
Gran
testigo de la Gloria del Maestro
Cuando
María Magdalena trajo la noticia de que el sepulcro de Cristo se
hallaba abierto y vacío, Pedro y Juan acudieron inmediatamente y
Juan, que era el más joven y el que corría más de prisa, llegó
primero. Sin embargo, esperó a que llegase San Pedro, y los dos
juntos se acercaron al sepulcro, y los dos "vieron y creyeron"
que Jesús había resucitado.
A
los pocos días, Jesús se les apareció por tercera vez, a orillas
del lago de Galilea, y vino a su encuentro caminando por la playa.
Fue entonces cuando interrogó a San Pedro sobre la sinceridad de su
amor, le puso al frente de Su Iglesia, y le vaticinó su martirio.
San Pedro, al caer en la cuenta de que San Juan se hallaba detrás de
él, preguntó a su Maestro sobre el futuro de su compañero:
«Señor,
y éste, ¿qué?» (Jn 21,21)
Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme.» (Jn 21,22)
Debido a aquella respuesta, no es sorprendente que entre los hermanos corriese el rumor de que Juan no iba a morir, un rumor que el mismo Juan se encargó de desmentir al indicar que el Señor nunca dijo: "No morirá". (Jn 21,23).
Después
de la Ascensión de Jesucristo, volvemos a encontrarnos con Pedro y
Juan que subían juntos al templo y, antes de entrar, curaron
milagrosamente a un tullido. Los dos fueron hechos prisioneros, pero
se les dejó en libertad con la orden de que se abstuviesen de
predicar en nombre de Cristo, a lo que Pedro y Juan respondieron:
«Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a
Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y
oído.» (Hechos 4:19-20)
Después,
los Apóstoles fueron enviados a confirmar a los fieles que el
diácono Felipe había convertido en Samaria. Cuando San Pablo fue a
Jerusalén tras de su conversión se dirigió a aquellos que
"parecían ser los pilares" de la Iglesia, es decir a
Santiago, Pedro y Juan, quienes confirmaron su misión entre los
gentiles, y fue por entonces cuando San Juan asistió al primer
Concilio de Apóstoles en Jerusalén. Tal vez concluido éste, San
Juan partió de Palestina para viajar al Asia Menor.
Éfeso
San
Ireneo, Padre de la Iglesia, quien fue discípulo de San Policarpo,
quién a su vez fue discípulo de San Juan, es una segura fuente de
información sobre el Apóstol. San Ireneo afirma que éste se
estableció en Éfeso después del martirio de San Pedro y San Pablo,
pero es imposible determinar la época precisa. De acuerdo con la
Tradición, durante el reinado de Domiciano, San Juan fue llevado a
Roma, donde quedó milagrosamente frustrado un intento para quitarle
la vida. La misma tradición afirma que posteriormente fue desterrado
a la isla de Patmos, donde recibió las revelaciones celestiales que
escribió en su libro del Apocalipsis.
Maravillosas
revelaciones celestiales
Después
de la muerte de Domiciano, en el año 96, San Juan pudo regresar a
Éfeso, y es creencia general que fue entonces cuando escribió su
Evangelio. El mismo nos revela el objetivo que tenía presente al
escribirlo. "Todas estas cosas las
escribo para que podáis creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de
Dios y para que, al creer, tengáis la vida en Su nombre".
Su
Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de los otros
tres, y es una obra teológica tan sublime que, como dice Teodoreto,
"está más allá del entendimiento humano el llegar a
profundizarlo y comprenderlo enteramente". La elevación de su
espíritu y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada
por el águila que es el símbolo de San Juan el Evangelista.
También
escribió el Apóstol tres epístolas: a la primera se le llama
Católica, ya que está dirigida a todos los otros cristianos,
particularmente a los que él convirtió, a quienes insta a la pureza
y santidad de vida, y a la precaución contra las artimañas de los
seductores.
Las
otras dos son breves y están dirigidas a determinadas personas: una
probablemente a la Iglesia local, y la otra a un tal Gayo, un
comedido instructor de cristianos. A lo largo de todos sus escritos,
impera el mismo inimitable espíritu de caridad. No es éste el lugar
para hacer referencias a las objeciones que se han hecho a la
afirmación de que San Juan sea el autor del cuarto Evangelio.
Predicando
la Verdad y el Amor
Los
más antiguos escritores hablan de la decidida oposición de San Juan
a las herejías de los ebionitas y a los seguidores del gnóstico
Cerinto. En cierta ocasión, según San Ireneo, cuando Juan iba a los
baños públicos, se enteró de que Cerinto estaba en ellos y
entonces se devolvió y comentó con algunos amigos que le
acompañaban: "¡Vámonos hermanos y a toda prisa, no sea que
los baños en donde está Cerinto, el enemigo de la verdad, caigan
sobre su cabeza y nos aplasten!".
Dice
San Ireneo que fue informado de este incidente por el propio San
Policarpio, el discípulo personal de San Juan. Por su parte,
Clemente de Alejandría relata que en cierta ciudad cuyo nombre
omite, San Juan vio a un brillante joven en la congregación y, con
el íntimo sentimiento de que mucho de bueno podría sacarse de él,
lo llevó a presentar al obispo a quien él mismo había consagrado.
"En presencia de Cristo y ante esta congregación, recomiendo
este joven a tus cuidados".
De
acuerdo con las recomendaciones de San Juan, el joven se hospedó en
la casa del obispo, quien le dio instrucciones, le mantuvo dentro de
la disciplina y a la larga lo bautizó y lo confirmó. Pero desde
entonces, las atenciones del obispo se enfriaron, el neófito
frecuentó las malas compañías, y acabó por convertirse en un
asaltante de caminos.
Transcurrió
algún tiempo, y San Juan volvió a aquella ciudad y pidió al
obispo: "Devuélveme ahora el cargo que Jesucristo y yo
encomendamos a tus cuidados en presencia de tu iglesia". El
obispo se sorprendió creyendo que se trataba de algún dinero que se
le había confiado, pero San Juan explicó que se refería al joven
que le había presentado y entonces el obispo exclamó: "¡Pobre
joven! Ha muerto".
"¿De
qué murió”, preguntó San Juan. "Ha muerto para Dios,
puesto que es un ladrón" , fue la respuesta.
Al
oír estas palabras, el anciano Apóstol pidió un caballo, y un guía
para dirigirse hacia las montañas donde los asaltantes de caminos
tenían su guarida. Tan pronto como se adentró por los tortuosos
senderos de los montes, los ladrones le rodearon y le apresaron.
"¡Para esto he venido!", gritó San Juan.
"¡Llevadme con vosotros!".
Al
llegar a la guarida, el joven renegado reconoció al prisionero y
trató de huir, lleno de vergüenza, pero Juan le gritó para
detenerle: "¡Muchacho!. ¿Por qué huyes de mí, tu padre,
un viejo y sin armas?. Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo
responderé por ti ante mi Señor Jesucristo y estoy dispuesto a dar
la vida por tu salvación. Es Cristo quien me envía".
El
joven escuchó estas palabras inmóvil en su sitio; luego bajó la
cabeza y, de pronto, se echó a llorar y se acercó a San Juan para
implorarle, según dice Clemente de Alejandría, una segunda
oportunidad. Por su parte, el Apóstol no quiso abandonar la guarida
de los ladrones hasta que el pecador quedó reconciliado con la
Iglesia.
Aquella
caridad que inflamaba su alma, deseaba infundirla en los otros de una
manera constante y afectuosa. Dice San Jerónimo en sus escritos que,
cuando San Juan era ya muy anciano, y estaba tan debilitado que no
podía predicar al pueblo, se hacía llevar en una silla a las
asambleas de los fieles de Efeso y siempre les decía estas mismas
palabras: "Hijitos míos, amaos entre vosotros . . .".
Alguna vez le preguntaron por qué repetía siempre la frase,
respondió San Juan: "Porque ése es el mandamiento del Señor y
si lo cumplís ya habréis hecho bastante".
San
Juan murió pacíficamente en Éfeso hacia el tercer año del reinado
de Trajano, es decir hacia el año cien de la era cristiana, cuando
tenía la edad de noventa y cuatro años, de acuerdo con San
Epifanio.
Según
los datos que nos proporcionan San Gregorio de Nissa, el Breviarium
sirio de principios del siglo quinto, y el Calendario de Cartago, la
práctica de celebrar la fiesta de San Juan el Evangelista
inmediatamente después de la de San Esteban, es antiquísima. En el
texto original del Hieronymianum, (alrededor del año 600 P.C.), la
conmemoración parece haber sido anotada de esta manera: "La
Asunción de San Juan el Evangelista en Éfeso y la ordenación al
episcopado de Santo Santiago, el hermano de Nuestro Señor y el
primer judío que fue ordenado obispo de Jerusalén por los
Apóstoles, y que obtuvo la corona del martirio en el tiempo de la
Pascua".
Era
de esperarse que en una nota como la anterior, se mencionaran juntos
a Juan y a Santiago, los hijos de Zebedeo; sin embargo, es evidente
que el Santiago a quien se hace referencia, es el otro, el hijo de
Alfeo.
La
frase "Asunción de San Juan", resulta interesante puesto
que se refiere claramente a la última parte de las apócrifas "Actas
de San Juan". La errónea creencia de que San Juan, durante los
últimos días de su vida en Efeso, desapareció sencillamente, como
si hubiese ascendido al cielo en cuerpo y alma, puesto que nunca se
encontró su cadáver, una idea que surgió sin duda de la afirmación
de que aquel discípulo de Cristo "no moriría", tuvo gran
difusión aceptación a fines del siglo II. Por otra parte, de
acuerdo con los griegos, el lugar de su sepultura en Efeso era bien
conocida, y aun famosa por los milagros que se obraban allí.
El
"Acta Johannis", que ha llegado hasta nosotros en forma
imperfecta y que ha sido condenada a causa de sus tendencias
heréticas, por autoridades en la materia tan antiguas como Eusebio,
Epifanio, Agustín y Toribio de Astorga, contribuyó grandemente a
crear una leyenda. De estas fuentes o, en todo caso, del pseudo
Abdías, procede la historia en base a la cual se representa con
frecuencia a San Juan con un cáliz y una víbora.
Se
cuenta que Aristodemus, el sumo sacerdote de Diana en Efeso, lanzó
un reto a San Juan para que bebiese de una copa que contenía un
líquido envenenado. El Apóstol tomó el veneno sin sufrir daño
alguno y, a raíz de aquel milagro, convirtió a muchos, incluso al
sumo sacerdote. En ese incidente se funda también sin
duda la costumbre popular que prevalece sobre todo en Alemania, de
beber la Johannis-Minne, la copa amable o poculum charitatis, con la
que se brinda en honor de San Juan. En los rituales medievales hay
numerosas fórmulas para ese brindis y para que, al beber la
Johannis-Minne, se evitaran los peligros, se recuperara la salud y se
llegará al cielo.
San
Juan es sin duda un hombre de extraordinaria personalidad, y al mismo
tiempo de profundidad mística. Al amarlo tanto, Jesús nos
enseña que esta combinación de virtudes debe ser el ideal del
hombre, es decir el requisito para un hombre plenamente hombre.
Esto
choca contra el modelo de hombre machista que es objeto de falsa
adulación en la cultura, un hombre preso de sus instintos
bajos. Por eso el arte tiende a representar a San Juan como
una persona suave, y, a diferencia de los demás Apóstoles, sin
barba.
Es
necesario recuperar a San Juan como modelo: El hombre capaz de
recostar su cabeza sobre el corazón de Jesús, y precisamente por
eso ser valiente para estar al pie de la cruz como ningún otro. Por
algo Jesús le llamaba "hijo del trueno". Quizás antes
para mal, pero una vez transformado en Cristo, para mayor gloria de
Dios.
Fuente
Bibliográfica: Vidas de los Santos de Butler, Vol. IV.
Juan,
hijo del Zebedeo
Benedicto XVI, audiencia general, 5 de julio, 2006
Zenit.org
Benedicto XVI, audiencia general, 5 de julio, 2006
Zenit.org
Queridos
hermanos y hermanas:
Dedicamos el encuentro de hoy a recordar a otro miembro muy importante del colegio apostólico: Juan, hijo de Zebedeo, y hermano de Santiago. Su nombre, típicamente hebreo, significa «el Señor ha dado su gracia».
Dedicamos el encuentro de hoy a recordar a otro miembro muy importante del colegio apostólico: Juan, hijo de Zebedeo, y hermano de Santiago. Su nombre, típicamente hebreo, significa «el Señor ha dado su gracia».
Estaba
arreglando las redes a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús
le llamó junto a su hermano (Cf. Mateo 4, 21; Marcos 1,19). Juan
forma siempre parte del grupo restringido que Jesús lleva consigo en
determinadas ocasiones. Está junto a Pedro y Santiago cuando Jesús,
en Cafarnaúm, entra en casa de Pedro para curar a su suegra (Cf.
Marcos 1, 29); con los otros dos sigue al Maestro en la casa del jefe
de la sinagoga, Jairo, cuya hija volverá a ser llamada a la vida
(Cf. Marcos 5, 37); le sigue cuando sube a la montaña para ser
transfigurado (Cf. Marcos 9, 2); está a su lado en el Monte de los
Olivos cuando ante el imponente Templo de Jerusalén pronuncia el
discurso sobre el fin de la ciudad y del mundo (Cf. Marcos 13, 3); y,
por último, está cerca de él cuando en el Huerto de Getsemaní se
retira para orar con el Padre, antes de la Pasión (Cf. Marcos 14,
33). Poco antes de Pascua, cuando Jesús escoge a dos discípulos
para preparar la sala para la Cena, les confía a él y a Pedro esta
tarea (Cf. Lucas 22,8).
Esta posición de relieve en el grupo de los doce hace en cierto sentido comprensible la iniciativa que un día tomó su madre: se acercó a Jesús para pedirle que sus dos hijos, Juan y Santiago, pudieran sentarse uno a su derecha y el otro a su izquierda en el Reino (Cf. Mateo 20, 20-21).
Esta posición de relieve en el grupo de los doce hace en cierto sentido comprensible la iniciativa que un día tomó su madre: se acercó a Jesús para pedirle que sus dos hijos, Juan y Santiago, pudieran sentarse uno a su derecha y el otro a su izquierda en el Reino (Cf. Mateo 20, 20-21).
Como
sabemos, Jesús respondió planteando a su vez un interrogante:
preguntó si estaban dispuestos a beber el cáliz que él mismo
estaba a punto de beber (Cf. Mateo 20, 22). Con estas palabras quería
abrirles los ojos a los dos discípulos, introducirles en el
conocimiento del misterio de su persona, y esbozarles la futura
llamada a ser sus testigos hasta la prueba suprema de la sangre.
Poco
después, de hecho, Jesús aclaró que no había venido a ser servido
sino a servir y a dar la vida en rescate de la multitud (Cf. Mateo
20, 28). En los días sucesivos a la resurrección, encontramos a los
«hijos del Zebedeo» pescando junto a Pedro y a otros más en una
noche sin resultados. Tras la intervención del Resucitado, vino la
pesca milagrosa: «el discípulo a quien Jesús amaba» será el
primero en reconocer al «Señor» y a indicárselo a Pedro (Cf. Juan
21, 1-13).
Dentro de la Iglesia de Jerusalén, Juan ocupó un puesto importante en la dirección del primer grupo de cristianos. Pablo, de hecho, le coloca entre quienes llama las «columnas» de esa comunidad (Cf. Gálatas 2, 9). San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, le presenta junto a San Pedro mientras van a rezar al Templo (Hechos 3, 1-4.11), o cuando se presentan ante el Sanedrín para testimoniar su fe en Jesucristo (Cf. Hechos 4, 13.19). Junto con San Pedro recibe la invitación de la Iglesia de Jerusalén a confirmar a los que acogieron el Evangelio en Samaria, rezando sobre ellos para que recibieran el Espíritu Santo (Cf. Hechos 8, 14-15).
Dentro de la Iglesia de Jerusalén, Juan ocupó un puesto importante en la dirección del primer grupo de cristianos. Pablo, de hecho, le coloca entre quienes llama las «columnas» de esa comunidad (Cf. Gálatas 2, 9). San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, le presenta junto a San Pedro mientras van a rezar al Templo (Hechos 3, 1-4.11), o cuando se presentan ante el Sanedrín para testimoniar su fe en Jesucristo (Cf. Hechos 4, 13.19). Junto con San Pedro recibe la invitación de la Iglesia de Jerusalén a confirmar a los que acogieron el Evangelio en Samaria, rezando sobre ellos para que recibieran el Espíritu Santo (Cf. Hechos 8, 14-15).
En
particular, hay que recordar lo que dice, junto a Pedro, ante el
Sanedrín, durante el proceso: «No
podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído»
(Hechos 4, 20). Esta franqueza para confesar su propia fe queda como
un ejemplo, y una advertencia para todos nosotros para que estemos
dispuestos a declarar con decisión nuestra inquebrantable adhesión
a Cristo, anteponiendo la fe a todo cálculo humano o interés.
Según la tradición, Juan es «el discípulo predilecto», que en el cuarto Evangelio coloca la cabeza sobre el pecho del Maestro durante la Última Cena (Cf. Juan 13, 21), se encuentra a los pies de la Cruz junto a la Madre de Jesús (Cf. Juan 19, 25) y, por último, es testigo tanto de la tumba vacía como de la misma presencia del Resucitado (Cf. Juan 20, 2; 21, 7).
Según la tradición, Juan es «el discípulo predilecto», que en el cuarto Evangelio coloca la cabeza sobre el pecho del Maestro durante la Última Cena (Cf. Juan 13, 21), se encuentra a los pies de la Cruz junto a la Madre de Jesús (Cf. Juan 19, 25) y, por último, es testigo tanto de la tumba vacía como de la misma presencia del Resucitado (Cf. Juan 20, 2; 21, 7).
Sabemos
que esta identificación hoy es discutida por los expertos, pues
algunos de ellos ven en él al prototipo del discípulo de Jesús.
Dejando que los exégetas aclaren la cuestión, nosotros nos
contentamos con sacar una lección importante para nuestra vida: el
Señor desea hacer de cada uno de nosotros un discípulo que vive una
amistad personal con Él. Para
realizar esto no es suficiente seguirle y escucharle exteriormente;
es necesario también vivir con Él y como Él.
Esto sólo
es posible en el contexto de una relación de gran familiaridad,
penetrada por el calor de una confianza total. Es lo que sucede entre
amigos: por este motivo, Jesús dijo un día: «Nadie tiene mayor
amor que el que da su vida por sus amigos… No os llamo ya siervos,
porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a
conocer». (Juan 15, 13. 15).
En los apócrifos «Hechos de Juan» el apóstol, no se le presenta como fundador de Iglesias, ni siquiera como guía de una comunidad constituida, sino como un itinerante continuo, un comunicador de la fe en el encuentro con «almas capaces de esperar y de ser salvadas» (18, 10; 23, 8). Le empuja el deseo paradójico de hacer ver lo invisible. De hecho, la Iglesia oriental le llama simplemente «el Teólogo», es decir, el que es capaz de hablar en términos accesibles de las cosas divinas, revelando un arcano acceso a Dios a través de la adhesión a Jesús.
El culto de Juan apóstol se afirmó a partir de la ciudad de Éfeso, donde según una antigua tradición, habría vivido durante un largo tiempo, muriendo en una edad extraordinariamente avanzada, bajo el emperador Trajano. En Éfeso, el emperador Justiniano, en el siglo VI, construyó en su honor una gran basílica, de la que todavía quedan imponentes ruinas. Precisamente en Oriente gozó y goza de gran veneración. En los iconos bizantinos se le representa como muy anciano, según la tradición murió bajo el emperador Trajano-- y en intensa contemplación, con la actitud de quien invita al silencio.
De hecho, sin un adecuado recogimiento no es posible acercarse al misterio supremo de Dios y a su revelación. Esto explica por qué, hace años, el patriarca ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, a quien el Papa Pablo VI abrazó en un memorable encuentro, afirmó: «Juan se encuentra en el origen de nuestra más elevada espiritualidad. Como él, los "silenciosos" conocen ese misterioso intercambio de corazones, invocan la presencia de Juan y su corazón se enciende» (O. Clément, «Dialoghi con Atenagora», Torino 1972, p. 159).
En los apócrifos «Hechos de Juan» el apóstol, no se le presenta como fundador de Iglesias, ni siquiera como guía de una comunidad constituida, sino como un itinerante continuo, un comunicador de la fe en el encuentro con «almas capaces de esperar y de ser salvadas» (18, 10; 23, 8). Le empuja el deseo paradójico de hacer ver lo invisible. De hecho, la Iglesia oriental le llama simplemente «el Teólogo», es decir, el que es capaz de hablar en términos accesibles de las cosas divinas, revelando un arcano acceso a Dios a través de la adhesión a Jesús.
El culto de Juan apóstol se afirmó a partir de la ciudad de Éfeso, donde según una antigua tradición, habría vivido durante un largo tiempo, muriendo en una edad extraordinariamente avanzada, bajo el emperador Trajano. En Éfeso, el emperador Justiniano, en el siglo VI, construyó en su honor una gran basílica, de la que todavía quedan imponentes ruinas. Precisamente en Oriente gozó y goza de gran veneración. En los iconos bizantinos se le representa como muy anciano, según la tradición murió bajo el emperador Trajano-- y en intensa contemplación, con la actitud de quien invita al silencio.
De hecho, sin un adecuado recogimiento no es posible acercarse al misterio supremo de Dios y a su revelación. Esto explica por qué, hace años, el patriarca ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, a quien el Papa Pablo VI abrazó en un memorable encuentro, afirmó: «Juan se encuentra en el origen de nuestra más elevada espiritualidad. Como él, los "silenciosos" conocen ese misterioso intercambio de corazones, invocan la presencia de Juan y su corazón se enciende» (O. Clément, «Dialoghi con Atenagora», Torino 1972, p. 159).
Que el
Señor nos ayude a ponernos en la escuela de San Juan para aprender
la gran lección del amor, de manera que nos
sintamos amados por Cristo «hasta el final» (Juan 13, 1) y gastemos
nuestra vida por Él.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
Oración:
Te pedimos Señor, que por los méritos e intercesión de San Juan
Evangelista, sepamos hacer siempre un momento de silencio cada día,
y así poder escuchar tus divinas inspiraciones que tienes para
nuestra Vida. A Tí Señor, que siempre buscaste un momento de
soledad para orar al Padre y Vives por Siempre. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario