Segunda
Feria, 10 de junio
BEATO
JUAN DOMINICI
Cardenal
y Arzobispo de Croacia
(†
1420)
“El
hombre tiene un alma generosa, y se deja convencer más fácilmente
por la dulzura, que por el rigor”
Breve
Juan
Domínici fué un cardenal insigne, cuya labor hace recordar, la del
cardenal Carlos Borromeo, un siglo después, por su exquisita
diplomacia, y poderoso sentido común, en medio de un tormentoso
momento, cual fué el Cisma de Occidente, con tres Papas en
discordia. Su decisiva intervención personal, ayudó a poner fin de
manera pacífica, a la controversia.
Juan
Domínici vió con claridad, la peligrosidad de las doctrinas de Jan
Hus en Bohemia, y de Juan Wiclef de Inglaterra. Ambos cuestionaban la
autoridad eclesiástica y del Papado; y en particular el segundo,
negaba además la transustanciación de la Eucaristía. Fueron los
precursores, cien años antes, del Protestantismo.
La
venta de indulgencias, y el lujo en el estilo de vida en Roma,
ayudaron indudablemente a su germinación. Los violentos e
inaceptables hechos posteriores, como la ejecución de Jan Hus en la
hoguera, y luego la quema de los restos mortales de Wiclef,
convencieron a muchos en aquellas regiones, de tomar el equivocado
camino del Cisma Protestante, tiempo después. Por estos hechos, el
Papa Paulo VI pidió perdón, luego del Concilio Vaticano II.
Por
eso, la labor diplomática, perseverante y pacífica de este santo,
fué muy importante, en tiempos de enorme confusión y violencia.
Es
importante recordar, que los católicos creemos en tres cuestiones
decisivas, respecto a la Eucaristía. Primero, creemos que el
Pan y el Vino, se transforman en el Cuerpo y
la Sangre del Divino Maestro, en el acto de la
consagración. Muchos milagros eucarísticos así lo corroboran a lo
largo de los siglos – Lanciano y Santarem entre otros -. Segundo,
creemos en la presencia real y completa de Jesucristo, en todas y
cada una de las hostias consagradas, y del vino consagrado. Y
Tercero, el del Sacrificio por el cual Cristo renueva su
Pasión y Muerte, en el acto de la Consagración, por lo cual
mediante la participación activa en la Eucaristía, llevando a
nuestro interior, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nos libera de
nuestros pecados, y nos hace partícipes de los gozos divinos.
Por
todo esto luchó Juan Domínici.
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JOSÉ
LUIS GAGO, O. P.
¡Ignorante
y tartamudo!. No son éstas, padre prior, las mejores cualidades para
un dominico.
Y
Juan fue rechazado. Aquella noche, Paula y Domingo, lamentaron su
pobreza. Su hijo era un obrero, y cualquier otra aspiración
fracasaría, por la escasez de medios económicos. Aquel muchacho,
tendría que continuar partiendo el pan áspero, con sus duras manos.
Sin
embargo, en aquel hogar pobre, ardía una llama inextinguible y
poderosa: Dios. Y lo llenaba todo, y todo lo envolvía y
transformaba. El trabajo duro y necesario, era un paréntesis que se
abría de madrugada, en la iglesia de los dominicos de Santa
María-Novella, y se cerraba allí mismo con la tarde.
Su
carácter viril, y la voz de Dios vitalmente sentida, le determinan a
pedir nuevamente, el ingreso en la Orden de Predicadores. Los Padres
comprendieron, que aquel joven tenía en su vida, un camino único,
que nacía allí, en Santa María-Novella. Y sin querer parar mientes
en su aspecto rústico, y la torpeza de su decir, Juan fue admitido.
El
año de noviciado fue una línea ascendente: desde los primeros días,
en que su estilo torpe, constituía motivo para la sonrisa vana,
hasta el respeto y la admiración por el hombre esforzado, y por el
religioso entregado a Dios plenamente.
El
silencio, la oración, el ascetismo de su vida, la amabilidad
entregada, el amor absoluto a Dios y a los suyos, constituyeron la
meta ganada, con la gracia de Dios, y el esfuerzo continuo y
vigilante. Desde el principio, dio con la clave, que transforma lo
mínimo e insignificante. El detalle delicado, la palabra
cálida, el gesto y la mirada reprochando dulcemente, todo habla de
amor.
La
observancia exacta, la rúbrica sentida, la disciplina cruel, el
sueño domeñado, y la entrega absoluta y sencilla, todo habla de
amor. Y Dios con él, impulsando aquel brío irresistible. Fray
Juan tenía una misión difícil en la Orden: vitalizar la
observancia. Por eso, convenía que él probase, hasta
dónde puede el hombre, y en qué punto ha de esperar.
La
profesión constituyó para él, la autonomía de la austeridad y de
la exigencia. Frecuentemente era pan y agua,
su única refacción. Dormía escasamente sobre un saco, y vestía
muy pobremente, pero con limpieza.
El
estudio, tan sagrado en la Orden de Predicadores, constituyó su
pasión. Hombre inteligente y fino, terminó la carrera, siendo
propuesto para graduarse académicamente. Renunció, sin
embargo. Se lo sugirió una humildad sencilla y cierta.
La
fatiga del estudio busca compensaciones. Fray
Juan es artista. Y llenará los libros corales, con sus delicadas y
sugestivas miniaturas. Así comenzó su predicación. El dibujo
cariñoso y sugerente de la vida de Cristo, y sus milagros, orientaba
la salmodia hacia la meditación. Esta preocupación por el arte, al
servicio de Dios, le acompañará más tarde, a los conventos que
visite y funde.
Con
la ordenación sacerdotal, el amor a las almas, culmina en un anhelo
impetuoso por la predicación. Sólo una pena ensombrece el gozo de
su vida. Su lengua sigue torpe y ridícula. Estando en Siena, le
invadió la tristeza. Se sintió inútil. Lloró. Las lágrimas
dieron transparencia a su mirada, y aquella noche se arrodilló, ante
una imagen de Santa Catalina. Y le pidió un milagro. Se lo exigió
por amor de Dios, y el prodigio se realizó. Su lengua se torna ágil
y expedita.
Florencia
girará en torno, de este extraordinario y súbito predicador. Su
ciencia, su prodigiosa memoria, su pasión avasalladora y serena, se
conjugan en un decir limpio y cautivador. Predicará durante muchas
Cuaresmas en Florencia. Habrá días que suba al púlpito, cinco y
seis veces.
Nunca
el cansancio en él. Siempre el interés en los que le escuchan. "El
hombre tiene un alma generosa, y se deja convencer más fácilmente,
por la dulzura que por el rigor". Eso dijo, y así
obró. Recorre las principales ciudades, y villas de Italia. Censura
los vicios con un patetismo profético, e invita a los pueblos a una
renovación de la vida cristiana.
El
flagelo en su palabra, suscita el rencor, hasta el punto de ser
amenazado con el exilio. Por amor a la paz, abandona Venecia, y se
retira a Florencia. Allí conjuga el aislamiento monástico, con la
predicación cíclica, en los tiempos litúrgicos. San Vicente
Ferrer, renuncia a predicar en Florencia: "¿A quién queréis
oír, teniendo al padre Juan Domínici?".
Una
idea le obsesiona: la restauración de los
conventos. La terrible peste de 1348, y los cinco años
siguientes, arrasaron a los monasterios. El de Santa María-Novella,
vio morir en cuatro meses, a setenta de sus frailes. Los
supervivientes se retraían, y se sentían incapaces del rigor
primitivo. Juan Dominici predicaba. Los jóvenes eran su presa.
Necesitaba muchachos generosos y decididos, y los tuvo en gran
número, después de su predicación.
Acepta
el priorato de varios conventos, con el ánimo de imponer la reforma
ansiada. La labor es dura y surge la oposición. Santo Domingo de
Venecia, el convento de Cittá di Castello, el de Fabriano y otros,
recibieron el impulso de su espíritu emprendedor.
Posteriormente,
es elegido vicario general, de los conventos observantes, en los
Estados de Venecia, y de la provincia romana. Ha llegado el momento.
Comprende que la labor es áspera y lenta.
Por
eso, dedica su vitalidad y esfuerzo, a la creación de una Casa de
noviciados. Es la clave. Que
el espíritu y la vida no se improvisan.
Es preciso nacer y respirarlo, para que se haga sangre en cada uno.
Con este fin, nació el convento de Cortona, situado en un paraje
delicioso, donde el clima y el cielo, empujan hacia Dios.
Las
religiosas, pensó el padre Juan, están íntimamente vinculadas a
nuestra vida dominicana. Con este convencimiento, restauró el
convento del Corpus Domini, y el de San Pedro Mártir, de Florencia.
En este monasterio, su anciana madre, terminó sus días. La labor
tenía sólidas bases.
Una
labor gigantesca, exige un hombre fabuloso. El cisma de Occidente
estaba enconado. A la muerte de Inocencio VII, es elegido Gregorio
XII. Éste y Benedicto XIII, pudieron llegar a un acuerdo, e
intentaron reunirse en Saona. Tal entrevista no llegó a realizarse.
Siete
cardenales de Gregorio XII, le abandonan. Lo mismo le sucede a
Benedicto XIII. Ambos grupos convocan a un concilio general en Pisa,
y allí eligen como nuevo antipapa, a Pedro Philargi, que toma el
nombre de Alejandro V. A éste sucede el antipapa Juan XXIII.
La
labor diplomática del padre Juan Dominici, en el cónclave de
elección de Gregorio XII fue tal, que el nuevo Papa, a quien hizo
prometer la renuncia al Papado, en el momento conveniente, le mantuvo
junto a sí. Fue elegido arzobispo de la antigua Ragusa - (Dubrovnik,
Croacia) - , y posteriormente cardenal. La crítica se cebará en él.
"Acepto esta dignidad, como Cristo
aceptó su corona de espinas”.
Gregorio
XII le envía a Alemania, para tratar con el emperador Segismundo, el
modo de terminar con el funesto cisma. Fiel a Gregorio, le convence
de la urgencia de renunciar a la dignidad papal, por el bien de la
Iglesia. Por fin, el Papa convoca el concilio de Constanza, en el que
los tres papas, renunciarán a su pretendida dignidad.
Juan
XXIII promete su asistencia. Benedicto XIII anuncia un representante
suyo, y Gregorio XII delega en Juan Dominici, quien con la
renuncia escrita, envolverá hábilmente a los presuntos papas.
Anuncia que Gregorio XII abdicará, si los otros dos lo hacen
igualmente. Juan XXIII aceptó. Fue el momento, en que Juan Domínici
leyó con gran emoción, la renuncia escrita de Gregorio.
La
huida de Juan XXIII, y la rebeldía de Benedicto XIII, fueron
suficiente razón para que aquellos hombres perdieran el prestigio.
Juan
Domínici convoca nuevamente el concilio, en nombre de Gregorio XII,
y el 11 de noviembre de 1417, es elegido verdadero papa Martín V.
Pero antes, un gesto generoso de Juan Dominici, emocionó a los
cardenales.
Él,
que había aceptado la púrpura cardenalicia, para el bien de la
Iglesia, renuncia ahora a ella humildemente. Ahora su labor parecía
ya terminada. Despojándose de los distintivos, fue a sentarse entre
los obispos. Aquel gesto, hizo que los cardenales volvieran a
incorporarle, al Sacro Colegio.
La
unión anhelada ha sido conseguida. El prestigio de Juan Dominici no
disminuye, como tampoco se apaga, su dinamismo y su trabajo, por el
bien de la Iglesia. Ahora es el encargo de extender, en los reinos
del Norte, los decretos del concilio, y vencer las herejías de
Wiclef y de Hus. Acompaña a Martín V, hasta su nombramiento de
legado apostólico, en Hungría y Bohemia.
Cuando
trabajaba en el proyecto, de una grandiosa obra apostólica, y de
evangelización de aquellos reinos, el Señor le llamó cariñosamente
a su gozo.
Murió
a los setenta años, el día 10 de junio de 1420, en plenitud de vida
y santidad, dedicado con entusiasmo juvenil, a la salvación de los
hombres.
Él
ha muerto. Ahí quedaba su obra, su testimonio, su martirio, su
figura como un hito sublime. Murió un hombre perfecto, un religioso
terminado, un dominico íntegro. Un santo. Que al fin, fue su máxima
obra.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que has bendecido a San
Juan Domínici, con el fuego amoroso de tu Amor Inextinguible, haz
que nosotros podamos participar de él, y gozar junto al amado
Cardenal, de estas bendiciones a lo largo de nuestra vida en la
Tierra. A Tí Señor, que nos saludaste siempre, en el tiempo
Pascual, con saludo de la Paz. Amén.
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