domingo, 23 de junio de 2019


Domingo 23 de Junio

Solemnidad de Corpus Christi


Corpus Christi: "Cuerpo de Cristo", en latín
¡Oh banquete precioso y admirable!” -Santo Tomas de Aquino

Señor, si quieres, y Tú quieres siempre, puedes curarme”

No podemos tener, verdadera comunión con Cristo, si estamos divididos entre nosotros, si nos odiamos, y si no estamos dispuestos a reconciliarnos”

La comunión eucarística, es siempre también, comunión entre nosotros” - P. Raniero Cantalamessa

Breve
Esta fiesta, conmemora la institución, de la Santa Eucaristía del Jueves Santo, con el fin de tributarle a la Eucaristía, un culto público y solemne de adoración, amor y gratitud. Por eso, se celebraba en la Iglesia Latina, el jueves después, del domingo de la Santísima Trinidad. En los Estados Unidos, y en otros países, la solemnidad, se celebra el domingo, después del domingo de la Santísima Trinidad.

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Introducción
La Solemnidad de Corpus Christi, se remonta al siglo XIII. Dos eventos extraordinarios, contribuyeron a la institución de la fiesta: Las visiones de Santa Juliana de Mont Cornillon, y El milagro Eucarístico de Bolsena/Orvieto.

Urbano IV, amante de la Eucaristía, publicó la bula “Transiturus”, el 8 de septiembre de 1264, en la cual, después de haber ensalzado, el amor de nuestro Salvador, expresado en la Santa Eucaristía, ordenó que se celebrara la solemnidad de “Corpus Christi”, en el día jueves, después del domingo de la Santísima Trinidad, y al mismo tiempo, otorgando muchas indulgencias a todos los fieles, que asistieran a la Santa Misa y al Oficio.

Este oficio, compuesto por el doctor angélico, Santo Tomás de Aquino, por petición del Papa, es uno de los más hermosos en el breviario Romano, y ha sido admirado aun por los protestantes.

La muerte del Papa Urbano IV, (el 2 de octubre de 1264), un poco después de la publicación del decreto, obstaculizó que se difundiera la fiesta. La fiesta fue aceptada en Cologne en 1306. El Papa Clemente V, tomó el asunto en sus manos, y en el concilio general de Viena (1311), ordenó una vez más, la adopción de esta fiesta. Publicó un nuevo decreto, incorporando el de Urbano IV. Juan XXII, sucesor de Clemente V, instó a su observancia.

Procesiones. Ninguno de los decretos, habla de la procesión con el Santísimo, como un aspecto de la celebración. Sin embargo, estas procesiones fueron dotadas de indulgencias, por los Papas Martín quinto y Eugenio cuarto, y se hicieron bastante comunes, a partir del siglo catorce.

El Concilio de Trento, declara que muy piadosa y religiosamente, fue introducida en la Iglesia de Dios, la costumbre que todos los años, en un determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento, con singular veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente, sea llevado en procesión, por las calles y lugares públicos.

En esto, los cristianos atestiguan su gratitud y recuerdo, por tan inefable, y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente, la victoria y triunfo, de la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Juan Pablo II ha exhortado, a que se renueve la costumbre, de honrar a Jesús en este día, llevándolo en solemnes procesiones.

En la Iglesia griega, la fiesta de Corpus Christi, es conocida en los calendarios de los sirios, armenios, coptos, melquitas, y los rutinios de Galicia, Calabria y Sicilia.

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Santa Juliana de Mont Cornillon, y la fiesta de Corpus Christi

La santa nace en Retines, cerca de Liège, Bélgica, en el año 1193. Quedó huérfana muy pequeña, y fue educada por las monjas Agustinas en Mont Cornillon.

Cuando creció, hizo su profesión religiosa, y más tarde, fue superiora de su comunidad. Por diferentes intrigas, tuvo que irse del convento. Murió el 5 de abril de 1258, en la casa de las monjas Cistercienses en Fosses, y fue enterrada en Villiers.

Juliana, desde joven, tuvo una gran veneración al Santísimo Sacramento. Y siempre añoraba, que se tuviera una fiesta especial en su honor. Este deseo, se dice haberse intensificado, por una visión que ella tuvo de la Iglesia, bajo la apariencia de luna llena, con una mancha negra, que significaba la ausencia de esta solemnidad.

Ella comunicó esta visión a Roberto de Thorete, el entonces obispos de Liège; también al docto Dominico Hugh, más tarde cardenal legado de los Países Bajos; a Jacques Pantaleón, en ese tiempo, archidiácono de Liège, después obispo de Verdun; al Patriarca de Jerusalén, y finalmente al Papa Urbano IV.

El obispo Roberto, se impresionó favorablemente, y como en ese tiempo, los obispos tenían el derecho, de ordenar fiestas para sus diócesis, invocó un sínodo en 1246, y ordenó que la celebración, se tuviera el año entrante; también el Papa, ordenó que un monje de nombre Juan, debía escribir el oficio, para esa ocasión. El decreto está preservado en Binterim (Denkwürdigkeiten, V.I. 276), junto con algunas partes del oficio.

El obispo Roberto, no vivió, para ver la realización de su orden, ya que murió el 16 de octubre de 1246, pero la fiesta se celebró por primera vez, con los cánones de San Martín en Liège. Jacques Pantaleón, llegó a ser Papa, el 29 de agosto de 1261.

La ermitaña Eva, con quien Juliana había pasado un tiempo, y quien también era ferviente adoradora de la Santa Eucaristía, le insistió a Enrique de Guelders, obispo de Liège, a que pidiera al Papa, que extendiera la celebración, al mundo entero.

Bibliografía
La Enciclopedia Católica, volumen 4, y otras fuentes.

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El Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Solemnidad

«¡Oh banquete precioso y admirable!»

De las obras de Santo Tomás de Aquino, presbítero.
Opúsculo 57, en la fiesta del Cuerpo de Cristo, lect. 1-4

El Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipe de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que hecho hombre, divinizase a los hombres.

Además, entregó por nuestra salvación, todo cuanto tomó de nosotros. Porque por nuestra reconciliación, ofreció sobre el altar de la cruz, su cuerpo como víctima a Dios, su Padre, y derramó su sangre, como precio de nuestra libertad, y como baño sagrado que nos lava, para que fuésemos liberados de una miserable esclavitud, y purificados de todos nuestros pecados.

Pero, a fin de que guardásemos por siempre en nosotros, la memoria de tan gran beneficio, dejó a los fie­les, bajo la apariencia de pan y de vino, su cuerpo, para que fuese nuestro alimento, y su sangre, para que fuese nuestra bebida.

¡Oh banquete precioso y admirable, banquete saludable, y lleno de toda suavidad!. ¿Qué puede haber, en efecto, más precioso que este banquete, en el cual no se nos ofrece, para comer, la carne de becerros, o de machos cabríos, como se hacía antiguamente bajo la ley, sino al mismo Cristo, verdadero Dios?.

No hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él, se borran los pecados, se aumentan las virtudes, y se nutre el alma, con la abundancia de todos los dones espirituales.

Se ofrece en la Iglesia, por los vivos y por los difuntos, para que a todos aproveche, ya que ha sido establecido, para la salvación de todos.

Finalmente, nadie es capaz de expresar, la suavidad de este sacramento, en el cual gustamos, la suavidad espiritual en su misma fuente, y celebramos la memoria, del inmenso y sublime amor, que Cristo mostró en su pasión.

Por eso, para que la inmensidad de este amor, se imprimiese más profundamente, en el corazón de los fieles, en la última cena, cuando después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento, como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento, de las antiguas figuras, y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos, como singular consuelo, en las tristezas de su ausencia.

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«Esta es mi sangre, derramada por vosotros»
- San Juan Crisóstomo

Los amantes de este mundo, demuestran su generosidad dando dinero, vestidos, regalos diversos; nadie da su sangre; Cristo la da, y demuestra así la ternura que nos tiene, y el ardor de su amor. Bajo la antigua Ley, Dios aceptaba recibir, la sangre de los sacrificios; pero era para impedir, que su pueblo la ofreciera a los ídolos, y ya era prueba de un amor muy grande. Pero Cristo, cambió este rito; la víctima no es la misma: es Él mismo, el que se ofrece en sacrificio.

"¿El pan que partimos, no es la comunión con el cuerpo del Cristo?" (1Co 10,16)... ¿Qué es este pan?. El cuerpo de Cristo. ¿En qué se convierten, los que comulgan?. En el cuerpo de Cristo: no una multitud de cuerpos, sino un cuerpo único.

Lo mismo que el pan, compuesto de tantos granos de trigo, es un solo pan, donde los granos desaparecen, y lo mismo que los granos subsisten allí, pero es imposible distinguirlos, en la masa tan bien unida, así nosotros todos, unidos con Cristo, no somos más que uno... ¿Ahora, si todos nosotros participamos del mismo pan, y si todos estamos unidos entre nosotros, con Cristo, por qué no mostramos el mismo amor?. ¿Por qué no nos hacemos uno, en esto también?.

Así era al principio: "la multitud de los creyentes, tenían un sólo corazón, y una sola alma" (Hch. 4, 32)... Cristo vino a buscarte a tí que estabas lejos de Él, para unirse a tí; ¿y tú, no quieres ser uno con tu hermano?... ¡Te separas violentamente de él, después de haber conseguido del Señor, una gran prueba de Amor y de Vida!.

En efecto, no sólo dio su cuerpo, sino que como nuestra carne, arrastrada por tierra, había perdido la vida, y había muerto por el pecado, introdujo en ella, por así decirlo, otra sustancia, como un fermento: su propia carne, su carne de la misma naturaleza que la nuestra, pero exenta de pecado, y llena de vida. Y nos la dio a todos, con el fin de que alimentados en este banquete, con esta nueva carne, pudiéramos entrar en la vida inmortal.

San Juan Crisóstomo (v. 345-407), Doctor de la Iglesia. Homilía 24 sobre la 1ª carta a los Corintios, 2; PG 61, 199

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SOLEMNIDAD DEL SANTISIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO
LECTURAS DEL DÍA

PRIMERA LECTURA

Te alimentó con el maná, que tú no conocías, ni conocieron tus padres

Lectura del libro del Deuteronomio 8, 2-3. 14b-16a

Moisés habló al pueblo diciendo: el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba, y conocer tus intenciones: para saber si guardas sus preceptos, o no.

Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que tú no conocías, ni conocieron tus padres, para enseñarte, que no sólo vive el hombre de pan, sino de todo cuanto sale, de la boca de Dios.

No te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer, aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que sacó agua para ti, de una roca de pedernal; que te alimentó en el desierto, con un maná que no conocían tus padres.»

Palabra de Dios.

Salmo responsorial
Sal 147, 12-13. 14-15. 19-20 (R.: 12a)
R. Glorifica al Señor, Jerusalén.

Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión: que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos, dentro de ti. R.

Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina. Él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz. R.

Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos. R.

SEGUNDA LECTURA

El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo

Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios 10, 16-17

Hermanos:
El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión, con la sangre de Cristo?. Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?.

El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, puesto-que comemos todos, del mismo pan.

Palabra de Dios.

Aleluya Jn 6, 51

EVANGELIO

Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo -dice el Señor-; el que coma de este pan, vivirá para siempre.

Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida

Lectura del Santo Evangelio, según San Juan 6, 51-58

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:

-«Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo; el que coma de este pan, vivirá para siempre. Y el pan que yo daré, es mi carne para la vida del mundo.»

Disputaban los judíos entre sí:
-«¿Cómo puede éste, darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo:

-«Os aseguro, que si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne, y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.

Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne, y bebe mi sangre, habita en mí, y yo en él.

El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come, vivirá por mí.

Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan, vivirá para siempre. »


Palabra de Dios

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MEDITACIONES SOBRE LA EUCARISTIA

Colección Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal

SEÑOR JESUS, LIMPIAME...”

- La entrega de Cristo en la Cruz, renovada en la Eucaristía, purifica nuestras flaquezas.

- Jesús en Persona, viene a curarnos, a consolarnos, a darnos fuerzas.

- La Humanidad Santísima de Cristo en la Eucaristía.

I. Pie pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine... Señor Jesús, bondadoso pelícano, a mí, inmundo, límpiame con tu sangre, de la que una sola gota, puede salvar de todos los crímenes, al mundo entero (1).

Cuenta una vieja leyenda, que el pelícano devolvía la vida a sus hijos muertos, hiriéndose a sí mismo, y rociándolos con su sangre (2). Esta imagen fue aplicada, desde muy antiguo, a Jesucristo por los cristianos. Una sola gota de la Sangre Santísima de Jesús, derramada en el Calvario, hubiera bastado para reparar, por todos los crímenes, odios, impurezas, envidias, de todos los hombres de todos los tiempos, de los pasados, y de los que han de venir.

Pero Cristo quiso más: derramó hasta la última gota de su Sangre, por la humanidad, y por cada hombre, como si sólo hubiera existido Él en la tierra: ... éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros, y por todos los hombres, para el perdón de los pecados, dirá Jesús en la Última Cena, y repite cada día, el sacerdote en la Santa Misa, renovando este sacrificio del Señor, hasta el fin de los tiempos.

Al día siguiente, en el Calvario, cuando había ya entregado su vida al Padre, uno de los soldados, le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua (3), la última que le quedaba. Los Padres de la Iglesia, ven brotar los sacramentos, y la misma vida de la Iglesia, de este costado abierto de Cristo: “Oh muerte queda vida a los muertos! -exclama San Agustín-. ¿Qué cosa más pura que esta sangre?. ¿Qué herida más saludable que ésta?” (4). Por ella somos sanados.

Santo Tomás de Aquino, comentando este pasaje del Evangelio, resalta que San Juan, señala de un modo significativo, aperuit, non vulneravit, que abrió el costado, no que lo hirió, “porque por este costado, se abrió para nosotros, la puerta de la vida eterna” (5). Todo esto ocurrió -afirma el Santo en el mismo lugar- para mostrarnos, que a través de la Pasión de Cristo, conseguimos el lavado de nuestros pecados y manchas.

Los judíos consideraban, que en la sangre estaba la vida. Jesús derrama su sangre por nosotros, entrega su vida por la nuestra. Ha demostrado su amor por nosotros, al lavarnos de nuestros pecados, con su propia sangre, y resucitarnos a una vida nueva (6).

San Pablo afirma, que Jesús fue expuesto públicamente, por nosotros en la Cruz: colgaba allí, como un anuncio, para llamar la atención, de todo el que pasara delante. Para llamar nuestra atención. Por eso, le decimos hoy, en la intimidad de la oración: Señor Jesús, bondadoso pelícano, a mí, inmundo, que me encuentro lleno de flaquezas, límpiame con tu sangre.

II. El Señor, viene en la Sagrada Eucaristía como Médico, para limpiar y sanar las heridas, que tanto daño hacen al alma. Cuando hemos ido a visitarlo, nos purifica su mirada desde el Sagrario. Pero cada día, si queremos, hace mucho más: viene a nuestro corazón, y lo llena de gracias.

Antes de comulgar, el sacerdote nos presenta la Sagrada Forma, y nos repite unas palabras, que recuerdan las que el Bautista, dijo al oído de Juan y de Andrés, señalando a Jesús que pasaba: Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Y los fieles, responden con aquellas otras, del centurión de Cafarnaún, llenas de fe y de amor: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”.

En aquella ocasión, Jesús se limitó a curar a distancia, al siervo de este gentil, lleno de una fe grande. Pero en la Comunión, a pesar de que le decimos a Jesús, que no somos dignos, que nunca tendremos el alma, suficientemente preparada, Él desea llegar en Persona, con su Cuerpo y su Alma, a nuestro corazón, manchado por tantas indelicadezas. Todos los días, repite las palabras que dirigió a sus discípulos, al comenzar la Última Cena: Desiderio desideravi... He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros... (7).

¡Cómo puede llenar nuestro corazón, de gozo y de amor, el meditar con frecuencia, el inmenso deseo que tiene Jesús, de venir a nuestra alma!. Bien se puede pensar, que “el milagro de la transustanciación, se ha realizado exclusivamente para vosotros. Jesús vino y habitó, sólo para vosotros (...).

Ningún intermediario, ningún agente secundario, nos comunicará la influencia, que nuestra alma necesita; vendrá Él mismo. “¡Cuánto debe querernos, para hacer esto!. “¡Qué decidido debe estar, a que por parte suya, no falte nada, que no tengamos ninguna excusa, para rechazar lo que nos ofrece, cuando lo trae Él mismo!“. Y nosotros tan ciegos, tan vacilantes, tan desdeñosos, tan poco dispuestos, a darnos plenamente a Aquel, que se da totalmente a nosotros!” (8).

Las faltas y miserias cotidianas, de las que nadie está nunca libre, no son obstáculo, para recibir la Comunión. “No por reconocernos pecadores, hemos de abstenernos de la Comunión del Señor, sino más bien, a prestarnos a ella, cada vez con mayor deseo. Para remedio del alma, y purificación del espíritu, pero con tal humildad y tal fe, que juzgándonos indignos, de recibir tan gran favor, vayamos más bien, a buscar el remedio de nuestras heridas”. (9).

Sólo los pecados graves, impiden la digna recepción de la Sagrada Eucaristía, si antes no ha tenido lugar la Confesión sacramental, en la que el sacerdote, haciendo las veces de Cristo, perdona los pecados.

La Redención, su Sangre derramada, se nos aplica de muchas maneras. De modo muy particular, en la Santa Misa, renovación incruenta del sacrificio del Calvario. En el momento de la Comunión, de manos del sacerdote, el alma se convierte, en un segundo Cielo, lleno de resplandor y de gloria, ante el cual los ángeles, sienten sorpresa y admiración. “Cuando le recibas, dile: Señor, espero en Ti; te adoro, te amo, auméntame la fe. Sé el apoyo de mi debilidad, Tú, que te has quedado en la Eucaristía, inerme, para remediar la flaqueza de las criaturas” (10).

III. ...Me immundum, munda tuo sanguine... “, a mí, inmundo, límpiame con tu sangre... Debemos pedir al Señor, un gran deseo de limpieza, en nuestro corazón. Al menos como aquel leproso, que un día, en Cafarnaún, se postró delante de Él, y le suplicó que le limpiara de su enfermedad, que debía de estar ya muy avanzada, pues el Evangelista, dice que estaba cubierto de lepra (11).

Y Jesús extendió su mano, tocó su podredumbre, y dijo: Quiero, queda limpio”. Y al instante, desapareció de él la lepra. Y eso hará el Señor con nosotros, pues no solamente nos toca, sino que viene a habitar en nuestra alma, y derrama en ella, sus gracias y dones.

En el momento de la Comunión, estamos realmente en posesión de la Vida. “Tenemos al Verbo encarnado todo entero, con todo lo que Él es, y todo lo que hace; Jesús, Dios y hombre, todas las gracias de su Humanidad, y todos los tesoros de su Divinidad, o para hablar con San Pablo, la riqueza insondable de Cristo (Ef 3, 8)” (12).

En primer lugar, Jesús está en nosotros, como hombre. La Comunión derrama en nosotros, la vida actual, celestial y glorificada de su Humanidad, de su Corazón y de su Alma. En el Cielo están los ángeles, inundados de felicidad, por la irradiación de esta Vida.

Algunos santos, tuvieron la visión del Cuerpo glorificado de Cristo, como está en el Cielo, resplandeciente de gloria, y como está en el alma, en el momento de la Comunión, mientras permanecen en nosotros, las sagradas especies. Dice Santa Angela de Foligno: “era una hermosura, que hacía morir la palabra humana”, y durante mucho tiempo, conservó de esta visión “una alegría inmensa, una luz sublime, un deleite indecible y continuo, un deleite deslumbrante, que sobrepuja a todo deslumbramiento” (13). Éste es el mismo Jesús, que cada día nos visita, en este sacramento, y obra las mismas maravillas.

También viene el Señor a nuestra alma, como Dios. Especialmente en esos momentos, estamos unidos a la vida divina de Jesús, a su vida como Hijo Unigénito del Padre. Él mismo nos dice: “Yo vivo por el Padre” (Jn 6, 58). Desde la eternidad, el Padre da a su Hijo, la vida que tiene en su seno. Y se la da totalmente, sin medida, y con tal generosidad de amor, que permaneciendo distintos, no forman más que una divinidad, con una misma vida, plenitud de amor, de la alegría y de la paz.

Ésta es la vida que nosotros recibimos” (14). Ante un misterio tan insondable, ante tantos dones, ¿cómo no vamos a desear la Confesión, que nos dispone para recibir mejor a Jesús?. ¿Cómo no le vamos a pedir, cuando esté en el alma en gracia, que purifique tantas manchas, tantas flaquezas?. Si el leproso quedó curado, al ser tocado por la mano de Jesús, ¿cómo no va a quedar purificado nuestro corazón, si nuestra falta de fe y de amor, no lo impide?

Hoy le decimos a Jesús, en la intimidad de la oración: “Señor, si quieres, y Tú quieres siempre, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú que has curado a tantas almas, haz que al tenerte en mi pecho, o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico Divino” (15).

(1) Himno Adoro te devote.- (2) Cfr. SAN ISIDORO DE SEVILLA, Etimologías, 12, 7, 26, BAC, Madrid 1982, p. 111.- (3) Jn 19, 34.- (4) SAN AGUSTIN, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 120, 2.- (5) SANTO TOMAS, Lectura sobre el Evangelio de San Juan, in loc., n. 2458 .- (6) Cfr. Apoc 1, 5.- (7) Lc 22, 15.- (8) R. A. KNOX, Sermones pastorales, pp. 516-517.- (9) CASIANO, Colaciones, 23, 21.- (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 832.- (11) Cfr. Lc 5, 12 ss.- (12) P. M. BERNADOT, De la Eucaristía a la Trinidad, Palabra, 7ª ed., Madrid 1976, pp. 22-23.- (13) Cfr. Ibídem.- (14) P. M. BERNADOT, o. c., p. 24.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 93.

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Homilía de Benedicto XVI en el Corpus Christi
Cristo sale a las calles y entra en las casas


CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 26 mayo 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI, en el día del Corpus Christi, al celebrar la eucaristía, en la plaza de la Basílica de San Juan de Letrán. Tras la celebración, presidió la procesión, hasta la Basílica de Santa María la Mayor.
* * *

En la fiesta del Corpus Christi, la Iglesia revive el misterio del Jueves Santo, a la luz de la Resurrección. También en el Jueves Santo, se tiene una procesión eucarística, con la que la Iglesia repite el éxodo de Jesús, del Cenáculo al Monte de los Olivos.

En Israel, se celebraba la noche de Pascua en casa, en la intimidad de la familia; se recordaba así la primera Pascua, en Egipto, la noche en la que la sangre del cordero pascual, rociada en los dinteles, y en los postes de las casas, protegía contra el exterminador.

Jesús, en esa noche, sale y se entrega en las manos del traidor, el exterminador, y de este modo, vence a la noche y vence a las tinieblas del mal. Sólo así el don de la Eucaristía, instituida en el Cenáculo, encuentra su cumplimiento: Jesús entrega realmente su cuerpo y su sangre. Atravesando el umbral de la muerte, se convierte en Pan vivo, auténtico maná, alimento inagotable por todos los siglos. La carne se convierte en pan de vida.

En la procesión del Jueves Santo, la Iglesia acompaña a Jesús al Monte de los Olivos: la Iglesia orante, siente el vivo deseo de velar con Jesús, de no dejarle solo en la noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche de la indiferencia de muchos. En la fiesta del Corpus Christi, reanudamos esta procesión, pero con la alegría de la Resurrección.

El Señor ha resucitado, y nos precede. En las narraciones de la Resurrección, se da un rasgo común y esencial; los ángeles dicen: el Señor «irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis» (Mateo 28, 7). Considerando esto con más atención, podemos decir que este «ir delante» de Jesús, implica una doble dirección. La primera, es como hemos escuchado, Galilea. En Israel, Galilea era considerada como la puerta al mundo de los paganos. Y en realidad, precisamente en Galilea, encima del monte, los discípulos ven a Jesús, el Señor, que les dice: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mateo 28, 19).

La otra dirección en la que precede el Resucitado, aparece en el Evangelio de San Juan, en las palabras de Jesús a Magdalena: «No me toques, que todavía no he subido al Padre…» (Juan 20, 17). Jesús nos precede ante el Padre, sube a la altura de Dios, y nos invita a seguirle.

Estas dos direcciones del camino del Resucitado, no se contradicen, sino que indican juntas, el camino del seguimiento de Cristo. La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con Dios. Dios mismo es la casa, de las muchas moradas (Cf. Juan 14, 2 y siguientes).

Pero sólo podemos subir a esta morada, caminando «hacia Galilea», caminando por los caminos del mundo, llevando el Evangelio a todas las naciones, llevando el don de su amor, a los hombres de todos los tiempos.

Por ello, el camino de los Apóstoles, se ha extendido por «los confines de la tierra» (Cf. Hechos 1, 6 y siguientes); de este modo, San Pedro y San Pablo, llegaron hasta Roma, ciudad que entonces, era el centro del mundo conocido, auténtica «caput mundi».

La procesión del Jueves Santo, acompaña a Jesús en su soledad, hacia el «vía crucis». La procesión del Corpus Christi, por el contrario, responde simbólicamente, al mandato del Resucitado: os precedo en Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al mundo. Ciertamente, la Eucaristía para la fe, es un misterio de intimidad.

El Señor ha instituido el Sacramento en el Cenáculo, circundado por su nueva familia, por los doce Apóstoles, prefiguración y anticipación, de la Iglesia de todos los tiempos.

Por ello, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión, se introducía con las palabras: «Sancta sanctis», el don santo está destinado, a quienes han permanecido santos. Se respondía así a la advertencia, dirigida por San Pablo a los corintios: «Examínese pues cada cual, y coma así el pan y beba del cáliz…» (1 Cor 11, 28).

Sin embargo, de esta intimidad, que es un don sumamente personal del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía, va más allá de los muros de nuestras Iglesias. En este sacramento, el Señor se encuentra siempre, en camino hacia el mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística, se muestra en la procesión de nuestra fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por las calles de nuestra ciudad.

Encomendamos estas calles, estas casas, nuestra vida cotidiana, a su bondad. ¡Que nuestras calles sean calles de Jesús!. ¡Que nuestras casas, sean casas para Él y con Él!. Que en nuestra vida de cada día, penetre su presencia.

Con este gesto, ponemos ante sus ojos, los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y de los ancianos; las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión, quiere ser una bendición grande y pública, para nuestra ciudad: Cristo es en persona, la bendición divina para el mundo. ¡Que el rayo de su bendición, se extienda sobre todos nosotros!.

En la procesión del Corpus Christi, acompañamos al Resucitado, en su camino por el mundo entero, como hemos dicho. Y de este modo, respondemos también a su mandato: «Tomad y comed… Bebed todos» (Mateo 26, 26 y siguientes). No se puede «comer» al Resucitado, presente en la forma del pan, como un simple trozo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión, con la persona del Señor vivo.

Esta comunión, este acto de «comer», es realmente, un encuentro entre dos personas, es un dejarse penetrar por la vida, de quien es el Señor, de quien es mi Creador y Redentor. El objetivo de esta comunión, es la asimilación de mi vida con la suya, mi transformación y configuración, con quien es Amor vivo.

Por ello, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a quien nos precede. Adoración y procesión, forman parte, por tanto, de un único gesto de comunión; responden a su mandato: «Tomad y comed».

Nuestra procesión acaba ante la Basílica de Santa María la Mayor, en el encuentro con la Virgen, llamada por el querido Papa Juan Pablo II, «mujer eucarística». María, la Madre del Señor, nos enseña realmente, lo que es entrar en comunión con Cristo: María ofreció su propia carne, su propia sangre a Jesús, y se convirtió en tienda viva del Verbo, dejándose penetrar, en el cuerpo y en el espíritu, por su presencia.

Pidámosle a ella, nuestra Santa Madre, que nos ayude a abrir cada vez más, todo nuestro ser, a la presencia de Cristo, para que nos ayude a seguirle fielmente, día tras día, por los caminos de nuestra vida. ¡Amén!

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
ZS05052621

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Comentario por el P. Raniero Cantalamessa
Los dos cuerpos de Cristo”

1 Corintios 10,16-17

El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión, con la sangre de Cristo?. Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?. El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.

En la segunda lectura, San Pablo nos presenta a la Eucaristía, como misterio de comunión: "El cáliz que bendecimos, ¿no es acaso comunión, con la sangre de Cristo?. Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?".

Comunión significa intercambio, compartir. La regla fundamental de compartir, es ésta: lo que es mío es tuyo, y lo que es tuyo es mío. Probemos a aplicar esta regla, a la comunión eucarística, y nos daremos cuenta, de la "enormidad" del tema.

¿"Qué tengo yo específicamente 'mío' "?. La miseria, el pecado: esto es exclusivamente mío. ¿Y qué tiene "suyo" Jesús, que no sea santidad, perfección de todas las virtudes?. Entonces la comunión, consiste en el hecho, de que yo doy a Jesús, mi pecado y mi pobreza, y Él me da su santidad. Se realiza el "maravilloso intercambio", como lo define la liturgia.

Conocemos diversos tipos de comunión. Una comunión bastante íntima, es la que se produce entre nosotros, y el alimento que comemos, pues éste se hace carne de nuestra carne, y sangre de nuestra sangre. He oído a madres, decir a su niño, estrechándole hacia su pecho, y besándole: "¡Te quiero tanto que te comería!".

Es verdad que la comida, no es una persona viva e inteligente, con la que podemos intercambiar pensamientos y afectos, pero supongamos por un momento que lo fuera. ¿Acaso no se tendría la perfecta comunión?.

Pues es lo que precisamente sucede, en la comunión eucarística. Jesús, en el pasaje evangélico, dice: "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo... Mi carne es verdadera comida... El que come mi carne, tiene vida eterna". Aquí, el alimento no es una simple cosa, sino una persona viva. Se tiene la más íntima, si bien la más misteriosa de las comuniones.

Observemos qué sucede en la naturaleza, en el ámbito de la nutrición. Es el principio vital más fuerte, el que asimila al menos fuerte. Es el vegetal el que asimila al mineral; es el animal el que asimila al vegetal. También en las relaciones entre el hombre y Cristo, se verifica esta ley. Es Cristo quien nos asimila; nosotros nos transformamos en Él, no Él en nosotros.

Un famoso materialista ateo, dijo: "El hombre es lo que come". Sin saberlo, dio una definición óptima de la Eucaristía, gracias a la cual, el hombre se convierte verdaderamente, en lo que come, esto es, ¡en el cuerpo de Cristo!.

Leamos cómo prosigue, el texto inicial de San Pablo: "Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan".

Está claro, que en este segundo caso, la palabra "cuerpo", no indica ya el cuerpo de Cristo nacido de María, sino que nos indica a "todos nosotros", indica aquel cuerpo de Cristo más amplio, que es la Iglesia. Esto significa que la comunión eucarística, es siempre también comunión entre nosotros. Comiendo todos del único alimento, formamos un solo cuerpo.

¿Cuál es la consecuencia?. Que no podemos tener verdadera comunión con Cristo, si estamos divididos entre nosotros, si nos odiamos, si no estamos dispuestos a reconciliarnos.

Si has ofendido a tu hermano, decía San Agustín, si has cometido una injusticia contra él, y después vas a recibir la comunión, es como si nada hubiera pasado, tal vez lleno de fervor ante Cristo, te pareces a quien ve llegar a un amigo, al que no ve desde hace mucho tiempo. Corre a su encuentro, le echa los brazos al cuello, y se pone de puntillas para besarle en la frente.

Pero al hacer esto, no se percata, de que le está pisando los pies con su calzado embarrado. Los hermanos, en efecto, especialmente los más pobres y desvalidos, son los miembros de Cristo, son sus pies posados aún en la tierra. Al darnos la sagrada forma, el sacerdote dice: "El cuerpo de Cristo", y respondemos: "¡Amén!". Ahora sabemos a quién decimos "Amen", o sea, sí, te acojo: no sólo a Jesús, el Hijo de Dios, sino también al prójimo.

En la fiesta del Corpus Domini, no puedo ocultar un pesar. Hay formas de enfermedad mental, que impiden reconocer a las personas cercanas. Es cuando hay, quien grita durante horas: "¿Dónde está mi hijo?, ¿dónde está mi esposa?, ¿qué fue de ellos?", y tal vez el hijo o la esposa están ahí, le toman de la mano y le repiten: "Estoy aquí, ¿no me ves?. ¡Estoy contigo!". Así le ocurre también a Dios.

Los hombres, nuestros contemporáneos, buscan a Dios en el cosmos, o en el átomo; discuten si hubo o no, un creador en el inicio del mundo. Seguimos preguntando: "¿Dónde está Dios?", y no nos percatamos de que está con nosotros, y se ha hecho comida y bebida, para estar aún más íntimamente unido a nosotros. San Juan el Bautista, debería repetir tristemente: "En medio de vosotros, hay uno a quien no conocéis".

La solemnidad del Corpus Domini, nació precisamente, para ayudar a los cristianos, a tomar conciencia, de esta presencia de Cristo entre nosotros, para mantener despierto, lo que Juan Pablo II, llamaba "estupor eucarístico".

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, que tu Sagrado Cuerpo y tu Sagrada Sangre, sea el vínculo de Unión y Amor hacia Tí, y con nuestros hermanos. Para que cese toda discordia, odio, envidia y codicia, y marchemos juntos, todos tomados de la mano, hacia el Cielo. Amén.

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