Sábado 16
de abril
SANTA
ENGRACIA Y LOS DIECIOCHO MÁRTIRES DE ZARAGOZA
Lupercio
(su tío), Optato, Suceso, Marcial, Urbano, Julio, Quintiliano,
Publio, Frontonio, Félix, Ceciliano, Evencio, Primitivo, Apodemio,
Maturino, Casiano, Fausto y Januario
(†
ca.303-304)
Breve
Santa
Engracia -patrona de Zaragoza- y sus compañeros fueron al martirio
en el año 303. Era ella una noble joven que visitaba a Zaragoza
procedente de otras tierras.
Por
su fidelidad a Cristo sufrió grandes torturas. La azotaron asida a
una columna, fue arrastrada por la ciudad atada a la cola de un
caballo y por fin le hincaron un garfio de hierro en la frente. El
cuerpo de la Santa fue sepultado honrosamente en una urna de mármol
y los dieciocho compañeros fueron puestos en un sepulcro contiguo.
Junto
a la basílica que se construyó en este lugar para honrar a los
mártires, se fundó un monasterio en el 592 A.D. Aquí estudió
San Eugenio y San Braulio fundó su "escuela episcopal".
El
rey de Aragón, Juan II agradeció a la santa por su exitosa
operación de cataratas y como agradecimiento construyó el
Monasterio de Santa María de las Santas Masas.
Esta
es la segunda iglesia de Zaragoza, después de la Basílica del
Pilar. En ella se conservó el culto a pesar de la dominación
musulmana. En 1389, al excavar una zanja, se descubrieron
nuevamente los sagrados enterramientos con los restos de los
santos mencionados y muchos otros.
Los
ejércitos de Napoleón invadieron desde Francia causando la
destrucción del monasterio, pero no pudo destruir la veneración a
los mártires que siguen victoriosos su misión de ser testigos
ejemplares de la vida cristiana. La actual iglesia sobre la cripta es
del 1899.
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JOSÉ
GUILLÉIN
Diocleciano
había subido al trono imperial (285-305), alfombrando su camino con
la sangre de Aper. Bravo militar de origen dálmata, Diocleciano se
hizo proclamar emperador en Calcedonia. La muerte de Carino en el
campo de batalla de Margus le dejó como único jefe del Imperio.
Soldado
favorito de la fortuna, manifestó siempre tener un espíritu lleno
de recursos, una voluntad fría e implacable y un plan de reformas
concreto y lógicamente ordenado.
Adepto
ferviente del paganismo, a la vez por convicción personal y por
razón de Estado, el emperador se afrontó muy pronto con el problema
acuciante del cristianismo.
El
cristianismo, gracias al decreto de tolerancia de Galieno en 260,
había realizado grandes progresos no sólo entre la población
civil, sino también en las legiones y en los castros.
Diocleciano vio en ello una dualidad moral en el Imperio, y, una vez
conseguida la unidad territorial, política y administrativa, se
propuso conseguir la uniformidad religiosa.
Dadas
sus convicciones paganas, la religión de Cristo debía sucumbir ante
la religión del Estado. Cuatro decretos sucesivos emanados del
poder imperial, en 303 y 304, ordenaron una persecución general en
todo el mundo romano. El intento de descristianización empezó por
el ejército.
En
cuanto al elemento civil, el emperador eligió los prefectos más
sanguinarios para que persiguieran y acosaran a los cristianos en
cualquier rincón del mundo en que se encontraran. Y
los ángeles en el cielo entrelazaron con flores purpúreas infinitas
coronas que cayeron sobre las cabezas resplandecientes de los atletas
de Cristo, lo mismo en el Oriente que en el Occidente, igual en
Egipto que en Roma y que en las dos Españas.
A
España vino como prefecto Daciano. El regó con torrentes de sangre
todas las vegas de la Iglesia española. Conforme iba pasando por las
ciudades de la España tarraconense, las vidas más puras y delicadas
iban cayendo a sus pies.
Empezó
por Gerona. Siguió por Barcelona, en donde fue recogida entre la
gavilla de las espigas cristianas el alma purísima de Eulalia;
continuó por Tarragona, y llegó a Zaragoza. En esta ciudad el tajo
era inmenso. En sus enormes brazadas cortó Daciano la vida del
diácono Vicente y del obispo Valerio.
Por
entonces cayeron también los innumerables Mártires de Zaragoza,
cuyos restos calcinados formaron las santas masas, la nívea pella de
predestinados que esperan en el templo de Engracia el día de la
reivindicación final.
Por
aquellos días agostadores llegó Engracia a Zaragoza. Venía de
Brácara, la noble ciudad de Gallaecia. Hija
florida de un noble hispanorromano, iba hacia el Rosellón en cortejo
nupcial al encuentro de su prometido, que en aquellas tierras vivía.
Antes de emprender el viaje, en el que le servían de cortejo
dieciocho caballeros de su familia, recibió entre sueños un aviso
de que sería Zaragoza la ciudad de su abrazo feliz.
Cuando
llegó a esta ciudad y se enteró de la encarnizada persecución que
en ella sufrían sus hermanos, los adoradores de Cristo, comprendió
el misterio. Ella era la novia destinada para las bodas eternas con
el Cordero. Se presentó delante de Daciano y le reprochó
su impiedad.
—Juez
inicuo —le dijo—, ¿tú desprecias a tu Dios y Señor que está
en los cielos y exterminas con tanta crueldad a sus adoradores?. ¿Por
qué os empeñáis tú y otros malvados emperadores en perseguir a
los cristianos porque no adoran vuestros ídolos, templos de los
demonios?
Engracia
no iba sola; la acompañaban, como pajes de una reina, los dieciocho
apuestos caballeros de su séquito: Luperco
(su tío), Optato, Suceso, Marcial, Urbano, Julio, Quintiliano,
Publio, Frontón, Félix, Ceciliano, Evencio, Primitivo, Apodemio,
Maturino, Casiano, Fausto y Jenaro. En los rostros de los
caballeros se reflejaban los mismos reproches emitidos por la boca de
Engracia, y en su silencio condenaban también la crueldad de
Daciano.
El
presidente, hombre sanguinario y soez, no resistió las palabras de
Engracia ni el silencio de sus compañeros y los mandó azotar
duramente a todos ellos. Al compás del chasquido del látigo y el
desgarrar de las carnes se alzó la más pura de las sinfonías, que
penetró en los cielos e hizo sonreír de gozo a los ángeles de
Dios. Engracia dirigía el coro de las alabanzas al Señor.
Pensó
Daciano que, vencida la entereza de Engracia, flaquearían sus
compañeros, y en su presencia ató el delicado cuerpo de la doncella
a la cola de unos caballos y la arrastró por las calles de la
ciudad. Cuanto más punzantes eran sus dolores y más se desgarraba
su cuerpo en flor más cantaba a Jesucristo y más detestaba a los
ídolos y dioses imperiales, y más se robustecía la fe de los
caballeros a la vista de la entereza de la virgen.
El
juez imperial no dejaba piedra sin remover para llevar a sus víctimas
a una abjuración o a una apostasía. Viendo que por los tormentos no
arredraba a la intrépida virgen propuso seducirla con promesas. "Ya
que no podemos vencer con la dureza, venzamos con halagos", se
dijo. Y puso delante de sí a la doncellita, a quien rodeaban sus
compañeros corno al pistilo los pétalos de la flor.
—“Oye,
jovencita” —le dijo—“, ¿por qué unes la vanidad a tu
nobleza?. ¿No dejarás tu error si tu sangre real se une en
matrimonio con uno de los gallardos príncipes que florecen en el
Imperio?. Lejos de ti el proseguir en tu desvío y en el desprecio de
nuestros apuestos donceles. ¿Vas a despreciar una vida brillante y
soñadora por cegarte en las fantasías de esa gentuza arrastrada?”.
“—¡Pobre
sacrílego! —replicó Engracia—. Haz a tus hijas esa proposición.
En cuanto a mí, si no me venciste con los tormentos, no esperes
atraerme con tus hechizos malvados. Mi causa es clara. Seré
esposa de Cristo. Ni tus suplicios ni tus halagos
conseguirán otra cosa que unirme y estrecharme más íntimamente al
Esposo de mi alma. Yo soy enviada por Él para increparte por tus
crímenes e indicarte que ceses en la persecución si no quieres
sentir sobre tu cabeza la ira de Dios”.
Al
presidente se le encendieron los ojos y con voz quebrada y sarcástica
agregó:
“ —Por
tus consejos, ¡oh niña simpática!, debo darte las merecidas
gracias”.
Llamó
a los verdugos, y en su presencia, y delante de los dieciocho
caballeros bracarenses, la mandó desnudar y atormentar. Los garfios
se agarraban en sus carnes ya desgarradas por los azotes anteriores y
por el arrastre por las calles empedradas de la ciudad. Varios surcos
abiertos por los ganchos dejaron al aire libre sus entrañas
palpitantes. Ya no había cuerpo donde herir. Le cortan los pechos y
a través de las heridas abiertas se veía latir dulcemente el
corazón de la esposa de Cristo.
Luperco
no se pudo contener ante aquella crueldad usada contra la mártir de
Dios y exclamó en nombre dé los demás compañeros:
“—Juez
cobarde, ¿por qué persigues con esa saña al pueblo cristiano? ¿Por
qué atormentas tan cruelmente a la virgen Engracia? ¿No podías
probar en nuestros cuerpos varoniles la resistencia de tus garfios y
dejar ya de deshilar la seda del cuerpo de la doncella?. Si te han
molestado sus palabras, su confesión es la nuestra. Si ella merece
la muerte, también nosotros debemos morir; pero si nosotros seguimos
con vida también ella debía continuar viviendo”.
Daciano
los mandó retirar de su presencia y ordenó que los degollaran
fueran de la ciudad.
Cuando
Engracia los vio salir hacia el martirio, desde la púrpura de su
sangre en que estaba envuelta, les dijo:
“ —Hermanos
amadísimos, volad gozosos al martirio, camino de la vida eterna.
Vais no a la muerte, sino a la vida; no al tormento, sino al triunfo.
La misma palma del martirio nos unirá a todos en la gloria”.
La
orden del presidente fue ejecutada al momento. Los mártires de
Cristo recibieron sus coronas a las orillas del Ebro.
Cuando
comunicaron a Daciano que su orden estaba cumplida, miró a Engracia
y le dijo:
“—¡Oh
tierna virgen, ¿qué esperas si ya sientes sobre ti todos los
tormentos y sabes que tus compañeros han sido decapitados?. Blasfema
de Cristo, adora a los dioses y cesará el tormento y te presentaré
un esposo”.
A
lo cual respondió, intrépida, la mártir de Cristo:
“ —¿Piensas
que voy a adorar las piedras y a renegar del Creador del cielo y de
la tierra?”
No
sabiendo Daciano cómo atormentarla ya, mandó que le hincaran un
clavo en la frente, y, envuelto su cuerpo en un vivo dolor, fue
arrojada en un lóbrego calabozo para que se pudriera viva.
El
poeta Prudencio le cantó un siglo después como si la estuviera
contemplando en el lóbrego calabozo que él piadosamente visitó,
sin duda: "A ninguno de los mártires aconteció que habitara
en nuestras tierras quedando aún en vida; tú eres la única que
permaneces en el mundo, sobreviviendo a tu propia muerte. Hemos visto
parte de tu hígado arrancado y apresado aún a lo lejos en las
tenazas comprimidas, ya tiene la muerte pálida algo de tu cuerpo,
aun cuando estás viva”.
El
cuerpo de la Santa fue sepultado honrosamente por el obispo Prudencio
en una urna de mármol, uniendo a él las cenizas de los dieciocho
compañeros. "Póstrate conmigo, generosa ciudad, ante los
sagrados túmulos", cantaba el poeta Prudencio. Y Zaragoza,
llena de fervor, se postra todavía en la cripta de la parroquia de
Santa Engracia, donde duermen el sueño de los justos los restos de
la virgen Engracia, de sus dieciocho compañeros y las níveas masas
de los innumerables Mártires.
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BASILICA
PARROQUIA DE SANTA ENGRACIA Y CRIPTA DE LAS SANTAS MASAS
En
el tiempo de Cristo, Zaragoza era una rica villa romana. Después de
la tolerancia con que trataban a los cristianos durante el mandato de
Galieno (202A.D.), su sucesor, el emperador Diocleciano
(285-305A.D.), en sucesivos decretos, ordenó persecuciones generales
contra ellos en todo el mundo romano.
En
España los mártires comenzaron a caer en Gerona y terminaron en
Zaragoza. El historiador Prudencio recogió muchos de sus nombres
poco antes del 400 A.D.
En
Zaragoza murieron por Jesucristo Sta. Engracia y sus dieciocho
compañeros: Lupercio (su tío), Optato,
Suceso, Marcial, Urbano, Julio, Quintiliano, Publio, Frontonio,
Félix, Ceciliano, Evencio, Primitivo, Apodemio, Maturino, Casiano,
Fausto y Januario.
La Roma
que se jactaba de ser la creadora del derecho y la defensora de la
justicia se mancha con sangre inocente.
Además de
Santa Engracia y sus compañeros, los mártires aquí enterrados
incluyen a Luperto y Lamberto cerca de sus urnas se conservan las
"Santas Masas" para designar a una multitud de mártires
cuyos nombres se desconocen
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que enviaste tu Sagrada Fortaleza a Santa
Engracia y Compañeros Mártires, haz lo mismo con nosotros,
fortaleciendo nuestro interior con las promesas bautismales de
renunciar a todos los ídolos – dinero, placer y poder – para
sólo servir a tu Santo Nombre. A Tí Señor que recibiste el
Bautismo y reafirmaste de esa manera a nuestro mundo a tu Divina
Majestad en anticipo a Tu Resurrección. Amén.
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