Sábado
25 de mayo
SAN
GREGORIO VII
157ª
Papa
(†
1085)
Forjó
la independencia de la Iglesia del Estado
“He
amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso muero en el
destierro”
“Mejor
es para nosotros, arrostrar la muerte que nos den los tiranos, que
hacernos cómplices de la impiedad, con nuestro silencio”
Breve
Su
nombre de nacimiento: Hildebrando, nombre que en Alemán significa
"Espada del batallador". Su nombre como papa "Gregorio",
significa: "el que vigila". Nació pobre en Toscana,
Italia, hacia el año 1028. Murió desterrado en Salerno, en el año
1085.
Luchó
con firmeza contra la corrupción dentro de la Iglesia, afianzando
con sus acciones, a que posteriormente se afirmara la independencia
temporal de los Pontífices.
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ANTONIO
ONA DE ECHAVE
Había
obtenido la Iglesia, en su primera época, a pesar de las
persecuciones sangrientas, el triunfo de su existencia, a la
inconmovible constancia de sus mártires.
Echó
de sí, más tarde, a los enemigos internos que la enturbiaban, y
veía correr por todos los cauces, su santa doctrina, que asimiló y
educó a los bárbaros, hasta formar con ellos, las grandes naciones
cristianas.
Pero
cuando a lo largo de la Edad Media, se propuso impregnar de espíritu
cristiano, toda la vida pública y privada, un gran obstáculo le
salió al paso: el de no haber sido establecidas todavía, las
relaciones por Dios ordenadas, entre la potestad civil y la
eclesiástica; el de hallarse la Cabeza de la Iglesia, el Vicario de
Cristo en la tierra, en peligrosa dependencia del Estado, del señor
temporal.
El
santoral nos presenta en la fecha de hoy, al coloso que removió
tamaña dificultad, al gran artífice en la empresa, de la
independencia de la Iglesia del Estado: Hildebrando, llamado más
tarde, San Gregorio VII.
Nació
en Soana, provincia de Siena, hacia el año 1020. Su padre, Bonizo o
Bonizone, era hombre, al parecer, de condición humilde. Carpintero,
según unos; según otros, cabrero.
Hildebrando,
pequeño de estatura, y de grácil de constitución, fue educado en
la disciplina eclesiástica, desde su niñez, en el monasterio de
Santa María, en el Aventino (Roma), donde hizo grandes progresos en
la ciencia y en la virtud, hasta el punto de que Juan
Graziano - posteriormente papa Gregorio VI - llegó a decir, que
nunca había conocido una inteligencia igual; y de que el emperador
Enrique III manifestó, cuando le oyó predicar, siendo joven
todavía, que ninguna palabra le había conmovido como aquélla.
De
regreso a Roma, después de algún tiempo de estancia en Francia,
mereció la plena confianza de los papas. Fue
el sabio y prudente consejero, de cinco pontífices consecutivos,
y tomó parte en decisivas actuaciones de la Iglesia, empeñada en la
reforma, como la reunión del concilio de Lyón (Francia), para
deponer a varios obispos simoníacos; la presidencia del concilio de
Tours, en que Berengario, abjuró de sus errores; y la legación en
Ratisbona, con el fin de que la corte de Germania, aprobara la
elección de Esteban IX.
Durante
veinticinco años, rehusó aceptar personalmente el Pontificado: pero
a la muerte de Alejandro II, hubo de someterse a la Providencia, que
le deparaba la suprema dignidad. Presidiendo como
arcediano en los funerales, quedó atónito cuando la multitud —clero
y pueblo— prorrumpió en un grito unánime: "¡Hildebrando,
Papa!".
Se
precipitó hacia el ambón, para neutralizar las aclamaciones; pero
llegó antes Hugo el Blanco, cuyo panegírico sobre Hildebrando, fue
rubricado por cardenales, obispos, sacerdotes y clérigos, que
pronunciaron con entusiasmo, la consabida fórmula: "¡San
Pedro ha escogido Papa, a Hildebrando!".
El
pueblo se apoderó de él, casi a la fuerza, y lo entronizó. Como
prudente medida de paz y buen gobierno —y entonces por última vez—
se dio aviso a la corte imperial, al objeto de recabar su aprobación.
Ordenado primeramente de presbítero —pues
no era más que diácono—, fue consagrado el 30 de junio de 1073, a
los cincuenta años de edad, llamándose Gregorio VII.
La
evolución de los hechos históricos en diversos países, había
convertido a la Esposa de Cristo, en sierva del Estado. Los
príncipes temporales, habían sustraído a la Iglesia, la
designación de los obispados, y de casi todos los beneficios
eclesiásticos, y la ejercían por medio de la "investidura",
palabra consagrada por el lenguaje jurídico del siglo XI, para el
acto de dar posesión de un cargo, o de un bien cualquiera, cuando se
verificaba, según antigua costumbre, mediante la entrega simbólica
de un objeto; una llave, para la transmisión de una casa; un terrón
con hierba, para la de un campo.
Los
príncipes temporales, para la entrega de un obispado, o una abadía,
utilizaban el báculo y el anillo pastoral, quedando suprimidas la
elección regular, y la confirmación canónica, hechas por el
metropolitano, único medio previsto por la Iglesia, para la
designación de los obispos.
De
ese indignante tráfico de funciones sagradas, y de la dudosa
conducta, de los que eran honrados con ellas, como consecuencia casi
inevitable, surgieron la simonía y la incontinencia en el clero.
No se daban los beneficios eclesiásticos, a los que los merecían,
sino a los que los compraban, por lo que llegaron a ser considerados,
como propiedad del Estado, los bienes feudales, y las propiedades
privadas del obispado, quienes recibían el beneficio eclesiástico,
se juzgaban obligados a pagar un reconocimiento, a quienes se lo
daban.
Esta
injusticia, y la índole de quienes se brindaban a obtener, por
medios tan nefandos, como los beneficios eclesiásticos, provocaron
en el campo de la Iglesia, el salpullido de unos clérigos de
conciencia tan ofuscada, y de espíritu tan oscurecido, que invocando
falsamente en su favor, textos de concilios, palabras del Evangelio,
y hasta imposiciones de la naturaleza, quebrantaron el celibato
eclesiástico, hasta el extremo de celebrar solemnemente sus bodas, y
preparar un ambiente, en que hacer hereditarios los beneficios.
Con
el alma inflamada, por el ideal del reinado de Dios en la tierra,
después de escribir muchas cartas a sus amigos, en demanda de
oraciones, y protección moral, Gregorio
VII, el gobernador sabio, piadoso y enérgico, se enfrentó con esa
caótica situación.
Como
base de reforma de la Iglesia, convocó concilios en Roma, bajo su
presidencia, y en otros países católicos, mediante legados suyos, y
se decretó en frecuentes sínodos, que los clérigos no se unieran a
sus esposas, que no se confiriera el sacramento del Orden, sino a los
que hubiesen hecho, profesión de celibato perpetuo, y que nadie
asistiese a las misas de los sacerdotes, que tuviesen mujer, "para
que los que no se corrigen por el amor de Dios, y la dignidad de su
ministerio, se arrepientan, al menos, por la vergüenza del siglo, y
por la repulsa del pueblo".
Dispuso
contra la simonía, que los clérigos que hubiesen obtenido mediante
precio, algún grado u oficio de las sagradas órdenes, no
ejercieran, en lo sucesivo, su ministerio eclesiástico, y que los
que recibieran de los laicos, la investidura de la Iglesia, y los
laicos mismos que la dieran, fuesen castigados con el anatema.
El
ataque directo a las investiduras simoníacas, se cristalizó en un
decreto del sínodo romano, de la Cuaresma del año 1075,
excomulgando a todo emperador, rey, duque, marqués, conde, o persona
seglar, que tuviese la pretensión de conferir, cualquier dignidad
eclesiástica.
Estas
disposiciones, con que el Vicario de Jesucristo tomaba el azote, como
en otro tiempo su Maestro, para arrojar del templo a los vendedores;
y el paso de los legados pontificios, por toda la cristiandad para
hacerlos cumplir, provocó una protesta general, y una sublevación
violenta en todas partes, pero de modo especial en Alemania.
Hasta
en Roma, se opuso al Papa, el partido contrario a la reforma,
capitaneado por Censio, que había estado condenado a muerte.
Organizó un grupo de conjurados, que en la vigilia de Navidad,
mientras Gregorio VII celebraba la Santa Misa, en Santa María la
Mayor, se arrojó armado sobre el Pontífice,
hiriéndole, derribándole, y arrastrándole, hasta recluirlo en una
torre.
Cuando
el pueblo reaccionó, y la torre estaba a punto de caer, en manos de
los libertadores, Cencio, al creerse perdido, se echó a los pies del
Papa, que paternalmente le otorgó el perdón, tan angustiosamente
suplicado, y calmó a la multitud, ansiosa de venganza.
En
Alemania, el emperador Enrique IV, declaró abiertamente la guerra a
Gregorio VII, reuniendo en el año 1076, un conciliábulo en Worms,
con objeto de deponer al Papa.
Mucho
sufría el Santo Padre. En el año anterior, había escrito a San
Hugo, abad de Cluny: "Si finalmente miro dentro de mí, me
siento tan abrumado, por el peso de mi propia vida, que no me queda
esperanza de salud, sino en la misericordia de Jesucristo".
A
pesar de todo ello, la fortaleza de Gregorio VII no declinaba.
Combatió en Francia, los desórdenes de Felipe Augusto; luchó en
Inglaterra por medio del arzobispo Lanfranco; en España —donde la
campaña emprendida en 1056, por el concilio de Compostela, y
continuada en 1068 por los concilios de Gerona, Barcelona y Lérida,
habían subvenido ya, a la posible necesidad de reforma— introdujo
la liturgia romana, y alentó la campaña de Alfonso de Castilla
contra los sarracenos, y actuó en las más apartadas regiones del
norte, y del oriente asiático, pensando por primera vez, en una
cruzada, que había de terminar dos lustros más tarde, con la
conquista de Jerusalén.
Su
heroica fortaleza, a juzgar por lo que aconsejaba en carta, a la
condesa Matilde —la gran defensora de la Santa Sede—, se
alimentaba "en la recepción del cuerpo de Cristo, y en una
confianza ciega en su Madre".
A
raíz del conciliábulo de Worms, el emperador dirigió al Pontífice,
una insolente carta, que fue recibida precisamente, cuando en la
basílica de Letrán, se celebraba un concilio, que por unanimidad,
declaró haberse hecho Enrique, acreedor en sumo grado a la
excomunión. La pronunció, en efecto el Pontífice, y en una
bula al mundo católico, explicó sus motivos, y el alcance de la
condenación.
Envió
a su vez, una carta, "a todos sus hermanos en Cristo",
en Alemania, diciéndoles: "Os suplicamos, como a hermanos
muy amados, os consagréis a despertar, en el alma del rey Enrique,
los sentimientos de una verdadera penitencia, a arrancarle del poder
del demonio, a fin de que podamos reintegrarle, en el seno de nuestra
común Madre".
Despreció
Enrique todos los anatemas, y se alió con todas las furias del
averno. El Papa contaba con la justicia, con la compañía de la
piadosa y abnegada, condesa Matilde, y con la espada del esforzado
Roberto Guiscardo.
Los
alemanes, se disponían a deponer inmediatamente a Enrique, pero
éste, considerándose perdido, y conociendo la magnanimidad de
Gregorio VII, se decidió a poner la causa en sus manos, llegando en
la mañana del 25 de enero de 1077, al castillo de Matilde, en
Canosa, donde a la sazón se hallaba el Papa.
Nevaba
copiosamente, y el frío se enseñoreaba del ambiente, cuando
descalzos sus pies, su larga melena al aire, y cubriéndose con la
ropa de los penitentes, golpeaba las puertas de la fortaleza, un
peregrino, que no era otro que el mismo Enrique IV. Tres días
esperó, gimiendo, llorando, implorando el perdón, sin probar
bocado, y posando sus plantas en el hielo. Ya perdía la esperanza,
al anochecer del tercer día, cuando se decidió a entrar, en una
cercana ermita.
Precisamente
oraban en ella, la condesa Matilde y Hugo, el abad de Cluny, Se
conmovieron éstos, ante sus súplicas de intercesión por él, ante
el Papa. Y Gregorio VII, aun cuando su sagacidad le dictaba, que era
todo fingimiento e hipocresía en Enrique, que no buscaba más que
mantener su trono, sucumbió a la bondad de su corazón, accediendo a
los ruegos de tan piadosos intercesores.
Como
tenía que suceder, volvieron a producirse los conciliábulos, las
excomuniones y las hipocresías, y el Pontífice tuvo que oponer su
indomable firmeza, a los ejércitos imperiales que llegaron hasta
Roma, donde sus habitantes, ganados por las larguezas del emperador
Enrique, terminaron por entregarle la ciudad.
Gregorio
VII se refugió en el castillo de Sant-Angelo, donde renovó la
sentencia de excomunión. Esquivó Enrique el golpe, haciendo
entronizar en la basílica de San Pedro, al antipapa Guiberto. La
Providencia salió al paso: la consternación se impuso de súbito,
ante el rumor de que Roberto Guiscardo, estaba a las puertas de la
ciudad, con un formidable ejército de normandos.
Ante
la vacilación de los romanos, por él comprados con dinero, y viendo
a sus tropas fatigadas por la larga campaña, y diezmadas por la
epidemia, Enrique, avergonzado, huyó precipitadamente de Roma; y los
romanos, asesinados a millares o vendidos como esclavos, expiaron su
traición ante los normandos, que incendiaban y saqueaban la ciudad.
Abandonó
Gregorio VII, la urbe en ruinas, dolorido por tanta destrucción, y
se refugió en Montecasino, de donde pasó a Salerno, haciendo a la
Iglesia universal, este supremo llamamiento: "Por amor de
Dios, todos los que seáis verdaderos cristianos, venid en socorro de
vuestro Padre San Pedro, y de vuestra Madre, la Santa Iglesia, si
queréis obtener la gracia en este mundo, y la vida eterna en el
otro".
Como
otro Moisés, sin permitirle la Providencia, contemplar la perfecta
realización de su ideal sagrado, aunque estaba a sus puertas, moría
en Salerno, el 25 de mayo de 1085. pronunciando estas palabras: "He
amado la justicia, y odiado la iniquidad; por eso muero en el
destierro".
Muerte
de antemano aceptada, cuando ya en el año 1076, escribía a los
obispos de Alemania esta frase, que revela la energía de su
temperamento, y su sinceridad apostólica: "Mejor
es para nosotros, arrostrar la muerte que nos den los tiranos, que
hacernos cómplices de la impiedad, con nuestro silencio".
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que dotaste al amado Pontífice, San
Gregorio VII, con la indomable energía, en defensa de tu Santo
Nombre, haz que nosotros sepamos honrarte, todos los días de nuestra
Vida, con nuestras acciones en favor de la Justicia y la Paz, y con
nuestras omisiones, de acercarnos a toda ocasión próxima de pecado.
A Tí Señor, que nos insuflaste el Espíritu Santo, sobre nuestras
cabezas. Amén.
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