Sexta
Feria, 7 de diciembre
San
Ambrosio
Obispo de Milán, y mentor de San Agustín
(340-397)
Uno
de los cuatro tradicionales Doctores de la Iglesia latina. Combatió
el Arrianismo en el Occidente.
Ambrosio
significa "Inmortal"
“Nuestra
puerta es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda la casa.
Por esta puerta, entra Cristo”
SAN
AMBROSIO
Icono Ruso anónimo
Monasterio de la Santa Transfiguración,
Brookline, MA, EEUU
Icono Ruso anónimo
Monasterio de la Santa Transfiguración,
Brookline, MA, EEUU
Breve:
Nacido en Tréveris, hacia el año 340, de una familia romana; hizo
sus estudios en Roma, y comenzó una brillante carrera en Sirmio. En
el año 374, residiendo en Milán, fue elegido de modo inesperado,
obispo de la ciudad, y ordenado el 7 de diciembre.
Fiel
cumplidor de su oficio, se distinguió sobre todo, por su caridad
hacia todos, como verdadero pastor, y doctor de los fieles. Defendió
valientemente los derechos de la Iglesia, y con sus escritos y su
actividad, ilustró la verdadera doctrina, combatida por los
arrianos. Murió un Sábado Santo, el 4 de abril del año 397.
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El
templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros
San
Ambrosio, Comentario sobre el salmo 118, 12.13-14
Yo y el
Padre, vendremos y haremos morada en él. Que cuando venga encuentre
pues, tu puerta abierta; ábrele tu alma, extiende el interior de tu
mente, para que pueda contemplar en ella, riquezas de rectitud,
tesoros de paz, suavidad de gracia.
Dilata
tu corazón, sal al encuentro del sol de la luz eterna, que alumbra a
todo hombre. Esta luz verdadera, brilla para todos, pero
el que cierra sus ventanas, se priva a sí mismo de la luz eterna.
También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo.
Aunque tiene poder para entrar, no quiere sin embargo, ser
inoportuno, no quiere obligar a la fuerza.
Él
salió del seno de la Virgen, como el sol naciente, para iluminar con
su luz, todo el orbe de la tierra. Reciben esta luz,
los que desean la claridad del resplandor sin fin, aquella claridad,
que no interrumpe noche alguna. En efecto, a este sol que vemos cada
día, suceden las tinieblas de la noche; en cambio, el Sol de
justicia, nunca se pone, porque a la Sabiduría, no sucede la
malicia.
Dichoso
pues, aquel a cuya puerta, llama Cristo. Nuestra
puerta es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda la casa.
Por esta puerta entra Cristo. Por esto, dice la Iglesia,
en el Cantar de los cantares: “Oigo a mi amado, que llama a la
puerta. Escúchalo cómo llama, cómo desea entrar: ¡Ábreme, mi
paloma sin mancha, que tengo la cabeza cuajada de rocío, mis rizos,
del relente de la noche!”.
Considera
cuándo es principalmente, que llama a tu puerta el Verbo de Dios,
siendo así que su cabeza, está cuajada del rocío de la noche. Él
se digna a visitar, a los que están tentados o atribulados, para que
nadie sucumba bajo el peso de la tribulación. Su cabeza,
por tanto, se cubre de rocío o de relente, cuando su cuerpo está en
dificultades.
Entonces
pues, es cuando hay que estar en vela, no sea que cuando venga el
Esposo, se vea obligado a retirarse. Porque si estás dormido, y tu
corazón no está en vela, se marcha sin haber llamado; pero si tu
corazón está en vela, llama y pide que se le abras la puerta.
Hay pues,
una puerta en nuestra alma; hay en nosotros aquellas puertas de las
que dice el salmo: ¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las
antiguas compuertas: va a entrar el Rey de
la gloria.
Si quieres
alzar los dinteles de tu fe, entrará a ti el Rey de la gloria,
llevando consigo el triunfo de su pasión. También el triunfo tiene
sus puertas, pues leemos en el salmo, lo que dice el Señor Jesús,
por boca del salmista: Abridme las puertas
del triunfo.
Vemos por
tanto, que el alma tiene su puerta, a la que viene Cristo y llama.
Ábrele pues, quiere entrar, quiere hallar en vela a su Esposa.
Oración:
Te pedimos Señor y Dios nuestro, que por los méritos y la
intercesión de San Ambrosio, suscites en nuestros obispos, su llama
eterna de celo apostólico por su rebaño, sabiendo iluminar, y
eventualmente confrontar con firmeza y prudencia, al poder temporal,
siempre ávido de invadir el corazón de las personas, con promesas
meramente temporales e inmediatas, a fin de ganarse sus favores. A Tí
te lo pedimos, que Vives y Reinas por los siglos de los siglos. Amén.
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Biografía
de San Ambrosio
Adaptación de la obra de Vida de los Santos, de Butler.
Adaptación de la obra de Vida de los Santos, de Butler.
(Es
un relato extenso, pero vale la pena leerlo completo, para entender
la compleja historia de Italia, previo a la caída del Imperio Romano
de Occidente, y para tener noción, de cuan en serio se tomaba la
gente, los asuntos relacionados con Dios y la Iglesia)
El
valor y la constancia para resistir el mal, forman parte de las
virtudes esenciales de un obispo. En ese sentido, San
Ambrosio, fue uno de los más grandes pastores de la Iglesia de Dios.
Se le consideró tradicionalmente, como uno de los cuatro grandes
doctores de la Iglesia de Occidente.
El
santo nació en Tréveris, probablemente en el año 340. Su padre,
que se llamaba también Ambrosio, era entonces prefecto de la Galia.
El prefecto murió, cuando su hijo era todavía joven, y su esposa
volvió con la familia a Roma. La madre de San Ambrosio, dio a sus
hijos una educación esmerada, y puede decirse, que el futuro santo
debió mucho a su madre, y a su hermana Santa Marcelina.
El
joven aprendió el griego, llegó a ser un buen poeta y orador, y se
dedicó a la abogacía. En el ejercicio de su carrera, llamó la
atención de Anicio Probo, y de Símaco. Este último, que era
prefecto de Roma, se mantenía en el paganismo. Probo era prefecto
pretorial de Italia. Ambrosio defendió ante este último, varias
causas con tanto éxito, que Probo le nombró asesor suyo.
Más
tarde, el emperador Valentiniano, nombró al joven abogado,
gobernador con residencia en Milán (norte de Italia). Cuando
Ambrosio, se separó de su protector Probo, éste comentó:
"Gobierna más bien como obispo, que como juez". El
oficio que se había confiado a Ambrosio, era del rango consular, y
constituía uno de los puestos de mayor importancia y
responsabilidad, en el Imperio de Occidente.
El
obispo Auxencio, un hereje arriano, que había gobernado la diócesis
de Milán, durante casi veinte años, murió en el año 374. La
ciudad se dividió en dos partidos, ya que unos querían a un obispo
fiel a la fe católica, y otros a un arriano.
Para
evitar en cuanto fuese posible, que la división degenerase en
pleito, San Ambrosio acudió a la iglesia, en la que iba a llevarse a
cabo la elección, y exhortó al pueblo a proceder a ella
pacíficamente, y sin tumulto. Mientras el santo hablaba, alguien
gritó: "¡Ambrosio obispo!".
Todos
los presentes, repitieron unánimemente ese grito, y católicos y
arrianos eligieron al santo para el cargo. Ambrosio
quedó desconcertado, tanto más cuanto que aunque era cristiano, no
estaba todavía bautizado. Pero los obispos presentes,
ratificaron su nombramiento por aclamación.
Ambrosio,
alegó irónicamente, que "la emoción había pesado más,
que el derecho canónico”, y trató de huir de Milán. El
emperador recibió un informe sobre lo sucedido.
Por
su parte, Ambrosio también le escribió, rogándole que le
permitiese renunciar. Valentiniano respondió que se sentía muy
complacido, por haber sabido elegir a un gobernador, que era digno de
ser obispo, y mandó al vicario de la provincia, a que tomase las
medidas necesarias, para consagrar a Ambrosio.
Éste
trató de escapar una vez más, y se escondió en casa del senador
Leoncio. Pero cuando Leoncio, se enteró de la decisión del
emperador, entregó al santo, y éste no tuvo más remedio que
aceptar. Así pues, recibió el bautismo, y una semana más tarde, el
7 de diciembre del año 374, se le confirió la consagración
episcopal. Tenía entonces unos treinta y cinco años.
Consciente
de que ya no pertenecía al mundo, el santo decidió romper con todos
los lazos que le unían a él. En efecto, repartió entre los pobres
sus bienes muebles, y cedió a la Iglesia, todas sus tierras y
posesiones; lo único que conservó, fue una renta para su hermana
Santa Marcelina.
Por
otra parte, confió a su hermano, San Sátiro, la administración
temporal de su diócesis, para poder consagrarse exclusivamente al
ministerio espiritual. Poco después de su ordenación, escribió a
Valentiniano, quejándose con amargura, de los abusos de ciertos
magistrados imperiales. El emperador le respondió: "Desde
hace tiempo, estoy acostumbrado a tu libertad de palabra, y no por
ello dejé de aceptar tu elección. No dejes de seguir aplicando a
nuestras faltas, los remedios que la ley divina prescribe".
San
Basilio escribió a Ambrosio para felicitarle, o más bien dicho para
felicitar a la Iglesia por su elección, para exhortarle a combatir
vigorosamente a los arrianos. San Ambrosio, que se creía muy
ignorante en las cuestiones teológicas, se entregó al estudio de la
Sagrada Escritura, y de las obras de los autores eclesiásticos,
particularmente de Orígenes y San Basilio. En sus estudios, le
dirigió San Simpliciano, un sabio sacerdote romano, a quien amaba
como amigo, a quien honraba como padre, y reverenciaba como maestro.
San
Ambrosio combatió con tanto éxito el arrianismo, que le erradicó
casi por completo de Milán. El santo vivía con gran sencillez, y
trabajaba infatigablemente. Sólo cenaba los
domingos, los días de la fiesta de algunos mártires famosos, y los
sábados. En efecto, en Milán no se ayunaba nunca en
sábado; pero cuando Ambrosio estaba en Roma, ayunaba también los
sábados.
El
santo no asistía jamás a los banquetes, y recibía a todos en su
casa, con suma frugalidad. Todos los días, celebraba la misa por su
pueblo, y vivía consagrado enteramente al servicio de su grey; todos
los fieles podían hablar con él, siempre que lo deseaban, y le
amaban y admiraban enormemente. San Agustín fue a verle varias
veces.
Sobre
la Virginidad
En
sus sermones, San Ambrosio alababa con frecuencia, al
estado y la virtud de la virginidad por amor a Dios, y
dirigía personalmente a muchas vírgenes consagradas. A petición de
Santa Marcelina, el santo reunió sus sermones sobre el tema; tal fue
el origen de uno de sus tratados más famosos.
Las
madres impedían que sus hijas, fuesen a oír predicar a San
Ambrosio, y aun llegó a acusársele de que quería despoblar el
Imperio.
El
santo respondía: "Quisiera que se me citase, el caso de un
hombre que haya querido casarse, y no haya encontrado esposa",
y sostenía que en los sitios en que se tiene en alta estima la
virginidad, la población es mayor. Según él, la guerra, y no la
virginidad, era el gran enemigo de la raza humana.
Defensa
de la Fe y del Orden
Como
los godos hubían invadido ciertos territorios romanos del Oriente,
el emperador Graciano, decidió acudir con su ejército, en socorro
de su tío Valente.
Sin
embargo, para preservarse del arrianismo, del que Valente era gran
protector, Graciano pidió a San Ambrosio, que le instruyese sobre
dicha herejía. Con ese objeto, el santo escribió en el año 377,
una obra titulada "A Graciano, acerca de la Fe", y más
tarde la amplió.
Los
godos habían causado estragos, desde Tracia a la Iliria. San
Ambrosio, no contento con reunir todo el dinero posible, para
rescatar a los prisioneros, mandó fundir los vasos sagrados.
Los arrianos, consideraron esa medida como un sacrilegio, y se la
echaron en cara. El santo respondió, que le parecía más útil,
salvar vidas humanas que conservar el oro: "Si
la Iglesia tiene oro, no es para guardarlo, sino para emplearlo en
favor de los necesitados".
Después
del asesinato de Graciano, en el año 383, la emperatriz Justina,
rogó a San Ambrosio, que negociase con el usurpador Máximo, para
evitar que éste atacase a su hijo, Valentiniano II. San Ambrosio,
fue a entrevistarse con Máximo en Tréveris, y consiguió
convencerle, de que se contentase con la Galia, España y las Islas
Británicas.
Según
se dice, fue ésa la primera vez, que un ministro del Evangelio,
intervino en los asuntos de la alta política. Es un ejemplo clásico;
una justa intervención por parte de la Iglesia, ya que no buscó
favoritismos, ni se alió con un lado de la política, sino que solo
buscó que se ejerciese el derecho, en este caso, defender el orden
contra un usurpador armado. Más tarde, como veremos, prefirió
sufrir mucho antes, que ceder a las injustas exigencias del otro
bando, el de la propia emperatriz Justina.
Por
entonces, ciertos senadores, trataron de restablecer en Roma, el
culto a la diosa Victoria. El grupo estaba encabezado por Quinto
Aurelio Símaco, hijo y sucesor del prefecto romano, que había
protegido a San Ambrosio en su juventud, y había sido un admirable
erudito, hombre de Estado y orador.
Quinto
Aurelio Símaco, pidió a Valentiano, que reconstruyese el altar de
la Victoria en el senado, pues a dicha diosa atribuía los triunfos y
la prosperidad de la antigua Roma. Quinto Aurelio Símaco, redactó
muy hábilmente su petición, apelando a la emoción, y empleando
argumentos, que se oyen todavía: "¿Qué importa el camino,
por el que cada uno busca la verdad?. Existen muchos caminos, para
llegar al gran misterio".
La
petición era un ataque velado contra San Ambrosio. Cuando el santo
se enteró, por conducto privado, de la existencia del documento,
escribió al emperador, pidiéndole que le enviase una copia y
reprendiéndole, por no haberle consultado inmediatamente en ese
asunto, que atañía a la religión.
Poco
después, escribió una respuesta, que sobrepasaba en elocuencia, a
la petición de Símaco, y la demolía punto por punto. Tras
ridiculizar la idea, de que los éxitos conseguidos por el valor de
los soldados, que se vaticinaban en las entrañas de las bestias
sacrificadas, el santo, elevándose a las cumbres de la más alta
retórica, hablaba por boca de Roma, diciendo que la ciudad, se
lamentaba de sus errores pasados, y que no se avergonzaba de cambiar.
Ambrosio
exhortaba a Símaco, y a sus compañeros, a interpretar los misterios
de la naturaleza, a través del Dios que los había creado, y a pedir
a Dios que concediese la paz a los emperadores, en vez de pedir a los
emperadores, que les concediesen adorar en paz a sus dioses.
La
respuesta del santo terminaba con una parábola, sobre el progreso y
el desarrollo del mundo: “Por medio de la justicia, la verdad se
cierne sobre las ruinas de las opiniones, que antiguamente gobernaban
el mundo".
Tanto
el escrito de Símaco, como el de San Ambrosio, fueron leídos ante
el emperador y su consejo. No hubo discusión de ninguna especie.
Valentiniano dijo a los presentes. "Mi padre no destruyó los
altares, y nadie le pidió tampoco que los reconstruyese. Yo seguiré
su ejemplo, y no modificaré el estado de cosas".
La
emperatriz Justina, no se atrevió a apoyar abiertamente a los
arrianos, mientras vivieron su esposo y Graciano; pero en cuanto la
paz que San Ambrosio negoció, entre Máximo y el hijo de Justina, le
dieron oportunidad de oponerse al obispo, se olvidó de todo lo que
le debía.
Al
acercarse la Pascua del año 385, Justina indujo a Valentiniano, a
reclamar la basílica Porcia, actualmente llamada de San Víctor,
situada en las afueras de Milán, para cederla a los arrianos, entre
los que se contaban ella, y muchos personajes de la corte. San
Ambrosio respondió, que jamás entregaría un templo de Dios.
Entonces,
Valentiniano envió a unos mensajeros, a pedir la nueva basílica de
los Apóstoles. Pero el santo obispo no cedió. El emperador mandó a
sus cortesanos, a apoderarse de la basílica. Los milaneses,
enfurecidos ante eso, tomaron prisionero a un sacerdote arriano.
Al
enterarse de lo sucedido, San Ambrosio pidió a Dios, que no
permitiese que la sangre corriese, y envió a varios sacerdotes y
diáconos, a rescatar al prisionero. Aunque
el santo, tenía de su parte a la multitud, y aun al ejército, se
guardó de hacer o decir nada, que pudiese desatar la violencia, y
poner en peligro al emperador y a su madre.
Cierto
que se negó a entregar las iglesias, pero se abstuvo de oficiar en
ellas, para no encender los ánimos. Sus adversarios, que le llamaban
"el Tirano", hicieron lo posible por provocarle.
San
Ambrosio preguntó a sus enemigos: "¿por qué me llamáis
tirano?. Cuando me enteré, de que la iglesia estaba rodeada de
soldados, dije que no la entregaría, pero que tampoco me lanzaría a
la lucha. Máximo no afirma que tiranizó a Valentiniano, a pesar de
que a él, le impedí marchar sobre Italia".
En
el momento en que el santo, explicaba un pasaje del libro de Job al
pueblo, irrumpió en la capilla un pelotón de soldados, a los que
habían dado la orden de atacar; pero ellos se negaron a obedecer, y
entraron a orar con los católicos.
A
los pocos momentos, todo el pueblo, se dirigió a la basílica
contigua, arrancó las decoraciones que se habían puesto para
recibir al emperador, y se las dio a los niños, para que jugasen con
ellas.
Sin
embargo, San Ambrosio no aprovechó ese triunfo, y no entró en la
basílica, sino hasta el día de Pascua, cuando Valentiniano, retiró
de ahí a los soldados. El pueblo, celebró con gran júbilo esa
victoria.
San
Ambrosio, escribió un relato de los hechos a Santa Marcelina, que
estaba entonces en Roma, y añadió que preveía desórdenes todavía
mayores: "El eunuco Calígono, que es camarlengo imperial,
me dijo: 'Tú desprecias al emperador, de suerte que te voy a mandar
decapitar'. Yo repuse: ¡Dios lo quiera!. Así sufriría yo, como
corresponde a un obispo, y tú obrarías como las gentes de tu
calaña' ".
En
enero del año siguiente, Justina convenció a su hijo, de que
promulgase una ley, para autorizar a los arrianos a celebrar
reuniones, y las prohibiera a los católicos. Dicha ley, amenazaba
con la pena de muerte, a quien tratase de impedir las reuniones de
los arrianos. Además se condenaba al destierro, a quien se
opusiese, a que las iglesias fuesen cedidas a los arrianos.
San
Ambrosio no hizo caso de la ley, y se negó a entregar una sola
iglesia. Sin embargo, nadie se atrevió a tocarle. "Yo he
dicho ya, lo que un obispo tenía que decir. Que el emperador,
proceda ahora como corresponde a un emperador. Nabot se negó a
entregar la herencia de sus antepasados. ¿Cómo voy yo a entregar,
las iglesias de Jesucristo?".
El
Domingo de Ramos, el santo predicó sobre su decisión de no
entregarlas. Entonces, el pueblo, temeroso de la venganza del
emperador, se encerró con su pastor en la basílica. Las tropas
imperiales la sitiaron, con miras a vencer al pueblo por el hambre;
pero ocho días después, el pueblo seguía ahí.
Para
ocupar a las gentes, San Ambrosio se dedicó a enseñarles himnos y
salmos, que él mismo había compuesto. Todos cantaban en coros
alternados. El emperador, envió al tribuno Dalmacio, a conferenciar
con el santo. Proponía que Ambrosio y el obispo arriano, Auxencio,
eligiesen conjuntamente un grupo de jueces, para decidir la cuestión.
Si
San Ambrosio no aceptaba esa proposición, debía retirarse, y dejar
la diócesis en manos de Auxencio. Ambrosio respondió por escrito
al emperador, haciéndole notar que los laicos, pues Valentiniano
había propuesto que se eligiesen jueces laicos, no tenían derecho a
juzgar a los obispos, ni a dictar leyes eclesiásticas.
En
seguida, el santo subió al púlpito, y expuso al pueblo, el
desarrollo de los acontecimientos en el último año. En una sola
frase, resumió espléndidamente el fondo de la disputa: "El
emperador está en la Iglesia, no sobre la Iglesia".
Entre
tanto, llegó la noticia de que Máximo, con el pretexto de la
persecución de que eran objeto los católicos, así como ciertas
cuestiones de fronteras, estaba preparándose para invadir Italia.
Valentiniano y Justina, sobrecogidos por el pánico, rogaron entonces
a San Ambrosio, que partiese nuevamente, a impedir la invasión del
usurpador.
Olvidando
todas las injurias públicas y privadas, de que había sido objeto,
el santo emprendió el viaje. Máximo, que estaba en Tréveris, se
negó a concederle una audiencia privada, a pesar de que Ambrosio era
obispo, y embajador imperial, y le propuso recibirle en un
consistorio público.
Cuando
Ambrosio fue introducido a la presencia de Máximo, y éste se
levantó del trono, para darle el beso de paz, el santo permaneció
inmóvil, y se negó a acercarse a recibir el ósculo.
En
seguida, demostró públicamente a Máximo, que la invasión que
proyectaba era injustificable, y constituía una deslealtad, y
terminó pidiéndole que enviase a Valentiniano, los restos de su
hermano Graciano, como prenda de paz.
Desde
su llegada a Tréveris, el santo se había negado, a mantener la
comunión con los prelados de la corte, que habían participado en la
ejecución del hereje Prisciliano, y aun con el mismo Máximo.
Por
ello, se le ordenó al día siguiente, que abandonase Tréveris. El
santo regresó a Milán, no sin escribir antes a Valentiniano, para
referirle lo sucedido, y aconsejarle que no se dejase engañar por
Máximo, pues consideraba a éste, como un enemigo velado que
prometía la paz, pero que buscaba realmente la guerra.
En
efecto, Máximo invadió súbitamente Italia, donde no encontró
oposición alguna. Justina y Valentiniano dejaron en Milán a San
Ambrosio, para que hiciese frente a la tormenta, y huyeron a Grecia,
en busca del amparo del emperador de Oriente, Teodosio, en cuyas
manos se pusieron.
Teodosio
le declaró la guerra a Máximo, le derrotó y ejecutó en Panonia, y
devolvió a Valentiniano sus territorios, y los que le había
arrebatado el usurpador. Pero en realidad, Teodosio fue quien gobernó
desde entonces el imperio.
Teodosio
permaneció algún tiempo en Milán, e indujo a Valentiniano, a
abandonar el arrianismo, y a tratar a San Ambrosio, con el respeto
que merecía un obispo verdaderamente católico. Sin embargo, no
dejaron de surgir conflictos entre Teodosio y San Ambrosio, y hay que
reconocer, que en el primero de esos conflictos no le faltaba razón
a Teodosio.
En
efecto, ciertos cristianos de Kallinikum de Mesopotamia, habían
demolido la sinagoga de los judíos. Cuando Teodosio se enteró,
ordenó que el obispo del lugar, a quien se acusaba de estar
complicado en el asunto, se encargase de reconstruir la sinagoga.
El
obispo apeló a San Ambrosio, quien escribió una carta de protesta a
Teodosio, pero en vez de alegar, que no se conocían con certeza las
circunstancias del caso, el santo basó su protesta en la tesis
exagerada, de que ningún obispo cristiano, tenía derecho a pagar la
construcción de un templo de una religión falsa.
Como
Teodosio hiciese caso omiso de esa protesta, San Ambrosio predicó
contra él, en su presencia, lo que dio lugar a una discusión en la
iglesia. El santo no celebró la misa, hasta haber arrancado a
Teodosio, la promesa de que revocaría la orden que había dado.
En
el año 390, llegó a Milán, la noticia de una horrible matanza, que
había tenido lugar en Tesalónica. Buterico, el gobernador, había
encarcelado a un auriga, que había seducido a una sirvienta de
palacio, y se negó a ponerle en libertad, por más que el pueblo
quería verlo correr en el circo.
La
multitud se enfureció tanto ante la negativa, que mató a pedradas a
varios oficiales, y asesinó a Buterico. Teodosio ordenó que se
tomasen represalias, increíblemente crueles. Los soldados rodearon
el circo, cuando todo el pueblo se hallaba congregado en él, y
cargaron contra la multitud.
La
carnicería duró cuatro horas. Los soldados dieron muerte a 7,000
personas, sin distinción de edad, de sexo, ni de grado de
culpabilidad. El mundo entero quedó aterrorizado, y volvió los ojos
a San Ambrosio, quien reunió a los obispos, para consultarles sobre
el caso.
En
seguida, escribió a Teodosio una carta muy digna, en la que le
exhortaba a aceptar la penitencia eclesiástica, y declaraba que no
podía, ni estaba dispuesto a recibir su ofrenda, y celebrar ante él
los divinos misterios, hasta que hubiese cumplido esa obligación.
"Los
sucesos de Tesalónica no tienen precedente. Sois humano, y os habéis
dejado vencer por la tentación. Os aconsejo, os ruego y os suplico,
que hagáis penitencia. Vos, que en tantas ocasiones, os habéis
mostrado misericordioso, y habéis perdonado a los culpables,
mandasteis matar a muchos inocentes. El demonio, quería sin duda
arrancaros la corona de piedad, que era vuestro mayor timbre de
gloria. Arrojadle lejos de vos, ahora que podéis hacerlo. Os escribo
esto de mano propia, para que leáis en particular".
El
emperador le escribió diciéndole: "Dios perdonó a David;
luego a mí también me perdonará". San Ambrosio
respondió: "Ya que has imitado a David, en cometer un gran
pecado, imítalo ahora haciendo una gran penitencia, como la que hizo
él".
El
efecto que produjo esta carta en un hombre, que sin duda estaba
devorado por los remordimientos, ha sido desvirtuado por una leyenda,
según la cual, como Teodosio se negase a aceptar la penitencia
eclesiástica, San Ambrosio salió a la puerta de la iglesia, para
impedirle el paso, cuando se acercaba con toda su corte a oír la
misa. El obispo le reprendió públicamente, y se negó a admitirle.
El
emperador estuvo excomulgado ocho meses, al cabo de los cuales, se
sometió sin condiciones. El P. Van Ortroy, S. J., echó por tierra
esa leyenda.
Por
otra parte, la "religiosa humildad" que San Agustín,
bautizado apenas tres años antes por San Ambrosio, atribuye a
Teodosio, resume perfectamente cuanto necesitamos saber. "Habiendo
incurrido en las penas eclesiásticas, hizo penitencia con
extraordinario fervor, y los que habían acudido a interceder por él,
se estremecían de compasión, al ver tanto rebajamiento de la
dignidad imperial, más de lo que hubiesen temblado ante su cólera,
si se hubieran sentido culpable, de alguna falta en su presencia".
En
la oración fúnebre de Teodosio, dijo San Ambrosio simplemente: "Se
despojó de todas las insignias de la dignidad regia, y lloró
públicamente su pecado en la iglesia. Él, que era emperador, no se
avergonzó de hacer penitencia pública, en tanto que otros muchos
menores que él, se rehúsan a hacerla. El no cesó de llorar su
pecado, hasta el fin de su vida".
Ese
triunfo de la gracia en Teodosio, y del deber pastoral en Ambrosio,
demostró al mundo, que la iglesia no hace distinción de personas, y
que las leyes morales obligan a todos por igual. El propio Teodosio,
dio testimonio de la influencia decisiva de San Ambrosio, en aquellas
circunstancias, al señalarle como el único obispo, digno de ese
nombre que él había conocido.
Teodoreto
menciona otro ejemplo, de la humildad y religiosidad, de que Teodosio
dio muestra. Un día de fiesta, durante la misa en la catedral de
Milán, Teodosio se acercó al altar, a depositar su ofrenda, y
permaneció en el presbiterio.
San
Ambrosio le preguntó si deseaba algo. El emperador dijo que quería
asistir a la misa, y comulgar. Entonces San Ambrosio mandó al
diácono a decirle: "Señor, durante la celebración de la
misa, nadie puede estar en el presbiterio. Os ruego que os retiréis,
a donde están los demás. La púrpura os hace príncipe, pero no
sacerdote”.
Teodosio
se disculpó, y dijo que estaba en la creencia, de que en Milán
existía la misma costumbre que en Constantinopla, donde el sitial
del emperador, se hallaba en el presbiterio. En seguida, dio las
gracias al obispo por haberle instruido, y se retiró al sitio, en el
que se hallaban los laicos.
En
el año 393, tuvo lugar la patética muerte del joven Valentiniano,
quien fue asesinado en las Galias, por Arbogastes, cuando se hallaba
solo entre sus enemigos. San Ambrosio, que había partido en auxilio
suyo, encontró la procesión funeraria, antes de cruzar los Alpes.
Arbogastes,
a quien se había dicho, que San Ambrosio era "un hombre que
dice al sol: '¡Detente!, y el sol se detiene", había
maniobrado para conseguir que el santo obispo, le apoyase en sus
intereses. Pero Ambrosio, sin nombrar personalmente a Arbogastes,
manifestó claramente en la oración fúnebre de Valentiniano, que
sabía a qué atenerse sobre su muerte.
Por
otra parte, salió de Milán, antes de la llegada de Eugenio, el
enviado de Arbogastes, de suerte que este último, empezó a amenazar
con perseguir a los cristianos. Entre tanto, San Ambrosio fue de
ciudad en ciudad, exhortando al pueblo a oponerse a los invasores.
Después
regresó a Milán, donde recibió la carta, en que Teodosio le
anunciaba, que había vencido a Arbogastes en Aquileya. Dicha
victoria, fue el golpe de muerte al paganismo en el imperio.
Pocos
meses después, murió Teodosio en brazos de San Ambrosio. En la
oración fúnebre del emperador, el santo habló con gran elocuencia,
del amor que le profesaba al difunto, y de la gran responsabilidad,
que pesaba sobre sus dos hijos, a quienes tocaba gobernar un imperio,
cuyo lazo de unión era el cristianismo.
En
tanto que el Imperio Romano comenzaba a decaer en el Occidente, San
Ambrosio, daba nueva vida a su idioma, y enriquecía a la iglesia con
sus escritos. Pero el santo, sólo sobrevivió dos años a Teodosio
el Grande. Una de las últimas obras que escribió, fue el tratado
sobre "La bondad de la muerte".
Las
obras homiléticas, exegéticas, teológicas, ascéticas y poéticas
del santo, son numerosísimas. Cuando el santo cayó enfermo, predijo
que moriría después de la Pascua, pero prosiguió sus estudios
acostumbrados, y escribió una explicación al salmo 43.
Mientras
San Ambrosio dictaba, Paulino, que era su secretario, y fue más
tarde su biógrafo, vio una llama en forma
de escudo posarse sobre su cabeza, y descender gradualmente hasta su
boca, en tanto que su rostro, se ponía blanco como la nieve.
A
este propósito escribió Paulino: "Estaba yo tan asustado,
que permanecí inmóvil, sin poder escribir. Y a partir de ese día,
dejó de escribir y de dictarme, de suerte que no terminó, la
explicación del salmo". En efecto, el escrito sobre el
salmo, se interrumpe en el versículo veinticuatro.
Después
de ordenar al nuevo obispo de Pavía, San Ambrosio tuvo que guardar
cama. Cuando el conde Estilicón, tutor de Honorio, se enteró de la
noticia, dijo públicamente: "El día en que ese hombre
muera, la ruina se cernirá sobre Italia".
Inmediatamente,
el conde envió al santo unos mensajeros, para pedirle que rogara a
Dios, que le alargase la vida. El santo repuso: "He vivido
de suerte, que no me avergonzaría de vivir más tiempo. Pero tampoco
tengo miedo de morir, pues mi Amo es bueno".
El
día de su muerte, San Ambrosio estuvo varias horas, acostado con los
brazos en cruz, orando constantemente. San Honorato de Vercelli, que
se hallaba descansando en otra habitación, oyó una voz que le decía
tres veces: "¡Levántate pronto, que se muere!".
Inmediatamente bajó, y dio el viático a San Ambrosio, quien murió
a los pocos momentos. Era el Viernes Santo, 4 de abril del año 397.
El
santo tenía aproximadamente cincuenta y siete años. Fue sepultado
el día de Pascua. Sus reliquias reposan, bajo el altar mayor de su
basílica, a donde fueron trasladadas en el año 835. Su fiesta se
celebra el día del aniversario de su consagración episcopal, tanto
en Oriente como en Occidente. Su nombre figura en el canon de la
misa, del rito de Milán.
Sus
libros son sus reflexiones y discursos. De modo que sus famosos
Comentarios Exegéticos, antes de ser reunidos en volúmenes, habían
sido predicados. Por eso son tan vivos y ungidos por el Espíritu
Santo.
Bibliografía
Sálesman, Eliécer; Vidas de Santos # 4
Sgarbossa, Mario - Luigi Giovannini; Un santo para cada día
Sálesman, Eliécer; Vidas de Santos # 4
Sgarbossa, Mario - Luigi Giovannini; Un santo para cada día
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