Sábado
26 de Marzo
CELEBRACIÓN
DE LA VIGILIA PASCUAL
HOMILÍA
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica
de San Pedro
Sábado
Santo 11 de abril de 2009
Queridos
hermanos y hermanas:
San
Marcos nos relata en su Evangelio que los discípulos, bajando del
monte de la Transfiguración, discutían entre ellos sobre lo quería
decir «resucitar de entre los muertos» (cf. Mc 9,10).
Antes,
el Señor les había anunciado su pasión y su resurrección a los
tres días. Pedro había protestado ante el anuncio de la muerte.
Pero ahora se preguntaban qué podía entenderse con el término
«resurrección». ¿Acaso no nos sucede lo mismo a nosotros?.
La
Navidad, el nacimiento del Niño divino, nos resulta enseguida hasta
cierto punto comprensible. Podemos amar al Niño, podemos imaginar la
noche de Belén, la alegría de María, de San José y de los
pastores, el júbilo de los ángeles. Pero resurrección, ¿qué
es?. No entra en el ámbito de nuestra experiencia y, así, el
mensaje muchas veces nos parece en cierto modo incomprensible, como
una cosa del pasado. La Iglesia trata de hacérnoslo comprender
traduciendo este acontecimiento misterioso al lenguaje de los
símbolos, en los que podemos contemplar de alguna manera este
acontecimiento sobrecogedor. En la Vigilia
Pascual nos indica el sentido de este día especialmente mediante
tres símbolos: la luz, el agua y el canto nuevo, el Aleluya.
Primero
la luz. La creación de Dios —lo acabamos de escuchar en
el relato bíblico— comienza con la expresión: «Que exista la
luz» (Gn 1,3). Donde hay luz, nace la vida, el caos puede
transformarse en cosmos. En el mensaje bíblico, la luz es la imagen
más inmediata de Dios: Él es todo
Luminosidad, Vida, Verdad, Luz.
En
la Vigilia Pascual, la Iglesia lee la narración de la creación como
profecía. En la resurrección se realiza del modo más sublime lo
que este texto describe como el principio de todas las cosas. Dios
dice de nuevo: «Que exista la luz».
La resurrección de Jesús es un estallido
de luz. Se supera la muerte, el sepulcro se abre de par en
par. El Resucitado mismo es Luz, la luz del mundo. Con la
resurrección, el día de Dios entra en la noche de la historia.
A
partir de la resurrección, la luz de Dios se difunde en el mundo y
en la historia. Se hace de día. Sólo esta Luz, Jesucristo, es la
luz verdadera, más que el fenómeno físico de luz. Él
es la pura Luz: Dios mismo, que hace surgir una nueva
creación en aquella antigua, y transforma el caos en cosmos.
Tratemos
de entender esto aún mejor. ¿Por qué Cristo es Luz?. En el Antiguo
Testamento, se consideraba a la Torah como la luz que procede de Dios
para el mundo y la humanidad. Separa en la creación la luz de las
tinieblas, es decir, el bien del mal. Indica al hombre la vía justa
para vivir verdaderamente. Le indica el bien, le muestra la verdad y
lo lleva hacia el amor, que es su contenido más profundo. Ella es
«lámpara para mis pasos» y «luz en el sendero»
(cf. Sal 119,105).
Además,
los cristianos sabían que en Cristo está presente la Torah, que la
Palabra de Dios está presente en Él como Persona. La
Palabra de Dios es la verdadera Luz que el hombre necesita.
Esta Palabra está presente en Él, en el Hijo. El Salmo 19 compara
la Torah con el sol que, al surgir, manifiesta visiblemente la gloria
de Dios en todo el mundo. Los cristianos entienden: sí, en la
resurrección, el Hijo de Dios ha surgido como Luz del mundo. Cristo
es la gran Luz de la que proviene toda vida. Él nos hace
reconocer la gloria de Dios de un confín al otro de la tierra. Él
nos indica la senda. Él es el día de Dios que ahora, avanzando, se
difunde por toda la tierra. Ahora, viviendo con Él y por Él,
podemos vivir en la luz.
En
la Vigilia Pascual, la Iglesia representa el misterio de luz de
Cristo con el signo del cirio pascual, cuya llama es a la vez luz y
calor. El simbolismo de la luz se relaciona con el del
fuego: luminosidad y calor, luminosidad y energía transformadora del
fuego: verdad y amor van unidos. El cirio pascual arde y, al arder,
se consume: cruz y resurrección son inseparables. De la cruz, de la
autoentrega del Hijo, nace la luz, viene la verdadera luminosidad al
mundo.
Todos
nosotros encendemos nuestras velas del cirio pascual, sobre todo las
de los recién bautizados, a los que, en este Sacramento, se les pone
la luz de Cristo en lo más profundo de su corazón.
La
Iglesia antigua ha calificado el Bautismo como fotismos, como
Sacramento de la iluminación, como una comunicación de
luz, y lo ha relacionado inseparablemente con la resurrección de
Cristo.
En
el Bautismo, Dios dice al bautizado: «Recibe
la luz». El bautizado es introducido en la luz de Cristo.
Ahora, Cristo separa la luz de las tinieblas. En Él reconocemos lo
verdadero y lo falso, lo que es la luminosidad y lo que es la
oscuridad. Con Él surge en nosotros la luz de la verdad y empezamos
a entender.
Una
vez, cuando Cristo vio a la gente que había venido para escucharlo y
esperaba de Él una orientación, sintió lástima de ellos, porque
andaban como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). Entre las
corrientes contrastantes de su tiempo, no sabían dónde ir.
Cuánta
compasión debe sentir Cristo también en nuestro tiempo por tantas
grandilocuencias, tras las cuales se esconde en realidad una gran
desorientación. ¿Dónde hemos de ir?. ¿Cuáles son los
valores sobre los cuales regularnos?. ¿Los valores en que podemos
educar a los jóvenes, sin darles normas que tal vez no aguantan, o
exigirles algo que quizás no se les debe imponer?.
Él
es la Luz. El cirio bautismal es el símbolo de la
iluminación que recibimos en el Bautismo. Así, en esta hora,
también San Pablo nos habla muy directamente. En la Carta a los
Filipenses, dice que, en medio de una
generación tortuosa y convulsa, los cristianos han de brillar como
lumbreras del mundo (cf. 2,15). Pidamos al Señor que la
llamita de la vela, que Él ha encendido en nosotros, la delicada luz
de su palabra y su amor, no se apague entre las confusiones de estos
tiempos, sino que sea cada vez más grande y luminosa, con el fin de
que seamos con Él personas amanecidas, astros para nuestro tiempo.
El
segundo símbolo de la Vigilia Pascual — la noche del Bautismo —
es el agua. Aparece en la Sagrada Escritura y, por tanto,
también en la estructura interna del Sacramento del Bautismo en dos
sentidos opuestos. Por un lado está el mar, que se manifiesta
como el poder antagonista de la vida sobre la tierra, como su amenaza
constante, pero al que Dios ha puesto un límite.
Por
eso, el Apocalipsis dice que en el mundo nuevo de Dios ya no habrá
mar (cf. 21,1). Es el elemento de la muerte. Y por eso se
convierte en la representación simbólica de la muerte en cruz de
Jesús: Cristo ha descendido en el mar, en las aguas de la muerte,
como Israel en el Mar Rojo. Resucitado de la muerte, Él nos da la
vida. Esto significa que el Bautismo no es sólo un lavado, sino un
nuevo nacimiento: con Cristo es como si descendiéramos en el mar de
la muerte, para resurgir como criaturas nuevas.
El
otro modo en que aparece el agua es como un manantial fresco, que da
la vida, o también como el gran río del que proviene la vida. Según
el primitivo ordenamiento de la Iglesia, se debía administrar el
Bautismo con agua fresca de manantial. Sin agua no hay vida.
Impresiona la importancia que tienen los pozos en la Sagrada
Escritura. Son lugares de donde brota la vida. Junto al pozo de
Jacob, Cristo anuncia a la Samaritana el pozo nuevo, el agua de la
vida verdadera. Él se manifiesta como el nuevo Jacob, el definitivo,
que abre a la humanidad el pozo que ella espera: ese agua que da la
vida y que nunca se agota (cf. Jn 4,5.15).
San
Juan nos dice que un soldado golpeó con una lanza el costado de
Jesús, y que del costado abierto, del corazón traspasado, salió
sangre y agua (cf. Jn 19,34). La Iglesia antigua ha visto
aquí un símbolo del Bautismo y la Eucaristía, que provienen del
corazón traspasado de Jesús. En la muerte, Jesús se ha convertido
Él mismo en el manantial. El profeta Ezequiel percibió en una
visión el Templo nuevo del que brota un manantial que se transforma
en un gran río que da la vida (cf. 47,1-12): en una Tierra que
siempre sufría la sequía y la falta de agua, ésta era una gran
visión de esperanza.
El
cristianismo de los comienzos entendió que esta visión se ha
cumplido en Cristo. Él es el Templo auténtico y vivo de Dios. Y es
la fuente de agua viva. De Él brota el gran
río que fructifica y renueva el mundo en el Bautismo, el gran río
de agua viva, su Evangelio que fecunda la tierra. Pero
Jesús ha profetizado en un discurso durante la Fiesta de las Tiendas
algo más grande aún. Dice: «El que
cree en mí ... de sus entrañas manarán torrentes de agua viva»
(Jn 7,38).
En
el Bautismo, el Señor no sólo nos convierte en personas de luz,
sino también en fuentes de las que brota agua viva. Todos
nosotros conocemos personas de este tipo, que nos dejan en cierto
modo sosegados y renovados; personas que son como el agua fresca de
un manantial. No hemos de pensar sólo en los grandes personajes,
como Agustín, Francisco de Asís, Teresa de Ávila, Madre Teresa de
Calcuta, y así sucesivamente; personas por las que han entrado en la
historia realmente ríos de agua viva. Gracias a Dios, las
encontramos continuamente también en nuestra vida cotidiana:
personas que son una fuente. Ciertamente, conocemos también lo
opuesto: gente de la que propaga un vaho como el de un charco de agua
putrefacta, o incluso envenenada. Pidamos al
Señor, que nos ha dado la gracia del Bautismo, que seamos siempre
fuentes de agua pura, fresca, saltarina del manantial de su verdad y
de su amor.
El
tercer gran símbolo de la Vigilia Pascual es de naturaleza singular,
y concierne al hombre mismo. Es el cantar el canto nuevo, el aleluya.
Cuando un hombre experimenta una gran alegría, no puede guardársela
para sí mismo. Tiene que expresarla, transmitirla.
Pero,
¿qué sucede cuando el hombre se ve alcanzado por la luz de la
resurrección y, de este modo, entra en contacto con la Vida misma,
con la Verdad y con el Amor?. Simplemente, que no basta hablar de
ello. Hablar no es suficiente. Tiene que
cantar.
En
la Biblia, la primera mención de este cantar se encuentra después
de la travesía del Mar Rojo. Israel se ha liberado de la esclavitud.
Ha salido de las profundidades amenazadoras del mar. Es como si
hubiera renacido. Está vivo y libre. La Biblia describe la reacción
del pueblo a este gran acontecimiento de salvación con la expresión:
«El pueblo creyó en el Señor y en
Moisés, su siervo» (cf. Ex 14,31). Sigue a
continuación la segunda reacción, que se desprende de la primera
como una especie de necesidad interior: «Entonces
Moisés y los hijos de Israel cantaron un cántico al Señor».
En la Vigilia Pascual, año tras año, los cristianos entonamos
después de la tercera lectura este canto, lo entonamos como nuestro
cántico, porque también nosotros, por el poder de Dios, hemos sido
rescatados del agua y liberados para la vida verdadera.
La
historia del canto de Moisés tras la liberación de Israel de Egipto
y el paso del Mar Rojo, tiene un paralelismo sorprendente en el
Apocalipsis de San Juan. Antes del comienzo de las últimas siete
plagas a las que fue sometida la tierra, al vidente se le aparece
«una especie de mar de vidrio veteado de
fuego; en la orilla estaban de pie los que habían vencido a la
bestia, a su imagen y al número que es cifra de su nombre: tenían
en sus manos las arpas que Dios les había dado. Cantaban el cántico
de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero»
(Ap 15,2s).
Con
esta imagen se describe la situación de los discípulos de
Jesucristo en todos los tiempos, la situación de la Iglesia en la
historia de este mundo. Humanamente hablando, es una situación
contradictoria en sí misma. Por un lado, se encuentra en el éxodo,
en medio del Mar Rojo. En un mar que, paradójicamente, es a la vez
hielo y fuego. Y ¿no debe quizás la Iglesia, por decirlo así,
caminar siempre sobre el mar, a través del fuego y del frío?.
Considerándolo humanamente, debería hundirse.
Pero
mientras aún camina por este Mar Rojo, canta, entona el canto de
alabanza de los justos: el canto de Moisés y del Cordero, en el cual
se armonizan la Antigua y la Nueva Alianza. Mientras que a
fin de cuentas debería hundirse, la Iglesia entona el canto de
acción de gracias de los salvados. Está sobre las aguas de muerte
de la historia y, no obstante, ya ha resucitado. Cantando, se agarra
a la mano del Señor, que la mantiene sobre las aguas.
Y
sabe que, con eso, está sujeta, fuera del alcance de la fuerza de
gravedad de la muerte y del mal —una fuerza de la cual, de otro
modo, no podría escapar—, sostenida y atraída por la nueva fuerza
de gravedad de Dios, de la verdad y del amor. Por el momento, la
Iglesia y todos nosotros nos encontramos entre los dos campos de
gravitación. Pero desde que Cristo ha
resucitado, la gravitación del amor es más fuerte que la del odio;
la fuerza de gravedad de la vida es más fuerte que la de la muerte.
¿Acaso no es ésta realmente la situación de la Iglesia de todos
los tiempos, nuestra propia situación?. Siempre se tiene la
impresión de que ha de hundirse, y siempre está ya salvada.
San
Pablo ha descrito así esta situación: «Somos...
los moribundos que están bien vivos» (2 Co 6,9). La
mano salvadora del Señor nos sujeta, y así podemos cantar ya ahora
el canto de los salvados, el canto nuevo de los resucitados:
¡aleluya!. Amén.
©
Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana
Oración:
Te pedimos Señor que seamos Manantial, Luz y Cántico en el mundo
actual, tan confundido y aturdido, pero que siempre y en todo lugar
busca y necesita imperiosamente ver de ejemplos sencillos y concretos
de vida consagrada a tu Santo Nombre. A Tí Señor que viniste a
inaugurar a un pueblo sacerdotal, donde Tú eres el Sumo Sacerdote.
Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario