Cuarta
Feria, 16 de marzo
Abrahám,
solitario y eremita
(† 367)
Los
que escriben acerca de su vida, principalmente San Efrén con quien
le unió una estrecha amistad, no mencionan el lugar de su vida de
anacoreta, sí el territorio: Mesopotamia y, probablemente, en la
cercanía de Edesa. Pasó más de cincuenta años en el desierto.
Hijo
de padres ricos que también sabían ser buenos. Ven a su hijo tan
bueno y leal que deciden casarlo con hija de buena familia escogida
entre sus amistades y comprometen su matrimonio hasta que tengan la
edad y puedan contraerlo. Parece que a Abrahán no le agrada la idea
lo más mínimo porque sus planes futuros van por otro derrotero.
Pero
el tiempo pasó y llegó la hora de casarse sin más dilaciones; ha
pedido a su padre que lo libere del compromiso, mas no hay medio que
haga desistir al progenitor de la palabra dada; el respeto paterno
puede más que sus propios deseos.
Lo
que sucedió la noche de bodas, después de haber celebrado la fiesta
con la grandiosidad propia de gente pudiente, fue lo imprevisto. Se
escapa de casa huyendo; parece ser que sólo Dios ocupa su corazón y
a él quiere entregarlo. No ha mediado una sola palabra ni
ha dado explicación; lo ha hecho en secreto. Sólo tiene ganas de
esconderse y lo hace en una cueva cercana que encontró.
Todos
han pasado diecisiete días de trajín andando en su búsqueda,
removiendo matojos y adentrándose en los agujeros de las peñas. Al
encontrarlo, todo son ruegos, lágrimas, caricias y hasta amenazas,
pero el que no supo imponerse en su momento mantiene ahora una
actitud inflexible. Consigue de la esposa defraudada el
consentimiento de una perpetua separación y del autoritario padre la
promesa de no interrumpir en adelante su voluntario retiro.
Con
veinte años ha comenzado su vida de soledad. Vive en una celda con
ventanilla al campo y allí se entrega a la oración y a la
penitencia.
Sus
bienes son una escudilla de madera para comer y beber, una estera de
juncos, un manto y un cilicio; el alimento ordinario son las hierbas
y raíces que el campo le da. La gente empieza a tener
noticia de la existencia del solitario penitente en aquellos
contornos; primero por curiosidad y luego por interés espiritual se
le van aproximando los vecinos que transmiten más y más sus méritos
y santidad. Siempre le vieron alegre y con carácter apacible.
El
obispo de Lampsaco (ahora la ciudad turca de Lapseki) le suplicó que
accediera a evangelizar a un pueblo de aquellos contornos cuya
barbarie era proverbial y que se distinguía también por su
tenacidad en el paganismo. El eremita, muy a pesar suyo,
acabó aceptando tal misión, y después de ser ordenado de
sacerdote, se dirigió hacia allí.
Lo
primero que hizo fue levantar una suntuosa iglesia, para que el
verdadero Dios tuviese una casa digna de Él, y luego destruyó los
ídolos a los que tan apegados estaban los lugareños; éstos, como
era previsible, montaron en cólera, le dieron una soberana paliza y
le echaron. Al día siguiente volvió para predicar, y se repitió la
misma escena, con palos e injurias hasta darle por muerto.
Así
una y otra vez Abraham insistía siempre lleno de mansedumbre y
caridad, recibiendo los malos tratos con una sonrisa, hasta que al
cabo de tres años su ejemplo inaudito conmovió a los idólatras,
que pidieron hacerse cristianos. El les instruyó en la
fe, bautizó a un millar de personas y en seguida huyó a su gruta
para seguir viviendo hasta su muerte en la bendita soledad con Dios.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que por los méritos e
intercesión de San Abraham eremita, podamos saber despojarnos de
respeto humano en los temas atinentes a tus enseñanzas,
especialmente con respecto a la homosexualidad, el divorcio, el
aborto, las drogas, y tantos otros temas que hoy en día los
cristianos enfrentamos penas ciertas que hasta pueden llevar a la
cárcel por enseñar tu Palabra. Que sepamos iluminar a todos con la
verdad tal como nos la enseñaste, y fueron explicadas en detalle por
los bien amados San Pablo, San Pedro, San Juan y San Judas Tadeo en
sus cartas pastorales. A Tí Señor que nos aseguraste que todos
nuestros cabellos están contados, y que nada debemos temer. Amén.
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