Quinta
Feria, 24 de Marzo
SOLEMNE
MISA CRISMAL
HOMILÍA
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica
de San Pedro
Jueves
Santo 9 de abril de 2009
Queridos
hermanos y hermanas:
En
el Cenáculo, la tarde antes de su pasión, el Señor oró por sus
discípulos reunidos en torno a Él, pero con la vista puesta al
mismo tiempo en la comunidad de los discípulos de todos los siglos,
«los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17,20). En
la plegaria por los discípulos de todos los tiempos, Él nos ha
visto también a nosotros y ha rezado por nosotros.
Escuchemos
lo que pide para los Doce y para los que estamos aquí reunidos:
«Santifícalos en la verdad: tu palabra
es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también
al mundo. Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren
ellos en la verdad» (17,17ss). El Señor pide nuestra
santificación, nuestra consagración en la verdad. Y nos envía para
continuar su misma misión. Pero hay en esta súplica una palabra que
nos llama la atención, que nos parece poco comprensible. Dice Jesús:
«Por ellos me consagro yo». ¿Qué quiere decir? ¿Acaso
Jesús no es de por sí «el Santo de Dios», como confesó Pedro en
la hora decisiva en Cafarnaún (cf. Jn 6,69)?. ¿Cómo puede ahora
consagrarse, es decir, santificarse a sí mismo?
Para
entender esto, hemos de aclarar antes de nada lo que quieren decir en
la Biblia las palabras «santo» y «santificar/consagrar». Con el
término «santo» se describe en primer lugar la naturaleza de Dios
mismo, su modo de ser del todo singular, divino, que corresponde sólo
a Él. Sólo Él es el auténtico y verdadero Santo en el sentido
originario. Cualquier otra santidad deriva de Él, es participación
en su modo de ser. Él es la Luz purísima,
la Verdad y el Bien sin mancha.
Por
tanto, consagrar algo o alguno significa dar en propiedad a Dios algo
o alguien, sacarlo del ámbito de lo que es nuestro e introducirlo en
su ambiente, de modo que ya no pertenezca a lo nuestro, sino
enteramente a Dios. Consagración es, pues,
un sacar del mundo y un entregar al Dios vivo. La cosa o la persona
ya no nos pertenece, ni pertenece a sí misma, sino que está inmersa
en Dios. Un privarse así de algo para entregarlo a Dios, lo llamamos
también sacrificio: ya no será propiedad mía, sino suya.
En
el Antiguo Testamento, la entrega de una persona a Dios, es decir, su
«santificación», se identifica con la Ordenación sacerdotal y, de
este modo, se define también en qué consiste el sacerdocio: es un
paso de propiedad, un ser sacado del mundo y entregado a Dios.
Con
ello se subrayan ahora las dos direcciones que forman parte del
proceso de la santificación/consagración. Es
un salir del contexto de la vida mundana, un «ser
puestos aparte» para Dios.
Pero precisamente por eso no es una segregación. Ser entregados a
Dios significa más bien ser puestos para representar a los otros.
El
sacerdote es sustraído de los lazos mundanos y entregado a Dios, y
precisamente así, a partir de Dios, debe quedar disponible para los
otros, para todos. Cuando Jesús dice «Yo me consagro», Él se hace
a la vez sacerdote y víctima. Por tanto, Bultmann tiene
razón traduciendo la afirmación «Yo me consagro» por «Yo me
sacrifico». ¿Comprendemos ahora lo que sucede cuando Jesús dice:
«Por ellos me consagro yo»?. Éste es el acto sacerdotal en el que
Jesús —el hombre Jesús, que es una cosa sola con el Hijo de Dios—
se entrega al Padre por nosotros. Es la
expresión de que Él es al mismo tiempo sacerdote y víctima.
Me
consagro, me sacrifico: esta palabra abismal, que nos permite
asomarnos a lo íntimo del corazón de Jesucristo, debería ser una y
otra vez objeto de nuestra reflexión. En ella se encierra todo el
misterio de nuestra redención. Y ella contiene también el origen
del sacerdocio de la Iglesia, de nuestro sacerdocio.
Sólo
ahora podemos comprender a fondo la súplica que el Señor ha
presentado al Padre por los discípulos, por nosotros. «Conságralos
en la verdad»: ésta es la inserción de los apóstoles en el
sacerdocio de Jesucristo, la institución de su sacerdocio nuevo para
la comunidad de los fieles de todos los tiempos.
«Conságralos
en la verdad»: ésta es la verdadera oración de consagración para
los apóstoles. El Señor pide que Dios mismo los atraiga hacia sí,
al seno de su santidad. Pide que los sustraiga de sí mismos y los
tome como propiedad suya, para que, desde Él, puedan desarrollar el
servicio sacerdotal para el mundo.
Esta
oración de Jesús aparece dos veces en forma ligeramente modificada.
En ambos casos debemos escuchar con mucha atención para empezar a
entender, al menos vagamente, la sublime realidad que se está
operando aquí. «Conságralos en la verdad». Y Jesús añade: «Tu
palabra es verdad».
Por
tanto, los discípulos son sumidos en lo íntimo de Dios mediante su
inmersión en la palabra de Dios. La palabra
de Dios es, por decirlo así, el baño que los purifica, el poder
creador que los transforma en el ser de Dios. Y
entonces, ¿cómo están las cosas en nuestra vida?.
¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios?. ¿Es ella en
verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan
y las cosas de este mundo?. ¿La conocemos verdaderamente?. ¿La
amamos?. ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto
de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro
pensamiento?. ¿O no es más bien nuestro pensamiento el que se
amolda una y otra vez a todo lo que se dice y se hace?. ¿Acaso no
son con frecuencia las opiniones predominantes los criterios que
marcan nuestros pasos?. ¿Acaso no nos quedamos, a fin de cuentas, en
la superficialidad de todo lo que frecuentemente se impone al hombre
de hoy?. ¿Nos dejamos realmente purificar en nuestro interior por la
palabra de Dios?.
Nietzsche
se ha burlado de la humildad y la obediencia como virtudes serviles,
por las cuales se habría reprimido a los hombres. En su lugar, ha
puesto el orgullo y la libertad absoluta del hombre. Ahora
bien, hay caricaturas de una humildad equivocada y una falsa sumisión
que no queremos imitar. Pero existe también la soberbia destructiva
y la presunción, que disgregan toda comunidad y acaban en la
violencia. ¿Sabemos aprender de Cristo la recta humildad, que
corresponde a la verdad de nuestro ser, y esa obediencia que se
somete a la verdad, a la voluntad de Dios?
«Santifícalos
en la verdad: tu palabra es verdad»: esta palabra de la
incorporación en el sacerdocio ilumina nuestra vida y nos llama a
ser siempre nuevamente discípulos de esa verdad que se desvela en la
palabra de Dios.
En
la interpretación de esta frase podemos dar un paso más todavía.
¿Acaso no ha dicho Cristo de sí mismo: «Yo soy la verdad» (cf. Jn
14,6)?. ¿Y acaso no es Él mismo la Palabra viva de Dios, a la que
se refieren todas las otras palabras?. Conságralos
en la verdad, quiere decir, pues, en lo más hondo: hazlos una sola
cosa conmigo, Cristo. Sujétalos a mí. Ponlos dentro de mí.
Y, en efecto, en último término hay un único sacerdote de la Nueva
Alianza, Jesucristo mismo.
Por
tanto, el sacerdocio de los discípulos sólo puede ser participación
en el sacerdocio de Jesús. Así, pues, nuestro ser sacerdotes no es
más que un nuevo y radical modo de unión con Cristo. Ésta se nos
ha dado sustancialmente para siempre en el Sacramento. Pero
este nuevo sello del ser puede convertirse para nosotros en un juicio
de condena, si nuestra vida no se desarrolla entrando en la verdad
del Sacramento.
A
este propósito, las promesas que hoy renovamos dicen que nuestra
voluntad ha de ser orientada así: «Domino Iesu arctius coniungi et
conformari, vobismetipsis abrenuntiantes». Unirse
a Cristo supone la renuncia. Comporta que no queremos
imponer nuestro rumbo y nuestra voluntad; que no deseamos llegar a
ser esto o lo otro, sino que nos abandonamos a Él, donde sea y del
modo que Él quiera servirse de nosotros.
San
Pablo decía a este respecto: «Vivo
yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí»
(Ga 2,20). En el «sí» de la Ordenación sacerdotal hemos hecho
esta renuncia fundamental al deseo de ser autónomos, a la
«autorrealización». Pero hace falta cumplir día tras día este
gran «sí» en los muchos pequeños «sí» y en las pequeñas
renuncias. Este «sí» de los pequeños pasos, que en su conjunto
constituyen el gran «sí», sólo se podrá realizar sin amargura y
autocompasión si Cristo es verdaderamente el centro de nuestra vida.
Si
entramos en una verdadera familiaridad con Él. En efecto, entonces
experimentamos en medio de las renuncias, que en un primer momento
pueden causar dolor, la alegría creciente de la amistad con Él;
todos los pequeños, y a veces también grandes signos de su amor,
que continuamente nos da. «Quien se
pierde a sí mismo, se guarda». Si nos arriesgamos a
perdernos a nosotros mismos por el Señor, experimentamos lo
verdadera que es su palabra.
Estar
inmersos en la Verdad, en Cristo, es un proceso que forma parte de la
oración en la que nos ejercitamos en la amistad con Él y también
aprendemos a conocerlo: en su modo de ser, pensar, actuar. Orar
es un caminar en comunión personal con Cristo, exponiendo ante Él
nuestra vida cotidiana, nuestros logros y fracasos, nuestras
dificultades y alegrías: es un sencillo presentarnos a nosotros
mismos delante de Él.
Pero
para que eso no se convierta en una autocontemplación, es importante
aprender continuamente a orar rezando con la Iglesia.
Celebrar la Eucaristía quiere decir orar. Celebramos correctamente
la Eucaristía cuando entramos con nuestro pensamiento y nuestro ser
en las palabras que la Iglesia nos propone. En ellas está presente
la oración de todas las generaciones, que nos llevan consigo por el
camino hacia el Señor. Y, como sacerdotes, en la celebración
eucarística somos aquellos que, con su oración, abren paso a la
plegaria de los fieles de hoy.
Si
estamos unidos interiormente a las palabras de la oración, si nos
dejamos guiar y transformar por ellas, también los fieles tienen al
alcance esas palabras. Y, entonces, todos nos hacemos realmente «un
cuerpo solo y una sola alma» con Cristo.
Estar
inmersos en la verdad y, así, en la santidad de Dios, también
significa para nosotros aceptar el
carácter exigente de la verdad; contraponerse tanto
en las cosas grandes como en las pequeñas a la mentira que hay en el
mundo en tantas formas diferentes; aceptar la fatiga de la verdad,
para que su alegría más profunda esté presente en nosotros. Cuando
hablamos del ser consagrados en la verdad, tampoco hemos de olvidar
que, en Jesucristo, verdad y amor son una misma cosa.
Estar
inmersos en Él significa ahondar en su bondad, en el amor verdadero.
El amor verdadero no cuesta poco, puede
ser también muy exigente. Opone resistencia al mal, para llevar el
verdadero bien al hombre. Si nos hacemos uno con
Cristo, aprendemos a reconocerlo precisamente en los que sufren, en
los pobres, en los pequeños de este mundo; entonces nos convertimos
en personas que sirven, que reconocen a sus hermanos y hermanas, y en
ellos encuentran a Él mismo.
«Conságralos
en la verdad». Ésta es la primera parte de aquel
dicho de Jesús. Pero luego añade: «Y
por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la
verdad» (Jn 17,19), es decir, verdaderamente.
Pienso
que esta segunda parte tiene un propio significado específico. En
las religiones del mundo hay múltiples modos rituales de
«santificación», de consagración de una persona humana. Pero
todos estos ritos pueden quedarse en simples formalidades.
Cristo
pide para los discípulos la verdadera santificación, que transforma
su ser, a ellos mismos; que no se quede en una forma ritual, sino que
sea un verdadero convertirse
en propiedad del mismo Dios.
También podríamos decir: Cristo ha pedido para nosotros el
Sacramento que nos toca en la profundidad de nuestro ser. Pero
también ha rogado para que esta transformación en nosotros, día
tras día, se haga vida; para que en lo ordinario, en lo concreto de
cada día, estemos verdaderamente inundados de la luz de Dios.
La
víspera de mi Ordenación sacerdotal, hace 58 años, abrí la
Sagrada Escritura porque todavía quería recibir una palabra del
Señor para aquel día y mi camino futuro de sacerdote. Mis ojos se
detuvieron en este pasaje: «Santifícalos
en la verdad: tu palabra es la Verdad». Entonces me
dí cuenta: el Señor está hablando de mí, y está hablándome a
mí. Y lo mismo me ocurrirá mañana.
No
somos consagrados en último término por ritos, aunque haya
necesidad de ellos. El baño en el que nos
sumerge el Señor es Él mismo, la Verdad en persona. La
Ordenación sacerdotal significa ser injertados en Él, en la Verdad.
Pertenezco de un modo nuevo a Él y, por tanto, a los otros, «para
que venga su Reino».
Queridos
amigos, en esta hora de la renovación de las promesas queremos pedir
al Señor que nos haga hombres de verdad, hombres de amor, hombres de
Dios. Roguémosle que nos atraiga cada vez más dentro de sí, para
que nos convirtamos verdaderamente en sacerdotes de la Nueva Alianza.
Amén.
©
Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana
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Testimonio
de la Eucaristía
La
última misa del Padre Ragheed, mártir de la Iglesia caldea.
Lo
asesinaron al salir de la misa en Mosul, Irak. 3 Junio, 2007. Fuente:
Zenit
El
padre Ragheed Keni, párroco de la iglesia del Espíritu Santo –en
la ciudad irakí de Mosul-, y tres diáconos -Basman Youssef, Bassam
y Ghassan- han sido asesinados a balazos por unos desconocidos.
Los
diáconos acompañaban al sacerdote –de 31 años- cuando éste
salía de la iglesia, después de haber celebrado la Santa Misa.
Los
cuerpos de los cuatro asesinados permanecen ante la iglesia; han
pasado las horas y nadie se atreve a acercarse, ni siquiera la
policía, para no correr la misma suerte.
"Sin
domingo, sin Eucaristía los cristianos en Irak no pueden vivir":
el Padre Ragheed contaba así la esperanza de su comunidad
acostumbrada cada día a ver a la muerte cara a cara, la misma muerte
que ayer en la tarde a afrontado él, regresando de la misa.
Después
de haber nutrido a sus fieles con el cuerpo y la sangre de Cristo, ha
donado también su propia sangre, su vida por la unidad de Irak y por
el futuro de su Iglesia.
Con
pleno conocimiento este joven sacerdote había escogido permanecer
junto a sus fieles, en su parroquia dedicada al Espíritu Santo, en
Mosul, considerada la ciudad más peligrosa de Irak, después de
Bagdad. El motivo es simple: sin él, sin el pastor, la grey se
habría descarriado. En la barbarie de los kamikazes y de las bombas
al menos una cosa era segura y daba fuerza para resistir: "Cristo
- decía Ragid - con su amor sin fin desafía el mal, nos mantiene
unidos, y a través de la Eucaristía nos dona nuevamente la vida que
los terroristas buscan quitarnos".
Su
testimonio es el de una fe vivida con entusiasmo. Objetivo de
repetidas amenazas y atentados desde el 2004, ha visto sufrir
parientes y desaparecer amigos, y sin embargo hasta el último ha
seguido recordando que también ese dolor, esa carnicería, esa
anarquía de la violencia, tenía un sentido: debía
ofrecerse.
Después
de un ataque a su parroquia, el pasado domingo de Ramos, 1º de
abril, decía: "Nos hemos sentido
como Jesús cuando entra a Jerusalén, sabiendo que la consecuencia
de Su amor por los hombres será la Cruz. Así nosotros, mientras los
proyectiles atravesaban los vidrios de la iglesia, hemos ofrecido
nuestro sufrimiento como signo de amor a Jesús".
También
contaba hace pocas semanas: "Esperamos cada día el ataque
decisivo, pero no dejaremos de celebrar la misa. Lo haremos incluso
bajo tierra, donde estamos más seguros. En esta decisión soy
alentado por la fuerza de mis parroquianos. Se trata de una guerra,
una guerra de verdad, pero esperamos llevar esta Cruz hasta el fin
con la ayuda de la Gracia divina".
Y
entre las dificultades cotidianas él mismo se maravillaba de llegar
así a comprender en modo más profundo "el gran valor del
domingo, día del encuentro con Jesús Resucitado, día de la unidad
y del amor entre nosotros, del sostén y de la ayuda".
A
pesar de todo Ragid dijo: "Puedo equivocarme, pero tengo la
certeza de que una cosa, una sola cosa es verdad siempre: que el
Espíritu Santo seguirá iluminando algunas personas para que
trabajen por el bien de la humanidad, en este mundo tan lleno de
mal".
San
Agustin, siglo III escribió: "Los mártires, al derramar su
sangre por sus hermanos, no hicieron sino mostrar lo que habían
tomado de la mesa del Señor. Amémonos, pues, los unos a los otros,
como Cristo nos amó y se entregó por nosotros".
Ragheed
sacerdote mártir ha dado su vida por Cristo y su Iglesia.
Tu
y yo, ¿Que hacemos?. ¿Hay pasión de amor por Cristo en nuestro
corazón, lo suficiente para la entrega total?. ¿Nos dejamos agobiar
por las pruebas?
Lo
mataron para herir a la Iglesia, pero la han enriquecido con un nuevo
mártir.
Padre
Ragheed, GRACIAS. Te necesitamos y ahora como mártir seguirás
siendo un tesoro para la Iglesia. No olvidaremos tu testimonio. Ya
nos estás edificando en el amor de Cristo.
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Oración:
Te pedimos hoy Señor por las vocaciones sacerdotales, religiosas y
laicales, a fin de que aumente el número de los consagrados a Tí, y
así pueda el mundo encontrar Tu Paz. Que seamos siempre parte de tu
Cuerpo Místico. Amén.
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