Domingo
27 de Marzo
SANTA
MISA
HOMILÍA
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Domingo
de Pascua, 12 de abril de 2009
Queridos
hermanos y hermanas:
«Ha
sido inmolado Cristo, nuestra Pascua» (1 Co 5,7).
Resuena en este día la exclamación de San Pablo que hemos escuchado
en la segunda lectura, tomada de la primera Carta a los Corintios. Un
texto que se remonta a veinte años apenas después de la muerte y
resurrección de Jesús y que, no obstante, contiene en una síntesis
impresionante —como es típico de algunas expresiones paulinas—
la plena conciencia de la novedad cristiana.
El
símbolo central de la historia de la salvación — el cordero
pascual — se identifica aquí con Jesús, llamado precisamente
«nuestra Pascua». La Pascua judía, memorial de la liberación de
la esclavitud de Egipto, prescribía el rito de la inmolación del
cordero, un cordero por familia, según la ley mosaica.
En
su pasión y muerte, Jesús se revela como el Cordero de Dios
«inmolado» en la cruz para quitar los pecados del mundo; fue muerto
justamente en la hora en que se acostumbraba a inmolar los corderos
en el Templo de Jerusalén. El sentido de este sacrificio
suyo, lo había anticipado Él mismo durante la Última Cena,
poniéndose en el lugar —bajo las especies del pan y el vino— de
los elementos rituales de la cena de la Pascua.
Así,
podemos decir que Jesús, realmente, ha llevado a cumplimiento la
tradición de la antigua Pascua y la ha transformado en su Pascua.
A
partir de este nuevo sentido de la fiesta pascual, se comprende
también la interpretación de San Pablo sobre los «ázimos». El
Apóstol se refiere a una antigua costumbre judía, según la cual en
la Pascua había que limpiar la casa hasta de las migajas de pan
fermentado. Eso formaba parte del recuerdo de lo que había
pasado con los antepasados en el momento de su huida de Egipto:
teniendo que salir a toda prisa del país, llevaron consigo solamente
panes sin levadura.
Pero,
al mismo tiempo, «los ázimos» eran un símbolo de purificación:
eliminar lo viejo para dejar espacio a lo nuevo. Ahora,
como explica San Pablo, también esta antigua tradición adquiere un
nuevo sentido, precisamente a partir del nuevo «éxodo» que es el
paso de Jesús de la muerte a la vida eterna. Y puesto que Cristo,
como el verdadero Cordero, se ha sacrificado a sí mismo por
nosotros, también nosotros, sus discípulos —gracias a Él y por
medio de Él— podemos y debemos ser «masa nueva», «ázimos»,
liberados de todo residuo del viejo fermento
del pecado: ya no más malicia y perversidad en nuestro corazón.
«Así,
pues, celebremos la Pascua... con los panes ázimos de la sinceridad
y la verdad». Esta exhortación de San Pablo con que termina la
breve lectura que se ha proclamado hace poco, resuena aún más
intensamente en el contexto del Año Paulino.
Queridos
hermanos y hermanas, acojamos la invitación del Apóstol; abramos el
corazón a Cristo muerto y resucitado para que nos renueve, para que
nos limpie del veneno del pecado y de la muerte y nos infunda la
savia vital del Espíritu Santo: la vida divina y eterna.
En
la secuencia pascual, como haciendo eco a las palabras del Apóstol,
hemos cantado: «Scimus Christum surrexisse / a mortuis vere»
—sabemos que estás resucitado, la muerte en ti no manda.
Sí,
éste es precisamente el núcleo fundamental de nuestra profesión de
fe; éste es hoy el grito de victoria que nos une a todos. Y si Jesús
ha resucitado, y por tanto está vivo, ¿quién podrá jamás
separarnos de Él?. ¿Quién podrá privarnos de su amor que ha
vencido al odio y ha derrotado la muerte?.
Que
el anuncio de la Pascua se propague por el mundo con el jubiloso
canto del aleluya. Cantémoslo con la boca, cantémoslo sobre todo
con el corazón y con la vida, con un
estilo de vida «ázimo», simple, humilde, y fecundo de buenas
obras. «Surrexit Christus spes mea: / precedet vos in
Galileam» — ¡Resucitó de veras mi esperanza!. Venid a Galilea,
el Señor allí aguarda. El Resucitado nos
precede y nos acompaña por las vías del mundo. Él es nuestra
esperanza, Él es la verdadera paz del mundo. Amén.
©
Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana
Oración:
Ven Jesús a nuestro corazón y revívelo para que pueda iluminar el
mundo. Amén.
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