miércoles, 30 de enero de 2019


Cuarta Feria 30 de enero

SANTA JACINTA DE MARISCOTTI


(† 1640)

Resucitadora y Sanadora. Cuerpo Incorrupto.

Dios le concedió el don de profecía, de milagros, de penetración de los corazones, abundantes éxtasis, y arrebatos espirituales

Breve
De origen noble. Virgen. Franciscana Terciaria. Supo desprenderse de todo lo superfluo. Resucitadora, y rescatadora de marinos en peligro de naufragio.
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MANUEL DE CASTRO, O. F. M.
Santa Jacinta Mariscotti, hija de Marcantonio Mariscotti, y de Ottavia Orsiní, condesa de Vignanello, lugar cercano a Viterbo, nació en Vignanello, en el año 1585, al parecer el 16 de marzo.

El matrimonio Mariscotti tuvo cuatro hijos más, que fueron los siguientes: Ginebra, que en el año 1594, ingresó como religiosa en el convento de Terciarias Franciscanas, de San Bernardino de Viterbo, donde, con el nombre de sor Inocencia; vivió santamente hasta su muerte, que tuvo lugar en el mes de julio de 1631. Hortensia (1586-1626), joven virtuosa, en el año 1605, se casó con Paolo Capizucchi, marqués de Podio Catino. Sforza (1589 - 1655) se casó en 1616, con Vittoría Ruspoli, y heredó el título de la familia de los Mariscotti. Galeazzo (1599 -1626), fue abreviador de las letras apostólicas, y murió en la Curia Romana.

Jacinta, a quien en el bautismo, habían impuesto el nombre de Clarix, niña aún, fue enviada por sus padres, al monasterio de San Bernardino de Viterbo, al lado de sor Inocencia, para que al ver de cerca, la santa vida que practicaba su hermana, y las venerables sor Inés Guerrien, virgen romana, y sor Lucrecia Fracassini, tenidas por muy virtuosas, dentro y fuera del convento, se educara en el santo temor de Dios.

Pero estos buenos ejemplos, y los de otras piadosas religiosas, influyeron poco en el ánimo de la joven Clarix, que no pensaba más, que en la mejor manera de hacer resaltar su conocida hermosura, y hablar con vanidad y jactancia de la prosapia de su familia. Como no soñaba más que en llevar una vida mundana, y no soportó por más tiempo, el retiro del monasterio, se determinó a abandonarlo, para regresar al lado de sus padres.

Bella y coqueta, tenía sus pretensiones, y aspiraba conseguir un matrimonio brillante; por eso fue para ella una gran decepción, cuando vio que su hermana Hortensia, más joven, pero muy prudente y virtuosa, se casaba con el noble romano Paolo Capizucchi, mientras que a ella, no se le presentaba ningún partido ventajoso.

Se volvió entonces más ligera y mundana, no pensando más que en vestidos y reuniones profanas, y parecía incapaz, de poder tener alguna idea seria. Sus padres estaban preocupados con esta hija, que al no poder casarse, llevaba una vida tan extraviada, que podía terminar en su completa ruina espiritual, por lo que deciden, aunque la joven manifiestaba, una extrema repugnancia hacia la vida religiosa, convencerla para que ingrese en un monasterio.

Accedió Clarix, con más despecho que vocación y afecto, a la nueva vida que se proponía abrazar, a tomar el hábito de Terciaria Franciscana, en el mismo convento de San Bernardino de Viterbo, que unos años antes había abandonado, cambiando el nombre de pila, por el de Jacinta, con que ahora la conocemos.

Sucedió esto el 9 de enero de 1605, cuando nuestra joven, contaba con veinte años de edad. Los asistentes derramaron abundantes lágrimas, en el rito de su consagración, mientras que ella, no dio señales de la menor emoción, al pronunciar las palabras rituales de su total entrega a Dios.

Durante los diez primeros años (1605-1615), lleva en el convento una vida mundana, detestando las pequeñas habitaciones de las religiosas, por lo que se hace construir para sí, una celda magnífica, que adorna con todo lujo, más propio de una princesa mundana, que de una servidora de Cristo.

Practica con tibieza, los ejercicios de piedad, y soporta con fastidio, los rigores prescritos por la regla del convento, amando sobre todo, la vida regalada y cómoda.

Ni las amonestaciones de los superiores, ni las exhortaciones de sus parientes, ni siquiera el asesinato de su padre, perpetrado el 4 de septiembre de 1608, por Ubaldino y Hércules de Marsciano en el lugar de Parrano, fueron suficientes, para volverla a una conducta de vida, más conforme con el espíritu del santo instituto que había profesado.

Pero en 1615, cuando tenía treinta años de edad, el Señor se dignó echar sobre ella, una mirada de su divina misericordia. Sor Jacinta cayó gravemente enferma, y aquejada de agudos dolores, dio en pensar horrorizada, qué sería de su alma, si en aquel estado de calamidad y de infidelidades, fuera llamada a juicio, delante de Dios Nuestro Señor.

Pidió pues con insistencia, la presencia de un sacerdote, que la oyera en confesión, y para atenderla espiritualmente, llegó al monasterio, el franciscano Padre Antonio Bianchetti, varón de sólida piedad, el cual, al penetrar en una habitación tan suntuosamente enriquecida, con tantos objetos lujosos, impropios de la pobreza franciscana, retrocediendo, rehusó oírla en confesión, declarando que el paraíso, no estaba reservado para los soberbios, y las religiosas de vida cómoda.

Ante esta enérgica decisión, por parte del padre franciscano, muy dolorida de todos sus pecados, hizo al día siguiente, una confesión general de todos ellos, determinándose resueltamente, a cambiar la vida que llevaba. Pronto, dio evidentes señales de este sincero arrepentimiento.

No obstante, la grave enfermedad que la aquejaba, se levantó del lecho en que estaba postrada, y después de cambiar por un tosco sayal, la fina ropa de seda que hasta entonces usaba, se presentó en el refectorio, donde se dio a la disciplina, en presencia de sus hermanas las religiosas, a quienes pidió perdón con lágrimas en los ojos.

Las religiosas, llenas de alegría, en vista de esta súbita transformación, la consolaban y animaban, a continuar en esta santa vida, prometiéndole por su parte, la ayuda de sus mejores Oraciones. Jacinta, que comenzaba a vivir para el Señor, no quiso que en lo sucesivo le recordaran, la grandeza de los Mariscotti, para lo cual rogó, que le llamaran solamente sor Jacinta de Santa María.

Eligió por patronos en el cielo, a santos que como ella, se habían dejado arrastrar en los primeros años de su vida, por los atractivos de las vanidades mundanas: por padre escogió a San Agustín; por madre, a Santa María Egipciaca; por hermano, a San Guillermo; por hermana, a Santa Margarita de Cortona; por tío suyo, a San Pedro; finalmente, por sobrinos, a los tres niños del horno de Babilonia.

Con la ayuda de esta familia celestial, que ella misma se había elegido, se proponía más fácilmente, conseguir los fines que se había propuesto: santificarse en esta vida, y ganar el cielo en la otra.

Abrazó entonces, una vida de penitencia tan austera, que no podemos pensar en ella, sin estremecernos. Se impuso el sacrificio, de no volver a ver a sus parientes y amigos, mientras no se lo permitiese la abadesa, para practicar de esta manera la virtud de la obediencia, que tantas veces había despreciado; Jesucristo, sufriendo por nosotros en la cruz, será desde ahora, su único pensamiento y su único amor,

Jacinta poseía la virtud de la humildad, en sumo grado. Rica en todos los dones de la naturaleza y de la gracia, verdaderamente santa a los ojos de Dios, y de los hombres, se consideraba la mujer más pecadora. La más pobre hermana conversa, tenía un hábito mejor que el suyo, y una habitación menos pobre. Aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían, para ejercitar la santa virtud de la humildad.

Frecuentemente iba al refectorio, con una cuerda echada al cuello, y en estas condiciones besaba los pies a las religiosas, pidiéndoles perdón por los escándalos que les había dado, con su mala vida pasada. Cuando la nombraron vice superiora del convento, y maestra de novicias, tuvieron que imponérselo por obediencia, pues ella no quería aceptarlo, pretextando que no sabiendo gobernarse a sí misma, mal podía gobernar a las demás.

Profundamente convencida, de los grandes pecados por ella cometidos, Santa Jacinta soportaba con una tranquilidad, y una calma perfectas, los sufrimientos que Dios tenía a bien enviarle, y que ella consideraba el mejor medio, para limpiarse y purificarse de su vida pasada. Durante diecisiete años, fue atacada de cólicos casi continuos, producidos por las malas comidas, a las que se había sometido, y por las austeridades excesivas que se había impuesto.

El demonio, que veía con furor, cómo esta alma privilegiada, se le escapaba de las manos, ensayó contra ella toda clase de tentaciones y astucias; pero los poderes del infierno no prevalecieron, contra la esposa de Cristo, sostenida por el amor de su Dios, y la gracia del Espíritu Santo; las largas meditaciones al pie del Crucificado; la lectura de los buenos libros; y los sabios consejos de su confesor, el Padre Bianchetti.

Sentía hacia los pecadores una inmensa piedad, que se traducía en palabras y oraciones tan tiernas, que no podían menos de prometerle la enmienda, y la vuelta al seno de la Iglesia.

Entre los pecadores de Viterbo, sobresalía Francisco Pacini, hombre atrevido, poderoso y deshonesto, a quien la Santa no solamente convirtió al Señor, y lo convenció a llevar una vida de ermitaño, sino que fue en lo sucesivo, su principal colaborador en la organización, y sostén de las dos cofradías por ella fundadas.

La primera fue la Compagnia del Sacconí (o Cofradía de los encapuchados de Viterbo), que Santa Jacinta fundó en 1636, con sede en la iglesia de Santa María delle Rose, regida por unos Estatutos, que compuestos por los mismos cofrades, fueron aprobados por el cardenal Tiberio Mutí († 1636), obispo de Viterbo. El fin de la Cofradía, era procurar el cuidado material de los enfermos, y ayudarles a bien morir espiritualmente.

Santa Jacinta añadió a los Estatutos de los cofrades, especiales ejercicios, que se habían de hacer en los últimos días de carnaval, con públicas procesiones, y visita a las iglesias, donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento, por lo que introdujo entre estos cofrades, la práctica del piadoso ejercicio de las Cuarenta horas, que en el siglo anterior, ya había adoptado el papa Clemente VIII.

La Congregación de los oblatos de María, fundada también por Santa Jacinta en 1638, estableció su sede en la vieja iglesia de San Nicolás, en el llano de Ascazano, donde los oblatos de San Carlos Borromeo, les hicieron donación del hospicio, que ellos habían erigido en 1611, para ancianos e inválidos.

La Congregación de los oblatos de María fue aprobada, después de no pocas dificultades, por el ordinario, Francisco María, cardenal Brancacci, el 5 de julio de 1639; el mismo ordinario aprobó, el 2 de marzo de 1643, las Constituciones de los dichos oblatos, redactadas por Santa Jacinta.

Según las mismas, la Casa Madre, era conocida con el nombre de Il Fratello (el Hermano); se prescribe un año de probación, y el noviciado, el Oficio divino, oraciones y varias meditaciones, austeridades y abundantes penitencias. Esta legislación, que más convenía a monjas contemplativas de clausura, que a una congregación de seglares, dados a obras de caridad y actividades apostólicas. fue la causa principal, de que la Congregación de los oblatos de María tuviera escasa duración.

Sería muy largo enumerar aquí, todas las conversiones que consiguió la Santa, los conventos que ella reformó, por medio de severas cartas, dirigidas a superioras demasiado remisas, en el cumplimiento de sus obligaciones; las villas donde la fama de su santidad, cambió en reuniones piadosas, las asambleas mundanas y frívolas.

De todas partes, le pedían consejos y oraciones. Debido a su iniciativa, Camila Savellí. duquesa de Farnesio y de Savella, fundó dos monasterios de clarisas, en Farnesio y en Roma; las novicias acudían al convento de Viterbo, para marchar bajo su dirección, por el camino de la vida espiritual, muchas de las cuales, entre otras la Beata Lucrecia, siguieron tan a la letra sus enseñanzas, que murieron en olor de santidad.

Había en el coro del convento, siete capillas – altares pequeños - , donde las religiosas podían ganar las indulgencias de las siete iglesias de Roma. Todas las noches, aun en invierno, Jacinta recorría las siete capillas, orando devotamente delante de las imágenes de Jesucristo y de la Santísima Virgen, y de los demás santos, que allí se veneraban.

La fama de su virtud, se propagó por toda la región. Cierto día algunos paisanos hacían un viaje en alta mar, cuando fueron sorprendidos por una fuerte tormenta.

En la inminencia de zozobrar, uno de ellos exclamó: “Oh hermana Jacinta, venga a nuestro socorro, o pereceremos”. En el mismo instante, los marinos vieron a una monja franciscana, de hábito blanco, que amainaba las ondas, y dirigía con fuerza sobrenatural la embarcación al puerto. Habiendo uno de ellos ido después al convento, para agradecer tamaño beneficio, la superiora mandó llamar a Jacinta: “Fue ella quien nos salvó”. La santa huyó del locutorio, para no ser alabada.

Hacía esta especie de peregrinación, llevando los pies desnudos, y con una pesada cruz sobre sus espaldas, practicando al mismo tiempo, otras duras penitencias. Tenía gran devoción al arcángel San Miguel, cuya asistencia invocaba en todas sus necesidades.

Mas su principal abogada en el cielo, era la Santísima Virgen, de manera que su corazón se consumía de amor, cada vez que pronunciaba su dulce nombre. El santo sacrificio de la misa, donde el Salvador se ofrece todos los días, como víctima expiatoria por los pecados de los hombres, le hacía derramar abundantes lágrimas.

Oraba continuamente, y sacaba de sus oraciones, el consuelo y la esperanza que necesitaba, para sobrellevar los sufrimientos de su vida. Dios quiso recompensar ya a su sierva en este mundo, concediéndole el don de profecía, de milagros, de penetración de los corazones, abundantes éxtasis y arrebatos espirituales, y otros favores que sería largo enumerar aquí.

Una vida tan rica, en méritos y en virtudes, no podía ser coronada más que con una muerte preciosa, delante del Señor. El 30 de enero de 1640, el alma de sor Jacinta, volaba a las eternas moradas del cielo.

Desde el momento en que la nueva de su muerte, se extendió por la villa de Viterbo, la emoción de las gentes fue general, e inmenso el número, de los que concurrieron a sus funerales. Los muertos que ella resucitó, los enfermos que ella curó, y tantos otros prodigios por ella realizados, después de su muerte, manifestaron claramente el gran poder, de que ella gozaba delante de Dios.

Esta ilustre virgen fue beatificada en 1762, por Benedicto XIII, de la familia de los Orsini, a la cual pertenecía Ottavia. la madre de nuestra Santa, como ya hemos visto; el 24 de mayo de 1807, el papa Pío Vll, la inscribió en el catálogo de los santos.

El cuerpo de Santa Jacinta, descansa en el monasterio de Terciarias Franciscanas, de San Bernardino de Viterbo, que había sido testigo de sus virtudes heroicas, después de dos siglos, y allí se conserva incorrupto, a la veneración de los fieles.

Oración: Te pedimos Señor y Dios nuestro, que por los méritos y la intercesión de Santa Jacinta Mariscotti, podamos navegar seguros, por las aguas embravecidas de la Vida, y alcanzar sanos y salvos espiritualmente, los seguros puertos de tu Gloria. A Tí Señor, que calmaste las aguas, y tranquilizaste a los atemorizados Apóstoles. Amén.



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