Domingo
4 de Febrero
SANTA
JUANA DE VALOIS
Fundadora
de la Orden de la Anunciación
(+ 1505)
Breve
Duquesa
de Berry. Humillada por su padre, el rey de Francia Luis XI, y
repudiada en su matrimonio por su esposo, el rey Luis XII, funda la
Orden de la Anunciación. Ejemplo de vida perseverante y
profundamente humilde, se convirtió en una de las joyas más
rutilantes de Francia, y de la Iglesia Universal.
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ALMUDENA
GARCÍA MORENTE
Todavía
parece flotar por los campos de Francia, el glorioso estandarte de
Juana de Arco, la libertadora de Orleáns, la santa valiente
guerrera, cuando viene al mundo, en plena corte, y no en un
pueblecito aislado, otra Juana que también va a llenar de gloria a
Francia, y a toda la Iglesia: Juana de Valois, hija de Luis XI y de
Carlota de Saboya.
Gran
expectación reinaba en todo el país, al anunciarse el próximo
nacimiento de un vástago real, el segundo, que todos, y más que
nadie Luis XI, estaban convencidos sería un varón. La primogénita
había sido una niña: Ana. Desagradable y decepcionante fue pues la
noticia, de que una segunda hija había venido a ocupar su sitio en
la corte francesa.
El
rey, malhumorado, no quiso casi verla; y cuando al transcurrir los
primeros años, pudo notarse que la princesita no era agradable de
rostro, y empezaba a exhibir una cojera incipiente, debida a una
desviación de su cadera, mandó que la aislaran de la corte, y la
condujeran al castillo de Liniéres en el Berry. El
calvario de Juana de Francia había empezado: a los cinco años, se
separa de su madre para no volver a verla jamás.
De
esa madre desconocida, resignada y obediente a su marido, hasta en
los más mínimos detalles, "dama virtuosa llena de paciencia y
tolerancia, tan necesarias para vivir con un rey como Luis XI",
así la pinta un cronista de la época, heredará Juana su gran
sentido de ponderación y su vida interior.
De
su padre, hombre extraordinariamente complejo, lleno de
contradicciones, duro y dominante, político sutil, audaz en las
guerras, y pusilánime en las enfermedades, amante a veces de la
popularidad, y otras encerrado en una soledad misántropa, tendrá
nuestra heroína su prudente administración en los negocios, su
voluntad indomable, y el convencimiento de la propia dignidad de la
majestad real, a la que ha sido llamada por Dios, y que conservará
en todas las ocasiones al lado de su deformidad física.
La
infancia de Juana se desliza solitaria y monótona, en el castillo de
Liniéres, cuyos dueños la tratan con cariño, respeto y solicitud,
sufriendo intensamente el estado de su abandono, no sólo moral sino
material, al que la ha reducido Luis XI.
Aprende
a bordar y a tocar el laúd, pero sobre
todo, dedica la mayor parte del tiempo a leer salmos y libros
piadosos, y a la oración. Desde su infancia, se ve en
ella a la predestinada, a gozar de las comunicaciones divinas: un día
revela a la señora de Liniéres que la Virgen le ha hablado y que le
ha dicho: "Antes de tu muerte,
fundarás una Orden en mi honor". Y se queda
pensativa, considerando qué dirá su padre, el rey.
Luis
XI, alguna vez acompañado de su escolta de caballeros, después de
una desenfrenada caza de lobos, hace una ruidosa aparición en el
castillo de Liniéres. Ni siquiera quiere ver un minuto a su hija.
Mientras le preparan la comida, comenta
brutalmente con el señor del castillo, que no sabe qué espera para
matar a esa hija contrahecha, que le ha nacido en lugar de un varón.
Una
vez satisfecho su voraz apetito, por uno de esos contrastes tan
desconcertantes en él, declara solemnemente que quiere velar por la
buena conducta de su hija, y que le pidan que elija al punto, un
director de conciencia. No permite la menor dilación, y tienen que
buscar a la princesa, que se halla ya acostada.
Pero
ella, a pesar de su humillante posición, y de su temprana edad, es
absolutamente consciente de sus derechos y deberes. Cuando el señor
de Liniéres, espera que la hija sumisa responda que hará en eso,
como en todo la voluntad de su señor, oye la respuesta mesurada y
prudente de la futura santa: "Necesito reflexionar antes de
decidir un asunto tan importante; mañana contestaré".
El
rey acató con deferencia la decisión de su hija, y a la mañana
siguiente, después de la misa, la niña anunció con naturalidad,
que el padre Juan de la Fontaine, franciscano, sería su confesor.
Luis
XI, que no deseaba en lo más mínimo encontrarse con su hija, se
preocupaba no obstante de su porvenir, mejor dicho, había
decidido meterla en uno de sus engranajes políticos, a los que tanto
acostumbraba. Un hombre, que no tenía el menor escrúpulo en hacer y
deshacer matrimonios a su antojo, que forzaba realmente a sus
súbditos, a que se casasen con quien él decidía, era natural que
siguiera la misma costumbre al tratarse de su propia hija.
Casi
desde el nacimiento de Juana, el rey de Francia concertó su
matrimonio con Luis de Orleáns, hijo del duque Carlos de Orleáns, y
de María de Cléves, su más próximo pariente en todo el reino, y a
quien concedió el honor de ser su padrino. Pero aún le pareció
poco, tener por ahijado al pequeño duque, y queriendo evitar
disgustos con esa rama poderosa de la familia, pensó convertirlo en
su yerno, para tenerle más en mano.
Los
años pasaron, y en toda Francia, empezó a susurrarse que la segunda
hija del rey era jorobada y coja, rumor que naturalmente llegó al
castillo de Blois, donde Luis de Orleáns, el futuro Luis XII,
huérfano ya de padre, llevaba una vida de lujo y de placer al lado
de su madre, terrible contraste con la vida monótona y triste de su
prometida.
Al
recibir María de Cléves, al emisario del rey que le notificaba la
ratificación de los esponsales entre su hijo y la princesa Juana,
creyó que se trataba de un error y que la futura duquesa sería Ana,
la hija mayor del rey, pero al ver con sus propios ojos el escrito de
Luis XI, exclamó midiendo toda la tragedia que se avecinaba: "La
casa de Orleáns está perdida". Y en seguida, majestuosamente,
se negó en rotundo.
Para
Luis XI no suponía nada la negativa, más aún: la repugnancia de
los Orleánis. El monarca llegó a amenazar
con la muerte al joven duque, y en estas condiciones,
mientras la infeliz Juana no sospechaba en lo más mínimo lo que
sucedía, y mujer al fin, esperaba con ilusión, la felicidad al lado
del esposo que todo el mundo alababa, por sus maneras afables y
corteses, se decidió la boda para el 8 de septiembre de 1476, en la
capilla de Montrichard.
Todavía
un momento antes de la ceremonia, a la que el rey no se dignó
asistir, el obispo, preocupado, preguntó al duque de Orleáns:
"¿estáis decidido a pasar por todo?", a lo que el
joven respondió. "Monseñor, se me obliga a esto, pero no
hay remedio". Y se efectuó la triste ceremonia, en la que
el novio no tuvo ni una mirada, ni una palabra para la pobre
princesa, que empezaba a comprender, que aún le esperaba un calvario
más amargo, que tenía que seguir realizando el nombre que le
aplicarán más tarde: la cenicienta de los
Valois.
La
vida no cambió para Juana, únicamente lo que antes era como una
espera de algo, se convirtió en una realidad sin esperanzas. De
cuando en cuando, por orden expresa del rey, va Luis a visitar a su
esposa, pero apenas se hablan, o se ven. Cada
vez que lo ve, renace la esperanza en el corazón de la mujer que
siempre amó a su marido, y de nuevo la triste realidad, la amarga
desilusión.
En
cuanto a su padre le verá antes de morir el rey, para sufrir aún
más amargamente, al comprender el estupor de aquella mirada, pues
nunca creyó Luis, que era tanta la deformidad de su hija. Ella le
quería y le admiraba, pero no pudo quedarse con él, y tuvo que
volver a su soledad, mientras veía, sin ninguna envidia de su parte,
a su hermana Ana, objeto de las complacencias de su padre.
Luis
XI muere asistido por San Francisco de Paula, y la vida de Juana va a
cambiar al subir, al trono su hermano Carlos VIII, que la aprecia y
quiere tenerla cerca de él. Pero otra prueba la espera: durante la
minoría de Carlos, es Ana de Beaujeu, la hermana mayor, la que
llamaron "el rey de Francia", la que tiene las riendas del
gobierno.
El
duque de Orleáns, levantisco y rebelde, aunque muy querido de su
cuñado, se mete en varios movimientos contra la corona, y es
detenido y apresado. Juana emplea toda su diplomacia, y todo su
corazón, para obtener el perdón del que tanto la martiriza a ella.
En una ocasión va a verle al calabozo, y su marido se vuelve del
otro lado, molesto, sin tener una mirada de agradecimiento, para la
santa y sufrida mujer que tanto hace por él.
Pero
la fortuna es cambiante y movediza, y cuando Luis de Orleáns ve
venir a los emisarios reales, creyendo que le traen una nueva orden
de detención, estupefacto, los ve doblar la rodilla, llamarle señor
y comunicarle el fallecimiento repentino de su cuñado, y la noticia
de que en un momento, ha pasado a regir los destinos de Francia.
¿Será
Juana la reina, como parece de todo derecho?. Dios le reserva aún
una cruz más pesada, antes de coronar la obra sublime de su
santificación: los trámites de la
anulación del matrimonio, que había comenzado Luis ocultamente, van
a apresurarse ahora.
De
las causas alegadas en favor de la anulación, las dos de más valor
son: la coacción al esposo por parte del suegro, y la no consumación
del matrimonio. Sobre el primer argumento, se encuentra una carta
escrita de puño y letra de Luis XI a Antonio de Chabannes, gran
dignatario del reino, en la que además da por hecho, que Juana no
podrá tener descendencia.
En
cuanto al segundo, ante el desacuerdo de las partes, Luis XII tiene
que hacer juramento público de la no consumación del matrimonio.
Por ese mismo hecho, Alejandro VI extiende la Bula de anulación, y
en seguida el rey contraerá matrimonio con Ana de Bretaña, la viuda
de Carlos VIII.
¿Y
Juana?. Para darle la noticia, se reúnen sus buenos amigos, el
cardenal de Luxemburgo, y el obispo de Albí, con su confesor, que se
lo comunica como en broma. Ella lo comprende al punto, y por un
momento se siente desfallecer y temblar. Más tarde descubrió un
secreto a su confeso: "En
ese momento, Dios le concedió la gracia de comprender que Él así
lo permitía, para que realizase un gran bien. Y que ahora, sin
sujeción a ningún hombre, podría hacerlo plenamente".
Por
orden del rey, la que debía haber sido reina, se convertía en
duquesa de Berry, y fijó su residencia en Bourges. Entonces decidió
poner en práctica, lo que oyó en su oración cuando era niña:
fundar una Orden religiosa, en honor de la Santísima Virgen. Varias
muchachas jóvenes, con deseo de vida religiosa, se reunieron con
ella, y después de muchas vicisitudes, Alejandro
VI aprobó la regla de la nueva Orden de la Anunciación,
justo cuando alboreaba el siglo XVI.
En
realidad, ella era la fundadora, pero siguió viviendo en el mundo y
gobernando sus estados de Berry. Hizo, no obstante, su profesión
religiosa el 26 de mayo de 1504, y siempre fue un ejemplo y una madre
para sus hijas, que la veneraban ya como santa. El Señor juzgó que
pronto, debía dar el premio a una vida tan llena de sufrimientos y
trabajos, y en febrero del año siguiente, después de haber dado sus
últimos consejos a su confesor y a sus hijas, descansó en la paz
del Señor.
Se
encontró sobre su cuerpo lacerado, un singular cilicio: un trozo de
laúd, había clavado en él cinco clavos de plata en recuerdo de las
cinco llagas de Cristo, y lo mantenía fijo a su pecho por un círculo
de hierro. Su esposo, que la había humillado y rechazado tantas
veces, hizo celebrar en su honor grandes funerales.
Desde
el principio fue venerada como santa en Bourges, y luego en toda
Francia; los milagros se suceden alrededor
de sus despojos mortales; el 13 de enero de 1632, se
introduce la causa de beatificación; en 1742 se aprueba el culto
público, y se la declara beata.
Después
la causa parece sumirse en un profundo letargo, hasta que un milagro
notabilísimo la hace resurgir en 1932, y culmina con la canonización
solemne el día de Pentecostés de 1950, en que Pío XII quiere
glorificar a Francia y a la Iglesia entera, con esta nueva y
esplendorosa joya: Santa Juana de Francia.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que valoras el tesoro
interior de cada persona, y no su apariencia exterior como lo hace
nuestro infantil parecer, ayúdanos a valorar la riqueza interior de
cada persona, por los méritos e intercesión de Santa Juana de
Valois. A Tí Señor, que tienes las siete llaves de las siete
iglesias, y lo que Tú abres nadie puede cerrar, y lo que Tú cierras
nadie puede abrir. Amén.
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