Domingo
27 de Noviembre
ADVIENTO
Adviento,
del latín adventus, llegada o advenimiento. Es el período litúrgico
de cuatro semanas que precede a la Navidad. El primer domingo de
adviento es el comienzo del año litúrgico. El adviento termina el
24 de Diciembre.
"Adviento,
es un tiempo litúrgico que nos invita a detenernos en silencio para
percibir una presencia". S.S. Benedicto XVI
Adviento
es un tiempo de espera, pero una espera
activa, en la venida del
Salvador. Recordamos su primera venida, y avivamos la
espera en la segunda venida del Señor. Es tiempo de oración y
penitencia porque preparamos nuestro corazón renunciando al pecado.
También es tiempo de alegría y esperanza por la venida de Jesús.
San
Juan Bautista es un gran ejemplo. Fue al desierto a rezar, a meditar
la Palabra, a buscar conversión por medio de la penitencia. Dios
encontró en él a un hombre dispuesto para preparar Su camino. Quien
no se prepara ante el Señor, no recibirá la gracia de su venida.
San
Agustín refiriéndose a María: "Ella concibió primero en
su corazón (por la fe) y después en su vientre".
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Meditación
de Adviento de Benedicto XVI
Durante
la celebración de las vísperas del primer domingo de Adviento.
Ciudad
del Vaticano, 2 de diciembre 2006
Volvamos
a escuchar la primera antífona de esta celebración vespertina, que
se presenta como apertura del tiempo de Adviento, y que resuena como
antífona de todo el Año Litúrgico: «Anunciad a todos los
pueblos: Dios viene, nuestro Salvador». Al inicio de un nuevo
ciclo anual, la liturgia invita a la Iglesia a renovar su anuncio a
todos los pueblos, y lo resume en dos palabras: «Dios
viene». Esta expresión tan sintética contiene una
fuerza de sugestión siempre nueva.
Detengámonos
un momento a reflexionar: no usa el pasado –Dios ha venido– ni el
futuro, –Dios vendrá–, sino el presente: «Dios
viene». Si prestamos atención, se trata de un presente
continuo, es decir, de una acción que siempre tiene
lugar: está ocurriendo, ocurre ahora, y ocurrirá una vez más. En
cualquier momento, «Dios viene».
El
verbo «venir» se presenta como un verbo «teológico», incluso
«teologal», porque dice algo que tiene que ver con la naturaleza
misma de Dios. Anunciar que «Dios viene» significa, por lo tanto,
anunciar simplemente al mismo Dios, a través de uno de sus rasgos
esenciales y significativos: es el «Dios-que-viene».
Adviento
invita a los creyentes a tomar conciencia de esta verdad, y a actuar
coherentemente. Resuena como un llamamiento provechoso que tiene
lugar con el pasar de los días, de las semanas, de los meses:
¡Despierta!. ¡Recuerda que Dios
viene!. ¡No vino ayer, no vendrá mañana, sino hoy, ahora!. El
único verdadero Dios, el Dios de Abraham, de Isaac y Jacob» no es
un Dios que está en el cielo, desinteresándose de nosotros y de
nuestra historia, sino que es el Dios-que-viene.
Es
un Padre que no deja nunca de pensar en nosotros, respetando
totalmente nuestra libertad: desea encontrarnos, visitarnos, quiere
venir, vivir en medio de nosotros, permanecer en nosotros. Este
«venir» se debe a su voluntad de liberarnos del mal y de la muerte,
de todo aquello que impide
nuestra verdadera felicidad,
Dios viene a salvarnos.
Los
Padres de la Iglesia observan que el «venir» de Dios –continuo y
por así decir, connatural con su mismo ser– se concentra en las
dos principales venidas de Cristo, la de su
Encarnación, y la de su regreso glorioso al fin de la historia
(Cf. Cirilo de Jerusalén, «Catequesis» 15, 1: PG 33, 870). El
tiempo de Adviento vive entre estos dos polos. En los primeros días
se subraya la espera de la última venida del Señor, como demuestran
también los textos de la celebración vespertina de hoy.
Al
acercarse la Navidad, prevalecerá por el contrario la memoria del
acontecimiento de Belén, para reconocer en él la «plenitud del
tiempo». Entre estas dos venidas, «manifestadas», hay
una tercera, que San Bernardo llama «intermedia» y «oculta»:
tiene lugar en el alma de los
creyentes y tiende una especie de puente entre la primera y la
última.
«En
la primera –escribe San Bernardo–, Cristo fue nuestra redención
en la última se manifestará como nuestra vida, en ésta será
nuestro descanso y nuestro consuelo» («Disc. 5 sobre el Adviento»,
1).
Para
la venida de Cristo que podríamos llamar «encarnación espiritual»,
el arquetipo es María. Como la Virgen conservó en su corazón al
Verbo hecho carne, así cada una de las almas y toda la Iglesia están
llamadas en su peregrinación terrena a esperar a Cristo que viene, y
a acogerlo con fe y amor siempre renovados.
La
Liturgia del Adviento subraya que la Iglesia da voz a esa espera de
Dios profundamente inscrita en la historia de la humanidad, una
espera a menudo sofocada y desviada hacia direcciones equivocadas.
Cuerpo místicamente unido a Cristo Jefe, la Iglesia es sacramento,
es decir, signo e instrumento eficaz de esa espera de Dios.
De
una forma que sólo Él conoce, la comunidad cristiana puede abreviar
la venida final, ayudando a la humanidad a salir al encuentro del
Señor que viene. Y esto lo hace antes que nada, pero no sólo, con
la oración. Las
«obras buenas» son esenciales e inseparables a la oración, como
recuerda la oración de este primer domingo de Adviento, con la que
pedimos al Padre Celestial que suscite en nosotros «la voluntad de
salir al encuentro de Cristo, con las buenas obras».
Desde
este punto de vista, el Adviento es más adecuado que nunca para
convertirse en un tiempo vivido en comunión con todos aquellos –y
gracias a Dios son muchos– que esperan en un mundo más justo y más
fraterno.
Este
compromiso por la justicia puede unir en cierto sentido a los hombres
de cualquier nacionalidad y cultura, creyentes y no creyentes. Todos
de hecho están animados por un anhelo común, aunque sea distinto
por sus motivaciones, hacia un futuro de justicia y de paz.
¡La
paz es la meta a la que aspira toda la humanidad!. Para los creyentes
«paz» es uno de los nombres más bellos de Dios, quien quiere el
entendimiento entre todos sus hijos, como he tenido la oportunidad de
recordar en mi peregrinación de estos días pasados a Turquía.
Un
canto de paz resonó en los cielos cuando Dios se hizo hombre y nació
de una mujer, en la plenitud de los tiempos (Cf. Gálatas 4, 4).
Comencemos
pues este nuevo Adviento –tiempo que nos regala el Señor del
tiempo–, despertando en nuestros corazones la espera del
Dios-que-viene, y la esperanza de que su nombre sea santificado, de
que venga su reino de justicia y de paz, y que se haga su voluntad
así en el cielo como en la tierra.
Dejémonos
guiar en esta espera por la Virgen María, madre del Dios-que-viene,
Madre de la Esperanza, a quien celebraremos dentro de unos días como
Inmaculada: que nos conceda la gracia de ser santos e inmaculados en
el amor cuando tenga lugar la venida de nuestro Señor Jesucristo, a
quien, con el Padre y el Espíritu Santo, se alabe y glorifique por
los siglos de los siglos. Amén.
Oración:
Señor concédenos que nos dejemos guiar en esta espera
por la Virgen María, madre del Dios-que-viene, Madre de la
Esperanza, a quien celebraremos dentro de unos días como Inmaculada,
y que nos conceda la gracia de ser santos e inmaculados en el Amor
para cuando tenga lugar la venida de nuestro Señor Jesucristo en el
momento de nuestra partida al Reino de los Cielos, y así poder
alabarlo allí por los siglos de los siglos. Amén.
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