21
de Noviembre
Presentación
de la Virgen María en el Templo
“He visto durante todo el tiempo a los ángeles en torno a ella, que le sugerían y guiaban en todos los casos”
No
confundir esta fiesta con la Presentación de Jesús en el Templo
La
Virgen es presentada en el Templo de Jerusalén por sus padres
Joaquín y Ana. En este día, en que se recuerda la dedicación, el
año 543, de la iglesia de Santa María la Nueva, construida cerca
del templo de Jerusalén, celebramos, junto con los cristianos de la
Iglesia oriental, la "dedicación" que María hizo de sí
misma a Dios, ya desde su infancia, movida por el Espíritu Santo, de
cuya gracia estaba llena desde su Concepción
Inmaculada.
Según
la tradición, sus padres llevaron a la Virgen María al Templo a la
edad de tres años para que formase parte de las doncellas que allí
eran consagradas a Dios, e instruidas en la piedad.
Esta
fiesta ya se celebraba en el siglo VI en el Oriente. En el 1372, el
Papa Gregorio XI, informado por el canciller de la corte de Chipre
sobre la gran celebración que en Grecia se hacía para esta fiesta
el 21 de noviembre, la introdujo en Aviñón. Sixto V promulgó la
fiesta para la Iglesia universal.
La
Beata Ana Catalina Emmerick escribe místicamente de revelaciones que
incluyen la presentación de María en el Templo.
Oración:
Te rogamos, Señor, que a cuantos hoy honramos la gloriosa memoria de la Santísima Virgen María, nos concedas, por su intercesión, consagrarnos también nosotros a tu servicio, y así alcanzar la plenitud de tu gracia, bendición y entendimiento. Por nuestro Señor Jesucristo, Ayer, Hoy y Siempre. Amén.
Te rogamos, Señor, que a cuantos hoy honramos la gloriosa memoria de la Santísima Virgen María, nos concedas, por su intercesión, consagrarnos también nosotros a tu servicio, y así alcanzar la plenitud de tu gracia, bendición y entendimiento. Por nuestro Señor Jesucristo, Ayer, Hoy y Siempre. Amén.
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Visiones
de Santa Ana Catalina Emmerich
Esta
Santa fue un alma víctima. Estando postrada en su cama, cumpliendo
arresto domiciliario que le fuera impuesto por el Emperador Napoleón,
escribía todas estas visiones. Con seguridad fué un designio del
Señor, ya que al estar apostada la policía secreta de éste en su
puerta, Santa Ana Catalina estaba segura y protegida, en medio de un
tiempo terrible de guerra, desorden y saqueo que asolaban a Prusia y
Austria, luego de la derrota histórica en la batalla de Austerlitz a
manos de Napoleón.
Los
comentarios personales se encuentran con letras en itálica y tamaño
reducido. Leer por completo estas visiones es un tiempo
excelentemente aprovechado, ya que la Paz y Serenidad que emanan te
ayudarán a aquietar tu espíritu, y olvidar por un momento todas las
ingratitudes y ofensas o tribulaciones que estemos padeciendo. Leer
estos fragmentos es entrar en el Portal Eterno de la Gloria de Dios.
Muy
Breve destaco el relato de cuando María estaba en el Templo
Vi
una gloria luminosa debajo del corazón de María, y comprendí que
ella encerraba la promesa de la sacrosanta bendición de Dios. Esta
gloria aparecía rodeada por el arca de Noé, de manera que la cabeza
de María se alzaba por encima, y el arca tomaba a su vez la forma
del Arca de la Alianza, viendo luego a ésta corno encerrada en el
Templo.
Luego
vi que todas estas formas desaparecían mientras el cáliz de la
Santa Cena se mostraba fuera de la gloria, delante del pecho de
María, y más arriba, ante la boca de la Virgen, aparecía un pan
marcado con una cruz.
A
los lados brillaban rayos, de cuyas extremidades surgían figuras con
símbolos místicos de la Santísima Virgen, como todos los nombres
de las Letanías que le dirige la Iglesia. Subían, cruzándose desde
sus hombros, dos ramas de olivo y de ciprés, o de cedro y de ciprés,
por encima de una hermosa palmera, junto con un pequeño ramo que vi
aparecer detrás de ella.
En
los espacios de las ramas pude ver todos los instrumentos de la
pasión de Jesucristo. El Espíritu Santo, representado por una
figura alada que parecía más forma humana que paloma, se hallaba
suspendido sobre el cuadro, por encima del cual vi el cielo abierto,
el centro de la celestial Jerusalén, la ciudad de Dios, con todos
sus palacios, jardines y lugares de los futuros santos. Todo estaba
lleno de ángeles, y la gloria, que ahora rodeaba a la Virgen
Santísima, lo estaba con cabezas de estos espíritus. ¡Ah, quién
pudiera describir estas cosas con palabras humanas!...
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XVIII
Preparativos para la presentación de María en el Templo
Preparativos para la presentación de María en el Templo
(Ésta
fue una preparación ceremonial en la casa de María)
María era de tres años de edad y tres meses, cuando hizo el voto de presentarse en el templo entre las vírgenes que allí moraban. Era de complexión delicada, cabellera clara un tanto rizada hacia abajo; tenía ya la estatura que hoy en nuestro país tiene un niño de cinco a seis años. La hija de María Helí era mayor en algunos años y más robusta.
He
visto en casa de Ana los preparativos de María para ser conducida al
templo. Era una fiesta muy grande. Estaban presentes cinco sacerdotes
de Nazaret, de Séforis y de otras regiones, entre ellos Zacarías, y
un hijo del hermano del padre de Ana. Ensayaban una ceremonia con la
niña María. Era una especie de examen, para ver si estaba madura
para ser recibida en el templo.
Además
de los sacerdotes estaban presentes la hermana de Ana de Séforis y
su hija, María Helí y su hijita, y algunas pequeñas niñas y
parientes. Los vestidos, en parte cortados por los sacerdotes y
arreglados por las mujeres, le fueron puestos en esta ocasión a la
niña en diversos momentos, mientras le dirigían preguntas.
Esta
ceremonia tenía un aire de gravedad y de seriedad, aun cuando
algunas preguntas estaban hechas por el anciano sacerdote con
infantil sonrisa, las cuales eran contestadas siempre por la niña,
con admiración de los sacerdotes y lágrimas de sus padres.
Había
para María tres clases de vestidos, que se pusieron en tres
momentos. Esto tenía lugar en un gran espacio junto a la sala del
comedor, que recibía la luz por una abertura cuadrangular abierta en
el techo, a menudo cerrada con una cortina. En el suelo había un
tapete rojo, y en medio de la sala un altar cubierto de paño rojo y
encima blanco transparente. Sobre el altar había una caja con rollos
escritos y una cortina que tenía dibujada o bordada la imagen de
Moisés, envuelto en su gran manto de oración, y sosteniendo en sus
brazos las tablas de la ley.
He
visto a Moisés siempre de anchas espaldas, cabeza alta, nariz grande
y curva, y en su gran frente dos elevaciones vueltas un tanto una
hacia otra, todo lo cual le daba un aspecto muy particular. Estas
especies de cuernos los tuvo ya Moisés desde niño, como dos
verrugas. El color de su rostro oscuro de fuego y los cabellos
rubios. He visto a menudo semejante especie de cuernos en la frente
de antiguos profetas y ermitaños, y a veces una sola de estas
excrecencias en medio de la frente.
Sobre
el altar estaban los tres vestidos de María; había también paños
y lienzos, obsequiados por los parientes para el arreglo de la niña.
Frente al altar se veía, sobre gradas, una especie de trono.
Joaquín, Ana y los miembros de la familia se encontraban reunidos.
Las mujeres estaban detrás, y las niñas al lado de María. Los
sacerdotes entraron con los pies descalzos. Había cinco, pero sólo
tres de ellos llevaban vestiduras sacerdotales e intervenían en la
ceremonia.
Un
sacerdote tomó del altar las diversas prendas de la vestimenta,
explicó su significado, y las presentó a la hermana de Ana, Maraha
de Séforis, la cual vistió con ellas a la niña María. Le pusieron
primero un vestidito amarillo, y encima, sobre el pecho, otra ropa
bordada con cintas, que se ponía por el cuello y se sujetaba al
cuerpo.
Después,
un mantito oscuro con aberturas en los brazos; por arriba colgaban
algunos retazos de género. Este manto estaba abierto por arriba y
cerrado por debajo del pecho. Le calzaron sandalias oscuras con
suelas gruesas de color amarillo. Tenía los cabellos rubios
peinados, y una corona de seda blanca con variadas plumas. Le
colocaron sobre la cabeza un velo cuadrado de color ceniza, que se
podía recoger bajo los brazos, para que éstos descansaran como
sobre dos nudos. Este velo parecía de penitencia o de oración.
Los
sacerdotes le dirigieron toda clase de preguntas relacionadas con la
manera de vivir de las jóvenes en el templo. Le dijeron, entre otras
cosas: “Tus padres, al consagrarte al templo, han hecho voto de
que no beberás vino ni vinagre, ni comerás uvas ni higos. ¿Qué
quieres agregar a este voto?... Piénsalo durante la comida”. A
los judíos, especialmente a las jóvenes judías, les gusta mucho el
vinagre, y María también tenía gusto en beberlo.
Le
hicieron otras preguntas, y le pusieron un segundo género de
vestido. Constaba éste de uno azul celeste, con mantito blanco
azulado, y un adorno sobre el pecho, y un velo transparente de seda
blanca con pliegues detrás, como usan las monjas. Sobre la cabeza le
pusieron una corona de cera adornada con flores y capullos de hojas
verdes.
Los
sacerdotes le pusieron otro velo para la cara: por arriba parecía
una gorra, con tres broches a diversa distancia, de modo que se podía
levantar un tercio, una mitad o todo el velo sobre la cabeza. Se le
indicó el uso del velo: cómo tenía que recogerlo para comer y
bajarlo cuando fuese preguntada.
Con
este vestido se presentó María con los demás a la mesa: la
colocaron entre los dos sacerdotes y uno enfrente. Las mujeres con
otros niños se sentaron en un extremo de la mesa, separadas de los
hombres. Durante la comida probaron los sacerdotes a la niña María
en el uso del velo. Hubo preguntas y respuestas. También se le
instruyó acerca de otras costumbres que debía observar.
Le
dijeron que podía comer de todo por ahora, dándole diversas comidas
para tentarla. María los dejó a todos maravillados con su forma de
proceder y con las respuestas que les daba. Tomó muy poco alimento,
y respondía con sabiduría infantil que admiraba a todos. He
visto durante todo el tiempo a los ángeles en torno a ella, que le
sugerían y guiaban en todos los casos.
Después
de la comida fue llevada a la otra sala, delante del altar, donde le
quitaron los vestidos de la segunda clase para ponerle los de la
tercera. La hermana de Santa Ana y un sacerdote la revistieron de los
nuevos vestidos de fiesta. Era un vestido color violeta, con adorno
de paño bordado sobre el pecho. Se ataba de costado con el paño de
atrás, formaba rizos y terminaba en punta por debajo. Le pusieron un
mantito violeta más amplio y más festivo, redondeado por detrás,
que parecía una casulla de misa. Tenía mangas anchas para los
brazos y cinco líneas de adornos de oro. La del medio estaba
partida, y se recogía y cerraba con botones. El manto estaba también
bordado en las extremidades. Luego se le puso un velo grande: de una
parte caía en blanco y de otra en blanco violeta sobre los ojos.
Sobre
esto le colocaron una corona cerrada, con cinco broches, que constaba
de un círculo de oro, más ancho arriba, con picos y botones. Esta
corona estaba revestida de seda por fuera, con rositas y cinco perlas
de adorno; los cinco arcos terminales eran de seda y tenían un
botón. El escapulario del pecho estaba unido por detrás; por
delante, tenía cintas. El manto estaba sujeto por delante sobre el
pecho.
Revestida
en esta forma fue la niña María llevada sobre las gradas del altar.
Las niñas rodeaban el altar de uno y otro lado. María dijo que no
pensaba comer carne ni pescado ni tomar leche; que sólo tomaría una
bebida hecha de agua y de médula de junco, que usaban los pobres, y
que pondría a veces en el agua un poco de zumo de terebinto. Esta
bebida es como un aceite blanco, se expande, y es muy refrescante,
aunque no tan fina como el bálsamo.
Prometió
no gustar especias, y no comer en frutas más que unas bayas
amarillas que crecen como uvas. Conozco estas bayas: las comen los
niños y la gente pobre. También dijo que
quería descansar sobre el suelo, y levantarse tres veces durante la
noche para rezar. Las personas piadosas, Ana y Joaquín
lloraban al oír estas cosas. El anciano Joaquín, abrazando a su
hija, le decía: "¡Ah, hija! Esto es muy duro de observar.
Si quieres vivir en tanta penitencia creo que no te podré ver más,
a causa de mi avanzada edad". Era una escena muy
conmovedora. Los sacerdotes le dijeron que se levantara sólo una
vez, como las demás, y le hicieron otras propuestas para mitigar sus
abstinencias. Le impusieron comer otros alimentos, como el pescado,
en las grandes festividades.
Había
en Jerusalén, en la parte baja de la ciudad, un gran mercado de
pescados, que recibía el agua de la piscina de Bethseda. Un día qué
faltó el agua, Herodes el Grande quiso construir allí un acueducto,
vendiendo, para lograr dinero, vestiduras sacerdotales y vasos
sagrados del templo. Por este motivo hubo un intento de sublevación,
pues los esenios, encargados de la inspección de las vestiduras
sacerdotales, acudieron a Jerusalén de todas partes del país y se
opusieron firmemente. Recordé en este momento estas cosas.
Por
último dijeron los sacerdotes: "Muchas de las otras niñas
que van al templo sin pagar su manutención y sus vestidos, se
comprometen, con el consentimiento de sus padres, a lavar los
vestidos de los sacerdotes manchados con la sangre de las víctimas,
y otros paños burdos, trabajo muy pesado que lastima las manos. Tú
no necesitas hacer esto, porque tus padres te costean tu
manutención". María respondió
prontamente que quería hacer también eso, si era tenida por digna
de hacerlo. Joaquín se emocionó grandemente al oírla.
Mientras se hacían estas ceremonias vi que María, en varias
ocasiones, había crecido de tal modo ante ellos, que los superaba en
altura. Era una señal de la gracia y de su sabiduría. Los
sacerdotes se mostraron serios, con grata admiración.
Por
último fue bendecida la niña María por el sacerdote. La he visto
de pie sobre el tronito resplandeciente. Dos sacerdotes estaban a su
lado; otro, delante. Los sacerdotes tenían rollos en las manos, y
rezaban preces sobre ella con las manos extendidas. Tuve
una admirable visión de María. Me parecía que por la bendición se
hacía transparente. Vi una gloria de indescriptible
esplendor y dentro de ella el misterio del Arca de la Alianza como si
estuviese en un brillante vaso de cristal, Luego vi el corazón de
María que se abría en dos como una puertecita del templete, y el
misterio sacramental del Arca de la Alianza penetró en su corazón.
En torno de este misterio había formado un tabernáculo de variadas
y muy significativas piedras preciosas. Entró en el corazón, como
el Arca en el Santísimo, como el Ostensorio en el tabernáculo.
Vi
a la niña María como transformada, flotando en el aire. Con
la entrada del sacramento en el corazón de María, que se cerró
luego, lo que era figura pasó a ser realidad y posesión, y vi que
la niña estuvo desde entonces como penetrada de una ardorosa
concentración interior. Vi también,
durante esta visión, que Zacarías (el
padre de San Juan Bautista)
recibió una interna persuasión, o una celestial revelación, de que
María era el vaso elegido del misterio o sacramento. Había recibido
él un rayo de luz que yo vi salir de María.
Después
de esto condujeron los sacerdotes a la niña adonde estaban sus
padres. Ana levantó a su hija en alto, y estrechándola contra su
pecho la besó con interna dulzura y afecto, mezclada de veneración.
Joaquín, muy conmovido, le dio la mano, lleno de admiración y
veneración. La hermana mayor de María Santísima, María de Helí,
abrazó a la niña con más vivacidad que Santa Ana, que era una
mujer muy reservada, moderada y muy medida en todos sus actos. La
sobrinita, María Cleofás, le echó los brazos al cuello, como hacen
las criaturas. Después los sacerdotes tomaron a la niña de nuevo,
le quitaron los vestidos simbólicos, y le pusieron sus acostumbrados
vestidos. Todavía los he visto de pie, tomando algún líquido de un
recipiente, y luego partir.
XIX
Partida al Templo de Jerusalén
Partida al Templo de Jerusalén
He
visto a Joaquín, a Ana y a su hija mayor, María de Helí, ocupados
toda la noche preparando paquetes y utensilios. Ardía una lámpara
con varias mechas. A María Helí la veía con una luz ir de un lado
a otro. Unos días antes Joaquín había mandado a sus siervos que
eligieran cinco de cada especie de los animales de sacrificio, entre
los mejores, y los había despachado para el templo: formaban estos
animales una hermosa majada. Después tomó dos animales de carga, y
los fue cargando con toda clase de paquetes: vestidos para la niña y
regalos para el templo.
Sobre
el lomo del animal acomodó un ancho asiento para que se pudiera
sentar cómodamente. Los objetos que se cargaron estaban
acondicionados en bultos y atados, fáciles de llevar. Vi cestas de
diversas formas sujetas a los flancos del animal. En una de ellas
había pájaros del tamaño de las perdices; otros cestos, semejantes
a cuévanos de uvas, contenían frutas de toda clase. Cuando el asno
estuvo cargado completamente, tendieron encima una gran manta de la
que colgaban gruesas borlas.
Todavía
quedaban dos sacerdotes. Uno de ellos era muy anciano, que llevaba un
capuz terminado en punta sobre la frente y dos vestiduras, la de
arriba más corta que la de abajo. Este sacerdote es el que se había
ocupado el día anterior en el examen de María, y le he visto dar
otras instrucciones más a la niña. Tenía una especie de estola
colgante. El otro sacerdote era más joven.
María
tenía en aquel momento algo más de tres años de edad: era bella y
delicada, y estaba tan adelantada como un niño de cinco años de
nuestro país. Sus cabellos lisos, rizados en sus
extremos, eran de un rubio dorado y más largos que los de María
Cleofás, de siete años, cuya rubia cabellera era corta y crespa.
Casi todas las personas mayores llevaban largas ropas de lana sin
teñir.
Yo
notaba la presencia de dos niños que no eran de este mundo: estaban
allí en una forma espiritual y figurativa, como profetas; no
pertenecían a la familia, y no conversaban con nadie. Parecía que
nadie notaba su presencia. Eran hermosos y amables; tenían
largos cabellos rubios y rizados. Mirando a uno y otro lado me
dirigieron la palabra. Llevaban libros, probablemente para su
instrucción. La pequeña María no poseía libro alguno a pesar de
que sabía leer. Los libros no eran como los nuestros, sino largas
tiras de más o menos media vara de ancho, enrolladas en un bastón,
cuyas extremidades asomaban por cada lado.
El
más alto de los dos niños se me acercó con uno de los rollos
desplegados en la mano, y leyó algo, explicándomelo luego. Eran
letras de oro, totalmente desconocidas para mí, escritas al revés,
y cada una de ellas parecía representar una palabra entera. La
lengua me era completamente desconocida también y, sin embargo, la
entendía perfectamente. Lástima que haya olvidado la explicación.
Se trataba de un texto de Moisés sobre la zarza ardiente. Me
declaró: "Como la zarza ardía y no se quemaba, así arde el
fuego del Espíritu Santo en la niña María, y en su humildad es
como si nada supiera de ello. Significa también la divinidad y
humanidad de Jesús, y como el fuego de Dios se une con la niña
María".
El
descalzarse lo explicó como que la ley se cumplía, la corteza caía
y llegaba ahora la sustancia. La pequeña bandera que traía la
extremidad del bastoncito significaba que María empezaba su camino,
su misión para ser Madre del Redentor. El otro niño jugaba con su
rollo inocentemente, representando con esto el candor infantil de
María, sobre la cual reposaba una promesa muy grande, la cual, no
obstante tan alto destino, jugaba ahora como una criatura.
Me
explicaron aquellos niños siete pasajes de sus rollos; pero a causa
del estado en que me encuentro, se me ha ido de la memoria. ¡Oh,
Dios mío!. Cuando se me aparece todo esto ¡qué bello y profundo es
y, al mismo tiempo, qué simple y claro!... Al rayar el alba vi que
se ponían en camino para Jerusalén. La pequeña María deseaba
vivamente llegar al templo, y salió apresuradamente de la casa
acercándose a la bestia de carga. Los niños profetas me mostraron
todavía algunos textos de sus rollos. Uno de éstos decía que el
templo era magnífico, pero que la niña María encerraba en sí algo
más admirable aún. Había dos bestias de carga. Uno de los asnos,
el más cargado, iba conducido por un servidor, y debía ir siempre
delante de los viajeros.
El
otro, que estaba delante de la casa, cargado con más bultos, tenía
preparado un asiento, y María fue colocada sobre él. Joaquín
conducía el asno. Llevaba un bastón largo, con un grueso pomo
redondo en la extremidad: parecía un cayado de peregrino. Un poco
más adelante iba Ana con la pequeña María Cleofás y una criada
que debía acompañarla en todo el camino. Al empezar el viaje se
juntaron con ellas unas mujeres y niñas: se trataba de parientas que
en los diversos cruces del camino se separaban de la comitiva para
volverse a sus casas. Uno de los sacerdotes acompañó a la comitiva
durante algún tiempo.
He
visto unas seis mujeres parientas, con sus hijos y algunos hombres.
Llevaban una linterna, y vi que la luz desaparecía totalmente ante
aquella otra claridad que derramaban las santas personas sobre el
camino en su viaje nocturno, sin que, al parecer, lo notaran los
demás. Al principio me pareció que el sacerdote iba detrás de la
pequeña María con los niños profetas. Más tarde, cuando ella bajó
del asno para seguir a pie, yo estuve a su lado. Más de una vez oí
a mis jóvenes compañeros cantando el salmo "Eructavit cor
meum" y el "Deus deorum Dominus locutus est". Supe por
ellos que estos salmos serían cantados a doble coro cuando la Niña
fuera admitida en el templo. Lo escucharé cuando lleguen al templo.
Al
principio vi que el camino descendía en pendiente de una colina,
para volver a subir después. Siendo temprano, y habiendo buen
tiempo, el cortejo se detuvo cerca de un manantial del que nacía un
arroyo. Había allí una pradera y los caminantes descansaron,
sentándose junto a un cerco de plantas de bálsamo. Debajo de estos
frágiles arbustos solían poner vasos y recipientes de piedra para
recoger el bálsamo que iba cayendo gota a gota. Los viajeros
bebieron bálsamo, y echaron un poco en el agua, llenando pequeños
recipientes. Comieron bayas de ciertas plantas que allí había, con
panecillos que traían en las alforjas. En
ese momento desaparecieron los dos niños profetas. Uno de ellos era
Elías; el otro me pareció que era Moisés. La pequeña María los
había visto; pero no habló de ello con nadie.
Así
sucede que a veces vemos en nuestra infancia a santos niños y en
edad más madura a santas jóvenes o muchachos, y callamos estas
visiones sin comunicarlas a los demás, por ser tal momento un
instante de gozo celestial y de recogimiento.
Más
tarde vi a los viajeros entrar en una casa aislada, en la que fueron
bien recibidos y tomaron provisiones, pues los moradores parecían
ser de la familia. En aquel sitio se despidieron de la niña Cleofás,
que debía volver a su casa. Durante el día, vi el curso del camino
que suele ser bastante penoso, pues hay muchas subidas y bajadas. En
los valles hay a menudo neblina y rocío; con todo, veo algunos
lugares mejor situados, donde brotan flores.
Antes
de llegar al sitio donde debían pasar la noche, hallaron un pequeño
arroyo. Se hospedaron en una posada al pie de una montaña
en la cual se veía una ciudad. Por desgracia, no recuerdo el nombre
de esa ciudad, pues la he visto durante otros viajes de la Sagrada
Familia, por lo cual confundo los nombres. Lo que puedo decir es que
ellos siguieron el camino que tomó Jesús en el mes de septiembre,
cuando tenía treinta años e iba de Nazaret a Betania y luego al
bautismo de Juan, y aun esto lo digo sin certidumbre completa.
La
Sagrada Familia hizo más tarde este camino en la época de la huida
a Egipto. La primera etapa fue Nazara, pequeño lugar
entre Massaloth y otra ciudad ubicada en la altura, más cercana a
esta última. Veo por todas partes tantas poblaciones, cuyos nombres
oigo pronunciar, que luego confundo unos con otros. La ciudad cubre
la ladera de una montaña y se divide en varias partes, si es que
realmente todas forman una misma ciudad. Allí falta agua y tienen
que hacerla subir desde el llano con la ayuda de cuerdas. Veo allí
torres antiguas en ruinas. Sobre la cumbre de la montaña hay una
torre que parece un observatorio, con un aparato de mampostería que
tiene vigas y cuerdas como para hacer subir algo desde la ciudad.
Hay
una cantidad tan grande de estas cuerdas que el conjunto aparenta
mástiles de buques. Debe haber como una hora de camino desde abajo a
la cumbre de la montaña, desde donde se disfruta de una espléndida
vista, muy extensa. Los caminantes entraron en una posada situada en
la llanura. En una parte de la ciudad había paganos, considerados
como esclavos por los judíos, debiendo someterse a rudos trabajos en
el templo y en otras construcciones. Esta noche he visto a la pequeña
María llegando con sus padres a una ciudad situada a seis leguas más
o menos de Jerusalén en dirección noroeste. Esta ciudad, se llama
Bet-Horon y se encuentra al pie de una montaña.
Durante el viaje atravesaron un pequeño río que desemboca en el mar en los alrededores de Jopé, donde enseñó San Pedro después de la venida del Espíritu Santo. Cerca de Bet-Horon tuvieron lugar grandes batallas que he visto y olvidado. Faltaban aún dos leguas para llegar a un punto del camino desde donde se podía divisar a Jerusalén; he oído el nombre de este lugar, que ahora no puedo precisarlo. Bet-Horon es una ciudad de Levitas de cierta importancia: produce hermosas uvas y gran cantidad de frutas.
Durante el viaje atravesaron un pequeño río que desemboca en el mar en los alrededores de Jopé, donde enseñó San Pedro después de la venida del Espíritu Santo. Cerca de Bet-Horon tuvieron lugar grandes batallas que he visto y olvidado. Faltaban aún dos leguas para llegar a un punto del camino desde donde se podía divisar a Jerusalén; he oído el nombre de este lugar, que ahora no puedo precisarlo. Bet-Horon es una ciudad de Levitas de cierta importancia: produce hermosas uvas y gran cantidad de frutas.
La
santa comitiva entró en la casa de unos amigos, que estaba muy bien
situada. Su dueño era maestro en una escuela de Levitas, y había
allí algunos niños. Me admira ver allí a varias parientas de Ana,
con sus hijas pequeñas, que yo creía que habían regresado a sus
casas al principio del viaje: ahora advierto que llegaron antes,
tomando algún atajo, quizás para anunciar la llegada de la santa
comitiva.
Los
parientes de Nazaret, de Séforis y de Zabulón, que habían asistido
al examen de María, se hallaban allí con sus hijas: vi, por
ejemplo, a la hermana mayor de María con su hija María de Cleofás,
y a la hermana de Ana venida de Séforis con sus hijas. Con motivo de
la llegada de la pequeña María hubo grandes fiestas. María fue
llevada en compañía de otras niñas a una gran sala, y puesta en un
asiento alto, a semejanza de un trono, dispuesto para ella. El
maestro de escuela y otras personas hicieron toda clase de preguntas
a María y le pusieron guirnaldas en la cabeza.
Todos
estaban asombrados por la sabiduría que manifestaba en sus
respuestas. Oí hablar en esta ocasión del juicio y prudencia de
otra niña que había pasado por allí poco antes, volviendo de la
escuela del templo a la casa de sus padres. Esta niña se llamaba
Susana, y más tarde figuró entre las santas mujeres que seguían a
Jesús.
María
ocupó su puesto vacante en el templo, pues había un número fijo de
plazas para estas jóvenes. Susana tenía quince años cuando dejó
el templo, es decir, cerca de once más que la niña María. También
Santa Ana (la
madre de la Virgen María)
había sido educada allí a la edad de cinco años. La
pequeña María estaba llena de júbilo, por hallarse tan cerca del
templo.
He visto a
Joaquín que la estrechaba entre sus brazos, llorando y diciéndole:
"Hija mía, ya no volveré a verte". Habían
preparado comida, y mientras estaban en la mesa, vi a María ir de un
lado a otro, apretarse contra su madre, llena de gracia, o,
deteniéndose detrás de ella, echarle los bracitos al cuello.
Esta
mañana muy temprano vi a los viajeros salir de Bet-Horon para
dirigirse a Jerusalén. Todos los parientes con sus criaturas se
habían juntado a ellos, y lo mismo los dueños de la casa. Llevaban
regalos para la niña, consistentes en ropas y frutas. Me parece ver
una fiesta en Jerusalén. Supe que María tenía en ese momento tres
años y tres meses. En su viaje no fueron a Ussen Sheera ni a Gofna,
a pesar de tener allí amistades; pasaron sólo por los alrededores.
Vi que el maestro de los Levitas con su familia los acompañó a
Jerusalén. Cuanto más se acercaban a la ciudad tanto más se
mostraba María contenta y ansiosa. Solía correr delante de sus
padres.
XX
Jerusalén
Hoy
al mediodía he visto llegar la comitiva que acompañaba a María al
templo de Jerusalén. Jerusalén es una ciudad extraña. No hay que
pensar que sea como una de nuestras ciudades, con tanta gente en las
calles. Muchas calles bajas y altas corren alrededor de los muros de
la ciudad, y no tienen salida ni puertas.
Las
casas de las alturas, detrás de las murallas, están orientadas
hacia el otro lado, pues se han edificado barrios distintos, y se han
formado nuevas crestas de colinas y los antiguos muros quedaron allí.
Muchas veces se ven las calles de los valles sobreedificadas con
sólidas bóvedas. Las casas tienen sus patios y piezas orientadas
hacia el interior; hacia la calle sólo hay puertas y terrazas sobre
los muros. Generalmente las casas son cerradas. Cuando la gente no va
a las plazas o mercados o al templo, está generalmente entretenida
en el interior de sus casas.
Hay
silencio en las calles, fuera de los lugares de mercado o de ciertos
palacios, donde se ve ir y venir a soldados y viajeros. En ciertos
días en que están casi todos en el templo, las calles parecen como
muertas. A causa de las calles solitarias, de los profundos
valles, y de la costumbre de permanecer las gentes en sus casas, es
que Jesús podía ir y venir con sus discípulos sin ser molestado.
Por
lo general falta agua en la ciudad: frecuentemente se ven edificios
altos adonde es llevada, y torres hacia las cuales es bombeada el
agua. En el templo se tiene mucho cuidado con el agua, porque hay que
purificar muchos vasos y lavar las ropas sacerdotales. Se ven grandes
maquinarias y artefactos para bombear el agua a los lugares elevados.
Hay muchos mercaderes y vendedores en la ciudad: están casi siempre
en los mercados o en lugares abiertos, bajo tiendas de campaña.
Veo,
por ejemplo, no lejos de la Puerta de las Ovejas, a mucha gente que
negocia con alhajas, oro, objetos brillantes y piedras preciosas. Las
casitas que habitan son muy livianas, pero sólidas, de color pardo,
como si estuviesen cubiertas con pez o betún. Adentro hacen sus
negocios; entre una tienda y otra están extendidas lonas, debajo de
las cuales muestran sus mercaderías. Hay, sin embargo, otras partes
de la ciudad donde hay mayor movimiento, y se ven gentes que van y
vienen cerca de ciertos palacios.
Comparada
Jerusalén con la Roma antigua, que he visto, esta ciudad era mucho
más bulliciosa en las calles; tenía aspecto más agradable, y no
era tan desigual ni empinada. La montaña sobre la cual se halla el
templo está rodeada, por el lado en que la pendiente es más suave,
de casas que forman varias calles detrás de espesos muros. Estas
casas están construidas sobre terrazas colocadas unas sobre otras.
Allí
viven los sacerdotes y los servidores subalternos del templo, que
hacen trabajos más rudos, como la limpieza de los fosos, donde se
echan los desperdicios provenientes de los sacrificios de animales.
Hay un costado norte, creo, donde la montaña del templo es muy
escarpada. En todo lo alto, alrededor de la cumbre, se halla una zona
verde formada por pequeños jardines pertenecientes a los sacerdotes.
Aun
en tiempos de Jesucristo se trabajaba siempre en alguna parte del
templo. Este trabajo no cesaba nunca. En la montaña del templo había
mucho mineral, que se fue sacando, y empleando en la construcción
del mismo edificio. Debajo del templo hay fosos y lugares donde
funden el metal. No pude encontrar en este gran templo un lugar donde
poder rezar a gusto. Todo el edificio es admirablemente macizo, alto
y sólido. Los numerosos patios son estrechos y sombríos, llenos de
andamios y de asientos.
Cuando
hay mucha gente causa miedo encontrarse apretado entre los espesos
muros y las gruesas columnas. Tampoco me gustan los continuos
sacrificios y la sangre derramada en abundancia, a pesar de que esto
se hace con orden e increíble limpieza. Hacía mucho tiempo que no
había visto con tanta claridad, como hoy, los edificios, los caminos
y los pasajes. Pero son tantas las cosas que hay aquí que me es
imposible describirlas con detalles.
Los
viajeros llegaron con la pequeña María, por el norte, a Jerusalén:
con todo, no entraron por ese lado, sino que dieron vuelta alrededor
de la ciudad hasta el muro oriental, siguiendo una parte del valle de
Josafat. Dejando a la izquierda el Monte de los Olivos y el camino de
Betania, entraron en la ciudad por la Puerta de las Ovejas, que
conducía al mercado de las bestias. No lejos de esta puerta hay un
estanque donde se lava por primera vez a las ovejas destinadas al
sacrificio. No es ésta la piscina de Bethseda.
La
comitiva, después de haber entrado en la ciudad, torció de nuevo a
la derecha, y entró en otra barriada siguiendo un largo valle
interno dominado de un lado por las altas murallas de una zona más
elevada de la ciudad, llegando a la parte occidental en los
alrededores del mercado de los peces, donde se halla la casa paterna
de Zacarías de Hebrón. Se encontraba allí un hombre de avanzada
edad: creo que el hermano de su padre. Zacarías solía volver a la
casa después de haber cumplido su servicio en el templo.
En
esos días se encontraba en la ciudad, y habiendo acabado su tiempo
de servicio, quería quedarse sólo unos días en Jerusalén para
asistir a la entrada de María al templo. Al llegar la comitiva,
Zacarías no se encontraba allí. En la casa se hallaban presentes
otros parientes de los contornos de Belén y de Hebrón, entre ellos,
dos hijas de la hermana de Isabel. Isabel tampoco se encontraba allí
en ese momento. Estas personas se habían adelantado para recibir a
los caminantes hasta un cuarto de legua por el camino del valle.
Varias jóvenes los acompañaban llevando guirnaldas y ramas de
árboles.
Los
caminantes fueron recibidos con demostraciones de contento y
conducidos hasta la casa de Zacarías, donde se festejó la llegada.
Se les ofreció refrescos, y todos se prepararon para llevarlos a una
posada contigua al templo, donde los forasteros se hospedan los días
de fiesta. Los animales que Joaquín había destinado para el
sacrificio, habían sido conducidos ya desde los alrededores de la
plaza del ganado a los establos situados cerca de esta casa. Zacarías
acudió también para guiar a la comitiva desde la casa paterna hasta
la posada.
Pusieron
a la pequeña María su segundo vestidito de ceremonias con el peplo
celeste. Todos se pusieron en marcha formando una ordenada procesión.
Zacarías iba adelante con Joaquín y Ana; luego la niña María
rodeada de cuatro niñas vestidas de blanco, y las otras chicas con
sus padres cerraban la marcha. Anduvieron por varias calles, y
pasaron delante del palacio de Herodes y de la casa donde más tarde
habitó Pilatos. Se dirigieron hacia el ángulo Nordeste del templo,
dejando atrás la fortaleza Antonia, edificio muy alto, situado al
Noroeste. Subieron por unos escalones abiertos en una muralla alta.
La pequeña María subió sola, con alegre prisa, sin permitir que
nadie la ayudara. Todos la miraban con asombro.
La
casa donde se alojaron era una posada para días de fiesta situada a
corta distancia del mercado del ganado. Había varias posadas de este
género alrededor del templo, y Zacarías había alquilado una. Era
un gran edificio con cuatro galerías en torno de un patio extenso.
En las galerías se hallaban los dormitorios, así como largas mesas
muy bajas. Había una sala espaciosa y un hogar para la cocina.
El
patio para los animales enviados por Zacarías estaba muy cerca. A
ambos lados del edificio habitaban los servidores del templo que se
ocupaban de los sacrificios. Al entrar los forasteros se les lavaron
los pies, como se hacía con los caminantes; los de los hombres
fueron lavados por hombres; y las mujeres hicieron este servicio con
las mujeres. Entraron luego en una sala, en medio de la cual se
hallaba suspendida una gran lámpara de varios brazos sobre un
depósito de bronce lleno de agua, donde se lavaron la cara y las
manos. Cuando hubieron quitado la carga al asno de Joaquín, un
sirviente lo llevó a la cuadra.
Joaquín
había dicho que sacrificaría, y siguió a los servidores del templo
hasta el sitio donde se hallaban los animales, a los cuales
examinaron. Joaquín y Ana se dirigieron luego con María a la
habitación de los sacerdotes, situada más arriba. Aquí la niña
María, como elevada por el espíritu interior, subió
ligerísimamente los escalones con un impulso extraordinario. Los dos
sacerdotes que se hallaban en la casa los recibieron con grandes
muestras de amistad: uno era anciano y el otro más joven. Los dos
habían asistido al examen de la niña en Nazaret y esperaban su
llegada.
Después
de haber conversado del viaje y de la próxima ceremonia de la
presentación, hicieron llamar a una de las mujeres del Templo. Era
ésta una viuda anciana que debía encargarse de velar por la niña.
Habitaba en la vecindad con otras personas de su misma condición,
haciendo toda clase de labores femeniles y educando a las niñas. Su
habitación se encontraba más apartada del templo que las salas
adyacentes, donde habían sido dispuestos, para las mujeres y las
jóvenes consagradas al servicio del Templo, pequeños oratorios
desde los cuales podían ver el santuario sin ser vistas por los
demás.
La
matrona que acababa de llegar estaba tan bien envuelta en su ropaje
que apenas podía vérsele la cara. Los sacerdotes y los padres de
María se la presentaron, confiándola a sus cuidados. Ella estuvo
dignamente afectuosa, sin perder su gravedad. La niña María se
mostró humilde y respetuosa. La instruyeron en todo lo que se
relacionaba con la niña, y su entrada solemne en el templo.
Aquella
mujer bajó con ellos a la posada, tomó el ajuar que pertenecía a
la niña, y se lo llevó a fin a prepararlo todo en la habitación
que le estaba destinada. La gente que había acompañado a la
comitiva desde la casa de Zacarías, regresó a su domicilio,
quedando en la posada solamente los parientes. Las mujeres se
instalaron allí, y prepararon la fiesta que debía tener lugar al
día siguiente.
Joaquín
y algunos hombres condujeron las víctimas al Templo al despuntar el
nuevo día, y los sacerdotes las revisaron nuevamente. Algunos
animales fueron desechados, y llevados en seguida a la plaza del
ganado. Los aceptados fueron conducidos al patio donde habrían de
ser inmolados. Vi allí muchas cosas que ya no es posible decirlas en
orden.
Recuerdo
que antes de inmolar, Joaquín colocaba su mano sobre la cabeza de la
víctima, debiendo recibir la sangre en un vaso y también algunas
partes del animal. Había varias columnas, mesas y vasos. Se cortaba,
se repartía y ordenaba todo. Se quitaba la espuma de la sangre, y se
ponía aparte la grasa, el hígado, el bazo, salándose todo esto. Se
limpiaban los intestinos de los corderos, rellenándolos con algo, y
volviéndolos a poner dentro del cuerpo, de modo que el animal
parecía entero, y se ataban las patas en forma de cruz.
Luego,
una gran parte de la carne era llevada al patio donde las jóvenes
del Templo debían hacer algo con ella: quizás prepararla para
alimento de los sacerdotes, o para ellas mismas. Todo esto se
hacía con un orden increíble. Los sacerdotes y levitas iban y
venían, siempre de dos en dos. Este trabajo complicado y penoso se
hacía fácilmente, como si se efectuase por sí solo. Los trozos
destinados al sacrificio quedaban impregnados en sal, hasta el día
siguiente, en que debían ser ofrecidos sobre el altar.
Hubo
hoy una gran fiesta en la posada, seguida de una comida solemne.
Habría unas cien personas, contados los niños. Estaban presentes
unas veinticuatro niñas de diversas edades, entre ellas Serapia, que
fue llamada Verónica después de la muerte de Jesús: era bastante
crecida, como de unos diez o doce años (esta
es la Mujer que enjugó el rostro de Jesús camino al calvario, y que
era parienta de Jesús – era una mujer de elevada estatura y
complexión intimidante, y por eso los soldados no se animaron a
detenerla cuando se acercó a Jesús; eso fue relatado por esta misma
Santa cuando habla de crucifixión del amado Maestro y Señor).
Se
tejieron coronas y guirnaldas de flores para María y sus compañeras,
adornándose también siete candelabros en forma de cetro sin
pedestal. En cuanto a la llama que brillaba en su extremidad no sé
si estaba alimentada con aceite, cera u otra materia. Durante la
fiesta entraron y salieron numerosos sacerdotes y levitas. Tomaron
parte en el banquete, y al expresar su asombro por la gran
cantidad de víctimas ofrecidas para el sacrificio, Joaquín les dijo
que, en recuerdo de la afrenta recibida en el templo al ser rechazado
su sacrificio, y a causa de la misericordia de Dios que había
escuchado su oración (la
de poder tener descendencia), había querido
demostrar su gratitud de acuerdo con sus medios. Hoy pude ver a la
pequeña María paseando con las otras jóvenes en torno de su casa.
Otros detalles los he olvidado completamente.
XXI
Presentación de la Niña María en el Templo
Presentación de la Niña María en el Templo
Esta
mañana fueron al Templo: Zacarías, Joaquín y otros hombres. Más
tarde fue llevada María por su madre en medio de un acompañamiento
solemne. Ana y su hija María Helí, con la pequeña María Cleofás,
marchaban delante; iba luego la Santa niña María con su vestidito y
su manto azul celeste, los brazos y el cuello adornados con
guirnaldas: llevaba en la mano un cirio ceñido de flores.
A
su lado caminaban tres niñitas con cirios semejantes. Tenían
vestidos blancos, bordados de oro y peplos celestes, como María, y
estaban rodeadas de guirnaldas de flores; llevaban otras pequeñas
guirnaldas alrededor del cuello y de los brazos. Iban en seguida las
otras jóvenes y niñas vestidas de fiesta, aunque no uniformemente.
Todas llevaban pequeños mantos. Cerraban el cortejo las demás
mujeres.
Como
no se podía ir en línea recta desde la posada al Templo, tuvieron
que dar una vuelta pasando por varias calles. Todo el mundo se
admiraba de ver el hermoso cortejo, y en las puertas de varias casas
rendían honores. En María se notaba algo
de santo y de conmovedor. A la llegada de la comitiva he
visto a varios servidores del Templo empeñados en abrir con grande
esfuerzo una puerta muy alta y muy pesada, que brillaba como oro, y
que tenía grabadas varias figuras: cabezas, racimos de uvas y
gavillas de trigo. Era la Puerta Dorada.
La
comitiva entró por esa puerta. Para llegar a ella era preciso subir
cincuenta escalones; creo que había entre ellos algunos descansos.
Quisieron llevar a María de la mano; pero ella no lo permitió:
subió los escalones rápidamente, sin tropiezos, llena de alegre
entusiasmo. Todos se hallaban profundamente conmovidos.
Bajo
la Puerta Dorada fue recibida María por Zacarías, Joaquín y
algunos sacerdotes que la llevaron hacia la derecha, bajo la amplia
arcada de la puerta, a las altas salas donde se había preparado una
comida en honor de alguien. Aquí se separaron las personas de la
comitiva. La mayoría de las mujeres y de las niñas se dirigieron al
sitio del Templo que les estaba reservado para orar. Joaquín y
Zacarías fueron al lugar del sacrificio.
Los
sacerdotes hicieron todavía algunas preguntas a María en una sala,
y cuando se hubieron retirado, asombrados de la sabiduría de la
niña, Ana vistió a su hija con el tercer traje de fiesta, que era
de color azul violáceo y le puso el manto, el velo y la corona ya
descritos por mí al relatar la ceremonia que tuvo lugar en la casa
de Ana.
Entre
tanto Joaquín había ido al sacrificio con los sacerdotes. Luego de
recibir un poco de fuego tomado de un lugar determinado, se colocó
entre dos sacerdotes cerca del altar. Estoy demasiada enferma y
distraída para dar la explicación del sacrificio en el orden
necesario. Recuerdo lo siguiente: no se podía llegar al altar
más que por tres lados. Los trozos preparados para el holocausto no
estaban todos en el mismo lugar, sino puestos alrededor, en distintos
sitios. En los cuatro extremos del altar había cuatro columnas de
metal, huecas, sobre las cuales descansaban cosas que parecían caños
de chimenea. Eran anchos embudos de cobre terminados en tubos en
forma de cuernos, de modo que el humo podía salir pasando por sobre
la cabeza de los sacerdotes que ofrecían el sacrificio.
Mientras
se consumía sobre el altar la ofrenda de Joaquín, Ana fue con María
y las jóvenes que la acompañaban, al vestíbulo reservado a las
mujeres. Este lugar estaba separado del altar del sacrificio por un
muro que terminaba en lo alto en una reja. En medio de este muro
había una puerta. El atrio de las mujeres, a partir del muro de
separación, iba subiendo de manera que por lo menos las que se
hallaban más alejadas podían ver hasta cierto punto el altar del
sacrificio. Cuando la puerta del muro estaba abierta, algunas mujeres
podían ver el altar.
María
y las otras jóvenes se hallaban de pie, delante de Ana, y las demás
parientas estaban a poca distancia de la puerta. En sitio aparte
había un grupo de niños del Templo, vestidos de blanco, que tañían
flautas y arpas. Después del sacrificio se preparó bajo la puerta
de separación un altar portátil cubierto, con algunos escalones
para subir. Zacarías y Joaquín fueron con un sacerdote desde el
patio hasta este altar, delante del cual estaba otro sacerdote y dos
levitas con rollos y todo lo necesario para escribir. Un poco atrás
se hallaban las doncellas que habían acompañado a María. María se
arrodilló sobre los escalones; Joaquín y Ana extendieron las manos
sobre su cabeza. El sacerdote cortó un poco de sus cabellos,
quemándolos luego sobre un brasero. Los padres pronunciaron algunas
palabras, ofreciendo a su hija, y los levitas las escribieron.
Entretanto
las niñas cantaban el salmo "Eructavit cor meum verbum bonum"
y los sacerdotes el salmo "Deus deorum Dominus locutus est"
mientras los niños tocaban sus instrumentos. Observé entonces que
dos sacerdotes tomaron a María de la mano, y la llevaron por unos
escalones hacia un lugar elevado del muro, que separaba el vestíbulo
del Santuario. Colocaron a la niña en una especie de nicho en el
centro de aquel muro, de manera que ella pudiera ver el sitio donde
se hallaban, puestos en fila, varios hombres que me parecieron
consagrados al Templo. Dos sacerdotes estaban a su lado; había otros
dos en los escalones, recitando en alta voz oraciones escritas en
rollos.
Del
otro lado del muro se hallaba de pie un anciano príncipe de los
sacerdotes, cerca del altar, en un sitio bastante elevado que
permitía vérsele el busto. Yo lo vi presentando el incienso, cuyo
humo se esparció alrededor de María. Durante esta ceremonia vi en
torno de María un cuadro simbólico que pronto llenó el Templo y lo
oscureció. Vi una gloria luminosa debajo
del corazón de María y comprendí que ella encerraba la promesa de
la sacrosanta bendición de Dios. Esta gloria aparecía rodeada por
el arca de Noé, de manera que la cabeza de María se alzaba por
encima, y el arca tomaba a su vez la forma del Arca de la Alianza,
viendo luego a ésta corno encerrada en el Templo.
Luego
vi que todas estas formas desaparecían mientras el cáliz de la
Santa Cena se mostraba fuera de la gloria, delante del pecho de
María, y más arriba, ante la boca de la Virgen, aparecía un pan
marcado con una cruz. A los lados
brillaban rayos de cuyas extremidades surgían figuras con símbolos
místicos de la Santísima Virgen, como todos los nombres de las
Letanías que le dirige la Iglesia. Subían,
cruzándose desde sus hombros, dos ramas de olivo y de ciprés, o de
cedro y de ciprés, por encima de una hermosa palmera junto con un
pequeño ramo que vi aparecer detrás de ella.
En
los espacios de las ramas pude ver todos los instrumentos de la
pasión de Jesucristo. El Espíritu Santo, representado por una
figura alada que parecía más forma humana que paloma, se hallaba
suspendido sobre el cuadro, por encima del cual vi el cielo abierto,
el centro de la celestial Jerusalén, la ciudad de Dios, con todos
sus palacios, jardines y lugares de los futuros santos. Todo estaba
lleno de ángeles, y la gloria, que ahora rodeaba a la Virgen
Santísima, lo estaba con cabezas de estos espíritus. ¡Ah, quién
pudiera describir estas cosas con palabras humanas!...
Se
veía todo bajo formas tan diversas y tan multiformes, derivando unas
de las otras en tan continuada transformación, que he olvidado la
mayor parte de ellas. Todo lo que se
relaciona con la Santísima Virgen en la antigua y en la nueva
Alianza y hasta en la eternidad, se hallaba allí representado. Sólo
puedo comparar esta visión a otra menor que tuve hace poco, en la
cual vi en toda su magnificencia el significado del Santo Rosario.
Muchas
personas, que se creen sabias, comprenden esto menos que los pobres y
humildes que lo recitan con simplicidad, pues éstos acrecientan el
esplendor con su obediencia, su piedad y su sencilla confianza en la
Iglesia, que recomienda esta oración. Cuando vi todo esto, las
bellezas y magnificencias del Templo, con los muros elegantemente
adornados, me parecían opacos y ennegrecidos detrás de la Virgen
Santísima. El Templo mismo parecía esfumarse y desaparecer: sólo
María y la gloria que la rodeaba lo llenaba todo.
Mientras
estas visiones pasaban delante de mis ojos, dejé de ver a la Virgen
Santísima bajo forma de niña: me pareció
entonces grande y como suspendida en el aire. Con todo
veía también, a través de María, a los sacerdotes, al sacrificio
del incienso, y a todo lo demás de la ceremonia. Parecía que el
sacerdote estaba detrás de ella, anunciando
el porvenir e invitando al pueblo a agradecer y a orar a Dios, porque
de esta niña habría de salir algo muy grandioso. Todos
los que estaban en el Templo, aunque no veían lo que yo veía,
estaban recogidos y profundamente conmovidos. Este cuadro se
desvaneció gradualmente, de la misma manera que lo había visto
aparecer. Al fin sólo quedó la gloria bajo el corazón de María, y
la bendición de la promesa brillando en su interior. Luego
desapareció también, y sólo vi a la niña María adornada entre
los sacerdotes.
Los
sacerdotes tomaron las guirnaldas que estaban alrededor de sus
brazos, y la antorcha que llevaba en la mano, y se las dieron a las
compañeras. Le pusieron en la cabeza un velo pardo, y la hicieron
descender las gradas, llevándola a una sala vecina, donde seis
vírgenes del Templo, de mayor edad, salieron a su encuentro
arrojando flores ante ella. Detrás iban sus maestras, Noemí,
hermana de la madre de Lázaro, la profetisa Ana y otra mujer. Los
sacerdotes recibieron a la pequeña María, retirándose luego.
Los
padres de la Niña, así como sus parientes más cercanos, se
encontraban allí. Una vez terminados los cantos sagrados, se
despidió María de sus padres. Joaquín, que estaba profundamente
conmovido, tomó a María entre sus brazos, y apretándola contra su
corazón, dijo en medio de las lágrimas: "Acuérdate de mi
alma ante Dios". María se dirigió luego con las maestras y
varias otras jóvenes a las habitaciones de las mujeres, al Norte del
Templo. Éstas habitaban salas abiertas en los espesos muros del
Templo y podían, a través de pasajes y escaleras, subir a los
pequeños oratorios colocados cerca del Santuario y del Santo de los
Santos. Los deudos de María volvieron a la sala contigua a la Puerta
Dorada, donde antes se habían detenido quedándose a comer en
compañía de los sacerdotes. Las mujeres comían en sala aparte.
He
olvidado, entre otras muchas cosas, por qué la fiesta había sido
tan brillante y solemne. Sin embargo, sé que fue a consecuencia de
una revelación de la voluntad de Dios. Los
padres de María eran personas de condición acomodada, y si vivían
pobremente era por espíritu
de mortificación y para poder dar más limosnas a los pobres.
Así es cómo Ana, no sé por cuánto tiempo, sólo comió alimentos
fríos. A pesar de esto trataban a la servidumbre con generosidad, y
la dotaban de lo que necesitaban. He visto a muchas personas orando
en el Templo. Otras habían seguido a la comitiva hasta la puerta
misma.
Algunos
de los presentes debieron tener cierto presentimiento de los destinos
de la Niña, pues recuerdo unas palabras que Santa Ana en un momento
de entusiasmo jubiloso dirigió a las mujeres, cuyo sentido era: "He
aquí el Arca de la Alianza, el vaso de la Promesa, que entra ahora
en el Templo". Los padres de María y demás parientes
regresaron ese día a Bet-Horon.
XXII
María en el Templo
María en el Templo
He
visto una fiesta en las habitaciones de las vírgenes del Templo.
María pidió a las maestras, y a cada doncella en particular, si
querían admitirla entre ellas, pues esta era la costumbre que se
practicaba. Hubo una comida y una pequeña fiesta, en la que algunas
niñas tocaron instrumentos de música.
Por
la noche vi a Noemí, una de las maestras, que conducía a la niña
María hasta la pequeña habitación que le estaba reservada, y desde
la cual podía ver el interior del Templo. Había en ella una mesa
pequeña, un escabel y algunos estantes en los ángulos. Delante de
esta habitación había lugar para la alcoba, el guardarropa y el
aposento de Noemí. María habló a Noemí de su deseo de levantarse
varias veces durante la noche, pero ésta no se lo permitió. Las
mujeres del Templo llevaban largas y amplias vestiduras blancas,
ceñidas con fajas y mangas muy anchas, que recogían para trabajar.
Iban veladas.
No
recuerdo haber visto nunca a Herodes que haya hecho reconstruir de
nuevo la totalidad del Templo. Sólo vi que durante su reinado se
hicieron diversos cambios. Cuando María entró en el Templo, once
años antes del nacimiento del Salvador, no se hacían trabajos
propiamente dichos; pero, como siempre, se trabajaba en las
construcciones exteriores: esto no dejó de hacerse nunca.
He
visto hoy la habitación de María en el Templo. En el costado Norte,
frente al Santuario, se hallaban en la parte alta varias salas que
comunicaban con las habitaciones de las mujeres. El dormitorio de
María era uno de los más retirados, frente al Santo de los Santos.
Desde el corredor, levantando una cortina, se pasaba a una sala
anterior separada del dormitorio por un tabique de forma convexa o
terminada en ángulo.
En
los ángulos de la derecha e izquierda estaban las divisiones para
guardar la ropa y los objetos de uso; frente a la puerta abierta de
este tabique, algunos escalones llevaban arriba hasta una abertura,
delante de la cual había un tapiz, pudiéndose ver desde allí el
interior del Templo. A izquierda, contra el
muro de la habitación, había una alfombra enrollada, que cuando
estaba extendida formaba el
lecho sobre el cual reposaba la niña María.
En un nicho de la muralla estaba colocada una lámpara, cerca de la
cual vi a la niña de pie, sobre un escabel, leyendo oraciones en un
rollo de pergamino. Llevaba un vestido de listas blancas y azules,
sembrado de flores amarillas. Había en la habitación una mesa baja
y redonda.
Vi
entrar en la habitación a la profetisa Ana (es la
que recibió a Jesús recién nacido junto a Simeón en el Templo)
, que colocó sobre la mesa una fuente con frutas del grosor de un
haba y una anforita. María tenía una destreza superior a su edad:
desde entonces la vi trabajar en pequeños pedazos de tela blanca
para el servicio del Templo. Las paredes de su pieza estaban
sobrepuestas con piedras triangulares de varios colores. A menudo oía
yo a la niña decir a Ana: "¡Ah, pronto el Niño prometido
nacerá!. ¡Oh, si yo pudiera ver al Niño Redentor!"... Ana le
respondía; "Yo soy ya anciana y debí esperar mucho a ese Niño.
¡Tú, en cambio, eres tan pequeña!"... María lloraba a menudo
por el ansia de ver al Niño Redentor.
Las
niñas que se educaban en el Templo, se ocupaban de bordar, adornar,
lavar y ordenar las vestiduras sacerdotales, y limpiar los utensilios
sagrados del Templo. En sus habitaciones, desde donde podían ver el
Templo, oraban y meditaban. Estaban consagradas al Señor por medio
de la entrega que hacían sus padres en el Templo. Cuando
llegaban a la edad conveniente, eran casadas, pues había entre los
israelitas piadosos la silenciosa esperanza de que, de una de estas
vírgenes consagradas al Señor, debía nacer el Mesías.
Algunas
Reflexiones finales de Santa Ana Catalina
Cuan
ciegos y duros de corazón eran los fariseos y los sacerdotes del
Templo, se puede entender por el poco interés y desconocimiento que
manifestaron con las santas personas con las cuales trataron.
Primeramente
desecharon sin motivo el sacrificio de Joaquín. Sólo
después de algunos meses, por orden de Dios, fue aceptado el
sacrificio de Joaquín y de Ana. Joaquín llega a las cercanías del
Santuario y se encuentra con Ana, sin saberlo de antemano, conducidos
por los pasajes debajo del Templo por los mismos sacerdotes. Aquí se
encuentran ambos esposos, y María es concebida. Otros sacerdotes los
esperan en la salida del Templo. Todo esto sucedía por orden e
inspiración de Dios. He visto algunas veces que las estériles eran
llevadas allí por orden de Dios.
María
llega al Templo teniendo algo menos de cuatro años: en toda su
presentación hay signos extraordinarios y desusados. La hermana de
la madre de Lázaro viene a ser la maestra de María, la cual aparece
en el Templo con tales señales no comunes que algunos sacerdotes
ancianos escribían en grandes libros acerca de esta niña
extraordinaria. Creo que estos escritos existen aún entre otros
escritos, ocultos por ahora.
Más
tarde suceden otros prodigios, como el florecimiento de la vara en el
casamiento con José.
Luego la extraña historia de la venida de los
tres Reyes Magos, de los pastores, por medio de la llamada de los
ángeles. Después, en la presentación de Jesús en el Templo, el
testimonio de Simeón y de Ana; y el hecho admirable de Jesús entre
los doctores del Templo a los doce años.
Todo
este conjunto de cosas extraordinarias las despreciaron los fariseos
y las desatendieron.
Tenían las cabezas llenas de otras ideas, y asuntos profanos y de
gobierno. Porque la Santa Familia vivió en pobreza voluntaria fue
relegada al olvido, como el común del pueblo. Los pocos iluminados,
como Simeón, Ana y otros, tuvieron que callar y ser reservados
delante de ellos.
Cuando
Jesús comenzó su vida pública, y Juan dio testimonio de Él, lo
contradijeron con tanta obstinación en sus enseñanzas, que los
hechos extraordinarios de su juventud, si es que no los habían
olvidado, no tenían interés ninguno en darlos a conocer a los
demás.
El
gobierno de Herodes y el yugo de los romanos, bajo el cual cayeron,
los enredó de tal manera en las intrigas palaciegas y en los
negocios humanos (algo
parecido al estado espiritual actual, que con frecuencia vemos en
nuestras jerarquías eclesiásticas, llenas de silencios cómplices y
cálculos humanos),
que todo espíritu huyó de ellos. Despreciaron el testimonio de
Juan, y olvidaron al decapitado. Despreciaron los milagros y la
predicación de Jesús.
Tenían
ideas erróneas sobre el Mesías y los profetas: así pudieron
maltratarlo tan bárbaramente, darle muerte y negar luego su
resurrección y las señales milagrosas sucedidas, como también el
cumplimiento de las profecías en la destrucción de Jerusalén.
Pero
si su ceguera fue grande al no reconocer las señales de la venida
del Mesías, mayor es su obstinación después que obró milagros y
escucharon su predicación. Si su obstinación no fuese tan
grandemente extraordinaria, ¿cómo
podría esta ceguera continuar hasta nuestros días?
Cuando
voy por las calles de la presente Jerusalén para hacer el Via Crucis
veo a menudo, debajo de un ruinoso edificio, una gran arcada en parte
derruida, y en parte con agua que entró. El agua llega, al presente,
hasta la tabla de la mesa, del medio de la cual se levanta una
columna, en torno de la que cuelgan cajas llenas de rollos escritos.
Debajo de la mesa hay también rollos dentro del agua. Estos
subterráneos deben ser sepulcros: se extienden hasta el monte
Calvario. Creo que es la casa que habitó Pilatos. Ese tesoro de
escritos será a su tiempo descubierto.
He
visto a la Santísima Virgen en el Templo, unas veces en la
habitación de las mujeres con las demás niñas, otras veces en su
pequeño dormitorio, creciendo en medio del estudio, de la oración y
del trabajo, mientras hilaba y tejía para el servicio del Templo.
María lavaba la ropa y limpiaba los vasos sagrados.
Como
todos los santos, sólo comía para el propio sustento,
sin probar jamás otros alimentos que aquéllos a los que había
prometido limitarse. Pude verla a menudo entregada a la oración y a
la meditación. Además de las oraciones vocales prescritas en el
Templo, la vida de María era una aspiración incesante hacia la
redención, una plegaria interior continua. Hacía todo esto con gran
serenidad y en secreto, levantándose de su lecho e invocando al
Señor cuando todos dormían.
A
veces la vi llorando, resplandeciente, durante la oración.
María rezaba con el rostro velado. También se cubría cuando
hablaba con los sacerdotes, o bajaba a una habitación vecina para
recibir su trabajo, o entregar el que había terminado. En tres lados
del Templo estaban estas habitaciones, que parecían semejantes a
nuestras sacristías. Se guardaban en ellas los objetos que las
mujeres encargadas debían cuidar o confeccionar.
He
visto a María en estado de éxtasis continuo y de oración interior.
Su alma no parecía hallarse en la tierra, y recibía a menudo
consuelos celestiales. Suspiraba continuamente por el
cumplimiento de la promesa, y en su humildad apenas podía formular
el deseo de ser la última entre las criadas de la Madre del
Redentor. La maestra que la cuidaba era Noemí, hermana de la madre
de Lázaro. Tenía cincuenta años, y pertenecía a la sociedad de
los esenios, así como las mujeres agregadas al servicio del Templo.
María aprendió a trabajar a su lado, acompañándola cuando
limpiaba las ropas y los vasos manchados con la sangre de los
sacrificios; repartía y preparaba porciones de carne de las víctimas
reservadas para los sacerdotes y las mujeres.
Más
tarde se ocupó con mayor actividad de los quehaceres domésticos.
Cuando Zacarías se hallaba en el Templo, de turno, la
visitaba a menudo; Simeón también la conocía. Los destinos para
los cuales estaba llamada María no podían ser completamente
desconocidos por los sacerdotes. Su manera de ser, su porte, su
gracia infinita, su sabiduría extraordinaria, eran tan notables que
ni aún su extrema humildad lograba ocultar.
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