23
Noviembre
SAN
CLEMENTE I
(San
Clemente Romano)
Tercer
Sucesor de Pedro (Cuarto Papa)
Padre Apostólico, mártir c.97AD
“Humildad
y Amor Fraterno”
Cuarto
Papa (Tercer sucesor de San Pedro como obispo de Roma, y vicario de
Cristo). Escribió una importante carta a los corintios, carta que
tenía por objeto restablecer entre ellos la paz y la concordia.
Nacido
en Roma, fue elegido en el 88, murió mártir en el 97.
Exiliado
por el emperador Trajano del Ponto, fue arrojado en el mar con un
áncora al cuello. Restableció el uso de la
Confirmación, según el rito de San Pedro. Empieza a
usarse en las ceremonias religiosas la palabra Amén.
Escribe,
como obispo de Roma, a la Iglesia de Corinto en referencia a la
desobediencia de algunos fieles hacia los presbíteros (C. 95AD). Su
intervención en un asunto particular de otra Iglesia indica la
preeminencia de Roma.
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S.S.
Benedicto XVI sobre el Papa Clemente Romano
Audiencia,
7 marzo de 2007
San
Clemente, obispo de Roma en los últimos años del siglo I, es el
tercer sucesor de Pedro, después de Lino y Anacleto. El testimonio
más importante sobre su vida es el de San Ireneo, obispo de Lyón
hasta el año 202. Él atestigua que Clemente «había visto a los
apóstoles», «se había encontrado con ellos» y «todavía
resonaba en sus tímpanos su predicación, y tenía ante los ojos su
tradición» («Adversus haereses» 3, 3, 3). Testimonios tardíos,
entre los siglos IV y VI, atribuyen a Clemente el título de mártir.
La
autoridad y el prestigio de este obispo de Roma eran tales que se le
atribuyeron varios escritos, pero su única obra segura es la «Carta
a los Corintios». Eusebio de Cesarea, el gran «archivero» de los
orígenes cristianos, la presenta con estas palabras: «Nos ha
llegado una carta de Clemente reconocida como auténtica, grande y
admirable.
Fue
escrita por él, de parte de la Iglesia de Roma, a la Iglesia de
Corinto… Sabemos que desde hace mucho tiempo, y todavía hoy, es
leída públicamente durante la reunión de los fieles » (Historia
Eclesiástica, 3,16). A esta carta se le atribuía un carácter casi
canónico.
Al
inicio de este texto, escrito en griego, Clemente se lamenta por el
hecho de que «las imprevistas calamidades, acaecidas una después de
otra» (1,1), le hayan impedido una intervención más inmediata.
Estas «adversidades» han de identificarse con la persecución de
Domiciano: por ello la fecha de composición de la carta, hay que
remontarla a un tiempo inmediatamente posterior a la muerte del
emperador, y al final de la persecución, es decir, inmediatamente
después del año 96.
La
intervención de Clemente –estamos todavía en el siglo I– era
solicitada por los graves problemas por los que atravesaba la Iglesia
de Corinto: los presbíteros de la comunidad, de hecho, habían sido
confrontados después por algunos jóvenes contestadores. La penosa
situación es recordada, una vez más, por San Ireneo, que escribe:
«Bajo Clemente, al surgir un gran choque entre los hermanos de
Corinto, la Iglesia de Roma envió a los corintios una carta
importantísima para reconciliarles en la paz, renovar su fe, y
anunciar la tradición, que desde hace poco tiempo ella había
recibido de los apóstoles» («Adversus haereses» 3, 3, 3).
Podríamos
decir que esta carta constituye un primer ejercicio del Primado
Romano, después de la muerte de San Pedro. La carta de Clemente
retoma temas muy sentidos por San Pablo, que había escrito dos
grandes cartas a los corintios, en particular, la dialéctica
teológica, perennemente actual, entre indicativo de la salvación e
imperativo del compromiso moral.
Ante
todo está el alegre anuncio de la gracia que salva. El Señor nos
previene y nos da el perdón, nos da su amor, la gracia de ser
cristianos, hermanos y hermanas suyos. Es un anuncio que llena de
alegría nuestra vida, y que da seguridad a nuestro actuar: el Señor
nos previene siempre con su bondad, y la bondad es siempre más
grande que todos nuestros pecados.
Es
necesario, sin embargo, que nos comprometamos de manera coherente con
el don recibido, y que respondamos al anuncio de la salvación con un
camino generoso y valiente de conversión. Respecto al modelo de San
Pablo, la novedad está en que Clemente da continuidad a la parte
doctrinal y a la parte práctica, que conformaban todas las cartas de
Pablo, con una «gran oración», que el que prácticamente concluye
la carta.
La
oportunidad inmediata de la carta abre al obispo de Roma, la
posibilidad de exponer ampliamente la identidad de la Iglesia y de su
misión. Si en Corinto se han dado abusos,
observa Clemente, el motivo hay que buscarlo en la debilitamiento de
la caridad, y de otras virtudes cristianas indispensables. Por
este motivo, invita a los fieles a la humildad
y al amor fraterno, dos virtudes que forman parte
verdaderamente del ser en la Iglesia. «Somos una porción santa»,
exhorta, «hagamos, por tanto, todo lo que exige la santidad» (30,
1).
En
particular, el obispo de Roma recuerda que el mismo Señor
«estableció donde, y por quien quiere, que los servicios litúrgicos
sean realizados para que todo, cumplido santamente y con su
beneplácito, sea aceptable a su voluntad… Porque el sumo sacerdote
tiene sus peculiares funciones asignadas a él; los levitas tienen
encomendados sus propios servicios, mientras que el laico está
sometido a los preceptos del laico» (40, 1-5: obsérvese que en esta
carta de finales del siglo I, aparece por primera vez en la
literatura cristiana aparece el término «laikós», que significa
«miembro del laos», es decir, «del pueblo de Dios»).
De
este modo, al referirse a la liturgia del antiguo Israel, Clemente
revela su ideal de Iglesia. Ésta es congregada por el «único
Espíritu de gracia infundido sobre nosotros», que sopla en los
diversos miembros del Cuerpo de Cristo, en el que todos, unidos sin
ninguna separación, son «miembros los unos de los otros» (46,
6-7).
La
neta distinción entre «laico» y la jerarquía no significa para
nada una contraposición,
sino sólo esta relación orgánica de un cuerpo, de un organismo,
con las diferentes funciones. La Iglesia, de hecho, no es un lugar de
confusión y de anarquía, donde cada uno puede hacer lo que quiere
en todo momento: cada quien en este organismo, con una estructura
articulada, ejerce su ministerio según su vocación recibida.
Por
lo que se refiere a los jefes de las comunidades, Clemente explicita
claramente la doctrina de la sucesión apostólica. Las normas que la
regulan se derivan, en última instancia, del mismo Dios. El Padre ha
enviado a Jesucristo, quien a su vez ha enviado a los apóstoles.
Éstos
luego mandaron a los primeros jefes de las comunidades, y
establecieron que a ellos les sucedieran otros hombres dignos. Por
tanto, todo procede «ordenadamente de la voluntad de Dios» (42).
Con estas palabras, con estas frases, San
Clemente subraya que la Iglesia tiene una estructura sacramental y no
una estructura política.
La
acción de Dios que sale a nuestro encuentro en la liturgia precede a
nuestras decisiones e ideas. La Iglesia es sobre todo don de Dios, y
no una criatura nuestra, y por ello esta estructura sacramental no
garantiza sólo el ordenamiento común, sino también la precedencia
del don de Dios, del que todos tenemos necesidad.
Finalmente,
la «gran oración», confiere una apertura
cósmica a los argumentos precedentes. Clemente alaba
y da gracias a Dios por su maravillosa providencia de amor, que ha
creado el mundo y que sigue salvándolo y santificándolo. Particular
importancia asume la invocación para los gobernantes. Después
de los textos del Nuevo Testamento, representa la oración más
antigua por las instituciones políticas.
De
este modo, tras la persecución, los cristianos, aunque sabían que
continuarían las persecuciones, no dejan
de rezar por esas mismas autoridades que les habían condenado
injustamente. El motivo es ante todo de carácter cristológico: es
necesario rezar por los perseguidores, como lo hizo Jesús en la
cruz.
Pero
esta oración tiene también una enseñanza que orienta, a través de
los siglos, la actitud de los cristianos ante la política y el
Estado. Al rezar por las autoridades, Clemente
reconoce la legitimidad de las instituciones políticas en el orden
establecido por Dios; al mismo tiempo, manifiesta la
preocupación que las autoridades sean dóciles a Dios y «ejerzan el
poder que Dios les ha dado con paz, mansedumbre y piedad» (61, 2).
César no lo es todo.
Emerge otra soberanía, cuyo origen y esencia que no son de este
mundo, sino «de lo alto»: es la de la Verdad que tiene el derecho
ante el Estado de ser escuchada.
De
este modo, la carta de Clemente afronta numerosos temas de perenne
actualidad. Es aún más significativa, pues representa desde el
siglo I la solicitud de la Iglesia de Roma, que preside en la caridad
a todas las demás Iglesias.
Con
el mismo Espíritu, elevemos también nosotros las invocaciones de la
«gran oración», allí donde el obispo de Roma asume la voz del
mundo entero: «Sí, Señor, haz que resplandezca en nosotros tu
rostro con el bien de la paz; protégenos con tu mano poderosa…
Nosotros te damos gracias, a través del Sumo Sacerdote y guía de
nuestras almas, Jesucristo, por medio del cual sea gloria y alabanza
a ti, ahora, y de generación en generación, por los siglos de los
siglos. Amén» (60-61).
Oración:
Te pedimos Señor, que por intercesión de San Clemente Papa y
Mártir, pueda la Iglesia conservarse siempre como parte de su Divino
Cuerpo Celeste, no buscando nunca reconocimiento político, sino
predicar siempre la Penitencia y el Arrepentimiento a todos los
corazones, tal como lo que pide siempre la Santísima Virgen en todas
sus intervenciones. Te lo pedimos a Tí que Vives por siempre. Amén.
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