Tercera
Feria, 12 de julio
SAN
JUAN GUALBERTO
Abad
y Taumaturgo
BICCI
di LORENZO
(Florencia,
ca. 1368 – 1452)
Milagro
del río que se lleva edificio lujoso
tempera
sobre panel, 27.5 x 31 cm
(†
1073)
Visitando
el cenobio de San Pedro de Moscheto, vio que habían construido un
edificio mayor y más hermoso de lo que hubiera deseado. Hizo llamar
al abad y le preguntó: "¿Eres tú quien se ha edificado esos
palacios?". Y, sin guardar respuesta, mandó a un riachuelo que
por allí pasaba que destruyera aquel edificio, lo que, en efecto, y
casi inmediatamente, sucedió.
Breve
San
Juan Gualberto era de una familia noble y aguerrida de Florencia.
Éste
heredó ese carácter lo que se valió el Señor para desterrar la
simonía – la venta de cargos eclesiásticos – y restaurar la
disciplina en el clero, en el espíritu de pobreza.
Su
trabajo de acrecentar la Fe en los pueblos de la Toscana. Su red de
monasterios fue muy eficaz para asistir a los peregrinos procedentes
de los países transalpinos – Suiza y Austria – en sus viajes a
Roma, al igual que a los legados papales y peregrinos hacia aquellos
países.
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GARCÍA
MARÍA COLOMBÁS, O. S. B.
Juan
nació en un castillo cerca de la ciudad de Florencia. Su familia era
noble, rica, poderosa. Su padre, Gualberto, señor del castillo, era
muy conocido en toda la comarca.
Juan
creció, se hizo un apuesto joven; el porvenir se le presentaba lleno
de las más halagadoras promesas, como una senda sembrada de flores.
Pero un acontecimiento inesperado vino a torcer el rumbo de la vida
del joven florentino. El lance es conocido. Un buen día cabalgaba
Juan Gualberto rodeado de varios escuderos.
Todos
eran gente valerosa; todos iban armados de punta en blanco. De
pronto, en una revuelta del camino, se presenta ante sus ojos un
hombre. Juan le reconoce al instante: es el asesino de uno de sus
parientes; tal vez —es éste un punto que la historia no ha logrado
poner en claro— dio este hombre muerte al propio hermano de Juan.
El
desgraciado reconoce también al caballero que viene a su encuentro.
Inútil intentar la fuga; no le es posible, solo como se halla, hacer
frente a la pequeña y aguerrida tropa; no le queda más remedio que
someterse al destino, a la ley inexorable de la venganza, que exige
su sangre. Todo esto se le ocurre en un momento. Y en un súbito
arranque, inspirado por el sentimiento religioso, se deja caer del
caballo y, con los brazos en cruz, espera el golpe mortal. Espera en
vano. El golpe mortal no llega a descargarse.
En
el espíritu de Juan Gualberto la actitud de su enemigo evoca la
imagen de Cristo crucificado. Sí, es el Señor quien está
ante él; el Señor, que murió por los que le injuriaban y
calumniaban, por los que le herían y crucificaban; el Señor, que
nos manda perdonar y amar a nuestros enemigos. La lucha entre la sed
de venganza y la conciencia de su deber de cristiano, aunque duró
breves instantes, debió de ser muy recia en el alma del joven
caballero.
Venció
la gracia divina; la ley del amor triunfó. Juan perdonó,
heroicamente, a su enemigo. Poco después, agotado, con el alma
vibrante de emoción, penetraba en una iglesia, caía de hinojos ante
el altar, y sus ojos admirados veían que el crucifijo se animaba, y
Cristo le hacía una inclinación de cabeza,
como agradeciéndole lo que acababa de hacer por su amor.
Desde
aquel día Juan Gualberto no fue el mismo de antes. Sus pensamientos
seguían otros derroteros; sus ilusiones, sus aspiraciones mundanas
se amortiguaban, se desvanecían como el humo. Cristo había hecho
algo más que darle a entender sensiblemente cuánto le agradecía la
acción heroica de perdonar al asesino; Cristo
le premió este rasgo llamándole al número de sus escogidos.
La
iglesia en la que entró Juan Gualberto después de la escena que
acabamos de narrar era la de la abadía de San Miniato. No pasó
mucho tiempo antes de que Juan llamara a la puerta de este
monasterio, y pidiera al abad el hábito benedictino. El abad no
rechazó de pronto al postulante, sino que sometió a prueba la
autenticidad de su vocación. Nada arredra al animoso joven. Pero
entretanto su ausencia es notada en el castillo, y el noble señor
sale en busca de su hijo.
No
tarda en presentarse a la puerta de San Miniato. El padre abad está
perplejo; no se atreve a resistir al noble castellano. Juan se niega
a salir, temeroso de que su padre le arrastre de nuevo, a la fuerza,
al torbellino de la vida mundana. Gualberto amenaza a los monjes con
toda suerte de males si no le devuelven a su hijo. El abad no sabe
cómo salir del atolladero.
La
solución la halla Juan. Ya que no se atreve el padre abad a darle el
santo hábito, él mismo se lo viste, luego de haberse cortado el
cabello, y, tomando un libro, se sienta en el claustro para darse a
la lectura espiritual.
Entretanto
el superior del monasterio va a decir a Gualberto que su hijo se
niega a salir al locutorio, pero que él mismo, si gusta, puede pasar
a hablarle en el interior de la clausura, Al hallarse con el nuevo
monje el noble señor lloró, se quejó amargamente de su ingratitud,
pero acabó por bendecirle y dejarle que siguiera en paz su vocación.
Bueno
y edificante era el hermano Juan; su vida transcurría pacífica y
dichosa en San Miniato. Pero un día murió el abad, y uno de los
monjes compró la dignidad vacante al obispo de Florencia. Nos
hallamos en la época, de la simonía. Los cargos eclesiásticos
se vendían al mejor postor, y el redil de Jesucristo se ve invadido
por falsos pastores.
Juan
Gualberto no se resigna a tener un abad simoníaco, y con otro
religioso abandona el monasterio y su ciudad natal, no sin antes
haber proclamado en plena plaza pública de Florencia que Huberto,
abad de San Miniato, y Hatto, obispo de la diócesis, eran herejes
simoníacos.
Juan
y su compañero iban en busca de otro cenobio donde proseguir
tranquilamente su vida monástica, que es vida de paz y oración.
Recorren varias abadías, pero ninguna observancia llena sus
aspiraciones. Sediento de perfección, Juan Gualberto se dirige a
Camaldoli, entonces en la cumbre de su prestigio, en donde es probado
en toda paciencia; pero, cuando el prior de Camaldoli se dispone a
admitirle definitivamente, nuestro monje no se decide a abrazar la
vida eremítica, que era la de los camaldulenses, pues no le parece
conforme a la regla de San Benito que había profesado.
Juan
Gualberto quiere permanecer cenobita. Y de este modo le conduce Dios
a la realización de la obra de su vida. Como ninguna observancia
religiosa le satisface, el monje, inquieto, incapaz de afincar en
parte alguna, fundaría un nuevo cenobio, y una nueva Congregación
monástica bajo la regla benedictina.
Valumbrosa,
en los Apeninos toscanos, era en aquel entonces un paraje solitario,
cubierto de espesos bosques. Dos religiosos llevaban allí una vida
anacorética; el lugar pertenecía a las monjas de Sant'Ellero.
A
Juan Gualberto le gustó la paz profunda que reinaba en Valumbrosa, y
resolvió quedarse allí. Los dos solitarios le recibieron
con los brazos abiertos, y pronto nuevos reclutas de la milicia de
Cristo se juntaron al pequeño grupo, pues la fama de santidad de
Juan Gualberto era ya muy grande.
Así
empezó, humildemente, como suelen comenzar las obras de Dios, un
movimiento espiritual que debía adquirir grandes proporciones.
Durante mucho tiempo los monjes hubieron de contentarse con un
oratorio de madera; sus alimentos eran escasos, y día hubo en que
faltaron totalmente; sus hábitos no podían ser más pobres.
Hubieron de padecer también persecuciones y calumnias de malvados y
envidiosos.
Los
monjes, con todo, estaban contentos, pues en la escasez y en la
tribulación se sentían verdaderos seguidores de Cristo. Y la obra
prosperó. El número de religiosos iba creciendo. En 1036
la abadesa de Sant'Ellero, que desde el principio había ayudado a
los monjes con libros y vituallas, les hizo donación del terreno, y
Juan Gualberto fue nombrado primer abad de Valumbrosa, sin que le
valiera la tenaz resistencia que opuso.
La
aspiración suprema del nuevo abad era que en su monasterio se
observara perfectamente la regla de San Benito; sin embargo, su culto
a la letra del código benedictino no rebasaba los límites de la
discreción, y así, por ejemplo, cuando faltaban otros alimentos, no
vacilaba en dar carne a sus religiosos.
Insistió
particularmente en la clausura monástica, y nunca quiso aceptar para
sus hijos espirituales ministerio alguno fuera del cenobio, pues
sabía muy bien que, so color de cura de almas, muchos monjes habrían
tal vez perdido la suya propia.
Otro
punto capital de la observancia valumbrosana era el espíritu de
pobreza, tan olvidado en aquellos tiempos: en el hábito,
en la mesa, en los edificios, todo debía ser simple, modesto,
sobrio, pobre, pues los monjes han renunciado, individual y
colectivamente, a toda superficialidad y boato. No para evitar el
trabajo, sino a fin de salvaguardar la clausura y evitar a sus
monjes, en lo posible, cualquier contacto con el mundo, aceptó el
abad Juan Gualberto la institución de los hermanos conversos,
recientemente implantada entre los camaldulenses.
Y
gracias a sus cuidados, a sus continuas exhortaciones y a su ejemplo
la vida monástica floreció esplendorosa en Valumbrosa. Y no sólo
en Valumbrosa. Pronto llovieron de todas partes ofertas de
fundaciones o de restauraciones de monasterios antiguos y de
Valumbrosa la nueva savia empezó a fluir hacia otros centros de vida
religiosa,
Entonces
comenzó para Juan Gualberto la época de las correrías monásticas.
Pues no se limitaba a mandar monjes a los lugares en donde eran
requeridos, sino que retenía bajo su régimen todos los monasterios
fundados o reformados por los valumbrosanos.
Era
él quien imponía los superiores, quien visitaba las casas, quien
corregía y ordenaba todo. El fundador, además, sabía elegir
certeramente los lugares desde donde podría ejercer seguro influjo.
Así el monasterio de San Salvi, junto a Florencia; el de San Miguel,
en Passignano, y el de San Salvador, de Fucecchio, formaban una red
que tenían que atravesar casi todos los viandantes, que de los
países transalpinos se dirigían a Roma, o de Roma se encaminaban a
los países de la otra parte de los Alpes.
Estas
abadías rivalizaban en importancia con la de Valumbrosa, pues el
Santo tuvo el acierto de mandar a ellas a sus discípulos más
aventajados por la doctrina, o por la santidad de vida. De esta guisa
era muy grande la influencia ejercida por estos monasterios, donde se
vivía la misma vida que en Valumbrosa y se pugnaba por los mismos
ideales.
La
Iglesia atravesaba tiempos difíciles. Su libertad se veía
amenazada, coartada en todas partes; su pureza sufría rudos asaltos.
La simonía y el nicolaísmo hacían estragos por doquier. La lucha
estaba en el punto crítico.
Sobre
el trono del Imperio se sentaba Enrique IV; sobre la cátedra de
Pedro, San Gregorio VII. ¿Cómo dejaría de acudir el alma ardiente
del abad de Valumbrosa en auxilio de la Iglesia?. Su
celo devorador perseguía, más allá de las fronteras monásticas,
dos objetivos principales: restaurar
la santidad de la vida cristiana, particularmente entre los
eclesiásticos, y restablecer la pureza de la fe. ¿No era
ésta la esencia del ideal gregoriano?.
La
Toscana, su patria, y las regiones colindantes se beneficiaron
preferentemente de sus esfuerzos titánicos, de
sus carismas de taumaturgo; el clero, sumido en gran parte
en el fango del concubinato, experimentó una renovación profunda,
hasta el punto de que muchos eclesiásticos empezaron a vivir en
comunidad, realizando el ideal que venía predicándose desde los
tiempos de los Padres: los fieles abrazaban
una vida cristiana más pura y más ferviente. El influjo
del abad de Valumbrosa llegó a obtener que en la comarca se
restaurara la celebración de la vigilia pascual a su tiempo debido,
es decir, durante la noche del Sábado Santo al Domingo de
Resurrección.
Pero
la gran lucha de Juan Gualberto se desarrolló contra la simonía,
que el Santo consideraba como la "primera y la peor de todas las
herejías". Según él, debía tratársela con el
mismo inflexible rigor que San Pedro usó con Simón Mago. Sus monjes
serían huestes aguerridas contra los simoníacos.
A
los tales, por elevado que fuera el cargo que inicuamente ocuparan,
tenían que desenmascararles en público, hacer lo posible para que
fueran depuestos cual falsos pastores. La empresa estaba llena de las
más espantables dificultades. La fuerza de los obispos simoníacos,
respaldados por poderosos amigos y cómplices, era verdaderamente
enorme, y muchas veces hacerles frente equivalía a poner en peligro
la propia vida.
Hubo
casos sangrientos, como el ocurrido en el monasterio de San Salvi,
cuando el Santo y sus hijos empezaron a proclamar que Pedro
Mediabarba, obispo de Florencia, había comprado su sede. Las cosas
llegaron a tal punto que una noche el obispo mandó a unos sicarios
que maltrataron e hirieron a los religiosos, destrozaron los altares
y prendieron fuego al monasterio. Mas tanto Juan Gualberto como sus
monjes no cejaron hasta ver depuesto al usurpador.
El
abad de Valumbrosa era un santo: de ahí la eficacia de su acción;
pero un santo recio, severo, batallador. Poseía el genio que
convenía para la obra que Dios le encomendara.
Sus
biógrafos nos hablan de sus increíbles ayunos, de la extraordinaria
pobreza de sus hábitos, de su espíritu de mortificación... y
también de su genio extremadamente irascible. "Su
austeridad era tanta —dice uno de ellos—, tanta la vehemencia de
sus increpaciones, que aquel contra quien se enfadaba experimentaba
la sensación de tener contra sí el cielo, la tierra y hasta al
mismo Dios".
No
faltan en sus gestos ejemplos que justifiquen esta frase. En cierta
ocasión montó en cólera porque en uno de sus monasterios habían
aceptado los bienes de un novicio, y el monasterio ardió.
Otra
vez, visitando el cenobio de San Pedro de Moscheto, vio que habían
construido un edificio mayor y más hermoso de lo que hubiera
deseado. Hizo llamar al abad y le preguntó: "¿Eres tú quien
se ha edificado esos palacios?". Y, sin
guardar respuesta, mandó a un riachuelo que por allí pasaba que
destruyera aquel edificio, lo que, en efecto, y casi inmediatamente, sucedió.
Tal
se nos presenta el anverso del carácter del Santo; el reverso es
mucho más simpático. Si se enfadaba tan espantosamente contra los
que faltaban en algo, luego, después de la reprimenda, les consolaba
con entrañas y maternales gestos.
Su
amor a los pobres llegaba hasta el extremo de entregarles, en tiempos
de hambre, el pan de sus monjes, y, cuando no tenía con qué
socorrerles, vendía los ornamentos sagrados. San Juan
Gualberto, era, además, tan humilde y tal era la reverencia que
tenía a todos los grados de la jerarquía eclesiástica, que, aun
siendo abad y superior de una congregación monástica, jamás
pudieron obligarle a que se dejara ordenar, ni siquiera de órdenes
menores.
El
santo abad de Valumbrosa murió el 12 de julio de 1073 en el
monasterio de Passignano. Pocos días antes hizo escribir para todos
sus numerosos hijos espirituales una carta en que les exhortaba a la
caridad fraterna. También mandó que escribieran en un trozo de
pergamino estas palabras: "Yo, Juan,
creo y confieso la fe que los santos apóstoles predicaron y los
Santos Padres, en los cuatro concilios ecuménicos, confirmaron".
Con este pergamino en la mano murió y, conforme a su voluntad, fue
sepultado. Por esta fe católica había combatido el buen combate.
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También
celebramos con Amor y Agradecimiento a los siguientes Santos:
-Santos
Nador y Felipe, mártires, Milán, 304.
-San
Mnasón o Jasón, Chipre, s. I.
-San
Hermágoras, mártir, discípulo de San Marcos evangelista,
Aquileya (Italia), s. I.
-San
Paulino, mártir, Lucca (Italia), s. I.
-Santos
Próculo e Hilarión de Serpa ( † c. 100)
Su memoria se hace el 12 de Julio en el martirologio romano; fueron naturales de Serpa. Ambos, tío y sobrino fueron testigos de la fe, cuando Trajano era emperador en Roma y Marco Aurelio gobernaba la Bétic.
Su memoria se hace el 12 de Julio en el martirologio romano; fueron naturales de Serpa. Ambos, tío y sobrino fueron testigos de la fe, cuando Trajano era emperador en Roma y Marco Aurelio gobernaba la Bétic.
Ante
el prefecto Máximo y hacia el año 100, fueron castigados con
tormentos horribles: colgados de un madero son decapitados,
asaeteados e incendiados. De este modo cruento entregaron su espíritu
a Dios. Su rezo en el obispado de Badajoz comenzó juntamente con el
de San Julián. Aunque en este obispado se carece de reliquias, sus
memorias estuvieron vivas al ser territorio reconquistado por el Rey
Sabio en tiempos posteriores.
-Santa
Epifanía, mártir, Lentini (Sicilia).
-Santa
Marciana, virgen y mártir. Nació en Marruecos, según los
autores más fidedignos, y también en Marruecos padeció martirio,
siendo despedazada por un toro en el circo: según otros, en Toledo,
de donde la hacen ciudadana. En su catedral se venera su cuerpo desde
tiempo inmemorial, s. II.
-San
Abundio, mártir. Natural de Ananelos, Córdoba; era un sacerdote
celosísimo de la capital de los califas. Padeció en la misma
ciudad, 854.
-San
Vivenciolo o Juvenciolo, obispo de Lyón, s. VI.
-Santa
Epifanía, virgen y mártir. Sicilia s. II.
-San
Paterniano, obispo de Bolonia, hacia 470.
-San
León, segundo abad de la Cava (Italia), nacido en Lucca.
Discípulo de Alfiero, fundador de la Cava, le sucedió en la
dignidad de abad en 1050. Particularmente estimado del príncipe de
Salerno, Gisulfo, a quien tuvo que reprender sus demasías y su vida
licenciosa. Dejó la abadía al Beato Pedro, el obispo de Policastro,
que había abdicado su sede en aquel monasterio, gobernado
sucesivamente durante un siglo por abades santos, al servicio de
Dios.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, suscita en nuestro corazón y nuestras
manos el deseo de estar siempre dispuesto a servirte de todo corazón
como lo hicieron San Juan Gualberto y los Santos y Mártires de este
día, luchando con fortaleza, constancia y discreción contra la
corrupción y el tráfico de influencias, en todos los ámbitos en
que nos toque vivir y trabajar. A Tí Señor que nos advertiste que
debemos acumular riquezas en el cielo, donde ni la pollilla ni el
orín puedan dañarlas. Amén.
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