Sábado 30 de julio
San
Pedro Crisólogo
(400-450)
Crisólogo:
"orador áureo, excelente".
Arzobispo
de Ravenna, Italia. Doctor de la Iglesia
Famoso
por su prédica ungida
Breve
Nació
alrededor del año 380 en Imola, en la Emilia, y entró a formar
parte del clero de aquella población. El año 424 fue elegido obispo
de Ravena, e instruyó a su grey, de la que era pastor celosísimo,
con abundantes sermones y escritos. Murió hacia el año 450.
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Butler,
Vida de los Santos, editado con datos adicionales, SCTJM
SAN
PEDRO nació en Imola, en la Emilia oriental. Estudió las ciencias
sagradas, y recibió el diaconado de manos de Cornelio, obispo de
Imola, de quien habla con la mayor veneración y gratitud. Cornelio
formó a Pedro en la virtud desde sus primeros años, y le hizo
comprender que en el dominio de las pasiones y de sí mismo residía
la verdadera grandeza, y que era éste el único medio de alcanzar el
espíritu de Cristo.
Elegido
Obispo de Ravena - 433 AD.
Según
la leyenda, San Pedro Crisólogo fue elevado a la dignidad episcopal
de la manera siguiente: Juan, el arzobispo de Ravena, murió hacia el
año 433. El clero y el pueblo de la ciudad eligieron a su sucesor, y
pidieron a Cornelio de Imola que encabezase la embajada que iba a
Roma a pedir al Papa San Sixto III que confirmase la elección.
Cornelio llevó consigo a su diácono Pedro.
Según
se cuenta, el Papa había tenido la noche anterior una visión de San
Pedro y San Apolinar (primer obispo de Ravena, que había muerto por
la fe), quienes le ordenaron que no confirmase la elección. Así
pues, Sixto III propuso para el cargo a San Pedro Crisólogo,
siguiendo las instrucciones del cielo.
Los
embajadores acabaron por doblegarse. El nuevo obispo recibió la
consagración, y se trasladó a Ravena, donde el pueblo le recibió
con cierta frialdad. Es muy poco probable que San Pedro haya sido
elegido en esta forma ya que el emperador Valentiniano III y su
madre, Gala Placidia, residían entonces en Ravena y San Pedro gozaba
de su estima y confianza, así como de las del sucesor de Sixto III,
San León Magno.
Cuando
San Pedro llegó a Ravena, aún había muchos paganos en su diócesis,
y abundaban los abusos entre los fieles. El celo infatigable del
santo consiguió extirpar el paganismo y corregir los abusos.
Se
distinguió por la inmensa caridad e incansable vigilancia con que
atendió a su grey, exponiéndoles con suma claridad doctrinal la
palabra de Dios. Escuchaba con igual condescendencia y caridad tanto
a los humildes como a los poderosos.
En
la ciudad de Clasis, que era entonces el puerto de Ravena, San Pedro
construyó un bautisterio, y una iglesia dedicada a San Andrés.
Sermones
En
el siglo IX, se escribió una biografía de San Pedro que da muy
pocos datos sobre él. Alban Butler llenó esa laguna con citas de
los sermones del santo. Se conservan 176 homilías de estilo popular
y muy expresivas. Son todas muy cortas, pues temía fatigar a sus
oyentes. Explican el Evangelio, el Credo, el Padre Nuestro, y citas
de santos para imitación y exaltación de las virtudes del verdadero
cristiano. En una homilía define al avaro como "esclavo del
dinero", mientras que para el misericordioso el dinero es
"siervo".
Sus
sermones, al lector moderno, no le parecerán modelos de elocuencia.
Pero la vehemencia y la emoción con que predicaba a veces le impedía
seguir hablando. Aunque el estilo oratorio de San Pedro no sea
perfecto si es, según Butler "exacto, sencillo y natural".
Una vez más se demuestra que la capacidad persuasiva de los santos
no depende de elocuencia natural, sino en la fuerza del Espíritu
Santo que toca, por medio de ellos, a los corazones.
San
Pablo: "Y me presenté ante vosotros
débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no
tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que
fueron una demostración del Espíritu y del Poder para que vuestra
Fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de
Dios". (I Corintios 2:3-5).
San
Pedro predicó en favor de la comunión frecuente, y exhortó a los
cristianos a convertir la Eucaristía en su alimento cotidiano. Sus
sermones le valieron el apelativo "crisólogo" (hombres de
palabras de oro") y movieron a Benedicto XIII a declarar al
santo doctor de la Iglesia, en 1729.
Sumisión
a la Fe
Eutiques,
archimandrita de un monasterio de Constantinopla escribió una
circular a los prelados más influyentes, entre ellos a San Pedro
Crisólogo. Les hacía una apología sobre la doctrina monofisita
(una sola naturaleza en Cristo) en la víspera del Concilio de
Calcedonia.
San
Pedro le contestó que había leído su carta con la pena más
profunda, porque así como la pacífica unión de la Iglesia alegra a
los cielos, así las divisiones los entristecen. Y añade que, por
inexplicable que sea el misterio de la Encarnación, nos ha sido
revelado por Dios, y debemos creerlo con sencillez. Exhorta a
Eutiques a dirigirse al Papa León, puesto que "en el interés
de la paz y de la fe no podemos discutir sobre cuestiones relativas a
la fe sin el consentimiento del obispo de Roma". Eutiques fue
condenado por San Flavio el año 448.
Final
de su vida
Ese
mismo año, San Pedro Crisólogo recibió con grandes honores en
Ravena a San Germán de Auxerre; el 31 de julio, ofició en los
funerales del santo francés, y conservó como reliquias su capucha y
su camisa de pelo.
San
Pedro Crisólogo no sobrevivió largo tiempo a San Germán. Habiendo
tenido una revelación sobre su muerte próxima, volvió a su ciudad
natal de Imola, donde regaló a la Iglesia de San Casiano varios
cálices preciosos.
Después
de aconsejar que se procediese con diligencia a elegir a su sucesor,
murió en Imola, el 31 de julio del 451 (otras fuentes: el 3 de
diciembre del 450), y fue sepultado en la iglesia de San Casiano.
Bibliografía
Butler; Vida de los Santos
Sálesman, Sálesman; Vidas de los Santos # 3 -
Sgarbossa, Mario - Luigi Giovannini; Un santo para cada día
Butler; Vida de los Santos
Sálesman, Sálesman; Vidas de los Santos # 3 -
Sgarbossa, Mario - Luigi Giovannini; Un santo para cada día
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Del
oficio de lectura, 30 de Julio
El
misterio de la encarnación
De los sermones de San Pedro Crisólogo, Obispo y Doctor de la Iglesia
De los sermones de San Pedro Crisólogo, Obispo y Doctor de la Iglesia
El
hecho de que una virgen conciba y continúe siendo virgen en el parto
y después del parto es algo totalmente insólito y milagroso;
es algo que la razón no se explica sin una intervención especial
del poder de Dios; es obra del Creador, no de la naturaleza; se trata
de un caso único, que se sale de lo corriente; es
cosa divina, no humana.
El
nacimiento de Cristo no fue un efecto necesario de la naturaleza,
sino obra del poder de Dios; fue la prueba visible del amor divino,
la restauración de la humanidad caída. Él mismo que, sin nacer,
había hecho al hombre del barro intacto tomó, al nacer, la
naturaleza humana de un cuerpo también intacto; la mano que se dignó
tomar barro para plasmarnos, también se dignó tomar carne humana
para salvarnos.
Por
tanto, el hecho de que el Creador esté en su criatura, de que Dios
esté en la carne, es un honor para la criatura, sin que ello
signifique afrenta alguna para el Creador.
Hombre,
¿por qué te consideras tan vil, tú que tanto vales a los ojos de
Dios?. ¿Por qué te deshonras de tal modo, tú que has sido tan
honrado por Dios?. ¿Por qué te preguntas tanto de dónde has sido
hecho, y no te preocupas de para qué has sido hecho?. ¿Por ventura
todo este mundo que ves con tus ojos no ha sido hecho precisamente
para que sea tu morada?.
Para
ti ha sido creada esta luz que aparta las tinieblas que te rodean;
para ti ha sido establecida la ordenada sucesión de días y noches;
para ti el cielo ha sido iluminado con este variado fulgor del sol,
de la luna, de las estrellas; para ti la tierra ha sido adornada con
flores, árboles y frutos; para ti ha sido creada la admirable
multitud de seres vivos que pueblan el aire, la tierra y el agua,
para que una triste soledad no ensombreciera el gozo del mundo que
empezaba.
Y
el Creador encuentra el modo de acrecentar aún más tu dignidad:
pone en ti su imagen, para que de este modo hubiera en la tierra una
imagen visible de su Hacedor invisible, y para que hicieras en el
mundo sus veces, a fin de que un dominio tan vasto no quedara privado
de alguien que representara a su Señor.
Más
aún, Dios, por su clemencia, tomó en sí lo que en ti había hecho
por sí, y quiso ser visto realmente en el hombre, en el que antes
sólo había podido ser contemplado en imagen; y concedió al hombre
ser en verdad lo que antes había sido solamente en semejanza.
Nace,
pues, Cristo para restaurar con su nacimiento la naturaleza
corrompida; se hace niño y consiente ser alimentado,
recorre las diversas edades para instaurar la única edad perfecta,
permanente, la que él mismo había hecho; carga sobre sí al hombre
para que no vuelva a caer; lo había hecho terreno, y ahora lo hace
celeste; le había dado un principio de vida humana, ahora le
comunica una vida espiritual y divina.
De
este modo lo traslada a la esfera de lo divino, para que desaparezca
todo lo que había en él de pecado, de muerte, de fatiga, de
sufrimiento, de meramente terreno; todo ello por el don y la gracia
de nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina con el Padre en la
unidad del Espíritu Santo, y es Dios, ahora y siempre y por los
siglos inmortales. Amén.
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Oficio
de lectura, Tercera Feria, IV semana de pascua
Se
tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios
De los sermones de San Pedro Crisólogo, Obispo
Sermón 108
De los sermones de San Pedro Crisólogo, Obispo
Sermón 108
Os
exhorto, por la misericordia de Dios, nos dice San Pablo. Él nos
exhorta, o mejor dicho, Dios nos exhorta, por medio de Él. El
Señor se presenta como quien ruega, porque prefiere ser amado que
temido, y le agrada más mostrarse como Padre que aparecer como
Señor. Dios, pues, suplica por misericordia para no tener que
castigarnos con rigor.
Escucha
cómo suplica el Señor: «Mirad y contemplad en mí vuestro mismo
cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos,
vuestra sangre. Y si ante lo que es propio de Dios teméis, ¿por qué
no amáis al contemplar lo que es de vuestra misma naturaleza?. Si
teméis a Dios como Señor, por qué no acudís a él como Padre?».
Pero
quizá sea la inmensidad de mi Pasión, cuyos responsables fuisteis
vosotros, lo que os confunde. No temáis. Esta cruz no es
mi aguijón, sino el aguijón de la muerte. Estos clavos no me
infligen dolor, lo que hacen es acrecentar en mí el amor por
vosotros. Estas llagas no provocan mis gemidos, lo que hacen es
introduciros más en mis entrañas. Mi cuerpo al ser extendido en la
cruz os acoge con un seno más dilatado, pero no aumenta mi
sufrimiento. Mi sangre no es para mí una pérdida, sino el pago de
vuestro precio.
Venid,
pues, retornad y comprobaréis que soy un padre, que devuelvo bien
por mal, amor por injurias, inmensa caridad como paga de las muchas
heridas».
Pero
escuchemos ya lo que nos dice el Apóstol: Os
exhorto –dice– a presentar vuestros cuerpos. Al rogar así el
Apóstol eleva a todos los hombres a la dignidad del sacerdocio: a
presentar vuestros cuerpos como hostia viva.
¡Oh
inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: el hombre es, a la vez,
sacerdote y víctima!. El cristiano ya no tiene que buscar fuera de
sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo, y en sí mismo
lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el
sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue
viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar
esta víctima.
Misterioso
sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y
la sangre se ofrece sin derramamiento de sangre. Os exhorto, por la
misericordia de Dios –dice–, a presentar vuestros cuerpos como
hostia viva.
Este
sacrificio, hermanos, es como una imagen del de Cristo que,
permaneciendo vivo, inmoló su cuerpo por la vida del mundo: Él hizo
efectivamente de su cuerpo una hostia viva, porque a pesar de haber
sido muerto, continúa viviendo. En un sacrificio como éste, la
muerte tuvo su parte, pero la víctima permaneció viva; la muerte
resultó castigada, la víctima, en cambio, no perdió la vida.
Así
también, para los mártires, la muerte fue un nacimiento: su fin, un
principio, al ajusticiarlos encontraron la vida y, cuando, en la
tierra, los hombres pensaban que habían muerto, empezaron
a brillar resplandecientes en el cielo.
Os
exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos
como una hostia viva. Es lo mismo que ya había dicho el profeta: Tú
no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo.
Hombre,
procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios. No
desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y concedido. Revístete
con la túnica de la santidad, que la castidad sea tu ceñidor, que
Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu frente, que
en tu pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que tú
oración arda continuamente, como perfume de incienso: toma en tus
manos la espada del Espíritu: haz de tu corazón un altar, y así,
afianzado en Dios, presenta tu cuerpo al
Señor como sacrificio.
Dios
te pide la fe, no desea tu muerte; tiene sed de tu entrega, no de tu
sangre; se aplaca, no con tu muerte, sino
con tu buena voluntad.
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Oficio
de lectura, 4 de julio, Santa Isabel de Portugal
Dichosos
los que trabajan por la paz
De un sermón atribuido a San Pedro Crisólogo, Obispo
De un sermón atribuido a San Pedro Crisólogo, Obispo
Dichosos
los que trabajan por la paz –dice el evangelista, amadísimos
hermanos–, porque ellos se llamarán los hijos de Dios. Con razón
cobran especial lozanía las virtudes cristianas en aquel que posee
la armonía de paz cristiana, y no se
llega a la denominación de hijo de Dios si no es a través de la
práctica de la paz.
La
paz, amadísimos hermanos, es la que despoja al hombre de su
condición de esclavo, y le otorga el nombre de libre y cambia su
situación ante Dios, convirtiéndolo de criado en hijo, de siervo en
hombre libre. La paz entre los hermanos
es la realización de la voluntad divina, el gozo de
Cristo, la perfección de la santidad, la norma de la justicia, la
maestra de la doctrina, la guarda de las buenas costumbres, la que
regula convenientemente todos nuestros actos.
La
paz recomienda nuestras peticiones ante Dios y es el camino más
fácil para que obtengan su efecto, haciendo así que se vean
colmados todos nuestros deseos legítimos. La
paz es madre del amor, vínculo de la concordia e indicio manifiesto
de la pureza de nuestra mente; ella alcanza de Dios todo lo que
quiere, ya que su petición es siempre eficaz. Cristo,
el Señor, nuestro rey, es quien nos manda conservar esta paz, ya que
él ha dicho: «La paz os dejo, mi paz os
doy», lo que equivale a decir: «Os
dejo en paz, y quiero encontraros en paz»; lo que nos
dio al marchar quiere encontrarlo en todos cuando vuelva.
El
mandamiento celestial nos obliga a conservar esta paz que se nos ha
dado, y el deseo de Cristo puede resumirse en pocas palabras: volver
a encontrar lo que nos ha dejado. Plantar
y hacer arraigar la paz es cosa Dios; arrancarla de raíz es cosa del
enemigo. En efecto, así como el amor fraterno procede
de Dios, así el odio procede del demonio; por esto, debemos apartar
de nosotros toda clase de odio, pues dice la Escritura: El
que odia a su hermano es un homicida.
Veis,
pues, hermanos muy amados, la razón por la que hay que procurar y
buscar la paz y la concordia; estas virtudes son las que engendran y
alimentan la caridad. Sabéis, como dice San Juan, que
el amor es de Dios; por consiguiente, el que no tiene este amor vive
apartado de Dios.
Observemos,
por tanto, hermanos, estos mandamientos de vida; hagamos por
mantenernos unidos en el amor fraterno, mediante los vínculos de una
paz profunda, y el nexo saludable de la caridad, que cubre la
multitud de los pecados.
Todo
vuestro afán ha de ser la consecución de este amor, capaz de
alcanzar todo bien y todo premio. La paz es la virtud que hay que
guardar con más empeño, ya que Dios está siempre rodeado de una
atmósfera de paz. Amad la paz, y hallaréis en todo la tranquilidad
del espíritu; de este modo, aseguráis nuestro premio y vuestro
gozo, y la Iglesia de Dios, fundamentada en la unidad de la paz, se
mantendrá fiel a las enseñanzas de Cristo.
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El
Verbo, sabiduría de Dios, se hizo hombre
De
los sermones de San Pedro Crisólogo, Obispo
Sermón
117
El
apóstol San Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género
humano, a saber, Adán y Cristo. Dos hombres semejantes en su cuerpo,
pero muy diversos en su obrar; totalmente iguales por el número y
orden de sus miembros, pero totalmente distintos por su respectivo
origen.
Dice,
en efecto, la Escritura: El primer hombre, Adán, fue un ser animado;
el último Adán, un espíritu que da vida.
Aquel
primer Adán fue creado por el segundo, de quien recibió el alma con
la cual empezó a vivir; el último Adán, en cambio, se configuró a
sí mismo y fue su propio autor, pues no
recibió la vida de nadie, sino que fue el único de quien procede la
vida de todos.
Aquel
primer Adán fue plasmado del barro deleznable; el último Adán se
formó en las entrañas preciosas de la Virgen. En aquél,
la tierra se convierte en carne; en éste, la carne llega a ser Dios.
Y,
¿qué más podemos añadir?. Este es aquel Adán que, cuando creó
al primer Adán, colocó en él su divina imagen. De aquí que
recibiera su naturaleza y adoptara su mismo nombre, para que aquel a
quien había formado a su misma imagen no pereciera.
El
primer Adán es, en realidad, el nuevo Adán; aquel primer Adán tuvo
principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo cual, este
último es, realmente, también el primero, como él mismo afirma:
«Yo soy el primero y yo soy el último».
«Yo
soy el primero, es decir, no tengo principio. Yo soy el último,
porque, ciertamente, no tengo fin. No es primero lo espiritual
–dice–, sino lo animal. Lo espiritual viene después. El espíritu
no fue lo primero –dice–, primero vino la vida y después el
espíritu».
Antes,
sin duda, es la tierra antes que el fruto, pero la tierra no es tan
preciosa como el fruto; aquélla exige lágrimas y trabajo, éste, en
cambio, nos proporciona alimento y vida. Con razón el profeta se
gloría de tal fruto, cuando dice: Nuestra tierra ha dado su fruto.
¿Qué fruto?. Aquel que se afirma en otro lugar: A un fruto de tus
entrañas lo pondré sobre tu trono. Y también: El primer hombre,
hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo.
Igual
que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son
los hombres celestiales. ¿Cómo, pues, los que no nacieron con tal
naturaleza celestial llegaron a ser de esta naturaleza, y no
permanecieron tal cual habían nacido, sino que perseveraron en la
condición en que habían renacido?.
Esto
se debe, hermanos, a la acción misteriosa del Espíritu, el cual
fecunda con su luz el seno materno de la fuente virginal, para que
aquellos a quienes el origen terreno de su raza da a luz en condición
terrena y miserable vuelvan a nacer en condición celestial, y
lleguen a ser semejantes a su mismo Creador.
Por
tanto, renacidos ya, recreados según la imagen de nuestro Creador,
realicemos lo que nos dice el Apóstol: Nosotros,
que somos imagen del hombre terreno, seamos también imagen del
hombre celestial.
Renacidos
ya, como hemos dicho, a semejanza de nuestro Señor, adoptados como
verdaderos hijos de Dios, llevemos íntegra y con plena semejanza la
imagen de nuestro Creador: no imitándolo en su soberanía, que sólo
a Él corresponde, sino siendo su imagen
por nuestra inocencia, simplicidad, mansedumbre, paciencia, humildad,
misericordia y concordia, virtudes todas por las que el Señor se ha
dignado hacerse uno de nosotros, y ser semejante a nosotros.
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JUEVES
SEGUNDO DE ADVIENTO, Lecturas de la liturgia de las horas
PRIMERA
LECTURA
Del Libro del Profeta Isaías 26, 7-21
Del Libro del Profeta Isaías 26, 7-21
SEGUNDA
LECTURA
De los Sermones de San Pedro Crisólogo, Obispo
(Sermón 147: PL 52, 594-595)
De los Sermones de San Pedro Crisólogo, Obispo
(Sermón 147: PL 52, 594-595)
El
amor desea ver a Dios
Al
ver Dios que el temor arruinaba el mundo, trató inmediatamente de
volverlo a llamar con amor, de invitarlo con su gracia, de sostenerlo
con su caridad, de vinculárselo con su afecto.
Por
eso purificó la tierra, afincada en el mal, con un diluvio vengador,
y llamó a Noé padre de la nueva generación, persuadiéndolo con
suaves palabras, ofreciéndole una confianza familiar, al mismo
tiempo que lo instruía piadosamente sobre el presente y lo consolaba
con su gracia, respecto al futuro.
Y
no le dio ya órdenes, sino que con el esfuerzo de su colaboración
encerró en el arca las criaturas del todo el mundo, de manera que el
amor que surgía de esta colaboración, acabase con el temor de la
servidumbre, y se conservara con el amor común lo que se había
salvado con el común esfuerzo.
Por
eso también llamó a Abrahán de entre los gentiles, engrandeció su
nombre, lo hizo padre de la Fe, lo acompañó en el camino, lo
protegió entre los extraños, le otorgó riquezas, lo honró con
triunfos, se le obligó con promesas, lo libró de injurias, se hizo
su huésped bondadoso, lo glorificó con una descendencia de la que
ya desesperaba; todo ello para que, rebosante de tantos bienes,
seducido por tamaña dulzura de la caridad divina, aprendiera a amar
a Dios, y no a temerlo, a venerarlo con amor y no con temor.
Por
eso también consoló en sueños a Jacob en su huida, y a su regreso
lo incitó a combatir y lo retuvo con el abrazo del luchador; para
que amase al padre de aquel combate, y no lo temiese.
Y
así mismo interpeló a Moisés en su lengua vernácula, le habló
con paterna caridad, y le invitó a ser el libertador de su pueblo.
Pero
así que la llama del Amor Divino, prendió en los corazones humanos,
y toda la ebriedad del amor de Dios se derramó sobre los humanos
sentidos, satisfecho el espíritu por todo lo que hemos recordado,
los hombres comenzaron a querer contemplar a Dios con sus ojos
carnales.
Pero
la angosta mirada humana, ¿cómo iba a poder abarcar a Dios, al que
no abarca todo el mundo creado?. La exigencia del amor no atiende a
lo que va a ser, o a lo que debe o puede ser. El
amor ignora el juicio, carece de razón, no conoce la medida. El amor
no se aquieta ante lo imposible, no se remedia con la dificultad. El
amor es capaz de matar al amante si no puede alcanzar lo deseado; va
a donde se siente arrastrado, no a donde debe ir. El amor engendra el
deseo, se crece con el ardor y, por el ardor, tiende a lo
inalcanzable. ¿Y qué más?. El amor no puede quedarse sin ver lo
que ama: por eso lo santos tuvieron en poco todos sus merecimientos,
si no iban a poder ver a Dios.
Moisés
se atreve por ello a decir: «Si he
obtenido tu favor, enséñame tu gloria». Y otro
dice también: «Déjame ver tu
figura». Incluso los mismos gentiles modelaron
sus ídolos para poder contemplar con sus propios ojos lo que
veneraban en medio de sus errores.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que hiciste de tu Obispo San Pedro
Crisólogo un insigne predicador de la Palabra encarnada, concédenos,
por su intercesión, ser vuestros sacerdotes y portaestandartes de la
Paz, por el ofrecimiento de nuestro cuerpo a tus Divinos Deseos. A Tí
Señor que eres Sacerdote Eterno y Príncipe de la Paz. Amén.
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