13 De Mayo de 2024
San Miguel Garikoitz
(1797 –
1863)
Enérgico religioso francés, fundador de la
congregación de los “Padres del Sagrado Corazón de Jesús de
Betharram” (Padres Betharramitas).
Miguel
Garikoitz nació en Ibarre, villorrio del país vasco-francés, el 15
de abril de 1797. La Revolución Francesa estaba en su apogeo. La
religión era perseguida. Los sacerdotes escaseaban, y tenían que
actuar en la clandestinidad.
Ello explica que, con ser sus
padres excelentes cristianos, tuviera Miguel seis meses, cuando
recibió el santo bautismo. Por cierto que, al sentir correr sobre su
frente el agua bautismal, la criatura, en un arrebato de cólera,
arrancó una hoja del ritual. Reacción instintiva de su temperamento
de cántabro, fogoso y violento.
Otras tendrá en su niñez,
menos inconscientes. Con la misma mano, robará un paquete de agujas
a un baratillero, y le arrebatará a su hermanito una hermosa
manzana; en otra ocasión, sus puños le servirán de arma terrible,
y nada menos que contra el maestro del barrio; éste era partidario
de "la letra con sangre entra".
Un día los alumnos
se confabulan, Miguel los capitanea: el plan era caer todos a la vez
sobre el dómine, a última hora los demás se zafan y dejan solo a
Miguel; nuestro héroe no retrocede; se abalanza sobre la víctima y
venga cumplidamente a sus compañeros.
Por lo demás, Miguel
era un buen muchacho. Pero esas intemperancias encerraban su peligro;
había que cortarlas. Afortunadamente, tenía a su lado una madre
que, para corregirlo, le llevaba a la cocina y, enseñándole las
llamas voraces del hogar, le decía: "Mira, Miguel: en un
fuego mucho más terrible, serán castigados los niños que roban y
abusan de su fuerza".
Miguel escarmentó. Más tarde
llegaría a decir: "Sin mi santa madre, reconozco que hubiera
terminado por ser un malvado". Sin su madre y sin la gracia de
Dios, que le trabajaba a fondo, y le iba modelando un alma grande, un
alma eucarística y sacerdotal.
Recibió la primera comunión
a los catorce años; pero para los tiempos que corrían, muy marcados
de resabios jansenistas, fue una comunión precoz, y para Miguel, una
nueva victoria, ganada a fuerza de piedad, y de formación
religiosa.
La batalla por el sacerdocio, sería más dura aún.
La pobreza de sus padres, impotentes para costearle los estudios,
Miguel la venció alternando las clases, con el servicio doméstico,
primero en la rectoría de Saint Palais, más adelante en el palacio
episcopal de Bayona. y siempre, robando horas a la noche para
estudiar.
Sudó, se quemó las cejas, pero pudo con la maraña
de la frase latina, y pronto alcanzó a los seminaristas más
aventajados. Y, en el trasfondo de su ascensión al altar, su lucha
heroica por la santidad. El testimonio de sus condiscípulos es
explícito. "Miguel —dice uno— no es un santo por hacer:
es un santo hecho y derecho." "Para todos nosotros —añade
otro— Miguel era nuestro San Luis Gonzaga”.
El 20 de
diciembre de 1823, Miguel se ordenaba de sacerdote. Su primer
destino, coadjutor, en Cambó, de un párroco anciano y tullido, esto
es, coadjutor en funciones de párroco, pero sin la categoría de
tal. La situación ideal para el celo y la humildad de Garikoitz.
En seguida, pone manos a la obra. Habla desde el púlpito y
en el confesionario; pero de forma que su dirección espiritual, se
integre en su predicación. Un ejemplo de su táctica: se guarda muy
bien, de fulminar desde el púlpito, contra el abuso inveterado del
baile; se contenta con prevenir, contra los peligros próximos de
pecado, y en el confesonario, ataca el mal, con las razones directas
que las conciencias exigen.
Catequiza a los niños, asiste a
los enfermos, y si es preciso, sale precipitadamente de la iglesia,
revestido de sobrepelliz, monta a caballo, y se lanza como una
exhalación, barranco abajo, en auxilio de un accidentado.
Su
celo le inspira intuiciones audaces y proféticas; fomenta la
devoción al Sagrado Corazón de Jesús, impulsa las almas a la
comunión frecuente, así lucha contra la frialdad del jansenismo.
Pero no es éste el único enemigo. Hay en la parroquia,
cierto librepensador de tipo volteriano, que solapadamente, se
entrega a una Iabor de zapa, y pretende desacreditar la religión.
Miguel Garikoitz estudia el caso, reza, se macera, prepara
su requisitoria y acude, en secreto, a la guarida del lobo vestido
con pieles de cordero, lo desenmascara y lo convierte. Hubo quien
trató de malquistar al párroco con su coadjutor, tachando a éste
de prepotente. No cabía especie más burda. Todas las mañanas,
Miguel acompañaba al venerable anciano a la iglesia, y le ayudaba
con la fuerza de sus brazos, a subir las gradas del altar.
Va
a comenzar el curso 1825-1826, en el Seminario Mayor de Betharram. Al
lado del superior hace falta un prefecto de estudios y un director
espiritual. El señor obispo no vacila. El abate Garikoitz, es el
hombre de las situaciones delicadas. Ya lo tenemos en Betharram, con
toda la carga abrumadora de la responsabilidad, pero una vez más,
sin el cargo. Miguel está en su elemento. Como por arte de magia, la
obra recibe empuje y altura. Los seminaristas estudian, aprenden, se
forman, se santifican.
Es que el nuevo prefecto exhorta,
censura, orienta; pero sobre todo, vive su vida sacerdotal, con una
convicción y una ejemplaridad que arrastran. En esto muere el
superior. Garikoitz, a fuerza de obedecer, ha aprendido a mandar. El
obispo le nombra rector.
A los pocos meses surge una
situación nueva. El filosofado es trasladado a Bayona; el nuevo
rector, sigue con los teólogos; uno tras otro, éstos se van
ordenando, y a fines de 1833, Miguel queda con un solo compañero de
armas, constituido, como él decía, “superior de las cuatro
paredes de un vasto edificio". Es la hora de Dios.
De
tiempo atrás, a la vista de las necesidad de la Iglesia, viene
Miguel acariciando la idea, de asociarse unos compañeros, y formar
con ellos un equipo de misioneros, un "escuadrón volante"
dispuesto a acudir, a la menor señal de obispos y párrocos, a
cualquier punto, donde las almas necesiten su ayuda.
No deja
de ser extraña esta iniciativa, en un hombre que, como se ha visto,
gusta de puestos subalternos. Miguel ha sido siempre el hombre de la
obediencia. Para que ahora esté madurando el proyecto de fundación
de una Comunidad, ha tenido que oír en su alma, la voz imperiosa del
mismo Dios. Así es, en efecto.
En unos ejercicios
espirituales de treinta días, practicados en Toulouse, el padre
jesuita con quien ha consultado el caso, ha sido terminante: "Dios
os quiere más que jesuita; seguiréis vuestra primera inspiración;
seréis padre de una familia religiosa, hermana de la nuestra".
Los
treinta años que le quedan de vida, Miguel los dedicará a la
gestación y alumbramiento, de la Congregación de los Sacerdotes del
Sagrado Corazón de Jesús, hija de su alma grande. Esa obra será el
signo de su vida, pero será también el drama, que revelará la
plenitud de su santidad, el heroísmo de su obediencia.
La
idea de Miguel era dotar a su Congregación, de la solidez y
estabilidad de unas reglas canónicas, centradas en los tres votos de
religión perpetuos, y en el refrendo de la correspondiente
aprobación de Roma; quería darle los fundamentos, de una obra que
aspira a perdurar, y la libertad de movimientos que necesita el celo
de un apóstol.
Pero, precisamente, el obispo de Bayona, su
superior jerárquico, porque apreciaba en su justo valor, la
capacidad apostólica del santo de Betharram, porque le amaba como al
mejor de sus hijos, lo quería para sí solo, para su diócesis, y
veía que, al pasar a depender de Roma, ya no podría manejarlo a su
voluntad. Contradicción aparente que Miguel resolvió a lo
santo.
Enamorado de la obediencia, no se enfrentó con la
autoridad legítima inmediata, no recurrió a Roma; adoptó las
Constituciones episcopales, insuficientes para su deseo de
perfección, en el rigor de su letra, pero supo extraer de ellas, el
espíritu que vivifica, lo asimiló y lo infundió en sus hijos,
haciendo de ellos unos religiosos de cuerpo entero, dispuestos a las
mayores empresas apostólicas.
El trabajo no faltaba.
Predicación popular en villas y aldeas; educación de la juventud en
colegios y escuelas; redención de la clase obrera, en talleres y
granjas agrícolas, abrían campo dilatado a misioneros y educadores.
Miguel lo dirigía todo, a todas partes acudía, y todo salía
bien, gracias a sus dotes de organizador: voluntad enérgica y
perseverante, juicio recto y certero, sencillez y nobleza de modales,
bondad y firmeza en el trato.
Pronto echó de ver el prelado,
que con aquellos hombres de Dios, se podía contar. Casualmente
buscaba un grupo aguerrido de misioneros, que enviar a la República
Argentina, donde los vascos emigrados a las riberas del Plata, los
necesitaban para conservar la fe de sus mayores. Miguel Garikoitz fue
requerido. No vaciló. Los suyos tampoco, y allá emigraron también
los primeros betharramitas.
Con santa envidia, los vio marchar
el padre Garikoitz; él tenía que permanecer en Betharram, dedicado
a consolidar su obra, a darle, sobre todo, una estructura espiritual,
que le asegurara una vitalidad robusta, a prueba de cualquier
contingencia, ya fuera ésa la muerte del fundador.
Mientras
vive él su santidad, se basta para guiar la nave por derrotero
seguro; para las generaciones venideras, el fundador lega a su
familia, la luz de sus consignas. No es que San Miguel haya forjado
una espiritualidad nueva.
Su doctrina es la clásica, que ha
hecho a los santos, pero bien se puede decir, que ha dejado impreso
en ella, un sello personal que la caracteriza. Su lema fue la
voluntad de Dios; pero Miguel Garikoitz quiere que esta Voluntad
Santa, se cumpla con aquellas disposiciones que adornaron al Corazón
de Jesús, y al de su Madre, en el misterio de la Encarnación.
El
Ecce venio del Corazón de Cristo, y el Ecce ancilla de María
enardecían a Miguel. En esos dos gritos del corazón, recogía él
la voz auténtica de la obediencia perfecta: Obediencia pronta,
generosa; obediencia, sobre todo, de amor; la obediencia que él
practicó en grado heroico, pues murió sin ver a su familia
espiritual, libre de la tutela del obispo.
Por abrumador que
fuese el trabajo, que le imponían la fundación del nuevo Instituto,
y la formación de sus hijos, el celo incansable que le devoraba, le
dio arrestos para consagrarse a la santificación, de otras muchas
almas.
Durante treinta años, dedicó varias horas diarias, a
la dirección espiritual del noviciado, que las Hijas de la Cruz,
tenían a corta distancia de Betharram. En el mismo Betharram, su
confesonario se veía asediado, su fama de santo atraía lo mismo, a
los pecadores y descreídos, que a las almas virtuosas; a todos
acogía con una paciencia y un celo, dignos del santo Cura de
Ars.
En esa labor oscura y agotadora, no menos que en su
copiosa correspondencia, brillaban siempre sus dotes de auténtico
maestro de espíritu, y no pocas veces, los carismas de su
penetración de conciencias, y de su visión profética.
Con
firmeza y suavidad, inculcó a las almas las devociones básicas del
cristianismo, la cruz y la Santísima Virgen. ¡Que bien le vino el
tener por centro geográfico de su vida sacerdotal, el maravilloso
paraje de Betharram, antiquísimo santuario dedicado a Nuestra Señora
del Bello Ramo, que eso significa Betharram, y a la vez, venerado Vía
Crucis, cuyas estaciones van escalando, la sombreada colina que
cobija la capilla mariana!. ¡Y qué bien trabajó nuestro Santo por
la cruz y por María!.
Su devoción, perfectamente armonizada, con un gusto artístico depurado, nos ha legado dos obras maestras, del gran artista Renoir: una Madonne de mármol blanco, con el Niño Jesús, que desde su retablo sonríe al peregrino, y los templetes del Calvario, que cual estuches primorosos, engastan los bajorrelieves patéticos, de las escenas de la Pasión.
Miguel acaba de
cumplir sesenta y seis años. El trabajo, las austeridades, las
pruebas, habían ido barrenando su organismo de acero, pero seguía
infatigable su labor. Tuvo que venir el Señor, a imponerle el
descanso.
Una madrugada, le dio un acceso de tos violenta en
extremo. Acuden los padres de la Comunidad, el enfermo se confiesa,
recibe la extremaunción, y pronunciando las primeras palabras del
Miserere, entrega su alma a Dios.
Era el alborear de la
Ascensión, 14 de mayo de 1863. Ochenta y cuatro años más tarde, el
papa Pío XII, le inscribió en el Catálogo de los Santos.
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