Sábado
20 de Abril
CELEBRACIÓN
DE LA VIGILIA PASCUAL
“Cristo
es la gran Luz, de la que proviene toda vida”
«El
que cree en mí ... de sus entrañas manarán torrentes de agua viva»
(Jn 7,38)
«Cantaban
el cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero»
(Ap 15,2s).
HOMILÍA
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica
de San Pedro
Sábado
Santo 11 de abril de 2009
Queridos
hermanos y hermanas:
San
Marcos nos relata en su Evangelio, que los discípulos, bajando del
monte de la Transfiguración, discutían entre ellos, sobre lo quería
decir «resucitar de entre los muertos» (cf. Mc 9,10).
Antes,
el Señor les había anunciado su pasión y su resurrección, a los
tres días. Pedro había protestado ante el anuncio de su muerte.
Pero ahora se preguntaban, qué podía entenderse con el término
«resurrección». ¿Acaso no nos sucede lo mismo a nosotros?.
La
Navidad, el nacimiento del Niño divino, nos resulta enseguida, hasta
cierto punto, comprensible. Podemos amar al Niño, podemos imaginar
la noche de Belén, la alegría de María, de San José y de los
pastores, el júbilo de los ángeles. Pero resurrección, ¿qué
es?. No entra en el ámbito de nuestra experiencia, y así el
mensaje, muchas veces nos parece, en cierto modo incomprensible, como
una cosa del pasado.
La
Iglesia trata de hacérnoslo comprender, traduciendo este
acontecimiento misterioso, al lenguaje de los símbolos, en los que
podemos contemplar, de alguna manera, este acontecimiento
sobrecogedor. En la Vigilia Pascual, nos
indica el sentido de este día, especialmente mediante tres símbolos:
la luz, el agua, y el canto nuevo, el Aleluya.
Primero
la luz. La creación de Dios —lo acabamos de escuchar en
el relato bíblico— comienza con la expresión: «Que exista la
luz» (Gn 1,3). Donde hay luz, nace la vida; el caos puede
transformarse en cosmos. En el mensaje bíblico, la luz es la imagen
más inmediata de Dios: Él es todo
Luminosidad, Vida, Verdad, Luz.
En
la Vigilia Pascual, la Iglesia lee la narración de la creación,
como profecía. En la resurrección, se realiza del modo más
sublime, lo que este texto describe, como el principio de todas las
cosas. Dios dice de nuevo: «Que exista
la luz». La resurrección de
Jesús es un estallido de luz. Se supera la muerte, el
sepulcro se abre de par en par. El Resucitado mismo es Luz, la luz
del mundo. Con la resurrección, el día de Dios, entra en la noche
de la historia.
A
partir de la resurrección, la luz de Dios se difunde en el mundo, y
en la historia. Se hace de día. Sólo esta Luz, Jesucristo, es la
luz verdadera, más que el fenómeno físico de luz. Él
es la pura Luz: Dios mismo, que hace surgir una nueva
creación en aquella antigua, y transforma el caos en cosmos.
Tratemos
de entender esto aún mejor. ¿Por qué Cristo es Luz?. En el Antiguo
Testamento, se consideraba a la Torah, como la luz que procede de
Dios, para el mundo y la humanidad.
Separa
en la creación, la luz de las tinieblas, es decir, el bien del mal.
Indica al hombre la vía justa, para vivir verdaderamente. Le indica
el bien, le muestra la verdad, y lo lleva hacia el Amor, que es su
contenido más profundo. Ella es «lámpara para mis pasos» y
«luz en el sendero» (cf. Sal 119,105).
Además,
los cristianos sabían que en Cristo está presente la Torah, que la
Palabra de Dios está presente en Él, como Persona. La
Palabra de Dios, es la verdadera Luz que el hombre necesita.
Esta Palabra está presente en Él, en el Hijo. El Salmo 19, compara
la Torah con el sol, que al surgir, manifiesta visiblemente la gloria
de Dios en todo el mundo.
Los
cristianos entienden: sí, en la resurrección, el Hijo de Dios, ha
surgido como Luz del mundo. Cristo es la
gran Luz, de la que proviene toda vida. Él nos hace
reconocer la gloria de Dios, de un confín al otro de la tierra. Él
nos indica la senda; Él es el día de Dios, que ahora avanzando, se
difunde por toda la tierra. Ahora viviendo con Él y por Él, podemos
vivir en la luz.
En
la Vigilia Pascual, la Iglesia representa el misterio de la luz de
Cristo, con el signo del cirio pascual, cuya llama es a la vez, luz y
calor. El simbolismo de la luz, se relaciona con el del
fuego: luminosidad y calor, luminosidad y energía transformadora del
fuego: Verdad y Amor van Unidos. El cirio pascual arde, y al arder,
se consume: cruz y resurrección son inseparables. De la cruz, de la
autoentrega del Hijo, nace la luz, viene la verdadera luminosidad al
mundo.
Todos
nosotros, encendemos nuestras velas del cirio pascual, sobre todo las
de los recién bautizados, a los que en este Sacramento, se les pone
la luz de Cristo, en lo más profundo de su corazón.
La
Iglesia antigua, ha calificado el Bautismo como fotismos, como
Sacramento de la Iluminación, como una comunicación de
luz, y lo ha relacionado inseparablemente con la resurrección de
Cristo.
En
el Bautismo, Dios dice al bautizado: «Recibe
la luz». El bautizado es introducido en la luz de Cristo.
Ahora, Cristo separa la luz de las tinieblas. En Él reconocemos lo
verdadero y lo falso, lo que es la luminosidad, y lo que es la
oscuridad. Con Él surge en nosotros, la luz de la verdad, y
empezamos a entender.
Una
vez, cuando Cristo vio a la gente que había venido para escucharlo,
y esperaba de Él una orientación, sintió lástima de ellos, porque
andaban como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). Entre las
corrientes contrastantes de su tiempo, no sabían adónde ir.
Cuánta
compasión debe sentir Cristo, también en nuestro tiempo, por tantas
grandilocuencias, tras las cuales se esconde en realidad, una gran
desorientación. ¿Dónde hemos de ir?. ¿Cuáles son
los valores sobre los cuales regularnos?. ¿Los valores en que
podemos educar a los jóvenes, sin darles normas que tal vez no
aguantan, o exigirles algo, que quizás no se les debe imponer?.
Él
es la Luz. El cirio bautismal, es el símbolo de la
iluminación, que recibimos en el Bautismo. Así, en esta hora,
también San Pablo, nos habla muy directamente. En la Carta a los
Filipenses, dice que en medio de una
generación tortuosa y convulsa, los cristianos han de brillar, como
lumbreras del mundo (cf. 2,15).
Pidamos
al Señor, que la llamita de la vela, que Él ha encendido en
nosotros, la delicada luz de su Palabra y su Amor, no se apague entre
las confusiones de estos tiempos, sino que sea cada vez más grande y
luminosa, con el fin de que seamos con Él, personas amanecidas,
astros para nuestro tiempo.
El
segundo símbolo de la Vigilia Pascual — la noche del Bautismo —
es el Agua. Aparece en la Sagrada Escritura, y por tanto,
también en la estructura interna del Sacramento del Bautismo, en dos
sentidos opuestos. Por un lado está el mar, que se manifiesta
como el poder antagonista de la vida sobre la tierra, como su amenaza
constante, pero al que Dios ha puesto un límite.
Por
eso, el Apocalipsis dice, que en el mundo nuevo de Dios, ya no habrá
mar (cf. 21,1). Es el elemento de la muerte. Y por eso, se
convierte en la representación simbólica, de la muerte en cruz de
Jesús: Cristo ha descendido en el mar, en las aguas de la muerte,
como Israel en el Mar Rojo. Resucitado de la muerte, Él nos da la
vida. Esto significa que el Bautismo, no es
sólo un lavado, sino un nuevo nacimiento: con Cristo es
como si descendiéramos en el mar de la muerte, para resurgir como
criaturas nuevas.
El
otro modo en que aparece el agua, es como un manantial fresco, que da
la vida, o también como el gran río, del que proviene la vida.
Según el primitivo ordenamiento de la Iglesia, se debía
administrar el Bautismo, con agua fresca de manantial.
Sin
agua no hay vida. Impresiona la importancia, que tienen los pozos en
la Sagrada Escritura. Son lugares de donde brota la vida. Junto al
pozo de Jacob, Cristo anuncia a la Samaritana el pozo nuevo, el agua
de la vida verdadera. Él se manifiesta como el nuevo Jacob, el
definitivo, que abre a la humanidad, el pozo que ella espera: esa
agua que da la vida, y que nunca se agota (cf. Jn 4,5.15).
San
Juan nos dice, que un soldado golpeó con una lanza el costado de
Jesús, y que del costado abierto, del corazón traspasado, salió
sangre y agua (cf. Jn 19,34). La Iglesia antigua, ha visto
aquí un símbolo del Bautismo y la Eucaristía, que provienen del
corazón traspasado de Jesús. En la muerte, Jesús se ha convertido
Él mismo en el manantial. El profeta Ezequiel percibió, en una
visión, el Templo nuevo, del que brota un manantial, que se
transforma en un gran río que da la Vida (cf. 47,1-12): en una
Tierra que siempre sufría la sequía, y la falta de agua, ésta era
una gran visión de esperanza.
El
cristianismo de los comienzos, entendió que esta visión se ha
cumplido en Cristo. Él es el Templo auténtico y vivo de Dios. Y es
la fuente de agua viva. De Él brota el gran
río, que fructifica y renueva el mundo en el Bautismo; el gran río
de agua viva; su Evangelio que fecunda la tierra. Pero
Jesús ha profetizado en un discurso, durante la Fiesta de las
Tiendas, algo más grande aún. Dice: «El
que cree en mí ... de sus entrañas manarán torrentes de agua viva»
(Jn 7,38).
En
el Bautismo, el Señor no sólo nos convierte en personas de luz,
sino también en fuentes de las que brota agua viva. Todos
nosotros conocemos personas de este tipo, que nos dejan en cierto
modo sosegados y renovados; personas que son como el agua fresca de
un manantial.
No
hemos de pensar sólo en los grandes personajes, como San Agustín,
San Francisco de Asís, Santa Teresa de Ávila, la Madre Teresa de
Calcuta, y así sucesivamente; personas por las que han entrado en la
historia, realmente ríos de agua viva. Gracias a Dios, las
encontramos continuamente, también en nuestra vida cotidiana:
personas que son esa fuente.
Ciertamente,
conocemos también lo opuesto: gente de la que propaga un vaho, como
el de un charco de agua putrefacta, o incluso envenenada. Pidamos
al Señor, que nos ha dado la gracia del Bautismo, que seamos siempre
fuentes de agua pura, fresca, saltarina del manantial de su Verdad, y
de su Amor.
El
tercer gran símbolo de la Vigilia Pascual es de naturaleza singular,
y concierne al hombre mismo. Es el cantar el canto nuevo, el aleluya.
Cuando un hombre experimenta una gran alegría, no puede guardársela
para sí mismo. Tiene que expresarla, transmitirla.
Pero,
¿qué sucede cuando el hombre, se ve alcanzado por la luz de la
resurrección, y de este modo, entra en contacto con la Vida misma,
con la Verdad y con el Amor?. Simplemente que no basta hablar de
ello. Hablar no es suficiente. Tiene que
cantar.
En
la Biblia, la primera mención de este cantar, se encuentra después
de la travesía del Mar Rojo. Israel se ha liberado de la esclavitud.
Ha salido de las profundidades amenazadoras del mar. Es como si
hubiera renacido. Está vivo y libre. La Biblia, describe la reacción
del pueblo, a este gran acontecimiento de salvación, con la
expresión: «El pueblo creyó en el
Señor y en Moisés, su siervo» (cf. Ex 14,31).
Sigue
a continuación, la segunda reacción, que se desprende de la
primera, como una especie de necesidad interior: «Entonces
Moisés y los hijos de Israel, cantaron un cántico al Señor».
En la Vigilia Pascual, año tras año, los cristianos entonamos,
después de la tercera lectura, este canto; lo entonamos como nuestro
cántico, porque también nosotros, por el poder de Dios, hemos sido
rescatados del agua, y liberados para la Vida Verdadera.
La
historia del canto de Moisés, tras la liberación de Israel de
Egipto, y el paso del Mar Rojo, tiene un paralelismo sorprendente, en
el Apocalipsis de San Juan. Antes del comienzo de las últimas siete
plagas, a las que fue sometida la tierra, al vidente se le aparece
«una especie de mar de vidrio, veteado
de fuego; en la orilla estaban de pie, los que habían vencido a la
bestia, a su imagen, y al número, que es cifra de su nombre: tenían
en sus manos, las arpas que Dios les había dado. Cantaban el cántico
de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero»
(Ap 15,2s).
Con
esta imagen, se describe la situación de los discípulos de
Jesucristo, en todos los tiempos, la situación de la Iglesia, en la
historia de este mundo. Humanamente hablando, es una situación
contradictoria en sí misma.
Por
un lado, se encuentra en el éxodo, en medio del Mar Rojo. En un mar
que paradójicamente, es a la vez hielo y fuego. Y ¿no debe quizás
la Iglesia, por decirlo así, caminar siempre sobre el mar, a través
del fuego y del frío?. Considerándolo humanamente, debería
hundirse.
Pero
mientras aún camina por este Mar Rojo; canta, entona el canto de
alabanza de los justos: el canto de Moisés y del Cordero, en el cual
se armonizan la Antigua y la Nueva Alianza. Mientras que a
fin de cuentas debería hundirse, la Iglesia entona el canto de
acción de gracias de los salvados. Está
sobre las aguas de muerte de la historia, y no obstante, ya ha
resucitado. Cantando, se agarra a la mano del Señor,
que la mantiene sobre las aguas.
Y
sabe que con eso está sujeta, fuera del alcance de la fuerza de
gravedad de la muerte y del mal —una fuerza de la cual, de otro
modo, no podría escapar—, sostenida y atraída, por la nueva
fuerza de gravedad de Dios, de la verdad y del amor. Por el
momento, la Iglesia y todos nosotros, nos encontramos entre los dos
campos de gravitación.
Pero
desde que Cristo ha resucitado, la gravitación del Amor, es más
fuerte que la del odio; la fuerza de gravedad de la vida, es más
fuerte que la de la muerte. ¿Acaso no es ésta realmente,
la situación de la Iglesia de todos los tiempos, nuestra propia
situación?. Siempre se tiene la impresión, de que ha de hundirse, y
siempre está ya salvada.
San
Pablo ha descrito así esta situación: «Somos...
los moribundos que están bien vivos» (2 Co 6,9). La
mano salvadora del Señor nos sujeta, y así podemos cantar ya, desde
ahora, el canto de los salvados, el canto nuevo de los resucitados:
¡aleluya!. Amén.
©
Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana
Oración:
Te pedimos Señor y Dios nuestro, que seamos Manantial, Luz y Cántico
en el mundo actual, tan confundido y aturdido, pero que siempre y en
todo lugar, sepamos buscar y practicar ejemplos sencillos y
concretos, de vida consagrada a tu Santo Nombre. A Tí Señor, que
viniste a consagrar a un pueblo sacerdotal, donde Tú eres el Sumo
Sacerdote. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario