Quinta
Feria, 18 de Abril
SOLEMNE
MISA CRISMAL
HOMILÍA
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
“Unirse
a Cristo supone la renuncia de uno mismo”
Basílica
de San Pedro
Jueves
Santo 9 de abril de 2009
Queridos
hermanos y hermanas:
En
el Cenáculo, la tarde antes de su pasión, el Señor oró por sus
discípulos, reunidos en torno a Él, pero con la vista puesta al
mismo tiempo, en la comunidad de los discípulos de todos los siglos,
«los que crean en Mí, por la palabra de ellos» (Jn 17,20). En
la plegaria por los discípulos de todos los tiempos, Él nos ha
visto también a nosotros, y ha rezado por nosotros.
Escuchemos
lo que pide para los Doce, y para los que estamos aquí reunidos:
«Santifícalos en la verdad: tu palabra
es verdad. Como Tú me enviaste al mundo, así yo los envío también
al mundo. Y por ellos, yo me consagro, para que también se consagren
ellos en la verdad» (17,17ss).
El
Señor pide nuestra santificación, nuestra consagración en la
verdad. Y nos envía, para continuar su misma misión.
Pero hay en esta súplica, una palabra que nos llama la atención,
que nos parece poco comprensible. Dice Jesús: «Por ellos yo me
consagro». ¿Qué quiere decir?. ¿Acaso Jesús no es de por sí,
«el Santo de Dios», como confesó Pedro, en la hora decisiva en
Cafarnaún (cf. Jn 6,69)?. ¿Cómo puede ahora consagrarse, es decir,
santificarse a sí mismo?
Para
entender esto, hemos de aclarar antes de nada, lo que quieren decir
en la Biblia, las palabras «santo» y «santificar/consagrar». Con
el término «santo», se describe en primer lugar, la naturaleza de
Dios mismo, su modo de ser del todo singular, divino, que corresponde
sólo a Él. Sólo Él es el auténtico y verdadero Santo, en el
sentido originario. Cualquier otra santidad, deriva de Él, es
participación en su modo de ser. Él es la
Luz purísima, la Verdad y el Bien sin mancha.
Por
tanto, consagrar algo o alguno, significa dar en propiedad a Dios,
algo o alguien, sacarlo del ámbito de lo que es nuestro, e
introducirlo en su ambiente, de modo que ya no pertenezca a lo
nuestro, sino enteramente a Dios.
Consagración
es pues, un sacar del mundo, y entregarlo al Dios vivo. La cosa o la
persona, ya no nos pertenece, ni pertenece a sí misma, sino que está
inmersa en Dios. Un privarse así de algo, para entregarlo a Dios, lo
llamamos también sacrificio: ya no será propiedad mía, sino suya.
En
el Antiguo Testamento, la entrega de una persona a Dios, es decir, su
«santificación», se identifica con la Ordenación sacerdotal, y de
este modo, se define también, en qué consiste el sacerdocio: es un
paso de propiedad; un ser sacado del
mundo, y entregado a Dios.
Con
ello, se subrayan ahora las dos direcciones, que forman parte del
proceso de la santificación/consagración. Es
un salir del contexto de la vida mundana, un «ser
puestos aparte» para Dios.
Pero precisamente por eso, no es una segregación. Ser entregados a
Dios, significa más bien, ser puestos para representar a los otros.
El
sacerdote es sustraído de los lazos mundanos, y entregado a Dios, y
precisamente así, a partir de Dios, debe quedar disponible para los
otros, para todos. Cuando Jesús dice «Yo me consagro», Él se hace
a la vez sacerdote y víctima. Por tanto, Bultmann tiene
razón, traduciendo la afirmación «Yo me consagro» por «Yo
me sacrifico». ¿Comprendemos ahora lo que sucede, cuando Jesús
dice: «Por ellos me consagro yo»?. Éste es el acto sacerdotal, en
el que Jesús —el hombre Jesús, que es una cosa sola con el Hijo
de Dios— se entrega al Padre por nosotros. Es
la expresión de que Él, es al mismo tiempo, sacerdote y víctima.
Me
consagro, me sacrifico: esta palabra abismal, que nos permite
asomarnos, a lo íntimo del corazón de Jesucristo, debería ser una
y otra vez, objeto de nuestra reflexión. En ella, se encierra todo
el misterio de nuestra redención. Y ella contiene también, el
origen del sacerdocio de la Iglesia, de nuestro sacerdocio.
Sólo
ahora podemos comprender a fondo, la súplica que el Señor ha
presentado al Padre, por los discípulos, por nosotros. «Conságralos
en la verdad»: ésta es la inserción de los apóstoles, en el
sacerdocio de Jesucristo, la institución de su sacerdocio nuevo,
para la comunidad de los fieles de todos los tiempos.
«Conságralos
en la verdad»: ésta es la verdadera oración de consagración, para
los apóstoles. El Señor pide, que Dios mismo los atraiga hacia sí,
al seno de su santidad. Pide que los sustraiga de sí mismos, y los
tome como propiedad suya, para que desde Él, puedan desarrollar el
servicio sacerdotal para el mundo.
Esta
oración de Jesús, aparece dos veces, en forma ligeramente
modificada. En ambos casos, debemos escuchar con mucha atención,
para empezar a entender, al menos vagamente, la sublime realidad que
se está operando aquí. «Conságralos en la verdad». Y
Jesús añade: «Tu palabra es verdad».
Por
tanto, los discípulos son sumidos en lo íntimo de Dios, mediante su
inmersión, en la palabra de Dios. La
palabra de Dios es, por decirlo así, el baño que los purifica, el
poder creador que los transforma, en el ser de Dios. Y
entonces, ¿cómo están las cosas en nuestra vida?.
¿Estamos
realmente impregnados, por la palabra de Dios?. ¿Es ella en verdad,
el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan, y las
cosas de este mundo?. ¿La conocemos verdaderamente?. ¿La amamos?.
¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra, hasta el punto de que
realmente, deja una impronta en nuestra vida
y forma nuestro pensamiento?.
¿O
no es más bien nuestro pensamiento, el que se amolda una y otra vez,
a todo lo que se dice y se hace?. ¿Acaso no son con frecuencia
las opiniones predominantes, los criterios que marcan nuestros
pasos?. ¿Acaso no nos quedamos, a fin de cuentas, en la
superficialidad, de todo lo que frecuentemente se impone al hombre de
hoy?. ¿Nos dejamos realmente purificar en nuestro interior, por la
palabra de Dios?.
Nietzsche
se ha burlado de la humildad y la obediencia, como virtudes serviles,
por las cuales, se habría reprimido a los hombres. En su lugar, ha
puesto el orgullo y la libertad absoluta del hombre.
Ahora
bien, hay caricaturas de una humildad equivocada, y una falsa
sumisión, que no queremos imitar. Pero existe también, la soberbia
destructiva y la presunción, que disgregan toda comunidad, y acaban
en la violencia. ¿Sabemos aprender de Cristo, la recta humildad, que
corresponde a la verdad de nuestro ser, y esa obediencia que se
somete a la verdad, a la voluntad de Dios?
«Santifícalos
en la verdad: tu palabra es verdad»: esta palabra de la
incorporación en el sacerdocio, ilumina nuestra vida, y nos llama a
ser siempre, nuevamente discípulos de esa verdad, que se desvela en
la palabra de Dios.
En
la interpretación de esta frase, podemos dar un paso más todavía.
¿Acaso no ha dicho Cristo de sí mismo: «Yo soy la verdad»
(cf. Jn 14,6)?. ¿Y acaso no es Él mismo, la Palabra viva de Dios, a
la que se refieren todas las otras palabras?. Conságralos
en la verdad, quiere decir pues, en lo más hondo: hazlos una sola
cosa conmigo, Cristo. Sujétalos a mí. Ponlos dentro de mí.
Y en efecto, en último término, hay un único sacerdote de la Nueva
Alianza, Jesucristo mismo.
Por
tanto, el sacerdocio de los discípulos, sólo puede ser
participación, en el sacerdocio de Jesús. Así pues, nuestro ser
sacerdotes, no es más que un nuevo y radical modo de unión con
Cristo. Éste se nos ha dado sustancialmente, para siempre, en el
Sacramento. Pero este nuevo sello del ser,
puede convertirse para nosotros, en un juicio de condena, si nuestra
vida no se desarrolla, entrando en la verdad del Sacramento.
A
este propósito, las promesas que hoy renovamos, dicen que nuestra
voluntad, ha de ser orientada así: «Domino Iesu arctius coniungi et
conformari, vobismetipsis abrenuntiantes». Unirse
a Cristo supone la renuncia. Comporta que no queremos
imponer nuestro rumbo y nuestra voluntad; que no deseamos llegar a
ser esto o lo otro, sino que nos abandonamos a Él, donde sea, y del
modo que Él quiera servirse de nosotros.
San
Pablo decía a este respecto: «Vivo
yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí»
(Ga 2,20). En el «sí» de la Ordenación sacerdotal, hemos hecho
esta renuncia fundamental, al deseo de ser autónomos, a la
«autorrealización».
Pero
hace falta cumplir día tras día, este gran «sí», en
los muchos pequeños «sí», y en las pequeñas renuncias.
Este «sí» de los pequeños pasos, que en su conjunto constituyen
el gran «sí», sólo se podrá realizar sin amargura y
autocompasión, si Cristo es verdaderamente el centro de nuestra
vida, si entramos en una verdadera familiaridad con Él.
En
efecto, entonces experimentamos en medio de las renuncias, que en un
primer momento, pueden causar dolor la alegría creciente de la
amistad con Él; todos los pequeños, y a veces también grandes
signos de su amor, que continuamente nos da. «Quien
se pierde a sí mismo, se guarda». Si nos arriesgamos
a perdernos a nosotros mismos por el Señor, experimentamos lo
verdadera que es su palabra.
Estar
inmersos en la Verdad, en Cristo, es un proceso que forma parte de la
oración, en la que nos ejercitamos en la amistad con Él, y también
aprendemos a conocerlo: en su modo de ser, pensar, actuar. Orar
es un caminar en comunión personal con Cristo, exponiendo ante Él,
nuestra vida cotidiana, nuestros logros y fracasos, nuestras
dificultades y alegrías: es un sencillo presentarnos a nosotros
mismos, delante de Él.
Pero
para que eso, no se convierta en una autocontemplación, es
importante aprender continuamente a orar, rezando con la Iglesia.
Celebrar la Eucaristía quiere decir orar. Celebramos correctamente
la Eucaristía, cuando entramos con nuestro pensamiento y nuestro
ser, en las palabras que la Iglesia nos propone.
En
ellas, está presente la oración de todas las generaciones, que nos
llevan consigo, por el camino hacia el Señor. Y como sacerdotes, en
la celebración eucarística, somos aquellos, que con su oración,
abren paso a la plegaria de los fieles de hoy.
Si
estamos unidos interiormente a las palabras de la oración, si nos
dejamos guiar y transformar por ellas, también los fieles tienen al
alcance esas palabras. Y entonces, todos nos hacemos realmente «un
solo cuerpo y una sola alma» con Cristo.
Estar
inmersos en la verdad, y así, en la santidad de Dios, también
significa para nosotros, aceptar el
carácter exigente de la verdad; contraponerse tanto
en las cosas grandes como en las pequeñas, a la mentira que hay en
el mundo en tantas formas diferentes; aceptar la fatiga de la verdad,
para que su alegría más profunda, esté presente en nosotros.
Cuando hablamos del ser consagrado en la verdad, tampoco hemos de
olvidar que en Jesucristo, verdad y amor son una misma cosa.
Estar
inmersos en Él, significa ahondar en su bondad, en el amor
verdadero. El amor verdadero no cuesta
poco, puede ser también muy exigente. Opone resistencia al mal, para
llevar el verdadero bien al hombre. Si nos hacemos uno
con Cristo, aprendemos a reconocerlo, precisamente en los que sufren,
en los pobres, en los pequeños de este mundo; entonces nos
convertimos en personas que sirven, que reconocen a sus hermanos y
hermanas, y en ellos encuentran a Él mismo.
«Conságralos
en la verdad». Ésta es la primera parte, de aquel
dicho de Jesús. Pero luego añade: «Y
por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la
verdad» (Jn 17,19), es decir, verdaderamente.
Pienso
que esta segunda parte, tiene un propio significado específico. En
las religiones del mundo, hay múltiples modos rituales de
«santificación», de consagración de una persona humana. Pero
todos estos ritos, pueden quedarse en simples formalidades.
Cristo
pide para los discípulos, la verdadera santificación, que
transforma su ser, a ellos mismos; para que no se quede en una forma
ritual, sino que sea un verdadero convertirse
en propiedad del mismo Dios.
También podríamos decir: Cristo ha pedido para nosotros, el
Sacramento que nos toca, en la profundidad de nuestro ser. Pero
también ha rogado, para que esta transformación en nosotros, día
tras día, se haga vida; para que en lo
ordinario, en lo concreto de cada día, estemos verdaderamente
inundados de la luz de Dios.
La
víspera de mi Ordenación sacerdotal, hace 58 años, abrí la
Sagrada Escritura, porque todavía quería recibir una palabra del
Señor para aquel día, y mi camino futuro de sacerdote. Mis ojos se
detuvieron en este pasaje: «Santifícalos
en la verdad: tu palabra es la Verdad». Entonces me
dí cuenta: el Señor está hablando de mí, y está hablándome a
mí. Y lo mismo me ocurrirá mañana.
No
somos consagrados en último término por ritos, aunque haya
necesidad de ellos. El baño en el que nos
sumerge el Señor, es Él mismo, la Verdad en persona. La
Ordenación sacerdotal, significa ser injertados en Él, en la
Verdad. Pertenezco de un modo nuevo a Él, y por tanto, a los otros,
«para que venga su Reino».
Queridos
amigos, en esta hora de la renovación de las promesas, queremos
pedir al Señor, que nos haga hombres de verdad, hombres de amor,
hombres de Dios. Roguémosle que nos atraiga, cada vez más dentro de
sí, para que nos convirtamos verdaderamente, en sacerdotes de la
Nueva Alianza. Amén.
©
Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana
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Testimonio
de la Eucaristía
La
última misa del Padre Ragheed, mártir de la Iglesia caldea
Lo
asesinaron al salir de la misa, en Mosul, Irak. 3 Junio, 2007.
Fuente: Zenit
El
padre Ragheed Keni, párroco de la iglesia del Espíritu Santo –en
la ciudad irakí de Mosul-, y tres diáconos -Basman Youssef, Bassam
y Ghassan- han sido asesinados a balazos, por unos desconocidos.
Los
diáconos acompañaban al sacerdote –de 31 años- cuando éste
salía de la iglesia, después de haber celebrado la Santa Misa.
Los
cuerpos de los cuatro asesinados, permanecen ante la iglesia; han
pasado las horas, y nadie se atreve a acercarse, ni siquiera la
policía, para no correr la misma suerte.
"Sin
domingo, sin Eucaristía, los cristianos en Irak no pueden vivir":
el Padre Ragheed contaba así, la esperanza de su comunidad,
acostumbrada cada día, a ver a la muerte cara a cara; la misma
muerte que ayer en la tarde, ha afrontado él, regresando de la misa.
Después
de haber nutrido a sus fieles, con el cuerpo y la sangre de Cristo,
ha donado también su propia sangre, su vida, por la unidad de Irak,
y por el futuro de su Iglesia.
Con
pleno conocimiento, este joven sacerdote, había escogido permanecer
junto a sus fieles, en su parroquia dedicada al Espíritu Santo, en
Mosul, considerada la ciudad más peligrosa de Irak, después de
Bagdad.
El
motivo es simple: sin él, sin el pastor, la grey se habría
descarriado. En la barbarie de los kamikazes y de las bombas, al
menos una cosa era segura, y daba fuerza para resistir: "Cristo
- decía Ragid - con su amor sin fin, desafía el mal, nos mantiene
unidos, y a través de la Eucaristía, nos dona nuevamente la vida,
que los terroristas buscan quitarnos".
Su
testimonio, es el de una fe vivida con entusiasmo. Objetivo de
repetidas amenazas y atentados desde el 2004; ha visto sufrir
parientes, y desaparecer amigos; y sin embargo hasta el último, ha
seguido recordando, que también ese dolor, esa carnicería, esa
anarquía de la violencia, tenía un sentido: debía
ofrecerse.
Después
de un ataque a su parroquia, el pasado domingo de Ramos, 1º de
abril, decía: "Nos hemos sentido
como Jesús, cuando entra a Jerusalén, sabiendo que la consecuencia
de Su amor por los hombres, será la Cruz. Así nosotros, mientras
los proyectiles atravesaban los vidrios de la iglesia, hemos ofrecido
nuestro sufrimiento, como signo de amor a Jesús".
También
contaba hace pocas semanas: "Esperamos cada día el ataque
decisivo, pero no dejaremos de celebrar la misa. Lo haremos incluso
bajo tierra, donde estamos más seguros. En esta decisión, soy
alentado por la fuerza de mis parroquianos. Se trata de una guerra,
una guerra de verdad, pero esperamos llevar esta Cruz hasta el fin,
con la ayuda de la Gracia divina".
Y
entre las dificultades cotidianas, él mismo se maravillaba de llegar
así a comprender, en modo más profundo, "el gran valor del
domingo, día del encuentro con Jesús Resucitado, día de la unidad
y del amor entre nosotros, del sostén y de la ayuda".
A
pesar de todo, Ragid dijo: "Puedo equivocarme, pero tengo la
certeza de que una cosa, una sola cosa es verdad siempre: que el
Espíritu Santo, seguirá iluminando a algunas personas, para que
trabajen por el bien de la humanidad, en este mundo tan lleno de
mal".
San
Agustín, en el siglo III, escribió: "Los mártires, al
derramar su sangre por sus hermanos, no hicieron sino mostrar, lo que
habían tomado de la mesa del Señor. Amémonos, pues, los unos a los
otros, como Cristo nos amó, y se entregó por nosotros".
Ragheed
sacerdote mártir, ha dado su vida por Cristo y su Iglesia.
Tu
y yo, ¿Que hacemos?. ¿Hay pasión de amor por Cristo en nuestro
corazón, lo suficiente para la entrega total?. ¿O nos dejamos
agobiar por las pruebas?.
Lo
mataron para herir a la Iglesia, pero la han enriquecido con un nuevo
mártir.
Padre
Ragheed, GRACIAS. Te necesitamos, y ahora como mártir, seguirás
siendo un tesoro para la Iglesia. No olvidaremos tu testimonio. Ya
nos estás edificando en el amor de Cristo. Amén.
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Oración:
Te pedimos hoy Señor, por las vocaciones sacerdotales, religiosas,
misioneras y laicales, a fin de que aumente el número de los
consagrados a Tí, y así pueda el mundo encontrar Tu Paz y Tu
Verdad. Que seamos siempre parte de tu Cuerpo Místico, todos los
días de nuestra Vida. Amén.
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