Segunda
Feria, 15 de enero
San
Pablo, Primer Ermitaño y San Macario el Viejo
Ermitaños
(† ca. 341)
(† ca. 341)
"Si
el Señor me diera a escoger, no titubearía en elegir la túnica de
Pablo con sus méritos, más que las púrpuras de los reyes con sus
penas".
Breve
La
aparición de Pablo Ermitaño, en el escenario de la vida, puede
compararse a la de un meteoro, cuyo paso es señalado únicamente por
medios potentes de captación. En su larga carrera mortal, pasó San
Pablo Ermitaño desapercibido a los ojos del común de los mortales,
y sólo la mirada de águila de San Jerónimo, logró captar los
destellos de virtud, que irradiaba su personalidad desde las
fragosidades del desierto de la Tebaida.
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Luis
Arnaldich, O. F. M.
Se
cree que nació San Pablo Ermitaño hacia el año 228. Su casa natal,
apenas se diferenciaba de las de sus conciudadanos menos favorecidos
por la fortuna, obradas con adobes de limo del Nilo, secados al sol.
Sus padres eran ricos y hacendados.
No
sabemos, cuáles eran las relaciones de la familia con los poderes de
ocupación. Desde hacía casi dos siglos, Egipto había perdido su
independencia para incorporarse, al igual que otros pueblos de África
y Asia, al vasto Imperio romano. Las órdenes de los césares romanos
cruzaban el mar, y llegaban a Egipto a través de los funcionarios
imperiales.
Pero
sucedía muchas veces, que a pesar de las promesas de los
emperadores, y en contra de su voluntad, no se hacia justicia al
pueblo, que enviaba sus barcos cargados de víveres a la capital del
Imperio, y alimentaba a funcionarios y soldados estacionados en su
suelo. La familia de Pablo estaba obligada, como cualquier otra, a
pagar los gastos de las tropas de ocupación, y a contribuir con su
tributo al erario imperial.
La
familia de Pablo era cristiana, pero no sabemos cuándo la fe de
Cristo, se adueñó de aquel hogar, y en qué grado había arraigado
en el corazón de los padres del santo ermitaño. Por largos años,
gozó el cristianismo de paz dentro del Imperio romano, y gracias a
la misma, fueron muchos los cristianos que escalaron puestos de
responsabilidad civil y militar.
En
Egipto, la fe cristiana se instaló en primer lugar en las ciudades
de la costa mediterránea, y de allí fue remontando paulatinamente
hacia el interior, creándose pequeñas comunidades cristianas, junto
a las riberas del Nilo, e incluso en los oasis del desierto.
Sin
embargo, el favor de que gozaba la religión cristiana, el roce
continuo con los paganos. la penuria del clero docto, los obstáculos
naturales que entorpecían el contacto con la jerarquía
eclesiástica, fueron causa de que se cultivara una fe superficial, y
de que reinara en algunos lugares, cierto sincretismo religioso, y de
que la ignorancia en materias de religión fuera espantosa. Esta fe
vacilante, podía desaparecer tan pronto como soplaran los vientos de
la persecución. Y ésta llegó con el emperador Decio.
En
octubre del año 249, Decio quedó dueño absoluto del Imperio.
Enardecido por un celo fanático, llegó al convencimiento, de que la
veneración de los dioses era la base para la prosperidad del Imperio
romano. A los cristianos, hacía responsables del divorcio existente
entre los dioses.
En
Egipto, como en otras partes, se exigió el cumplimiento escrupuloso
del edicto imperial. ante el cual los cristianos reaccionaron
diversamente. Como tónica general, cabe señalar que los efectos del
edicto fueron lamentables; el número de apóstatas sobrepujó toda
previsión.
Nunca
la Iglesia tuvo que deplorar tanta defección. Unos renegaban de su
fe públicamente, otros huían, y se refugiaban en la clandestinidad.
Familias, grupos enteros, llegaban al cercano desierto. Individuos
aislados, se ocultaban en los bosques, en los cañaverales de los
pantanos, en tumbas y en grutas, cuando no en la vivienda de algún
pagano (Queffélec).
Pero
no faltaron quienes se mantuvieron valientes, a pesar de las amenazas
y suplicios a que se los sometía. Las recias y santas columnas de la
Iglesia, dice Eusebio, fortalecidas por Él, y sacando de su probada
fe, una dignidad, vigor y potencia proporcionados, fueron admirables
testimonios de su reinado.
La
persecución de Decio, decidió el rumbo que tomaría en el futuro la
vida de San Pablo Ermitaño. Contaba a la sazón unos veinte años
cumplidos. El edicto imperial le ponía en la alternativa de
apostatar de su fe, o de morir en defensa de la misma. Sus padres
habían muerto, y el joven vivía en compañía de una hermana
casada.
Además
de una rica hacienda, sus padres le dejaron en herencia, una
educación refinada, y una cultura humanística, que abarcaba el
conocimiento perfecto de las letras griegas y egipcias. Si
renegaba de Cristo, podía seguir al frente de sus propiedades, y
disfrutar de una vida apacible en el hogar; pero si decidía
perseverar en la fe, debía afrontar los males que caerían sobre él,
incluso la muerte.
Imitando
el ejemplo de muchos de sus conciudadanos también cristianos, tomó
la decisión de ausentarse del pueblo natal por algún tiempo,
esperando a que cediera la vehemencia de la persecución. Poniendo en
práctica sus proyectos, se marchó a un pueblo lejano, con la
esperanza de pasar allí totalmente desapercibido.
Pero
fallaron sus cálculos, por cuanto su cuñado, que debía velar por
la vida de Pablo, le amenazó con delatarle a la autoridad. ¿Era o
no cristiano el cuñado?. ¿Había acaso renegado de la fe, y quería
vengarse ahora de un valiente soldado de Cristo, que le confundía
con su ejemplo?. ¿Fue el interés, el móvil que empujó al cuñado
a perseguir a Pablo?. No lo sabemos.
De
nada sirvieron los ruegos y las lágrimas de la hermana; tampoco los
lazos de la sangre fueron capaces de ablandar el corazón del cuñado.
Puesto Pablo al corriente de las maquinaciones de aquél, se marchó
a unos montes desiertos, esperando a que amainara el temporal,
desencadenado por Decio contra los cristianos.
También
en esta ocasión, se frustraron las esperanzas de Pablo, por cuanto,
a la muerte de Decio, le sucedió Valeriano, aclamado emperador por
sus tropas, en el año 253. Favorable en un tiempo a los cristianos,
no tardó mucho en convertirse en perseguidor de los mismos.
Por
su edicto del otoño del año 257, amenazó con pena de muerte a los
que asistieran a reuniones sagradas, y visitaran los cementerios,
exigiendo además, a todos, el reconocimiento del culto oficial del
Imperio romano. ,
De
vez en cuando, regresaba Pablo al poblado en busca de provisiones, y
para informarse de la marcha de los acontecimientos político -
religiosos del Imperio, y otras tantas veces debía internarse en la
inmensidad del desierto.
En
una de las ocasiones en que volvía a su guarida, adentrándose hasta
el mismo corazón del desierto, tropezó con un monte pedregoso, en
cuya falda divisó la entrada a una caverna, medio obstruida por una
gran piedra.
Movido
por la curiosidad, penetró dentro de la cavidad, y se halló frente
a un vestíbulo espacioso, a cielo abierto, cubierto por las ramas de
una vieja palmera. Divisó allí mismo, a un manantial de aguas
purísimas, que tras de un brevísimo curso desaparecían en el
suelo.
Por
la pendiente del monte existían otras muchas cuevas más pequeñas,
dentro de las cuales había restos de yunques, martillos y otros
instrumentos que sirvieron, en los tiempos de Antonio y Cleopatra,
para acuñar moneda.
Se
prendó Pablo de aquel lugar, y decidió instalarse allí para
siempre. La palmera se encargaría de suministrarle los alimentos,
que hasta entonces traía de su casa con peligro de su vida; el agua
del manantial apagaría su sed. El desierto, que había sido para él,
más humano que sus hermanos los hombres, continuaría protegiéndole
de las emboscadas de los enemigos de su fe.
El
mundo quedaba lejos, y únicamente la carne y el demonio, le
siguieron hasta su escondite, amenazando de continuo la paz de su
alma. Pero no era el desierto de la Tebaida, un feudo de los
espíritus diabólicos, porque también allí imperaba Dios sobre
ellos.
En
otro tiempo, el demonio asmoneo huyó al Egipto superior, donde fue
atado por un ángel (Tob. 8,3). Los babilonios, y los antiguos
pueblos árabes, creían ciegamente que el desierto estaba poblado
por Djins, o sea espíritus diabólicos. Estos seres, según ellos,
visitaban los lugares habitados en otro tiempo, y los cementerios. En
todas partes se les podía encontrar, al roturar un campo, al excavar
un pozo, al levantar una casa, o una choza. Ellos se encarnan en los
animales salvajes, en las aves de rapiña, serpientes, lagartos, etc.
A veces se aparecen bajo el aspecto de seres híbridos, cubiertos de
pelo.
Según
San Jerónimo, cuando San Antonio abad caminaba por el desierto en
busca de un ermitaño misterioso, de que se le había hablado en una
visión, tropezó con hipocentauros, de aspecto terrible y
repugnante, pero inofensivos para todo hombre que sirviera a Dios
fielmente.
A
ellos, se juntó el coro de otros monstruos "que los gentiles
llaman sátiros", cuya misión era atemorizar a Antonio, y
obligarle a que regresara a su monasterio. Ya antes, San Antonio tuvo
que mantener una prolongada y descomunal lucha contra tales
monstruos, encarnación del diablo.
Por
otra parte, el Dios de Israel, asentó su morada visible en el
desierto del Sinaí, y atrajo a aquel lugar a su pueblo predilecto,
con el fin de hablarle allí confidencialmente, al corazón. El
contacto con la civilización de Egipto, y de Canaán, había
contribuido a su progreso técnico y material, pero habían enfriado
el espíritu.
Israel
fue adoctrinado directamente por Dios, en la soledad del desierto
(Os. 2,16), y nunca, en el curso de su historia, olvidó totalmente
estos cursos catequísticos divinos. Los profetas recuerdan con
nostalgia, los días de la peregrinación de Israel por el desierto,
días en que se celebraron sus desposorios con Yahvé.
Como
hemos visto, en el desierto montan guardia los ángeles, prontos a
encadenar al demonio, y a servir a los que triunfan de él en el
combate. San Pablo sabía, que además de la compañía de animales
salvajes y aves de rapiña, podía contar con la de los ángeles,
invisibles a su vista, pero muy cercanos a su persona, atentos
siempre a protegerle contra las potestades tenebrosas, y listos para
presentar al trono de Dios, los méritos acumulados con sus
penitencias y oraciones.
Con
él estaba Dios. que trabajaba a su gusto, el corazón de Pablo.
Nunca sabremos lo que Pablo y Dios se dijeron en la intimidad del
desierto; y aquellos prolongados coloquios de corazón a corazón,
llevaron al ermitaño a la cima de la santidad.
Pasaron
los años. Pablo se arrastraba penosamente encorvado, por el peso de
sus ciento trece años. Hacía unos noventa que había
muerto al mundo, y pensaba morir sin volver a ver el rostro de un ser
humano. Cualquier día, su corazón dejaría de latir; sus carnes se
pudrirían en el fondo de la cueva, o serían pasto de animales y
aves de rapiña.
Unos
huesos descarnados, legarían a la posteridad el recuerdo del paso de
un hombre mortal, en el corazón del desierto de la Tebaida. San
Pablo, en este supuesto, habría vivido para sí, desconocido, sin
dejar rastro de su paso por el mundo.
Pero
no quiso Dios que quedaran bajo el celemín, los ejemplos de su larga
vida de penitencias y abnegaciones, y por lo mismo, aprovechó la
coyuntura, de que al asaltar a otro viejo ermitaño, el pensamiento
de que no había en el desierto otro monje que le igualara en
santidad, le reveló en sueños que en las honduras del desierto
vivía uno, mucho más perfecto que él, dándole el encargo de
visitarle.
El
abad Antonio esperó a que amaneciera, para emprender el viaje en
busca de su émulo. Con un nudoso bastón en sus manos,
emprendió de madrugada su viaje hacia un lugar desconocido. Contaba
entonces noventa años de edad. Anduvo toda la mañana.
Llegado el mediodía, sin avistar alguna huella humana, se decía:
"Espero que Dios me enviará al lugar donde mora su
consiervo, de que me habló en una visión".
Refiere
San Jerónimo, que el intrépido viajero, tropezó en pleno desierto
con monstruos que trataban de atajarle. Pero San Antonio
no se arredró, por cuanto sabía que el diablo tomaba tales
apariencias monstruosas, furioso de ver a su viejo enemigo, pasearse
por el desierto. Dos días y dos noches siguió andando, guiado
solamente por inspiración divina.
Pero,
he aquí que entre dos luces, divisó cómo una loba sedienta corría
hacia el pie de un monte. San Antonio siguió con la vista los pasos
de la fiera, y cuando ésta hubo desaparecido en el anchuroso
desierto, se acercó al lugar, oteó en el interior de la cueva,
todavía envuelta en tinieblas, avanzó cuidadosamente, reteniendo el
aliento, y aplicando el oído para captar cualquier ruido proveniente
del interior.
Acostumbrados
sus ojos a la oscuridad, trató de acelerar el paso cuando,
inopinadamente, tropezaron sus pies con una piedra. Al oír aquél
estrépito el ermitaño, temiendo acaso que una fiera se introdujera
en su guarida, se abalanzó hacia la entrada, y la taponó con una
gran piedra.
Descorazonado,
Antonio ante aquel inesperado recibimiento, se acurrucó junto a la
puerta, pidiendo insistentemente, y durante largas horas que le
franqueara la entrada, diciendo: "Sabes quién soy y de dónde
vengo. Bien sé que no soy digno de aparecer ante tu presencia; pero
no me volveré hasta haberte visto. Tú que recibes a las bestias del
campo. ¿por qué rehúsas conceder audiencia a un hombre?. Busqué
anhelosamente tu morada y di con ella; ahora llamo para que me abras.
Si no alcanzo lo que deseo, moriré en el umbral de tu mansión, y
tendrás que sacarme de aquí cadáver".
Por
fin, el huraño ermitaño, sonriente, abrió la puerta y se echó en
brazos de Antonio, saludándose los dos, sin haberse conocido antes,
con sus respectivos nombres, y ambos dieron gracias a Dios. Repuesto
Pablo de la emoción primera, se desató su lengua, diciendo: "He
aquí al que buscaste con tantos afanes, estropeado por los años, y
en vísperas de que sus carnes sean pasto de los gusanos".
De
repente, cambió el tono jeremíaco de su voz, y abrumó a Antonio
con preguntas relacionadas con el mundo que había abandonado hacía
años: "¿Cómo va el mundo?. ¿Se levantan nuevas
construcciones en las viejas ciudades?. ¿Cuál es el imperio que
rige el mundo?. ¿Quedan todavía individuos, víctimas de los
engaños diabólicos?". Muchas otras preguntas dirigió
Pablo a su huésped, a las que éste contestaba complaciente.
El
emocionante encuentro, y el coloquio que le siguió, habían hecho
olvidar a los dos ancianos, la comida material. pero no los había
desamparado Dios, ya que todavía enzarzados en animada conversación,
vieron que revoloteaba un cuervo sobre sus
cabezas, llevando un pan prendido de su pico, que depositó luego a
los pies de los dos ermitaños.
Ante
la extrañeza de Antonio, le dijo el ermitaño Pablo: "He
aquí que el misericordioso Dios, nos envía la comida. Por espacio
de sesenta y más años, me enviaba por el mismo recadero medio pan,
pero con tu llegada se ha duplicado la ración".
Los
dos, según San Jerónimo, dieron gracias a Dios, y se sentaron a
beber del manantial de aguas cristalinas. Pero se entabló una
amigable discusión, sobre quién de los dos partiría el pan,
prolongándose la misma hasta la noche. Alegaba Pablo el privilegio
de la hospitalidad, Antonio oponía el de la edad.
Decidieron
por fin tomar cada cual el pan por un aparte, tirando hacia sí y
reservándose el trozo, que les quedara en la mano. Después,
inclinados sobre el arroyo, bebieron un poco de agua, ofreciendo a
Dios un sacrificio de alabanzas, y pasaron la noche velando
(Queffélec).
Un
nuevo día amaneció en el desierto, y con él un cambio de tono en
el diálogo entre Antonio y Pablo. Sabía éste, que sus días
tocaban al fin, y quiso aprovechar la presencia de su amigo, para
disponer su sepultura. "Ha llegado el momento tan deseado,
dijo Pablo, de
despojarme de este cuerpo de carne, para ir a recibir de manos de mi
Dios la corona de justicia. A ti te ha enviado Dios, para que cubras
mi cuerpo con tierra, o mejor, para que entierres lo que es tierra."
Al
oír Antonio aquellas palabras, rompió en llanto, rogando entre
sollozos a Pablo, que le llevara consigo en el viaje hacia la
eternidad. "No, contestó Pablo, porque tus hermanos
necesitan todavía de tu ejemplo. Te ruego ahora, si no te es
molesto, que vayas a tu monasterio, y traigas el manto que te legó
el obispo Atanasio, para envolver con él mi cadáver”.
Se
admiró Antonio de que Pablo supiera lo del manto de Atanasio,
infiriendo de ello, que Dios se lo había revelado. Viendo pues, que
Pablo era un gran siervo de Dios, bajó la cabeza, y marchó a su
monasterio en busca del mencionado manto.
Le
era igual a Pablo, comenta San Jerónimo, que su cuerpo se pudriera
estando al descubierto, u oculto bajo una prenda de vestir; lo que
pretendía con lo del palio, era ahorrar a Antonio el dolor de verle
morir.
Antes
de llegar al monasterio le salieron al encuentro dos monjes, quienes
admirados, le preguntaron dónde había estado tanto tiempo. El Santo
no supo decir otra cosa, que el haber encontrado en pleno desierto a
un santo, en comparación del cual, era él un pecador.
Dicho
esto, entró rápido en el monasterio, y sin probar alimento, salió
de nuevo en dirección al desierto, acelerando su paso, por miedo a
que en su ausencia, entregara Pablo su alma a Dios. Sus temores se
cumplieron desgraciadamente, por cuanto, faltando todavía unas tres
horas para llegar a la meta, vio en una visión, el alma
resplandeciente de Pablo, entre los coros de los santos. Antonio
postró su rostro en tierra, quejándose dulcemente con estas
palabras: "¿Por qué me abandonas, Pablo?. ¿Por qué te vas
sin decirme adiós?. ¡Tan tarde te conocí, y tan pronto te perdí!".
Refería
más tarde San Antonio. que vencida la primera impresión, se
incorporó de nuevo, y emprendió veloz marcha hacia la cueva de
Pablo. Entrando dentro de la cavidad, encontró al Santo postrado de
rodillas, la frente alta, extendidos los brazos hacia lo alto, y el
cuerpo exánime. Creyó al primer momento que estaba en oración,
pero al no oírle ningún suspiro, se convenció de que su amigo,
había traspasado los umbrales de la eternidad.
Antonio
amortajó el cuerpo de Pablo con el palio de San Atanasio. Pero
llegado el momento de darle sepultura, no encontró a mano
instrumento alguno para cavar la fosa. ¿Qué hacer?. Ir al
monasterio en su busca era imposible, por la distancia del trayecto,
calculado en cuatro días de viaje, dos de ida y otros dos de vuelta.
Entonces se le escaparon las palabras: "Moriré, Señor,
junto a tu siervo Pablo".
Ocupado
en estos pensamientos, vio surgir de las profundidades del desierto,
a dos leones que con paso veloz, avanzaban en dirección a él.
Durante unos momentos sintió la sensación del miedo, pero pronto se
repuso, al ver que una vez junto al cadáver de Pablo, movían los
leones suavemente sus colas, y lanzaban al aire dolorosos quejidos,
asociándose, a su manera, al dolor que embargaba el corazón de
Antonio.
Luego
empezaron ambos, a excavar la tierra con sus garras, hasta abrir una
zanja, capaz de contener el cadáver de un hombre. Terminada
aquella tarea, se acercaron a Antonio cabizbajos, lamiendo sus manos
y pies, y esperando a que les diera su bendición y autorización,
para regresar con su manada.
Antonio
perdía a un amigo y la humanidad un santo. Transido de dolor su
corazón, ejerció para con su amigo Pablo la obra de caridad, de
enterrar su cadáver. Una vez terminada la lúgubre ceremonia,
resolvió Antonio regresar a su monasterio. Como recuerdo
inolvidable, cargó con la túnica tejida con hojas de palmera que
usaba Pablo, para cubrir sus desnudeces, y que usó Antonio en lo
venidero en las solemnidades de Pascua y Pentecostés.
San
Jerónimo acaba la vida de Pablo, con las palabras: "Si
el Señor me diera a escoger, no titubearía en elegir la túnica de
Pablo con sus méritos, más que las púrpuras de los reyes con sus
penas".
A
San Jerónimo, debemos los pocos datos históricos sobre la vida y
virtudes de San Pablo Ermitaño, del cual dice que fue en realidad el
creador del monaquismo. Es posible que San Jerónimo, al escribir la
vida de Pablo, diera en algunas cosas rienda suelta a su imaginación,
tratando de embellecer con descripciones poéticas, los datos
escuetos de la historia.
No
es posible trazar una línea divisoria entre la leyenda y la
historia, pero podemos decir que no ha inventado Jerónimo a Pablo el
ermitaño, ni a su túnica de hojas de palmera.
Que
entre Antonio y Pablo, haya habido contactos es más que probable,
como lo es que ambos hayan alabado conjuntamente a Dios en el corazón
del desierto, y que ambos compartieran allí, el pan de la caridad,
cualquiera que fuera su procedencia.
Lo
cierto es que Pablo, con una vida callada en las inmensidades del
desierto, ha influido en el ánimo de muchos, que han buscado a Dios
en la soledad, y se han santificado en una atmósfera de silencio, y
de olvido total del mundo, atentos solamente a la voz del Divino
Maestro, que habla al corazón.
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San
Macario el Viejo
Fecha: 15 de enero en el antiguo calendario
Etim: "feliz o bienaventurado" del griego.
Etim: "feliz o bienaventurado" del griego.
Vivió
en Egipto en el siglo IV, murió por el año 390.
Fue
pastor de ganado, y desde su juventud vivió como anacoreta. Por una
mujer que le acusó de haberla seducido, fue castigado públicamente.
El toleró los insultos y el castigo, hasta que la mujer confesó la
verdad después de nacido el niño.
Volvió
al desierto donde dirigió a otros anacoretas. Se
distinguió por sus ayunos, y poseyó facultades taumatúrgicas y de discernimiento espiritual.
También:
Macario de Alejandría (siglo V)
Macario de Gand (siglo XI)
Macario, patriarca de Jerusalén (siglos III-IV), constructor de la Basílica del Santo Sepulcro.
Macario de Pelecete (siglo IX).
Macario de Alejandría (siglo V)
Macario de Gand (siglo XI)
Macario, patriarca de Jerusalén (siglos III-IV), constructor de la Basílica del Santo Sepulcro.
Macario de Pelecete (siglo IX).
Oración:
Te pedimos Señor y Dios nuestro, que por los méritos e intercesión
de San Pablo, Primer Ermitaño, de San Macario y de San Antonio Abad,
podamos convertir, hasta donde sea posible, nuestra casa en hogar de
silencio y oración. Que siempre nos envíes nuestro sustento, por
medio de tus celestiales manos, y así nada necesitemos y temamos. Tú
que eres oración, comida y bebida santa. Amén.
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