Sábado
20 de enero
San
Fructuoso, Obispo y sus Diáconos, Santos Augurio y Eulogio
Mártires
Mártires
(†
259)
«Es
preciso que tenga en mi pensamiento, a la Iglesia Católica,
derramada de Oriente hasta Occidente.»
Breve
Entre
los mártires más preclaros de la España romana, destacan el obispo
de Tarragona San Fructuoso, y sus diáconos San Augurio y San
Eulogio.
Gracias
a las Actas de su martirio, excepcionales en su autenticidad, y
escritas con una sublime sencillez, conocemos detalles primorosos de
la organización eclesiástica, y de la vida cristiana de la España
antigua.
Prudencio
dedicó a estos santos sus mejores versos.
Murieron
quemados en Tarragona, bajo la persecución de los emperadores
Valeriano y Galieno, el año 259.
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Es
la primera de las grandes figuras que nos ofrece la historia de la
Iglesia española. A mediados del siglo III, cuando Basilides y
Marcial, los obispos libeláticos de la España occidental,
escandalizaban a los cristianos con su cobardía, Fructuoso avanzaba
hacia la hoguera, con un gesto lleno de grandeza y dignidad.
Noblemente
había gobernado antes la iglesia de Tarragona, la primera ciudad de
la España. Pocas ciudades se habían mostrado tan adictas a las
leyes, a las costumbres, y a los dioses del Imperio romano. El culto
al César y a Roma, había nacido dentro de sus muros, y el medio
millar de inscripciones que se han encontrado entre las ruinas, son
una prueba elocuente de una romanización ferviente y completa.
No
obstante, el Cristianismo se propagaba en la gran ciudad
mediterránea. Tal vez, fue San Pablo el primero que dejó allí la
semilla. En el año 250, el jefe de la pequeña cristiandad, era un
hombre que tenía todo el aliento de los grandes pastores. Respetado
de los fieles, lo mismo que de los paganos, era uno de los más
eminentes personajes del municipio.
En
la peste terrible que entonces asolaba al Imperio dio pruebas de
aquella caridad heroica, que por aquellos mismos días, ejercitaban
Cipriano en Cartago, Dionisio en Alejandría, y Gregorio Taumaturgo
en Neocesarea.
Pero
la ley es implacable. Gobernaba entonces el Imperio Valeriano. «Era
dulce y bueno—dice una de sus víctimas, el patriarca de
Alejandría—; ninguno de sus predecesores, ni siquiera los que
habían profesado pública o clandestinamente la fe, tuvo para los
hermanos una acogida tan afectuosa y familiar. Su casa, llena de
hombres piadosos, parecía una iglesia.»
De
este hombre excelente, la tiranía de la política hizo un
perseguidor a un devoto amigo de los cristianos. Dominado por una
camarilla de fanáticos, llegó a imaginarse que frente al Imperio,
había un poder tenebroso, poseedor de inmensas riquezas, y causante
de todas las crisis económicas por que atravesaba el Estado. Ese
poder, le dijeron, es la Iglesia de los cristianos.
En
el año 257, aparecía un edicto por el cual, los jefes de las
iglesias se veían obligados a ofrecer sacrificios a las divinidades
del Imperio. En los primeros días del año siguiente, la policía
imperial arrestaba a Fructuoso en Tarragona, y le encerraba en la
cárcel con dos de sus diáconos, Eulogio y Augurio. Toda la
«fraternidad» de los cristianos pasó por la prisión,
presentándole sus donativos y rogándole que les tuviese presentes
en su confesión. El obispo seguía predicando y catequizando, y
aunque estaba encadenado, tuvo la alegría de bautizar a un
convertido. Siete días más tarde, los tres detenidos comparecían
ante el tribunal.
Introducid
al obispo Fructuoso y a sus diáconos—ordenó el gobernador
Emiliano.
—Aquí
están—respondieron los oficiales. Y comenzó el interrogatorio.
—¿Conoces
las órdenes del emperador?—preguntó Emiliano.
—No
las conozco, pero soy cristiano—respondió el obispo.
—Pues
exigen que adores a los dioses.
—Yo
adoro a un solo Dios, que ha hecho el cielo, la tierra, el mar, y
cuanto hay en ellos.
—¿No
sabes que hay dioses?
—No
sé nada de eso.
—Pues
lo aprenderás.
Fructuoso
levantó los ojos al cielo, y rezó silenciosamente.
—¿Quién—repuso
el gobernador—podrá ser obedecido, temido, honrado, si se rehúsa
el culto a los dioses, y la adoración a los emperadores?
Después,
dirigiéndose hacia el diácono Augurio, añadió:
—No
escuches lo que Fructuoso te dice.
—También
yo—replicó el diácono—adoro al Dios omnipotente.
—Y
a Fructuoso, ¿le adoráis, acaso?—preguntó Emiliano a Eulogio.
—Yo
no adoro a Fructuoso, sino al Dios que Fructuoso adora.
Entonces
el gobernador, volviéndose de nuevo hacia el prelado, le preguntó:
—¿Eres
obispo?
—Lo
soy.
—Lo
fuiste—dijo Emiliano, levantándose, y ordenando que los tres
fuesen quemados vivos.
Los
esbirros se apoderaron de ellos y los llevaron al anfiteatro, que era
el lugar designado para el suplicio. El pueblo caminaba junto a ellos
llorando.
En
el trayecto hubo un momento emocionante y de un sabor arcaico. Varios
«hermanos» se acercaron a los reos ofreciendo una copa de vino.
Fructuoso la rehusó diciendo: «Aún no es hora de romper el ayuno.»
Efectivamente, era miércoles, día de ayuno para los primeros
cristianos, ayuno que duraba hasta las tres de la tarde.
Pero
en realidad, con esta excusa iba unida la más noble modestia. El
brebaje ofrecido por la «caridad fraterna» no era un vino puro,
sino una bebida en que se mezclaban infusiones de plantas aromáticas,
que daban al cuerpo un vigor momentáneo y le hacían menos sensible
a los dolores. Tertuliano se reía de los mártires, a quienes había
que sostener con semejantes artificios.
La
altivez ibérica de Fructuoso no se avenía tampoco con esas cobardes
mitigaciones. Tenía un sentido demasiado alto del honor cristiano,
para permitir que le confundiesen con aquellos «mártires ambiguos»
de que hablaba el vehemente africano. Imitando
al Salvador, apartó los labios de la copa que debía adormecer su
agonía, y prefirió beber hasta las heces el cáliz del martirio.
Habían
llegado al anfiteatro; la hoguera ardía, y Fructuoso iba a subir a
ella, cuando un lector, llamado Augustalis, se acercó para desatarle
las sandalias. También ahora rehusó el mártir, prefiriendo
descalzarse él mismo. Iba a consumar el sacrificio de su vida;
estaba, como Moisés, junto a las llamas, y sólo descalzo podía
subir a aquel altar.
Ya
avanza, cuando un cristiano llamado Félix se le acerca, le coge de
la mano y le ruega que se acuerde de él. Entonces Fructuoso,
extendiendo a lo lejos la mirada, dijo con voz poderosa: «Es
preciso que tenga en mi pensamiento, a la Iglesia Católica,
derramada de Oriente hasta Occidente.» Estas fueron sus
últimas palabras.
Inmediatamente,
sin la menor señal de turbación, penetró en la hoguera. Sus
diáconos le siguieron. Rotas por el fuego las cuerdas que sujetaban
sus manos, los tres mártires cayeron de rodillas con los brazos
extendidos. Al verlos así, en medio de las llamas, dice Prudencio,
todos recordaban a los tres jóvenes hebreos en el horno de
Babilonia, «Dos de nuestros hermanos,
pertenecientes a la casa del prefecto—dicen las actas—, vieron a
los tres elegidos subir al cielo», y la hija del
gobernador fue también testigo de la maravilla.
Los
fieles, cuando el fuego consumió los cuerpos, se precipitaron en el
anfiteatro, rociaron los huesos con vino, en recuerdo de las
libaciones que hacían los antiguos, en la ceremonia de la cremación,
y habiendo tomado cada cual lo que pudo de las reliquias, se las
llevaron a sus casas. Pero comprendiendo luego, que aquello era un
celo mal entendido, encerraron las cenizas en un mismo sarcófago,
«para que recibiesen juntos la corona de la
victoria, los que juntos la habían alcanzado».
Tal
fue la muerte con que el gran obispo dio testimonio de su fe. Aquella
serenidad impresionó profundamente a todos sus conciudadanos, y uno
de ellos, testigo de vista, nos ha conservado la emoción en un
relato de una sencillez maravillosa, digna de la grandeza del héroe.
Es uno de los documentos más venerables de la antigua Iglesia de
España.
Oración:
Te pedimos Señor y Dios nuestro, que por los méritos de San
Fructuoso, San Augurio y San Eulogio, podamos contar siempre con el
fuego purificador de tu Amor, que limpie las impurezas de nuestro
corazón, y así poder siempre ser éste una digna morada para Tí. A
Tí Señor que nos prometiste las mansiones divinas en tu Reino, y
que deseamos que reines en nuestros corazones por los Siglos de los
Siglos. Amén.
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