Tercera
Feria, 28 de junio
SAN
IRENEO
Padre
de la Iglesia, nacido cerca del año 130
Obispo de Lyon
“Pues
la amistad de Dios otorga la inmortalidad a quienes la aceptan”
Breve
San
Ireneo, educado en Esmirna; fue discípulo de la San Policarpo,
obispo de aquella ciudad, quién a su vez fue discípulo del Apóstol
San Juan. En el año 177 era presbítero en Lyon (Francia), y poco
después ocupó la sede episcopal de dicha ciudad.
Las
obras literarias de San Ireneo le han valido la dignidad de figurar
prominentemente entre los Padres de la Iglesia, ya que sus escritos
no sólo sirvieron para poner los cimientos de la teología
cristiana, sino también para exponer y refutar los errores de los
gnósticos y salvar así a la fe católica del grave peligro que
corrió de contaminarse y corromperse por las insidiosas doctrinas de
aquellos herejes.
Recibió
la palma del martirio, según se cuenta, alrededor del año 200.
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Infancia
y Estudios
Nada
se sabe sobre su familia. Probablemente nació alrededor del año
125, en alguna de aquellas provincias marítimas del Asia Menor,
donde todavía se conservaba con cariño el recuerdo de los Apóstoles
entre los numerosos cristianos.
Sin
duda que recibió una educación muy esmerada y liberal, ya que
sumaba a sus profundos conocimientos de las Sagradas Escrituras, una
completa familiaridad con la literatura y la filosofía de los
griegos.
Tuvo
además, el inestimable privilegio de sentarse entre algunos de los
hombres que habían conocido a los Apóstoles, y a sus primeros
discípulos, para escuchar sus pláticas. Entre
éstos, figuraba San Policarpo, quien ejerció una gran influencia en
la vida de San Ireneo.
Por
cierto, que fue tan profunda la impresión que en éste produjo el
santo obispo de Esmirna que, muchos años después, como confesaba a
un amigo, podía describir con lujo de detalles, el aspecto de San
Policarpio, las inflexiones de su voz, y cada una de las palabras que
pronunciaba para relatar sus entrevistas con San Juan, el
Evangelista, y otros que conocieron al Señor, o para exponer la
doctrina que habían aprendido de ellos.
San
Gregorio de Tours afirma que fue San Policarpio quien envió a San
Ireneo como misionero a las Galias, pero no hay pruebas para sostener
esa afirmación.
Sacerdocio
Desde
tiempos muy remotos, existían las relaciones comerciales entre los
puertos del Asia Menor y el de Marsella y, en el siglo segundo de
nuestra era, los traficantes levantinos transportaban regularmente
las mercancías por el Ródano arriba, hasta la ciudad de Lyon que,
en consecuencia, se convirtió en el principal mercado de Europa
occidental, y en la villa más populosa de las Galias.
Junto
con los mercaderes asiáticos, muchos de los cuales se establecieron
en Lyon, venían sus sacerdotes y misioneros que portaron la palabra
del Evangelio a los galos paganos y fundaron una vigorosa iglesia
local.
A
aquella iglesia llegó San Ireneo para servirla como sacerdote, bajo
la jurisdicción de su primer obispo, San Potino, que también era
oriental, y ahí se quedó hasta su muerte.
La
buena opinión que tenían sobre él sus hermanos en religión, se
puso en evidencia el año de 177, cuando se le despachó a Roma con
una delicadísima misión. Fue después del estallido de la terrible
persecución de Marco Aurelio, al tratar a San Potino, el 2 de junio,
cuando ya muchos de los jefes del cristianismo en Lyon, se hallaban
prisioneros.
Su
cautiverio, por otra parte, no les impidió mantener su interés por
los fieles cristianos del Asia Menor. Conscientes de la simpatía y
la admiración que despertaba entre la cristiandad su situación de
confesores en inminente peligro de muerte, enviaron al Papa San
Eleuterio, por conducto de San Ireneo, "la más piadosa y
ortodoxa de las cartas", con una apelación al Pontífice, en
nombre de la unidad y de la paz de la Iglesia, para que tratase con
suavidad a los hermanos montanistas de Frigia.
Asimismo,
recomendaban al portador de la misiva, como a un sacerdote "animado
por un celo vehemente para dar testimonio de Cristo"
y un amante de la paz, como lo indicaba su nombre.
Obispado
El
cumplimiento de aquel encargo que lo ausentaba de Lyon, explica por
qué Ireneo no fue llamado a compartir el martirio de San Potino y
sus compañeros. No sabemos cuánto tiempo permaneció en Roma, pero
tan pronto como regresó a Lyon, ocupó la sede episcopal que había
dejado vacante San Potino.
Ya
por entonces había terminado la persecución y los veinte o más
años de su episcopado fueron de relativa paz. Las informaciones
sobre sus actividades son escasas, pero es evidente que, además de
sus deberes puramente pastorales, trabajó intensamente en la
evangelización de su comarca y las adyacentes.
Al
parecer, fue él quien envió a los Santos Félix, Fortunato y
Aquileo, como misioneros a Valence, y a los Santos Ferrucio y
Ferreolo, a Besancon, Para indicar hasta qué
punto se había identificado con su rebaño, basta con decir que
hablaba corrientemente el celta en vez del griego, que era su lengua
madre.
Lucha
contra el gnosticismo
La
propagación del gnosticismo en las Galias inspiró en el obispo
Ireneo el anhelo de defender el cristianismo de sus falsas
interpretaciones. Estudió sus dogmas, lo que ya de por sí
era una tarea muy difícil, puesto que cada uno de los gnósticos
parecía sentirse inclinado a introducir nuevas versiones propias en
la doctrina.
Afortunadamente,
San Ireneo era un investigador minucioso e infatigable en todos los
campos del saber, como nos dice Tertuliano y, por consiguiente, salvó
aquel escollo sin mayores tropiezos. Una vez
empapado en las ideas gnósticas, escribió un tratado en cinco
libros, en cuya primera parte expuso completamente las doctrinas
internas de las diversas sectas para contradecirlas después con las
enseñanzas de los Apóstoles y los textos de las Sagradas
Escrituras.
Hay
un buen ejemplo sobre el método de combate que siguió. Cuando trata
sobre la creencia gnóstica de que el mundo visible fue creado,
conservado y gobernado por seres angelicales y no por Dios, quien sin
participación seguirá eternamente desligado del mundo, superior,
indiferente, Ireneo expone la teoría, la desarrolla hasta llegar a
su conclusión lógica y, por medio de una eficaz reductio ad
absurdum, procede a demostrar su falsedad.
Ireneo
expresa la verdadera doctrina cristiana sobre la estrecha relación
entre Dios y el mundo que Él creó los siguientes términos: "El
Padre está por encima de todo y Él es la cabeza de Cristo; pero a
través del Verbo se hicieron todas las cosas y Él mismo es el jefe
de la Iglesia, en tanto que Su Espíritu se halla en todos nosotros;
es Él esa agua viva que el Señor da a los que creen en Él y le
aman, porque saben que hay un Padre por encima de todas las cosas, a
través de todas las cosas y en todas las cosas".
Ireneo
escribe con estudiada moderación y cortesía, pero de vez en cuando,
se le escapan comentarios humorísticos. Al referirse, por ejemplo, a
la actitud de los recién "iniciados" dice: "Tan
pronto como un hombre se deja atrapar en sus "caminos de
salvación", se da tanta importancia y se hincha de vanidad a
tal extremo que ya no se imagina estar en el cielo o en la tierra,
sino haber pasado a las regiones del Pleroma y, con el porte
majestuoso de un gallo, se pavonea ante nosotros, como si acabase de
abrazar a su ángel”.
Ireneo
estaba firmemente convencido de que gran parte del atractivo del
gnosticismo, se hallaba en el velo de misterio con que gustaba de
envolverse y de hecho, había tomado la determinación de
"desenmascarar a la zorra", como él mismo lo dice.
Y por cierto que lo consiguió: sus obras, escritas en griego, pero
traducidas al latín casi en seguida, circularon ampliamente y no
tardaron en asestar el golpe de muerte a los gnósticos del siglo
segundo. Por lo menos, de entonces en adelante dejaron de constituir
una seria amenaza para la Iglesia y la fe católica.
Reconciliador
ante el Pontífice
El
hecho de que luchara contra las herejía no significa que fuese
intransigente. Al contrario. Trece o catorce años después de haber
viajado a Roma con la carta para el Papa Eleuterio, fue de nuevo
Ireneo el mediador entre un grupo de cristianos del Asia Menor y el
Pontífice.
En
vista de que los cuartodecimanos se negaban a celebrar la Pascua de
acuerdo con la costumbre occidental, el Papa Víctor III los había
excomulgado y, en consecuencia, existía el peligro de un cisma.
Ireneo intervino en su favor. En una carta bellamente escrita
que dirigió al Papa, le suplicaba que levantase el castigo, y
señalaba que sus defendidos no eran realmente culpables, sino que se
aferraban a una costumbre tradicional y que, una diferencia de
opinión sobre el mismo punto, no había impedido que el Papa Aniceto
y San Policarpo permaneciesen en amable comunión.
El
resultado de su embajada fue el restablecimiento de las buenas
relaciones entre las dos partes, y de una paz que no se quebrantó.
Después del Concilio de Nicea, en 325, los cuartodecimanos acataron
voluntariamente el uso romano, sin ninguna presión por parte de la
Santa Sede.
Su
muerte y veneración
Se
desconoce la fecha de la muerte de San Ireneo aunque, por regla
general, se estima en el año 202. De acuerdo con una tradición
posterior, se afirma que fue martirizado, pero no es probable, ni hay
evidencia alguna sobre el particular.
Los
restos mortales de San Ireneo, como lo indica Gregorio de Tours,
fueron sepultados en una cripta, bajo el altar de la que entonces se
llamaba iglesia de San Juan, pero más adelante, llevó el nombre de
San Ireneo. Esta tumba o santuario fue destruido por los
calvinistas en 1562 y, al parecer, desaparecieron hasta los últimos
vestigios de sus reliquias.
Es
digno de observarse que, si bien la fiesta de San Ireneo se celebra
desde tiempos muy antiguos en el oriente (el 23 de agosto), sólo a
partir de 1922 se ha observado en la Iglesia de Occidente.
Sus
Escritos
No
ha llegado hasta nosotros nada que pueda llamarse una biografía de
la época sobre San Ireneo, pero hay, en cambio, abundante literatura
en torno al importante papel que desempeñó como testigo de las
antiguas tradiciones y como maestro de las creencias ortodoxas.
Su
tratado contra los gnósticos ha llegado hasta nosotros completo en
su versión latina.
En
1904 se descubrió la existencia de otro escrito suyo: la exposición
de la predicación apostólica, traducida al armenio. La obra era
hasta entonces conocida como : "Prueba de la Predicación
Apostólica".
Se
trata, sobre todo de una comparación de las profecías del Antiguo
Testamento, y de ese escrito, no se obtienen informaciones nuevas en
relación con el espíritu y los pensamientos del autor.
A
pesar de que el resto de sus obras desapareció, bastan los dos
trabajos mencionados para suministrar todos los elementos de un
sistema completo de teología cristiana.
San
Ireneo, fundamentándose en San Pablo y en su conocimiento de las
enseñanzas apóstolicas, enseñaba el paralelismo Adán-Jesucristo;
Eva-María
Bibliografía:
"Vidas de los Santos" de Butler, ed. española.
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BENEDICTO
XVI
AUDIENCIA
GENERAL
Miércoles
28 de marzo de 2007
Queridos
hermanos y hermanas:
En
las catequesis sobre las grandes figuras de la Iglesia de los
primeros siglos llegamos hoy a la personalidad eminente de San Ireneo
de Lyon. Sus noticias biográficas nos vienen de su mismo
testimonio, que nos ha llegado hasta nosotros gracias a Eusebio en el
quinto libro de la «Historia eclesiástica».
Ireneo
nació con toda probabilidad en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía)
entre los años 135 y 140, donde en su juventud fue alumno del obispo
Policarpo, quien a su vez era discípulo del apóstol San Juan. No
sabemos cuándo se transfirió de Asia Menor a Galia, pero la mudanza
debió coincidir con los primeros desarrollos de la comunidad
cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a Ireneo en el
colegio de los presbíteros.
Precisamente
en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad
de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a Ireneo la
persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48
mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon,
Potino, de noventa años, fallecido a causa de los malos tratos en la
cárcel. De este modo, a su regreso, Ireneo fue elegido obispo de la
ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio
episcopal, que se concluyó hacia el año 202-203, quizá con el
martirio.
Ireneo
es ante todo un hombre de fe y un pastor. Del buen pastor tiene la
prudencia, la riqueza de doctrina, el ardor misionero. Como escritor,
busca un doble objetivo: defender la verdadera doctrina de los
asaltos de los herejes, y exponer con claridad la verdad de la fe.
A
estos dos objetivos responden exactamente las dos obras que nos
quedan de él: los cinco libros «Contra las herejías» y «La
exposición de la predicación apostólica», que puede ser
considerada también como el «catecismo de la doctrina cristiana»
más antiguo. En definitiva, Ireneo es el
campeón de la lucha contra las herejías.
La
Iglesia del siglo II estaba amenazada por la «gnosis»,
una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era
más que un simbolismo para los sencillos, pues no son capaces de
comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los
intelectuales --se llamaban «gnósticos»-- podrían comprender lo
que se escondía detrás de estos símbolos, y de este modo formarían
un cristianismo de élite, intelectualista.
Obviamente
este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en
diferentes corrientes con pensamientos con frecuencia extraños y
extravagantes, pero atrayentes para muchas personas. Un
elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es
decir, se negaba la fe en el único Dios Padre de todos, creador y
salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo,
afirmaban la existencia junto al Dios bueno de un principio negativo.
Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la
materia.
Arraigándose
firmemente en la doctrina bíblica de la creación, Ireneo refuta el
dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades
corporales. Reivindica con
decisión la originaria santidad de la materia, del cuerpo, de la
carne, al igual que del espíritu.
Pero
su obra va mucho más allá de la confrontación de la herejía: se
puede decir, de hecho, que se presenta como el primer gran teólogo
de la Iglesia, que creó la teología sistemática; él
mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia
interna de toda la fe. En el centro de su doctrina está
la cuestión de la «regla de la fe» y de su transmisión. Para
Ireneo la «regla de la fe» coincide en la práctica con el «Credo»
de los apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio,
para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo
apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda
a comprender lo que quiere decir, la manera en que tenemos que leer
el mismo Evangelio.
De
hecho, el Evangelio predicado por Ireneo es el que recibió de
Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de Policarpo se remonta
al apóstol San Juan, de quien Policarpo era discípulo. De este
modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los
intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero
Evangelio es el impartido por los obispos que lo han recibido gracias
a una cadena ininterrumpida que procede de los apóstoles.
Éstos
no han enseñado otra cosa que esta fe sencilla, que es también la
verdadera profundidad de la revelación de Dios. De este modo, nos
dice Ireneo, no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de
la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe
confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo
es apostólica esta fe, procede de los apóstoles, es decir, de Jesús
y de Dios.
Al
adherir a esta fe transmitida públicamente por los apóstoles a sus
sucesores, los cristianos tienen que observar lo que dicen los
obispos, tienen que considerar específicamente la enseñanza de la
Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta
Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de
hecho, tiene su origen en las columnas del colegio apostólico, Pedro
y Pablo.
Con
la Iglesia de Roma tienen que estar en armonía todas las Iglesias,
reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica,
de la única fe común de la Iglesia.
Con
estos argumentos, resumidos aquí de manera sumamente breve, Ireneo
confronta en sus fundamentos las pretensiones de estos gnósticos, de
estos intelectuales: ante todo, no poseen una verdad que sería
superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen
apostólico, se lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y
la salvación no son privilegio y monopolio de pocos, sino que todos
las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de
los apóstoles, y sobre todo del obispo de Roma.
En
particular, al polemizar con el carácter «secreto» de la tradición
gnóstica, y al constatar sus múltiples conclusiones contradictorias
entre sí, Ireneo se preocupa por ilustrar el concepto genuino de
Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos:
a)
La Tradición apostólica es «pública»,
no privada o secreta. Para Ireneo no hay duda alguna de
que el contenido de la fe transmitida por la Iglesia es el recibido
de los apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra
enseñanza. Por tanto, a quien quiere conocer la verdadera doctrina
le basta conocer «la Tradición que procede de los apóstoles, y la
Fe anunciada a los hombres»: tradición y fe que «nos han llegado a
través de la sucesión de los obispos» («Contra las herejías» 3,
3 , 3-4). De este modo, coinciden sucesión de los obispos, principio
personal, Tradición apostólica y principio doctrinal.
b)
La Tradición apostólica es «única».
Mientras el gnosticismo se divide en numerosas sectas, la Tradición
de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como
hemos visto, Ireneo llama «regula fidei» o «veritatis»:
y dado que es única, crea unidad a través de los pueblos, a través
de las diferentes culturas, a través de pueblos diferentes; es un
contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y
culturas. Hay una expresión preciosa de San Ireneo en el
libro «Contra las herejías»: «La Iglesia que recibe esta
predicación y esta fe [de los apóstoles], a pesar de estar
diseminada en el mundo entero, la guarda con cuidado, como si
habitase en una casa única; cree igualmente a todo esto, como quien
tiene una sola alma y un mismo corazón; y predica todo esto con una
sola voz, y así lo enseña y trasmite como si tuviese una sola boca.
Pues si bien las lenguas en el mundo son diversas, única y siempre
la misma es la fuerza de la tradición. Las iglesias que están en
las Germanias no creen diversamente, ni trasmiten otra cosa las
iglesias de las Hiberias, ni las que existen entre los celtas, ni las
de Oriente, ni las de Egipto ni las de Libia, ni las que están en el
centro del mundo» (1, 10, 1-2). Ya en
ese momento, nos encontramos en el año 200, se puede ver la
universalidad de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora
de la verdad, que une estas realidades tan diferentes, de Alemania a
España, de Italia a Egipto y Libia, en la común verdad que nos
reveló Cristo.
c)
Por último, la Tradición apostólica es
como él dice en griego, la lengua en la que escribió su libro,
«pneumática», es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo:
en griego, se dice «pneuma». No se trata de una
transmisión confiada a la capacidad de los hombres más o menos
instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de
la transmisión de la Fe. Esta es la «vida» de la Iglesia, que la
hace siempre joven, es decir, fecunda de muchos carismas. Iglesia y
Espíritu para Ireneo son inseparables: «Esta Fe», leemos en el
tercer libro de «Contra las herejías», «la hemos recibido de la
Iglesia y la custodiamos: la Fe, por obra del Espíritu de Dios, como
depósito precioso custodiado en una vasija de valor rejuvenece
siempre, y hace rejuvenecer también a la vasija que la contiene…
Donde está la Iglesia, allí está el
Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la
Iglesia y toda gracia» (3, 24, 1).
Como
se puede ver, Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición.
Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo,
pues esta Tradición siempre está internamente vivificada por el
Espíritu Santo, que la hace vivir de nuevo, hace que
pueda ser interpretada y comprendida en la vitalidad de la Iglesia.
Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser transmitida de
manera que aparezca como tiene que ser, es decir, «pública»,
«única», «pneumática», «espiritual».
A
partir de cada una de estas características, se puede llegar a un
fecundo discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en
el hoy de la Iglesia. Más en general, según
la doctrina de Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está
firmemente anclada en la creación divina, en la imagen de Cristo, y
en la obra permanente de santificación de Espíritu.
Esta
doctrina es como una «senda maestra» para aclarar a todas las
personas de buena voluntad el objeto y los confines del diálogo
sobre los valores, y para dar un empuje siempre nuevo a la acción
misionera de la Iglesia, a la fuerza de la verdad que es la fuente de
todos los auténticos valores del mundo.
[Traducción
del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia,
el Santo Padre saludó a los peregrinos en varios idiomas. En
español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Queridos hermanos y hermanas:
San
Ireneo, discípulo de san Policarpo, fue Obispo de Lión. Ireneo era
sobre todo un Pastor, que expuso y defendió con claridad la verdad
de la fe, en particular frente a las sectas gnósticas.
Preocupado por la cuestión de la «regla de la fe», y su
transmisión, Ireneo afirmaba que aquella coincide con el «Credo»
de los Apóstoles, transmitido a los Obispos y a sus sucesores.
Así,
la enseñanza verdadera la imparten los Obispos que la han recibido a
través de una Tradición constante. Destaca la enseñanza de la
Iglesia de Roma, cuya apostolicidad se remonta a Pedro y Pablo. Para
Ireneo la Tradición apostólica es pública, no privada o secreta.
El contenido de la fe se recibe de los Apóstoles, de ahí la
importancia de la "sucesión apostólica". Además, la
Tradición apostólica es única, con el mismo contenido fundamental
en todas partes. Finalmente, la transmisión de la Tradición
apostólica no depende de la capacidad de hombres más o menos
doctos, sino del Espíritu Santo. Esto hace que la Iglesia sea una
realidad siempre viva y joven, enriquecida con múltiples carismas.
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VIERNES
SEGUNDO DE ADVIENTO, liturgia de las horas
Del
Tratado de San Ireneo, Obispo, contra las herejías
(Libro 5, 19, 1; 20, 2; 21, 1: SCh 153, 248-250. 260-264)
(Libro 5, 19, 1; 20, 2; 21, 1: SCh 153, 248-250. 260-264)
Eva
y María
El
Señor vino y se manifestó en una verdadera condición humana que lo
sostenía, siendo a su vez ésta su humanidad sostenida por Él, y,
mediante la obediencia en el árbol de la cruz, llevó a cabo la
expiación de la desobediencia cometida en otro árbol, al mismo
tiempo que liquidaba las consecuencias de aquella seducción con la
que había sido vilmente engañada la virgen Eva, ya destinada a un
hombre, gracias a la verdad que el Ángel evangelizó a la Virgen
María, prometida también a un hombre.
Pues
de la misma manera que Eva, seducida por las palabras del diablo, se
apartó de Dios, desobedeciendo su mandato, así María fue
evangelizada por las palabras del Ángel, para llevar a Dios en su
seno, gracias a la obediencia a su palabra. Y si aquélla
se dejó seducir para desobedecer a Dios, ésta se dejó persuadir a
obedecerle, con lo que la Virgen María se convirtió en abogada de
la virgen Eva.
Así,
al recapitular todas las cosas, Cristo fue constituido cabeza, pues
declaró la guerra a nuestro enemigo, derrotó al que en un
principio, por medio de Adán, nos había hecho prisioneros, y
quebrantó su cabeza, como encontramos dicho por Dios a la serpiente
en el Génesis: Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu
estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza, cuando tú la hieras
en el talón.
Con
estas palabras, se proclama de antemano que aquel que había de nacer
de una doncella y ser semejante a Adán habría de quebrantar la
cabeza de la serpiente. Y esta descendencia es aquella misma de la
que habla el Apóstol en su carta a los Gálatas: La ley se añadió
hasta que llegara el descendiente beneficiario de la promesa.
Y
lo expresa aún con más claridad en otro lugar de la misma carta,
cuando dice: Pero cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su
Hijo, nacido de una mujer. Pues el enemigo no hubiese sido derrotado
con justicia si su vencedor no hubiese sido un hombre nacido de
mujer. Ya que por una mujer el enemigo había dominado desde el
principio al hombre, poniéndose en contra de él.
Por
esta razón el mismo Señor se confiesa Hijo del hombre, y recapitula
en sí mismo a aquel hombre primordial del que se hizo aquella forma
de mujer: para que así como nuestra raza descendió a la muerte a
causa de un hombre vencido, ascendamos del mismo modo a la vida
gracias a un hombre vencedor.
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TIEMPO
DE CUARESMA, Lecturas de la liturgia de las horas
Sábado
después de ceniza
SEGUNDA
LECTURA
Del tratado de San Ireneo, Obispo, contra las herejías
(Libro 4, 13, 4-14; 1: Sch 100, 534-540)
Del tratado de San Ireneo, Obispo, contra las herejías
(Libro 4, 13, 4-14; 1: Sch 100, 534-540)
La
amistad de Dios
Nuestro
Señor Jesucristo, Palabra de Dios, comenzó por atraer hacia Dios a
los siervos, y luego liberó a los que se le habían sometido, como
Él mismo dijo a sus discípulos: Ya no os
llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor: a
vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os
lo he dado a conocer. Pues la amistad de Dios otorga la inmortalidad
a quienes la aceptan.
Al
principio, y no porque necesitase del hombre, Dios plasmó a Adán,
precisamente para tener en quien depositar sus beneficios. Pues no
sólo antes de Adán, sino antes también de cualquier creación, la
Palabra glorificaba ya a su Padre, permaneciendo junto a Él, y, a su
vez, era glorificada por el Padre, como la misma Palabra dijo: Padre,
glorifícame cerca de Ti, con la gloria que yo tenía cerca de Ti,
antes que el mundo existiese.
Ni
nos mandó que lo siguiésemos porque necesitara de nuestro servicio,
sino para salvarnos a nosotros. Porque
seguir al Salvador equivale a participar de la salvación, y seguir a
la luz es lo mismo que quedar iluminado.
Efectivamente,
quienes se hallan en la luz no son lo que iluminan a la luz, sino
ésta la que los ilumina a ellos; ellos, por su parte, no dan nada a
la luz, mientras que, en cambio, reciben su beneficio, pues se ven
iluminados por ella.
Así
sucede con el servir a Dios, que a Dios no le da nada, ya que Dios no
tiene necesidad de los servicios humanos; Él, en cambio, otorga la
vida, la incorrupción y la gloria eterna a los que lo siguen y
sirven, con lo que beneficia a los que lo sirven por el hecho de
servirlo, y a los que lo siguen por el de seguirlo, sin percibir
beneficio ninguno de parte de ellos: pues Dios es rico, perfecto y
sin indigencia alguna.
Por
eso Él requiere de los hombres que lo sirvan, para beneficiar a los
que perseveran en su servicio, ya que Dios es bueno y misericordioso.
Pues en la misma medida en que Dios no carece de nada, el hombre se
halla indigente de la comunión con Dios.
En
esto consiste precisamente la gloria del hombre, en perseverar y
permanecer en el servicio de Dios. Y por esta razón decía
el Señor a sus discípulos: “No sois vosotros los que me habéis
elegido, soy Yo quien os he elegido”, dando a entender que no
lo glorificaban, al seguirlo, sino que, por seguir al Hijo de Dios,
era éste quien los glorificaba a ellos. Y por esto también
dijo: “Éste es mi deseo: que éstos estén donde Yo estoy
y contemplen mi gloria”.
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19
de diciembre
SEGUNDA
LECTURA
Del Tratado de San Ireneo, Obispo, contra las herejías
(Libro 3, 20, 2-3: SCh 34, 342-344)
Del Tratado de San Ireneo, Obispo, contra las herejías
(Libro 3, 20, 2-3: SCh 34, 342-344)
La
economía de la encarnación redentora
La
gloria del hombre es Dios; el hombre, en cambio, es el receptáculo
de la actuación de Dios, de toda su sabiduría y su poder.
De
la misma manera que los enfermos demuestran cuál sea el médico, así
los hombres manifiestan cuál sea Dios. Por lo cual dice también
Pablo: “Pues Dios nos encerró a todos en la rebeldía para
tener misericordia de todos”. Esto lo dice del hombre, que
desobedeció a Dios y fue privado de la inmortalidad, pero después
alcanzó misericordia y, gracias al Hijo de Dios, recibió la
filiación que es propia de Éste.
Si
el hombre acoge sin vanidad ni jactancia la verdadera gloria
procedente de cuanto ha sido creado y de quien lo creó, que no es
otro que el poderosísimo Dios que hace que todo exista, y si
permanece en el amor, en la sumisión y en la acción de gracias a
Dios, recibirá de Él aún más gloria, así como un acrecentamiento
de su propio ser, hasta hacerse semejante a aquel que murió por él.
Porque
el Hijo de Dios se encarnó en un carne pecadora como la nuestra, a
fin de condenar al pecado y, una vez condenado, arrojarlo fuera de la
carne. Asumió la carne para incitar al hombre a hacerse semejante a
Él y para proponerle a Dios como modelo a quien imitar. Le impuso la
obediencia al Padre para que llegara a ver a Dios, dándole así el
poder de alcanzar al Padre. La Palabra de Dios, que habitó en el
hombre, se hizo también Hijo del hombre, para habituar al hombre a
percibir a Dios, y a Dios a habitar en el hombre, según el
beneplácito del Padre.
Por
esta razón el mismo Señor nos dio como señal de nuestra salvación
al que es Dios-con-nosotros, nacido de la Virgen, ya que era el Señor
mismo quien salvaba a aquellos que no tenían posibilidad de salvarse
por sí mismos; por lo que Pablo, al referirse a la debilidad humana,
exclama: “Sé que no es bueno eso que habita en mi carne”,
dando a entender que el bien de nuestra salvación no proviene de
nosotros, sino de Dios; y añade: “¡Desgraciado de mí!. ¿Quién
me librará de este cuerpo presa de la muerte?”. Después de lo
cual se refiere al libertador: la gracia de nuestro Señor
Jesucristo.
También
Isaías dice lo mismo: “Fortaleced las
manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes; decid a los
cobardes de corazón: «Sed fuertes, no temáis»”.
Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona y os
salvará; porque hemos de salvarnos, no por nosotros mismos, sino con
la ayuda de Dios.
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Oficio
de lectura, 25 de abril, San Marcos Evangelista
La
predicación de la verdad
Del tratado de San Ireneo, obispo, contra las herejías
Del tratado de San Ireneo, obispo, contra las herejías
La
Iglesia, diseminada por el mundo entero hasta los confines de la
tierra, recibió de los apóstoles y de sus discípulos la fe en un
solo Dios Padre Todopoderoso, que hizo el cielo, la tierra, el mar y
todo lo que contienen; y en un solo Jesucristo, Hijo de Dios, que se
encarnó por nuestra salvación; y en el Espíritu Santo, que por los
profetas anunció los planes de Dios, el advenimiento de Cristo, su
nacimiento de la Virgen, su pasión, su resurrección de entre los
muertos, su ascensión corporal a los cielos, su venida de los
cielos, en la gloria del Padre, para recapitular todas las cosas y
resucitar a todo el linaje humano, a fin de que ante Cristo Jesús,
nuestro Señor, Dios y Salvador y Rey, por voluntad del Padre
invisible, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el
abismo, y toda lengua proclame a quien hará justo juicio en todas
las cosas.
La
Iglesia, pues, diseminada, como hemos dicho, por el mundo entero,
guarda diligentemente la predicación y la Fe recibida, habitando
como en una única casa; y su Fe es igual en todas partes, como si
tuviera una sola alma y un solo corazón, y cuanto predica, enseña y
transmite, lo hace al unísono, como si tuviera una sola boca. Pues,
aunque en el mundo haya muchas lenguas distintas, el contenido de la
tradición es uno e idéntico para todos.
Las
Iglesias de Germania creen y transmiten lo mismo que las otras de los
iberos o de los celtas, de Oriente, Egipto o Libia o del centro del
mundo. Al igual que el sol, criatura de
Dios, es uno y el mismo en todo el mundo, así también la
predicación de la verdad resplandece por doquier e ilumina a todos
aquellos que quieren llegar al conocimiento de la verdad.
En
las Iglesias no dirán cosas distintas los que son buenos oradores,
entre los dirigentes de la comunidad, pues nadie está por encima del
Maestro, ni la escasa oratoria de otros debilitará la fuerza de la
tradición, pues siendo la Fe una y la misma, ni la amplía el que
habla mucho ni la disminuye el que habla poco.
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Del
oficio de lectura, 28 de junio
San
Ireneo, Obispo y mártir
La
gloria de Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre
consiste en la visión de Dios
Del
tratado de San Ireneo, obispo, contra las herejías
Libro 4, 20,5-7
Libro 4, 20,5-7
La
claridad de Dios vivifica y, por tanto, los que ven a Dios reciben la
vida. Por esto, aquel que supera nuestra capacidad, que es
incomprensible, invisible, se hace visible y comprensible para los
hombres, se adapta a su capacidad, para dar vida a los que lo
perciben y lo ven. Vivir sin vida es algo
imposible, y la subsistencia de esta vida proviene de la
participación de Dios, que consiste en ver a Dios y gozar de su
bondad.
Los
hombres, pues, verán a Dios y vivirán, ya que esta visión los hará
inmortales, al hacer que lleguen hasta la posesión de Dios. Esto,
como dije antes, lo anunciaban ya los profetas de un modo velado, a
saber, que verán a Dios los que son portadores de su Espíritu y
esperan continuamente su venida. Como dice Moisés en el
Deuteronomio: Aquel día veremos que puede Dios hablar a un hombre y
seguir éste con vida.
Aquel
que obra todo en todos es invisible e inefable en su ser y en su
grandeza, con respecto a todos los seres creados por él, mas no por
esto deja de ser conocido, porque todos sabemos, por medio de su
Verbo, que es un solo Dios Padre, que lo abarca todo y que da el ser
a todo; este conocimiento viene atestiguado por el evangelio, cuando
dice: “A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está
en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”.
Así,
pues, el Hijo nos ha dado a conocer al Padre desde el principio, ya
que desde el principio está con el Padre; él, en efecto, ha
manifestado al género humano el sentido de las visiones proféticas,
de la distribución de los diversos carismas, con sus ministerios, y
en qué consiste la glorificación del Padre, y lo ha hecho de un
modo consecuente y ordenado, a su debido tiempo y con provecho;
porque donde hay orden allí hay armonía, y donde hay armonía allí
todo sucede a su debido tiempo, y donde todo sucede a su debido
tiempo allí hay provecho.
Por
esto, el Verbo se ha constituido en distribuidor de la gracia del
Padre en provecho de los hombres, en cuyo favor ha puesto por obra
los inescrutables designios de Dios, mostrando a Dios a los hombres,
presentando al hombre a Dios; salvaguardando la invisibilidad del
Padre, para que el hombre tuviera siempre un concepto muy elevado de
Dios, y un objetivo hacia el cual tender, pero haciendo también
visible a Dios para los hombres, realizando así los designios
eternos del Padre, no fuera que el hombre, privado totalmente de
Dios, dejara de existir porque la gloria de
Dios consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en
la visión de Dios.
En
efecto, si la revelación de Dios a través de la creación es causa
de vida para todos los seres que viven en la tierra, mucho más lo
será la manifestación del Padre por medio del Verbo para los que
ven a Dios.
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Oficio
de lectura, Miércoles I del tiempo Ordinario
El
Padre es conocido por la manifestación del Hijo
Del
tratado de San Ireneo, obispo, contra las herejías
Libro
4,6,3.5.6.7
Nadie
puede conocer al Padre sin el Verbo de Dios, esto es, si no se lo
revela el Hijo, ni conocer al Hijo sin el beneplácito del Padre.
El Hijo es quien cumple este beneplácito del Padre; el Padre, en
efecto, envía, mientras que el Hijo es enviado y viene. Y el Padre,
aunque invisible e inconmensurable por lo que a nosotros respecta, es
conocido por su Verbo, y, aunque inexplicable, el mismo Verbo nos lo
ha expresado.
Recíprocamente,
sólo el Padre conoce a su Verbo; así nos lo ha enseñado el Señor.
Y, por esto, el Hijo nos revela el conocimiento del Padre
por la manifestación de sí mismo, ya que el Padre es conocido por
la manifestación del Hijo: todo es manifestado por obra del Verbo.
Para
esto el Padre reveló al Hijo, para darse a conocer a todos a través
de Él, y para que todos los que creyesen en él mereciesen ser
recibidos en la incorrupción y en el lugar del eterno consuelo,
porque creer en Él es hacer su voluntad.
Ya
por el mismo hecho de la creación, el Verbo revela a Dios creador;
por el hecho de la existencia del mundo, al Señor que lo ha
fabricado; por la materia modelada, al Artífice que la ha modelado
y, a través del Hijo, al Padre que lo ha engendrado. Sobre esto
hablan todos de manera semejante, pero no todos creen de manera
semejante.
También
el Verbo se anunciaba a sí mismo y al Padre a través de la ley y de
los profetas; y todo el pueblo lo oyó de manera semejante, pero no
todos creyeron de manera semejante. Y el Padre se mostró a sí
mismo, hecho visible y palpable en la persona del Verbo, aunque no
todos creyeron por igual en él; sin embargo, todos vieron al Padre
en la persona del Hijo, pues la realidad invisible que veían en el
Hijo era el Padre, y la realidad visible en la que veían al Padre
era el Hijo.
El
Hijo, pues, cumpliendo la voluntad del Padre, lleva a perfección
todas las cosas desde el principio hasta el fin, y sin él nadie
puede conocer a Dios. El conocimiento del Padre es el Hijo, y el
conocimiento del Hijo está en poder del Padre y nos lo comunica por
el Hijo. En este sentido decía el Señor: “Nadie conoce al Hijo
más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar”.
Las
palabras se lo quiera revelar no tienen sólo un sentido futuro, como
si el Verbo hubiese empezado a manifestar al Padre al nacer de María,
sino que tienen un sentido general que se aplica a todo tiempo.
En
efecto, el Padre es revelado por el Hijo, presente ya desde el
comienzo en la creación, a quienes quiere el Padre, cuando quiere y
como quiere el Padre. Y, por esto, en todas
las cosas y a través de todas las cosas, hay un solo Dios Padre, un
solo Verbo, el Hijo, y un solo Espíritu, como hay también una sola
salvación para todos los que creen en él.
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Oficio
de lectura, XVIII Sábado del tiempo ordinario
Quiero misericordia y no sacrificios
Tratado de San Ireneo, obispo, contra las herejías
Libro. 4,17, 4-6
Quiero misericordia y no sacrificios
Tratado de San Ireneo, obispo, contra las herejías
Libro. 4,17, 4-6
Dios
quería de los israelitas, por su propio bien, no sacrificios y
holocaustos, sino fe, obediencia y justicia. Y así, por boca del
profeta Oseas, les manifestaba su voluntad, diciendo: “Quiero
misericordia y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que
holocaustos”.
Y
el mismo Señor en persona les advertía: Si comprendierais lo que
significa: «Quiero misericordia y no sacrificios», no condenaríais
a los que no tienen culpa, con lo cual daba testimonio a favor de los
profetas, de que predicaban la verdad, y a ellos les echaba en cara
su culpable ignorancia.
Y,
al enseñar a sus discípulos a ofrecer a Dios las primicias de su
creación, no porque Él lo necesite, sino para el propio provecho de
ellos, y para que se mostrasen agradecidos, tomó pan, que es un
elemento de la creación, pronunció la acción de gracias, y dijo:
“Esto es mi cuerpo”.
Del
mismo modo, afirmó que el cáliz, que es también parte de esta
naturaleza creada a la que pertenecemos, es su propia sangre, con lo
cual nos enseñó cuál es la oblación del nuevo Testamento; y la
Iglesia, habiendo recibido de los apóstoles esta oblación, ofrece
en todo el mundo a Dios, que nos da el alimento, las primicias de sus
dones en el nuevo Testamento, acerca de lo cual Malaquías, uno de
los doce profetas menores, anunció por adelantado: “Vosotros
no me agradáis –dice el Señor de los ejércitos–, no me
complazco en la ofrenda de vuestras manos”.
Del
Oriente al Poniente es grande entre las naciones mi nombre; en todo
lugar ofrecerán incienso y sacrificio a mi nombre, una ofrenda pura,
porque es grande mi nombre entre las naciones –dice el Señor de
los ejércitos–, con las cuales palabras manifiesta con toda
claridad que cesará los sacrificios del pueblo antiguo, y que en
todo lugar se ofrecerá un sacrificio, y éste ciertamente puro, y
que su nombre será glorificado entre las naciones.
Este
nombre que ha de ser glorificado entre las naciones no es otro que el
de nuestro Señor, por el cual es glorificado el Padre, y también el
hombre. Y, si el Padre se refiere a su nombre, es porque
en realidad es el mismo nombre de su propio Hijo, y porque el hombre
ha sido hecho por él.
Del
mismo modo que un rey, si pinta una imagen de su hijo, con toda
propiedad podrá llamar suya aquella imagen, por la doble razón de
que es la imagen de su hijo y de que es él quien la ha pintado, así
también el Padre afirma que el nombre de Jesucristo, que es
glorificado por todo el mundo en la Iglesia, es suyo porque es el de
su Hijo y porque él mismo, que escribe estas cosas, lo ha entregado
por la salvación de los hombres.
Por
lo tanto, puesto que el nombre del Hijo es propio del Padre, y la
Iglesia ofrece al Dios todopoderoso por Jesucristo, con razón dice,
por este doble motivo: En todo lugar ofrecerán incienso y sacrificio
a mi nombre, una ofrenda pura. Y Juan, en el
Apocalipsis, nos enseña que el incienso son las oraciones de los
santos.
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Oficio
de lectura, Quinta Feria, III semana de pascua
Eucaristía
y Resurrección
Del
tratado de San Ireneo, obispo, contra las herejías
Libro
5, 2, 2-3: SC 153, 30-38
Si
la carne no se salva, entonces el Señor no nos ha redimido con su
sangre, ni el cáliz de la eucaristía es participación de su
sangre, ni el pan que partimos es participación de su cuerpo.
Porque
la sangre procede de las venas y de la carne, y de toda la substancia
humana, de aquella substancia que asumió el Verbo de Dios en toda su
realidad y por la que nos pudo redimir con su sangre, como dice el
Apóstol: Por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de
los pecados.
Y,
porque somos sus miembros y quiere que la creación nos alimente, nos
brinda sus criaturas, haciendo salir el sol y dándonos la lluvia
según le place; y también porque nos quiere miembros suyos, aseguró
el Señor que el cáliz, que proviene de la creación material, es su
sangre derramada, con la que enriquece nuestra sangre, y que el pan,
que también proviene de esta creación, es su cuerpo, que enriquece
nuestro cuerpo.
Cuando
la copa de vino mezclado con agua y el pan preparado por el hombre
reciben la Palabra de Dios, se convierten en la eucaristía de la
sangre y del cuerpo de Cristo y con ella se sostiene y se vigoriza la
substancia de nuestra carne, ¿cómo pueden, pues, pretender
los herejes que la carne es incapaz de recibir el don de Dios, que
consiste en la vida eterna, si esta carne se nutre con la sangre y el
cuerpo del Señor y llega a ser parte de este mismo cuerpo?.
Por
ello bien dice el Apóstol en su carta a los Efesios: “Somos
miembros de su cuerpo, hueso de sus huesos y carne de su carne”.
Y esto lo afirma no de un hombre invisible y mero espíritu –pues
un espíritu no tiene carne y huesos–, sino de un organismo
auténticamente humano, hecho de carne, nervios y huesos; pues es
este organismo el que se nutre con la copa, que es la sangre de
Cristo y se fortalece con el pan, que es su cuerpo.
Del
mismo modo que el esqueje de la vid, depositado en tierra, fructifica
a su tiempo, y el grano de trigo, que cae en tierra y muere, se
multiplica pujante por la eficacia del Espíritu de Dios que sostiene
todas las cosas, y así estas criaturas trabajadas con destreza se
ponen al servicio del hombre, y después cuando sobre ellas se
pronuncia la Palabra de Dios, se convierten en la eucaristía, es
decir, en el cuerpo y la sangre de Cristo; de
la misma forma nuestros cuerpos, nutridos con esta eucaristía y
depositados en tierra, y desintegrados en ella, resucitarán a su
tiempo, cuando la Palabra de Dios les otorgue de nuevo la vida para
la gloria de Dios Padre. Él es, pues, quien envuelve a los mortales
con su inmortalidad y otorga gratuitamente la incorrupción a lo
corruptible, porque la fuerza de Dios se realiza en la debilidad.
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Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que otorgaste a tu obispo
San Ireneo la gracia de mantener incólume la doctrina y la paz de la
Iglesia, concédenos, por su intercesión, aceptar tu Amistad, y
trabajar sin descanso por la Amistad y la Unidad entre los hombres. A
Tí Señor que nos dijiste que eras nuestro Amigo. Amén.
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