Cuarta
Feria, 8 de junio
SAN
MEDARDO
Obispo
- Taumaturgo
(†
560)
"Mira,
lo mismo ocurre con el pecado. Sus comienzos son dulces, pero las
consecuencias tienen veneno y picor de abejas"
Breve
Medardo
significa: "audaz y valeroso" (Med: audaz. Adr: valeroso.
Del antiguo alemán).
San
Medardo es el santo preferido de los campesinos de Francia. Le tienen
gran fe para que les obtenga lluvias para los tiempos de la siembra,
y para que les cuide sus viñedos o plantaciones de uva, contra los
ladrones y el mal tiempo.
Es
como siempre muy instructivo leer estas crónicas históricas, en
este caso acerca de la evangelización de Francia.
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CASIMIRO
SÁNCHEZ ALISEDA
San
Medardo es un santo merovingio. Un santo de aquella Francia recién
convertida al catolicismo por obra del obispo San Remigio, que hizo
bautizar en Reims a Clodoveo, bárbaro sicambro.
San
Remigio conocía bien a su regio catecúmeno, y, después de
prepararle concienzudamente cuanto daba de si la rudeza del belicoso
monarca, organizó toda una fiesta en la catedral de Reims. La
oportunidad lo demandaba. Tapices, colgaduras, cruces gemadas,
lámparas en los intercolumnios, reflejos dorados de los mosaicos,
melodías de clérigos y chantres, aclamaciones de los fieles.
Clodoveo
se sintió conmovido, transportado. Hombre de guerras y torneos, no
conocía las bellezas del culto cristiano.
—Padre
—exclamó al penetrar en la basílica deslumbrante—, ¿es esto el
cielo de que me tenéis hablado?.
—No,
hijo —respondió el obispo—, esto es solamente la antesala del
cielo.
Esta
anécdota nos sirve muy bien para introducirnos en la vida de un
santo merovingio. Con aquellos pueblos francos, regidos por Meroveo,
que habían estado al servicio de la Roma imperial, a la cual
prestaron buena ayuda en la derrota de Atila el año 451, había que
proceder así, con suavidad y energía, como con niños grandes,
deslumbrándoles con algo que ellos no poseían: tradición y
cultura.
Al
desaparecer el Imperio de Occidente el rey Childerico comienza a
construir el reino franco, aunque el verdadero creador de aquella
nacionalidad es Clodoveo, que da a su pueblo la unidad de territorio
y de religión.
Por
la batalla de Tolbiac (496) vence a los francos ripuarios y a los
alamanes, y posteriormente abraza la religión católica por
influencia de su esposa, la princesa borgoñona Clotilde, y del
obispo San Remigio.
Por
otra batalla, la de Vouillé (507), se apodera de los dominios
visigóticos, eficazmente apoyado por el clero, que veía con agrado
la expulsión de los arrianos de las Galias. Posteriormente, y
aplicando toda clase de procedimientos, logró adueñarse de todos
los dominios de los demás pueblos francos del Rhin y Cambray.
Clodoveo
era un gran político y un gran militar, que recurría a todos los
medios para consolidar su poder. La frase que San Remigio
pronunciara, al tiempo de administrarle el bautismo: "Adora,
sicambro, lo que has quemado, y quema lo que hasta ahora has
adorado", la entendió siempre a medias, o,
mejor, según le convenía. Su talento político iba por encima de su
conciencia, y por eso su reinado, abundante en aciertos de primer
orden, lo es también en violencias y desmanes.
Pues
en este clima crece San Medardo. Sería ya un adolescente cuando
ocurrió la muerte de Clodoveo el año 511, en que su reino fue
dividido entre sus cuatro hijos: Tbierry, Clodomiro, Childeberto y
Clotario, reino que no volvería a reunirse hasta muchos años
después, en 558, en manos de Clotario, cuando a San Medardo sólo le
restaban dos años de vida.
Los
reyes francos tenían, como los restantes monarcas bárbaros,
psicología de ricos nuevos. Todo les venía ancho, en especial el
derecho y el respeto hacia los otros. Aquella mesura de los romanos,
que con las legiones llevaban las formas jurídicas y la ordenación
social, no la poseían los bárbaros pueblos de la selva, gentes en
estado tribal.
Fueron
los monjes y los obispos quienes penosamente hubieron de educarlos en
la moderación y el uso ponderado de la fuerza. Y —¡oh
maravilla!— el caballero, el hombre que pone su espada al servicio
de las más nobles empresas teniendo por norma el honor, es un
producto del feudalismo cristianizado. La
Edad Media sería el equilibrio entre religión y poder.
San
Medardo nació en Salency. Su padre, Néctor, pertenecía a una gran
familia franca, y su madre, Protagia, era galorromana. Buena fusión
para un santo que habría de influir poderosamente en su pueblo.
De
su padre heredaría la fortaleza, la decisión e incluso el
prestigio, para que nadie le tornara por sospechoso. De su madre
mamaría la delicadeza, las finas maneras, el gusto depurado.
Naturalmente,
con una madre así había que pensar en una educación esmerada para
el hijo; pero seguramente que también el padre apoyaría. Los padres
quieren vengarse de su ignorancia, dando carrera a sus hijos, sobre
todo si ellos prosperaron simplemente por audacia y fortuna.
San
Medardo estudió en Augusta Veromanduorum. Esta población del norte
de Francia, cerca ya de la actual Bélgica, corresponde hoy a una
ciudad que tiene para los españoles recuerdos imperiales y nos valió
El Escorial: Saint Quentin.
Allí
estudiaría en la escuela episcopal y adelantaría en los estudios;
pero más en la virtud.
Tratándose
de un santo, y de un santo merovingio, esto es de todo punto
imprescindible. No es que estuviera predestinado a la santidad; el
joven escolar pondría grandes esfuerzos, derrocharía todo su empeño
en los estudios, pero no menos en superarse en el bien.
Desde
luego, está probado por los biógrafos primitivos el sentido
limosnero del joven Medardo. Compartía con
los estudiantes más pobres su comida, socorría largamente a los
menesterosos, y en una ocasión dio un caballo a un pobre peregrino a
quien los ladrones habían dejado a pie, robándole su cabalgadura.
Cuando su padre notó la falta en la caballeriza, se admiraría ante
el suceso, y presentiría que su hijo, si algún día alcanzaba fama,
no sería como guerrero, sino como clérigo.
Efectivamente,
el obispo de su diócesis le promovió a las órdenes sagradas, y
ascendiendo por los grados de la jerarquía llegó al sacerdocio.
Por
entonces debió volver a Salency para hacerse administrador de las
propiedades paternas en beneficio de los pobres, aunque no de los
ladrones. Una de las cosas que debían aprender los francos,
acostumbrados a la ley de la selva, era el respeto a la propiedad.
Parece
que San Medardo tuvo en parte esta misión. Pero el Santo no
necesitaba llevar a los rateros a los tribunales civiles. Resolvía
él mismo, con milagros y caridad, los casos.
Tres
anécdotas, como de Flos sanctorum, han llegado hasta nosotros, y
ungidas, además, con su propia moraleja, como los apólogos
orientales.
El
Santo tenía una viña junto a su casa. Eran los comienzos del otoño
cuando un sol en declive va dando toques de oro a los racimos de las
cepas. Una noche los ladrones asaltaron la heredad. Llenaron sus
capachos y pretendieron huir con el objeto de su depredación. Todo
fue inútil; no encontraban la salida de la finca. A la mañana
siguiente la aurora y San Medardo, que salía al predio para cantar
los salmos de su oficio, encontró a los rateros.
El
Santo no tuvo reproche alguno para los infelices. Tal vez, con un
dejo de ironía, pudo decirles:
—¿Veis?
El pecado ciega. ¡Con lo fácil que era dar con la puerta!. Podéis
marchar, y que os aproveche vuestra vendimia.
Otro
día fue un ladrón goloso que asaltó las colmenas de la casa
parroquial. Pero tan apurado se vio de las abejas que le picaban
implacables, que tuvo que solicitar socorro del Santo.
—Mira,
lo mismo ocurre con el pecado. Sus comienzos son dulces, pero las
consecuencias tienen veneno y picor de abejas.
Por
último, el caso más gracioso y educativo fue el de la vaca.
San
Medardo tenía una vaquita. Debía de ser preciosa, como cuidada por
un Santo. Y daba mucha leche.
El
Santo soltaba su vaquita al prado, y para saber si se alejaba, para
conocer sus correrías, San Medardo puso una esquila a su vaca.
La
becerra pacía aquí y allí, bajaba hasta la ribera del río, se
metía entre los juncos y espadañas de la orilla. El Santo oía la
cencerra, escuchaba su sonido, y sabía las andanzas de su vaca. Si
alguna vez el animalito se extraviaba demasiado, San Medardo lanzaba
un silbido profundo, y la vaca volvía a la querencia del establo. El
Santo la ordeñaba, y la apiensaba hasta el día siguiente.
Pero
un día la vaca se alejó. Al principio San Medardo oía el cencerro
de su vaca. Después sólo muy lejanamente, por último, nada, ni un
eco.
San
Medardo silbó a su vaca, esperando hallar la respuesta de su
esquilita; pero la vaca no contestaba, porque un ladrón la había
robado.
San
Medardo se acostó triste aquella noche, sin tomarse su cuenco
habitual de leche espumante.
Pero
a la mañana siguiente se presentó el ladrón solo, por su voluntad,
sin que nadie le obligara.
Mejor
dicho, venía obligado por la esquila de la vaca.
Cuando
la robó, para que no sonara, le quitó el cencerro, y lo escondió
en sus alforjas; pero el cencerro sonaba, sonaba y sonaba. Después
lo enterró en el suelo, y el cencerro seguía sonando. Por fin en su
casa lo atascó con paja, y lo escondió entre el heno. Mas el
cencerro no dejaba de sonar. Aquella noche el hombre no pudo pegar el
ojo, oyendo incesantemente la esquila de la vaca de San Medardo.
Cuando
a la mañana siguiente le explicó al Santo lo ocurrido, le respondió
éste:
—Hijo,
eso es la esquila de tu conciencia. El remordimiento no te ha dejado
dormir. Es la consecuencia de todo pecado.
Estos
hechos y aún otros más portentosos debieron hacer subir el crédito
de santidad de Medardo. Y nada puede extrañar que fuera elegido
obispo a la muerte de Alomer, que regía la sede de Vermandois.
Parece ser que fue consagrado por el propio San Remigio, y para poder
seguir atendiendo a sus posesiones familiares, y para enseñar
costumbres cívicas a sus cristianos, recién salidos de la
idolatría, o, como quieren otros biógrafos más dudosos, porque
Noyon ofreciera mejores condiciones de defensa en aquellos tiempos
calamitosos de invasiones y guerra, trasladó a esta ciudad la sede
episcopal.
Aquí
comenzaría su lucha enérgica y suave centra los restos de paganismo
que se resistía a cristianizarse, contra las supersticiones, contra
las duras costumbres, contra la ignorancia, contra la rapiña y la
haraganería, contra la intriga y el asesinato. Oscura tarea que
llevaron a cabo aquellos obispos galos del siglo VI, que lograron
cambiar la mentalidad de los francos recién convertidos.
El
prestigio de San Medardo aparece en todo su esplendor cuando vemos a
la reina Radegunda postrada a sus pies pidiendo con humildad y
energía el hábito de diaconisa.
Radegunda
era esposa de Clotario, que la había conseguido como botín el año
531, cuando las luchas intestinas de Turingia permitieron a los reyes
francos apoderarse de aquel reino. Los hijos de Bertario, hijo del
rey derrotado, Hermanfrido, cayeron prisioneros, y entre ellos venía
Radegunda, princesa que había recibido una educación refinada en la
corte de su tío. Clotario consiguió finalmente casarse con ella,
dentro de la legalidad, aunque venciendo la repugnancia natural de la
derrotada.
Mucho
debió de sufrir ésta al lado de su regio consorte, quien no sabía
percibir del cristianismo nada más que el temor del infierno, y las
noticias que la historia nos ha dejado de él nos lo presentan como
príncipe violento y lujurioso, aunque capaz de arrepentirse de
alguna mala decisión si se interponía el gesto enérgico de algún
prelado. Así, después de haber decidido apoderarse del tercio de
las rentas de las iglesias, renunció a su proyecto ante una simple
protesta del obispo de Tours.
Radegunda
supo conducir la corte de Clotario dentro de una alta vida religiosa,
sin descuidar ni por un momento sus deberes de soberana.
Mas,
como dijimos, tenía ella un hermano que había sido hecho prisionero
en 531, cuando la destrucción de la Turingia. En 555 esta región se
sublevó contra Clotario, y éste hizo asesinar brutalmente al
hermano de la reina.
Radegunda
pidió y obtuvo permiso de abandonar la corte, y con su ascendiente
moral obliga a San Medardo a que le diera el velo de consagrada.
El
Santo duda, no por miedo a la cólera del rey o de los presentes que
le advierten:
—Obispo,
cuida mucho de no arrebatar al rey su legitima esposa, la cual él
desposó solemnemente.
Más
bien temía ir contra los sagrados cánones, que prohíben la
separación de marido y mujer.
Mas,
como Radegunda ya había obtenido la autorización del rey, venció
los últimos escrúpulos del santo prelado cuando se presentó ante
él revestida de los hábitos religiosos y le dijo:
—Si
dudas en consagrarme, si tienes miedo de un hombre más que de Dios,
sabe, pastor, que él te pedirá cuenta del alma de tus ovejas.
Estas
palabras decidieron al buen pastor, que impuso las manos a Radegunda,
consagrándola diaconisa. Y no parece que Clotario tomara a mal la
conducta del Santo, a pesar de lamentar el haberse quedado sin tan
santa esposa. Ésta marchó a Poitiers y fundó un monasterio, que
puso bajo la regla de San Cesáreo de Arlés, y donde Venancio
Fortunato hacía como de capellán y consejero del regio cenobio.
San
Medardo murió poco después, avanzado de edad, y cargado de méritos,
probablemente el año 560. Al siguiente moría también Clotario, y
otra vez la dinastía franca se hacía reino cuatripartito en sus
hijos.
El
cuerpo de San Medardo fue llevado muy pronto a Soissons, donde se
levantó un célebre monasterio, comenzado por el propio Clotario.
La
fama taumatúrgica del Santo creció tan rápidamente que al año
podía escribir San Niceto de Tréveris que era parangonable con la
de San Martín de Tours, San Hilario de Poitiers y San Remigio.
Los
prisioneros liberados por su intercesión acudían a su templo a
dejar sus cadenas como exvotos. Al principio del siglo X los monjes
de Soissons, huyendo de los normandos, llevaron sus reliquias de
Dijon.
San
Medardo es uno de los santos más populares de la Francia de la Edad
Media. No es raro que alrededor del mismo hayan proliferado las
leyendas. Dom Leclercq, en el Diccionario de Arqueología y Liturgia,
tiene un denso artículo sobre las “vidas" de este Santo. La
que más fe hace es la escrita el año 600 por un monje merovingio, y
que se atribuyó durante muchos siglos a Venancio Fortunato, pero que
indudablemente no es suya.
Otra
cosa curiosísima es la leyenda que hace hermanos gemelos a San
Medardo y San Gildardo, los cuales habrían sido bautizados el mismo
día, ordenados sacerdotes y consagrados obispos el mismo día, y
habrían entrado igualmente en el cielo el mismo día.
Un
dístico medieval lo dice en latín litúrgico:
Una
dies natos utero viditque sacratos,
albis indutos et ab ista carric solutos.
albis indutos et ab ista carric solutos.
Pero
esta leyenda absurda y sin fundamento la refutó el mismo Mabillon en
1668, en carta al prior de San Medardo, demostrando la imposibilidad
de coincidencias cronológicas entre el obispo de Noyon y San
Gildardo, que es anterior a San Medardo.
San
Gregorio de Tours nos dice que ya en su tiempo se representaba a San
Medardo con la boca entreabierta y enseñando la dentadura, para
significar de esta manera ingenua que era patrón contra los dolores
de muelas.
Este
gesto del Santo ha pasado a la paremiología francesa, en que se
dice: Ris qui est de saint Médard —le coeur n'y prend pas grand
part (En la risa de San Medardo el corazón no toma mucha parte).
La
abadía de San Medardo de Soissons llegó a ser famosa, y poseer
pingües riquezas, jugando un papel importantísimo bajo los reyes
merovingios y carolingios.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, concedenos por la intercesión de
San Medardo devolver a nuestro prójimo cualquier cosa que hayamos
podido tomar indebidamente, y si no podemos hacerlo de manera
conveniente devolverlo a cualquier hermano o hermana en la Fe que se
encuentre necesitado. A Tí Señor que perdonaste a Zaqueo cuando
prometió devolver hasta cuatro veces cualquier impuesto injustamente
cobrado. Amén.
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