domingo, 27 de diciembre de 2020

 27 de diciembre

SAN JUAN EL EVANGELISTA, APÓSTOL

Hijo de Zebedeo, hermano del Apóstol Santiago

Etim: "El Señor ha dado su gracia" o "Dios es misericordioso"

Autor del cuarto evangelio, de las tres cartas que llevan su nombre en el Nuevo Testamento, y del Apocalipsis.

Emblemas: El águila (por su visión mística elevada); Un libro (por su escritos llenos del Espíritu Santo)

Patrón de teólogos y escritores

Muerte: c.100 P.C.

Hijitos míos, amaos entre vosotros”

Juan nos invita a hacer silencio en nuestras vidas. Como él, los "silenciosos", conocen ese misterioso intercambio de corazones, e invocando la presencia de Juan, su corazón se enciende”

El Señor desea hacer de cada uno de nosotros, un discípulo como Juan, que vive una amistad personal con Él. Para realizar esto, no es suficiente seguirle y escucharle exteriormente, es necesario también vivir con Él, y como Él”. Benedicto XVI

El discípulo amado

SAN JUAN el Evangelista, a quien se distingue como "el discípulo amado de Jesús", y a quien a menudo, le llaman "el divino" (es decir, el "Teólogo"), sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un judío de Galilea, hijo de Zebedeo, y hermano de Santiago el Mayor, con quien desempeñaba el oficio de pescador.

Junto con su hermano Santiago, se hallaba Juan remendando las redes, a la orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa de llamar a su servicio, a Pedro y a Andrés, los llamó también a ellos, para que fuesen sus Apóstoles.

El propio Jesucristo, les puso a Juan y a Santiago, el sobrenombre de Boanerges, o sea "hijos del trueno" (Lucas 9, 54), aunque no está aclarado, si lo hizo como una recomendación, o bien a causa de lo impetuoso de su temperamento.

Se dice que San Juan, era el más joven de los doce Apóstoles, y que sobrevivió a todos los demás. Es el único de los Apóstoles, que no murió martirizado.

En el Evangelio que escribió, se refiere a sí mismo, como "el discípulo a quien Jesús amaba", y es evidente, que era de los más íntimos de Jesús. El Señor quiso que estuviese junto con Pedro y Santiago, en el momento de Su Transfiguración, así como durante su agonía, en el Huerto de los Olivos.

En muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su predilección, o su afecto especial. Por consiguiente, nada tiene de extraño, desde el punto de vista humano, que la esposa de Zebedeo, pidiese al Señor que sus dos hijos, llegasen a sentarse junto a Él, uno a la derecha y el otro a la izquierda, en Su Reino.

Juan fue el elegido, para acompañar a Pedro a la ciudad, a fin de preparar la cena de la última Pascua; y en el curso de aquella última cena, Juan reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús; y fue a Juan a quien el Maestro indicó, no obstante que Pedro formuló la pregunta, el nombre del discípulo, que habría de traicionarle.

Es creencia general, la de que Juan era aquel "el otro discípulo" que entró con Jesús, ante el tribunal de Caifás, mientras Pedro se quedaba afuera. Juan fue el único de los Apóstoles, que estuvo al pie de la cruz con la Virgen María, y las otras piadosas mujeres, y fue él quien recibió el sublime encargo, de tomar bajo su cuidado, a la Madre del Redentor. "Mujer, he ahí a tu hijo", murmuró Jesús a su Madre desde la cruz. "He ahí a tu madre", le dijo a Juan.

Y desde aquel momento, el discípulo la tomó como suya. El Señor nos llamó a todos hermanos, y nos encomendó el amoroso cuidado de Su propia Madre; pero entre todos los hijos adoptivos de la Virgen María, San Juan fue el primero. Tan sólo a él, le fue dado el privilegio de llevar físicamente a María, a su propia casa, como una verdadera madre, y honrarla, servirla y cuidarla en persona.

Gran testigo de la Gloria del Maestro

Cuando María Magdalena, trajo la noticia de que el sepulcro de Cristo, se hallaba abierto y vacío, Pedro y Juan acudieron inmediatamente; y Juan que era el más joven, y el que corría más de prisa, llegó primero.

Sin embargo, esperó a que llegase San Pedro, y los dos juntos se acercaron al sepulcro, y los dos "vieron y creyeron", que Jesús había resucitado.

A los pocos días, Jesús se les apareció por tercera vez, a orillas del lago de Galilea, y vino a su encuentro caminando por la playa. Fue entonces cuando interrogó a San Pedro, sobre la sinceridad de su amor, y le puso al frente de Su Iglesia, y le vaticinó su martirio. San Pedro, al caer en la cuenta, de que San Juan se hallaba detrás de él, preguntó a su Maestro, sobre el futuro de su compañero:

«Señor, y éste, ¿qué?» (Jn 21,21)

Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa?. Tú, sígueme.» (Jn 21,22)

Debido a aquella respuesta, no es sorprendente, que entre los hermanos, corriese el rumor de que Juan no iba a morir, un rumor que el mismo Juan, se encargó de desmentir, al indicar que el Señor nunca dijo: "No morirá". (Jn 21,23).

Después de la Ascensión de Jesucristo, volvemos a encontrarnos con Pedro y Juan, que subían juntos al templo, y antes de entrar, curaron milagrosamente a un tullido.

Los dos fueron hechos prisioneros, pero se les dejó en libertad, con la orden de que se abstuviesen de predicar, en nombre de Cristo, a lo que Pedro y Juan respondieron: «Juzgad si es justo delante de Dios, obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar, de lo que hemos visto y oído.» (Hechos 4:19-20)

Después, los Apóstoles fueron enviados a confirmar a los fieles, que el diácono Felipe, había convertido en Samaria. Cuando San Pablo fue a Jerusalén, tras su conversión, se dirigió a aquellos, que "parecían ser los pilares" de la Iglesia, es decir a Santiago, Pedro y Juan, quienes confirmaron su misión entre los gentiles, y fue por entonces, cuando San Juan asistió al primer Concilio de Apóstoles, en Jerusalén. Tal vez concluido éste, San Juan partió de Palestina, para viajar al Asia Menor.

Éfeso

San Ireneo, Padre de la Iglesia, quien fue discípulo de San Policarpo, quién a su vez fue discípulo de San Juan, es una segura fuente de información sobre el Apóstol. San Ireneo afirma, que éste se estableció en Éfeso, después del martirio de San Pedro y San Pablo, pero es imposible determinar la época precisa.

De acuerdo con la Tradición, durante el reinado de Domiciano, San Juan fue llevado a Roma, donde quedó milagrosamente frustrado, un intento para quitarle la vida. La misma tradición afirma, que posteriormente fue desterrado a la isla de Patmos, donde recibió las revelaciones celestiales, que escribió en su libro del Apocalipsis.

Maravillosas revelaciones celestiales

Después de la muerte de Domiciano, en el año 96, San Juan pudo regresar a Éfeso, y es creencia general, que fue entonces cuando escribió su Evangelio. Él mismo nos revela el objetivo, que tenía presente al escribirlo. "Todas estas cosas las escribo, para que podáis creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que al creer, tengáis la vida en Su nombre".

Su Evangelio, tiene un carácter enteramente distinto al de los otros tres, y es una obra teológica tan sublime, que como dice Teodoreto, "está más allá del entendimiento humano, el llegar a profundizarlo y comprenderlo enteramente". La elevación de su espíritu, y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada por el águila, que es el símbolo de San Juan el Evangelista.

También escribió el Apóstol tres epístolas: a la primera se le llama Católica, ya que está dirigida a todos los otros cristianos, particularmente a los que él convirtió, a quienes insta a la pureza y santidad de vida, y a la precaución contra las artimañas de los seductores.

Las otras dos son breves, y están dirigidas a determinadas personas: una probablemente a la Iglesia local, y la otra a un tal Gayo, un comedido instructor de cristianos. A lo largo de todos sus escritos, impera el mismo inimitable espíritu de caridad.

Predicando la Verdad y el Amor

Los más antiguos escritores, hablan de la decidida oposición de San Juan, a las herejías de los ebionitas, y a los seguidores del gnóstico Cerinto.

En cierta ocasión, según San Ireneo, cuando Juan iba a los baños públicos, se enteró de que Cerinto estaba en ellos, y entonces regresó, y comentó con algunos amigos que le acompañaban: "¡Vámonos hermanos, y a toda prisa, no sea que los baños en donde está Cerinto, el enemigo de la verdad, caigan sobre su cabeza y nos aplasten!".

Dice San Ireneo, que fue informado de este incidente, por el propio San Policarpio, el discípulo personal de San Juan. Por su parte, Clemente de Alejandría, relata que en cierta ciudad, cuyo nombre omite, San Juan vio a un brillante joven en la congregación, y con el íntimo sentimiento, de que mucho de bueno podría sacarse de él, lo llevó para presentarlo al obispo, a quien él mismo había consagrado, y le dijo: "En presencia de Cristo, y ante esta congregación, recomiendo este joven a tus cuidados".

De acuerdo con las recomendaciones de San Juan, el joven se hospedó en la casa del obispo, quien le dio instrucciones, le mantuvo dentro de la disciplina, y a la larga, lo bautizó y lo confirmó. Pero desde entonces, las atenciones del obispo se enfriaron, el neófito frecuentó las malas compañías, y acabó por convertirse en un asaltante de caminos.

Transcurrió algún tiempo, cuando San Juan volvió a aquella ciudad, y le pidió al obispo: "Devuélveme ahora el cargo, que Jesucristo y yo encomendamos a tus cuidados, en presencia de tu iglesia".

El obispo se sorprendió, creyendo que se trataba, de algún dinero que se le había confiado, pero San Juan explicó que se refería al joven, que le había presentado, y entonces el obispo exclamó: "¡Pobre joven!. Ha muerto".

"¿De qué murió”, preguntó San Juan. "Ha muerto para Dios, puesto que es un ladrón" , fue la respuesta.

Al oír estas palabras, el anciano Apóstol pidió un caballo, y un guía para dirigirse hacia las montañas, adonde los asaltantes de caminos, tenían su guarida. Tan pronto como se adentró, por los tortuosos senderos de los montes, los ladrones le rodearon y le apresaron. "¡Para esto he venido!", gritó San Juan. "¡Llevadme con vosotros!".

Al llegar a la guarida, el joven renegado reconoció al prisionero, y trató de huir, lleno de vergüenza, pero Juan le gritó para detenerle: "¡Muchacho!. ¿Por qué huyes de mí, tu padre, un viejo y sin armas?. Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo responderé por ti ante mi Señor Jesucristo, y estoy dispuesto a dar la vida por tu salvación. Es Cristo quien me envía".

El joven escuchó estas palabras inmóvil en su sitio; luego bajó la cabeza, y de pronto, se echó a llorar, y se acercó a San Juan para implorarle, según dice Clemente de Alejandría, una segunda oportunidad. Por su parte, el Apóstol no quiso abandonar la guarida de los ladrones, hasta que el pecador quedó reconciliado con la Iglesia.

Aquella caridad que inflamaba su alma, deseaba infundirla en los otros, de una manera constante y afectuosa. Dice San Jerónimo en sus escritos, que cuando San Juan era ya muy anciano, y estaba tan debilitado, que no podía predicar al pueblo, se hacía llevar en una silla, a las asambleas de los fieles de Efeso, y siempre les decía estas mismas palabras: "Hijitos míos, amaos entre vosotros . . .". Alguna vez le preguntaron, por qué repetía siempre esa frase, y respondió San Juan: "Porque ése es el mandamiento del Señor, y si lo cumplís, ya habréis hecho bastante".

San Juan murió pacíficamente en Éfeso, hacia el tercer año del reinado de Trajano, es decir hacia el año cien de la era cristiana, cuando tenía la edad de noventa y cuatro años, de acuerdo con San Epifanio.

Según los datos que nos proporcionan San Gregorio de Nissa, el Breviarium sirio de principios del siglo quinto, y el Calendario de Cartago, la práctica de celebrar la fiesta de San Juan el Evangelista, inmediatamente después de la de San Esteban, es antiquísima.

En el texto original del Hieronymianum, (alrededor del año 600 P.C.), la conmemoración, parece haber sido anotada de esta manera: "La Asunción de San Juan el Evangelista, en Éfeso, y la ordenación al episcopado del Santo Santiago, el hermano de Nuestro Señor, y el primer judío que fue ordenado obispo de Jerusalén por los Apóstoles, y que obtuvo la corona del martirio, en el tiempo de la Pascua".

Era de esperarse, que en una nota como la anterior, se mencionaran juntos a Juan y a Santiago, los hijos de Zebedeo; sin embargo, es evidente que el Santiago a quien se hace referencia, es el otro, el hijo de Alfeo.

La frase "Asunción de San Juan", resulta interesante, puesto que se refiere claramente, a la última parte de las no canónicas "Actas de San Juan". La errónea creencia de que San Juan, durante los últimos días de su vida en Efeso, desapareció sencillamente, como si hubiese ascendido al cielo en cuerpo y alma, puesto que nunca se encontró su cadáver, una idea que surgió sin duda de la afirmación, de que aquel discípulo de Cristo "no moriría", tuvo gran difusión y aceptación a fines del siglo II.

Por otra parte, de acuerdo con los griegos, el lugar de su sepultura en Efeso, era bien conocida y aun famosa, por los milagros que se obraban allí.

El "Acta Johannis", que ha llegado hasta nosotros en forma imperfecta, y que ha sido condenada, a causa de sus tendencias heréticas, por autoridades en la materia tan antiguas como Eusebio, Epifanio, Agustín y Toribio de Astorga, contribuyó grandemente a crear una leyenda. De estas fuentes, o en todo caso, del pseudo Abdías, procede la historia, en base a la cual, se representa con frecuencia a San Juan, con un cáliz y una víbora.

Se cuenta que Aristodemus, el sumo sacerdote de Diana en Efeso, lanzó un reto a San Juan, para que bebiese de una copa, que contenía un líquido envenenado. El Apóstol tomó el veneno sin sufrir daño alguno, y a raíz de aquel milagro, convirtió a muchos, incluso al sumo sacerdote.

En ese incidente, se funda también sin duda, la costumbre popular que prevalece, sobre todo en Alemania, de beber la Johannis-Minne, la copa amable o poculum charitatis, con la que se brinda en honor de San Juan.

En los rituales medievales, hay numerosas fórmulas para ese brindis, y para que al beber la Johannis-Minne, se evitaran los peligros, se recuperara la salud, y se llegara al cielo.

San Juan es sin duda, un hombre de extraordinaria personalidad, y al mismo tiempo, de gran profundidad mística. Al amarlo tanto, Jesús nos enseña, que esta combinación de virtudes, debe ser el ideal del hombre, es decir el requisito para un hombre plenamente hombre.

Esto choca contra el modelo de hombre machista, que es objeto de falsa adulación en nuestra cultura, un hombre preso de sus bajos instintos. Por eso, el arte tiende a representar a San Juan, como una persona suave, y a diferencia de los demás Apóstoles, sin barba.

Es necesario recuperar a San Juan como modelo: El hombre capaz de recostar su cabeza, sobre el corazón de Jesús, y precisamente por eso, ser valiente para estar al pie de la cruz, como ningún otro. Por algo Jesús le llamaba "hijo del trueno". Quizás antes para mal, pero una vez transformado en Cristo, para mayor gloria de Dios.

Fuente Bibliográfica: Vidas de los Santos de Butler, Vol. IV.

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Juan, hijo del Zebedeo
Benedicto XVI, audiencia general, 5 de julio, 2006
Zenit.org

Queridos hermanos y hermanas: 

Dedicamos el encuentro de hoy, a recordar a otro miembro muy importante del colegio apostólico: Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago. Su nombre, típicamente hebreo, significa «el Señor ha dado su gracia».

Estaba arreglando las redes, a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús le llamó junto a su hermano, (Cf. Mateo 4, 21; Marcos 1,19). Juan forma siempre parte, del grupo restringido que Jesús lleva consigo, en determinadas ocasiones.

Está junto a Pedro y Santiago, cuando Jesús en Cafarnaúm, entra en casa de Pedro, para curar a su suegra (Cf. Marcos 1, 29); con los otros dos, sigue al Maestro, en la casa del jefe de la sinagoga, Jairo, cuya hija volverá a ser llamada a la vida (Cf. Marcos 5, 37); le sigue, cuando sube a la montaña para ser transfigurado (Cf. Marcos 9, 2); está a su lado en el Monte de los Olivos, cuando ante el imponente Templo de Jerusalén, pronuncia el discurso, sobre el fin de la ciudad y del mundo (Cf. Marcos 13, 3); y por último, está cerca de Él, cuando en el Huerto de Getsemaní, se retira para orar con el Padre, antes de la Pasión (Cf. Marcos 14, 33). Poco antes de Pascua, cuando Jesús escoge a dos discípulos, para preparar la sala para la Cena, les confía a él y a Pedro esta tarea (Cf. Lucas 22,8).

Esta posición de relieve en el grupo de los doce, hace en cierto sentido comprensible, la iniciativa que un día tomó su madre: se acercó a Jesús, para pedirle que sus dos hijos, Juan y Santiago, pudieran sentarse uno a su derecha, y el otro a su izquierda en el Reino (Cf. Mateo 20, 20-21).

Como sabemos, Jesús respondió, planteando a su vez un interrogante: preguntó si estaban dispuestos a beber el cáliz, que Él mismo estaba a punto de beber (Cf. Mateo 20, 22). Con estas palabras, quería abrirles los ojos a los dos discípulos, introducirles en el conocimiento del misterio de su persona, y esbozarles la futura llamada a ser sus testigos, hasta la prueba suprema de la sangre.

Poco después, de hecho, Jesús aclaró que no había venido a ser servido, sino a servir, y a dar la vida en rescate de la multitud (Cf. Mateo 20, 28). En los días sucesivos a la resurrección, encontramos a los «hijos del Zebedeo», pescando junto a Pedro, y a otros más en una noche sin resultados. Tras la intervención del Resucitado, vino la pesca milagrosa: «el discípulo a quien Jesús amaba», será el primero en reconocer al «Señor», y a indicárselo a Pedro (Cf. Juan 21, 1-13).

Dentro de la Iglesia de Jerusalén, Juan ocupó un puesto importante, en la dirección del primer grupo de cristianos. Pablo, de hecho, le coloca entre quienes llama, las «columnas» de esa comunidad (Cf. Gálatas 2, 9). San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, le presenta junto a San Pedro, mientras van a rezar al Templo (Hechos 3, 1-4.11), o cuando se presentan ante el Sanedrín, para testimoniar su fe en Jesucristo (Cf. Hechos 4, 13.19).

Junto con San Pedro, recibe la invitación de la Iglesia de Jerusalén, a confirmar a los que acogieron el Evangelio en Samaria, rezando sobre ellos, para que recibieran el Espíritu Santo (Cf. Hechos 8, 14-15).

En particular, hay que recordar lo que dice junto a Pedro, ante el Sanedrín, durante el proceso: «No podemos dejar de hablar, de lo que hemos visto y oído» (Hechos 4, 20). Esta franqueza para confesar su propia fe, queda como un ejemplo, y una advertencia para todos nosotros, para que estemos dispuestos a declarar con decisión, nuestra inquebrantable adhesión a Cristo, anteponiendo la fe, a todo cálculo humano o interés.

Según la tradición, Juan es «el discípulo predilecto», que en el cuarto Evangelio, coloca la cabeza sobre el pecho del Maestro, durante la Última Cena (Cf. Juan 13, 21), se encuentra a los pies de la Cruz, junto a la Madre de Jesús (Cf. Juan 19, 25); y por último, es testigo tanto de la tumba vacía, como de la misma presencia del Resucitado (Cf. Juan 20, 2; 21, 7).

Sabemos que esta identificación, hoy es discutida por los expertos, pues algunos de ellos ven en él, al prototipo del discípulo de Jesús. Dejando que los exégetas aclaren la cuestión, nosotros nos contentamos, con sacar una lección importante para nuestra vida: el Señor desea hacer de cada uno de nosotros, un discípulo que vive una amistad personal con Él. Para realizar esto, no es suficiente seguirle y escucharle exteriormente; es necesario también vivir con Él, y como Él.

Esto sólo es posible, en el contexto de una relación de gran familiaridad, penetrada por el calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos: por este motivo, Jesús dijo un día: «Nadie tiene mayor amor, que el que da su vida por sus amigos… No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer». (Juan 15, 13. 15).

En los apócrifos «Hechos de Juan», el Apóstol no se le presenta como fundador de Iglesias, ni siquiera como guía de una comunidad constituida, sino como un itinerante continuo, un comunicador de la fe en el encuentro, con «almas capaces de esperar, y de ser salvadas» (18, 10; 23, 8).

Le empuja el deseo paradójico, de hacer ver lo invisible. De hecho, la Iglesia oriental le llama simplemente «el Teólogo», es decir, el que es capaz de hablar en términos accesibles, de las cosas divinas, revelando un arcano acceso a Dios, a través de la adhesión a Jesús.

El culto de Juan Apóstol, se afirmó a partir de la ciudad de Éfeso, donde según una antigua tradición, habría vivido durante un largo tiempo, muriendo en una edad extraordinariamente avanzada, bajo el emperador Trajano. En Éfeso, el emperador Justiniano, en el siglo VI, construyó en su honor una gran basílica, de la que todavía quedan imponentes ruinas.

Precisamente en Oriente gozó y goza, de gran veneración. En los íconos bizantinos, se le representa como muy anciano; según la tradición, murió bajo el emperador Trajano-- y en intensa contemplación, con la actitud de quien invita al silencio.

De hecho, sin un adecuado recogimiento, no es posible acercarse al misterio supremo de Dios, y a su revelación.

Esto explica por qué, hace años, el patriarca ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, a quien el Papa Pablo VI, abrazó en un memorable encuentro, afirmó: «Juan se encuentra en el origen, de nuestra más elevada espiritualidad. Como él, los "silenciosos" conocen, ese misterioso intercambio de corazones, invocan la presencia de Juan, y su corazón se enciende» (O. Clément, «Dialoghi con Atenagora», Torino 1972, p. 159).

Que el Señor nos ayude, a ponernos en la escuela de San Juan, para aprender la gran lección del amor, de manera que nos sintamos amados por Cristo, «hasta el final» (Juan 13, 1), y gastemos nuestra vida por Él.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

Oración: Te pedimos Señor y Dios nuestro, que por los méritos e intercesión, de San Juan Evangelista, sepamos hacer siempre un momento de silencio cada día, y así poder escuchar tus divinas inspiraciones, que tienes para nuestra Vida. A Tí Señor, que siempre buscaste un momento de soledad, para orar al Padre, y Vives y Reinas por Siempre, por los Siglos de los Siglos. Amén.


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