sábado, 21 de noviembre de 2020

 21 de Noviembre

Presentación de la Virgen María en el Templo

He visto durante todo el tiempo, a los ángeles en torno a ella, que le sugerían y guiaban, en todos los casos”

No confundir esta fiesta, con la Presentación de Jesús en el Templo

La Virgen, es presentada en el Templo de Jerusalén por sus padres, Joaquín y Ana. En este día, en que se recuerda la dedicación, en el año 543, de la iglesia de Santa María la Nueva, construida cerca del templo de Jerusalén, celebramos junto con los cristianos de la Iglesia oriental, la "dedicación", que María hizo de sí misma a Dios, ya desde su infancia, movida por el Espíritu Santo, de cuya gracia estaba llena desde su Concepción Inmaculada.

Según la tradición, sus padres llevaron a la Virgen María al Templo, a la edad de tres años, para que formase parte de las doncellas, que allí eran consagradas a Dios, e instruídas en la piedad.

Esta fiesta ya se celebraba en el siglo VI, en el Oriente. En el año 1372, el Papa Gregorio XI, informado por el canciller de la corte de Chipre, sobre la gran celebración que en Grecia, se hacía para esta fiesta el 21 de noviembre, la introdujo en Aviñón. Sixto V promulgó la fiesta para la Iglesia Universal.

La Beata Ana Catalina Emmerick, escribe místicamente las revelaciones, que incluyen la presentación de María en el Templo.

Oración:

Te rogamos, Dios y Señor nuestro, que a cuantos hoy honramos la gloriosa memoria, de la Santísima Virgen María, nos concedas, por su intercesión, consagrarnos también nosotros a tu servicio, y así alcanzar la plenitud de tu gracia, bendición y entendimiento. Por nuestro Señor Jesucristo, Ayer, Hoy y Siempre. Amén.

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Visiones de Santa Ana Catalina Emmerich

Esta Santa fue un alma víctima. Estando postrada en su cama, cumpliendo arresto domiciliario, que le fuera impuesto por el Emperador Napoleón, escribía todas estas visiones. Con seguridad fué un designio del Señor, ya que al estar apostada la policía secreta de éste, en su puerta, Santa Ana Catalina estaba segura y protegida, en medio de un tiempo terrible de guerra, desorden y saqueo, que asolaban a Prusia y Austria, luego de la derrota histórica de ésta en la batalla de Austerlitz, a manos de Napoleón.

Los comentarios personales, se encuentran con letras en itálica y tamaño reducido. Leer por completo estas visiones, es un tiempo excelentemente aprovechado, ya que la Paz y Serenidad que emanan de ellas, te ayudarán a aquietar tu espíritu, y olvidar por un momento, todas las ingratitudes y ofensas, frivolidades insoportables, o duras tribulaciones que estemos padeciendo. Leer estos fragmentos, es entrar en el Portal Eterno de la Gloria de Dios.

Muy Breve destaco el relato, de cuando María estaba en el Templo

Vi una gloria luminosa, debajo del corazón de María, y comprendí que Ella encerraba, la promesa de la sacrosanta bendición de Dios. Esta gloria, aparecía rodeada por el arca de Noé, de manera que la cabeza de María, se alzaba por encima; y el arca tomaba a su vez, la forma del Arca de la Alianza, viendo luego a ésta, corno encerrada en el Templo.

Luego vi que todas estas formas desaparecían, mientras el cáliz de la Santa Cena, se mostraba fuera de la gloria, delante del pecho de María, y más arriba, ante la boca de la Virgen, aparecía un pan, marcado con una cruz.

A los lados brillaban rayos, de cuyas extremidades, surgían figuras con símbolos místicos de la Santísima Virgen, como todos los nombres de las Letanías, que le dirige la Iglesia. Subían, cruzándose desde sus hombros, dos ramas de olivo y de ciprés, o de cedro y de ciprés, por encima de una hermosa palmera, junto con un pequeño ramo, que vi aparecer detrás de ella.

En los espacios de las ramas, pude ver todos los instrumentos de la pasión de Jesucristo. El Espíritu Santo, representado por una figura alada, que parecía más forma humana que paloma, se hallaba suspendido sobre el cuadro, por encima del cual, ví el cielo abierto, el centro de la celestial Jerusalén, la ciudad de Dios, con todos sus palacios, jardines, y lugares de los futuros santos. Todo estaba lleno de ángeles, y la gloria que ahora rodeaba a la Virgen Santísima, lo estaba con cabezas de estos espíritus. ¡Ah, quién pudiera describir estas cosas, con palabras humanas!...

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XVIII
Preparativos para la presentación de María en el Templo

(Ésta fue una preparación ceremonial en la casa de María)

María era de tres años de edad y tres meses, cuando hizo el voto de presentarse en el templo, entre las vírgenes que allí moraban. Era de complexión delicada, cabellera clara, un tanto rizada hacia abajo; tenía ya la estatura, que hoy en nuestro país, tiene un niño de cinco a seis años. La hija de María Helí, era mayor en algunos años, y más robusta.

He visto en casa de Ana, los preparativos de María, para ser conducida al templo. Era una fiesta muy grande. Estaban presentes cinco sacerdotes de Nazaret, de Séforis y de otras regiones, entre ellos Zacarías, y un hijo del hermano del padre de Ana. Ensayaban una ceremonia con la niña María. Era una especie de examen, para ver si estaba madura, para ser recibida en el templo.

Además de los sacerdotes, estaban presentes la hermana de Ana de Séforis, y su hija, María Helí y su hijita, y algunas pequeñas niñas y parientes. Los vestidos, en parte cortados por los sacerdotes, y arreglados por las mujeres, le fueron puestos en esta ocasión a la niña, en diversos momentos, mientras le dirigían preguntas.

Esta ceremonia tenía un aire de gravedad y de seriedad, aun cuando algunas preguntas, estaban hechas por el anciano sacerdote, con infantil sonrisa, las cuales eran contestadas siempre por la niña, con admiración de los sacerdotes, y lágrimas de sus padres.

Había para María, tres clases de vestidos, que se pusieron en tres momentos.

Esto tenía lugar en un gran espacio, junto a la sala del comedor, que recibía la luz, por una abertura cuadrangular abierta en el techo, a menudo cerrada con una cortina. En el suelo, había un tapete rojo, y en medio de la sala, un altar cubierto de paño rojo, y encima blanco transparente. Sobre el altar, había una caja con rollos escritos, y una cortina que tenía dibujada, o bordada, la imagen de Moisés, envuelto en su gran manto de oración, y sosteniendo en sus brazos las tablas de la ley.

He visto a Moisés, siempre de anchas espaldas, cabeza alta, nariz grande y curva, y en su gran frente dos elevaciones, vueltas un tanto una hacia otra, todo lo cual, le daba un aspecto muy particular. Estas especies de cuernos, los tuvo ya Moisés desde niño, como dos verrugas. El color de su rostro era de fuego oscuro, y los cabellos rubios. He visto a menudo, semejante especie de cuernos, en la frente de antiguos profetas y ermitaños, y a veces una sola de estas excrecencias, en medio de la frente.

Sobre el altar, estaban los tres vestidos de María; había también paños y lienzos, obsequiados por los parientes, para el arreglo de la niña. Frente al altar se veía, sobre gradas, una especie de trono. Joaquín, Ana y los miembros de la familia, se encontraban reunidos. Las mujeres estaban detrás, y las niñas al lado de María. Los sacerdotes, entraron con los pies descalzos. Había cinco, pero sólo tres de ellos, llevaban vestiduras sacerdotales, e intervenían en la ceremonia.

Un sacerdote tomó del altar, las diversas prendas de la vestimenta, explicó su significado, y las presentó a la hermana de Ana, Maraha de Séforis, la cual vistió con ellas, a la niña María. Le pusieron primero un vestidito amarillo, y encima, sobre el pecho, otra ropa bordada con cintas, que se ponía por el cuello, y se sujetaba al cuerpo.

Después, un mantito oscuro, con aberturas en los brazos; por arriba colgaban algunos retazos de género. Este manto estaba abierto por arriba, y cerrado por debajo del pecho. Le calzaron sandalias oscuras, con suelas gruesas de color amarillo. Tenía los cabellos rubios peinados, y una corona de seda blanca, con variadas plumas. Le colocaron sobre la cabeza, un velo cuadrado de color ceniza, que se podía recoger bajo los brazos, para que éstos descansaran, como sobre dos nudos. Este velo parecía de penitencia, o de oración.

Los sacerdotes, le dirigieron toda clase de preguntas, relacionadas con la manera de vivir, de las jóvenes en el templo. Le dijeron entre otras cosas: “Tus padres, al consagrarte al templo, han hecho voto, de que no beberás ni vino ni vinagre, ni comerás uvas ni higos. ¿Qué quieres agregar a este voto?... Piénsalo durante la comida”. A los judíos, especialmente a las jóvenes judías, les gusta mucho el vinagre, y María también tenía gusto en beberlo.

Le hicieron otras preguntas, y le pusieron un segundo género de vestido. Constaba éste de uno azul celeste, con mantito blanco azulado, y un adorno sobre el pecho, y un velo transparente de seda blanca, con pliegues detrás, como usan las monjas. Sobre la cabeza, le pusieron una corona de cera, adornada con flores y capullos de hojas verdes.

Los sacerdotes le pusieron otro velo para la cara: por arriba parecía una gorra, con tres broches a diversa distancia, de modo que se podía levantar un tercio, una mitad, o todo el velo sobre la cabeza. Se le indicó el uso del velo: cómo tenía que recogerlo para comer, y bajarlo cuando fuese preguntada.

Con este vestido, se presentó María con los demás a la mesa: la colocaron entre los dos sacerdotes, y uno enfrente. Las mujeres con otros niños, se sentaron en un extremo de la mesa, separadas de los hombres. Durante la comida, probaron los sacerdotes a la niña María, en el uso del velo. Hubo preguntas y respuestas. También se le instruyó, acerca de otras costumbres que debía observar.

Le dijeron que podía comer de todo por ahora, dándole diversas comidas para tentarla. María los dejó a todos maravillados, con su forma de proceder, y con las respuestas que les daba. Tomó muy poco alimento, y respondía con sabiduría infantil, que admiraba a todos. He visto durante todo el tiempo, a los ángeles en torno a ella, que le sugerían y la guiaban en todos los casos.

Después de la comida, fue llevada a la otra sala delante del altar, donde le quitaron los vestidos de la segunda clase, para ponerle los de la tercera. La hermana de Santa Ana y un sacerdote, la revistieron de los nuevos vestidos de fiesta. Era un vestido de color violeta, con adorno de paño bordado sobre el pecho. Se ataba de costado con el paño de atrás; formaba rizos, y terminaba en punta por debajo.

Le pusieron un mantito violeta, más amplio y más festivo, redondeado por detrás, que parecía una casulla de misa. Tenía mangas anchas para los brazos, y cinco líneas de adornos de oro. La del medio estaba partida, y se recogía y cerraba con botones. El manto, estaba también bordado en las extremidades. Luego se le puso un velo grande: de una parte caía en blanco, y de otra en blanco violeta sobre los ojos.

Sobre esto, le colocaron una corona cerrada, con cinco broches, que constaba de un círculo de oro; más ancho arriba, con picos y botones. Esta corona, estaba revestida de seda por fuera, con rositas y cinco perlas de adorno; los cinco arcos terminales eran de seda, y tenían un botón. El escapulario del pecho, estaba unido por detrás; por delante tenía cintas. El manto estaba sujeto por delante sobre el pecho.

Revestida en esta forma, fue la niña María, llevada sobre las gradas del altar. Las niñas rodeaban el altar, de uno y otro lado. María dijo que no pensaba comer carne ni pescado, ni tomar leche; que sólo tomaría una bebida hecha de agua, y de médula de junco, que usaban los pobres, y que pondría a veces en el agua, un poco de zumo de terebinto. Esta bebida, es como un aceite blanco, se expande, y es muy refrescante, aunque no tan fina como el bálsamo.

Prometió no gustar especias, y no comer en frutas, más que unas bayas amarillas, que crecen como uvas. Conozco estas bayas: las comen los niños, y la gente pobre. También dijo, que quería descansar sobre el suelo, y levantarse tres veces durante la noche para rezar.

Las personas piadosas, Ana y Joaquín, lloraban al oír estas cosas. El anciano Joaquín, abrazando a su hija, le decía: "¡Ah, hija! Esto es muy duro de observar. Si quieres vivir en tanta penitencia, creo que no te podré ver más, a causa de mi avanzada edad". Era una escena muy conmovedora.

Los sacerdotes, le dijeron que se levantara a la noche sólo una vez, como las demás, y le hicieron otras propuestas, para mitigar sus abstinencias. Le impusieron comer otros alimentos, como el pescado, en las grandes festividades.

Había en Jerusalén, en la parte baja de la ciudad, un gran mercado de pescados, que recibía el agua de la piscina de Bethseda. Un día qué faltó el agua, Herodes el Grande, quiso construir allí un acueducto, vendiendo para lograr dinero, vestiduras sacerdotales y vasos sagrados del templo.

Por este motivo, hubo un intento de sublevación, pues los esenios, encargados de la inspección de las vestiduras sacerdotales, acudieron a Jerusalén, de todas partes del país, y se opusieron firmemente. Recordé en este momento, estas cosas.

Por último dijeron los sacerdotes: "Muchas de las otras niñas que van al templo, sin pagar su manutención y sus vestidos, se comprometen, con el consentimiento de sus padres, a lavar los vestidos de los sacerdotes, manchados con la sangre de las víctimas, y otros paños burdos, trabajo muy pesado que lastima las manos. Tú no necesitas hacer esto, porque tus padres te costean tu manutención".

María respondió prontamente, que quería hacer también eso, si era tenida por digna de hacerlo. Joaquín se emocionó grandemente al oírla. Mientras se hacían estas ceremonias, vi que María, en varias ocasiones, había crecido de tal modo ante ellos, que los superaba en altura. Era una señal de la gracia, y de su sabiduría. Los sacerdotes se mostraron serios, con grata admiración.

Por último, fue bendecida la niña María por el sacerdote. La he visto de pie, sobre el tronito resplandeciente. Dos sacerdotes estaban a su lado; otro delante. Los sacerdotes tenían rollos en las manos, y rezaban preces sobre ella, con las manos extendidas. Tuve una admirable visión de María. Me parecía que por la bendición, se hacía transparente. Vi una gloria de indescriptible esplendor, y dentro de ella, el misterio del Arca de la Alianza, como si estuviese en un brillante vaso de cristal,

Luego ví el corazón de María, que se abría en dos, como una puertecita del templete, y el misterio sacramental del Arca de la Alianza, penetró en su corazón. En torno de este misterio, había formado un tabernáculo de variadas, y muy significativas piedras preciosas. Entró en el corazón, como el Arca en el Santísimo, como el Ostensorio en el tabernáculo.

Vi a la niña María, como transformada, flotando en el aire. Con la entrada del sacramento en el corazón de María, que se cerró luego, lo que era figura, pasó a ser realidad y posesión, y vi que la niña estuvo desde entonces, como penetrada de una ardorosa concentración interior. Vi también durante esta visión, que Zacarías (el padre de San Juan Bautista), recibió una interna persuasión, o una celestial revelación, de que María, era el vaso elegido del misterio, o sacramento. Había recibido él un rayo de luz, que yo vi salir de María.

Después de esto, condujeron los sacerdotes a la niña, adonde estaban sus padres. Ana levantó a su hija en alto, y estrechándola contra su pecho, la besó con intensa dulzura y afecto, mezclada de veneración. Joaquín, muy conmovido, le dio la mano, lleno de admiración y veneración.

La hermana mayor de María Santísima, María de Helí, abrazó a la niña con más vivacidad que Santa Ana, que era una mujer muy reservada, moderada y muy medida en todos sus actos. La sobrinita, María Cleofás, le echó los brazos al cuello, como hacen las criaturas.

Después, los sacerdotes tomaron a la niña de nuevo, le quitaron los vestidos simbólicos, y le pusieron sus acostumbrados vestidos. Todavía los he visto de pie, tomando algún líquido de un recipiente, y luego partir.

XIX
Partida al Templo de Jerusalén

He visto a Joaquín, a Ana, y a su hija mayor, María de Helí, ocupados toda la noche, preparando paquetes y utensilios. Ardía una lámpara, con varias mechas.

A María Helí, la veía con una luz, ir de un lado a otro. Unos días antes, Joaquín había mandado a sus siervos, que eligieran cinco de cada especie, de los animales de sacrificio, entre los mejores, y los había despachado para el templo: formaban estos animales una hermosa majada. Después tomó dos animales de carga, y los fue cargando con toda clase de paquetes: vestidos para la niña, y regalos para el templo.

Sobre el lomo del animal, acomodó un ancho asiento, para que se pudiera sentar cómodamente. Los objetos que se cargaron, estaban acondicionados en bultos y atados, fáciles de llevar. Vi cestas de diversas formas, sujetas a los flancos del animal. En una de ellas, había pájaros del tamaño de las perdices; otros cestos, semejantes a cuévanos de uvas, contenían frutas de toda clase. Cuando el asno estuvo cargado completamente, tendieron encima una gran manta de la que colgaban gruesas borlas.

Todavía quedaban dos sacerdotes. Uno de ellos era muy anciano, que llevaba un capuz, terminado en punta sobre la frente y dos vestiduras; la de arriba más corta que la de abajo. Este sacerdote, es el que se había ocupado el día anterior, en el examen de María, y le he visto dar otras instrucciones adicionales a la niña. Tenía una especie de estola colgante. El otro sacerdote era más joven.

María tenía en aquel momento, algo más de tres años de edad: era bella y delicada, y estaba tan adelantada, como un niño de cinco años de nuestro país. Sus cabellos lisos, rizados en sus extremos, eran de un rubio dorado, y más largos, que los de María Cleofás, de siete años, cuya rubia cabellera era corta y crespa. Casi todas las personas mayores, llevaban largas ropas de lana sin teñir.

Yo notaba la presencia de dos niños, que no eran de este mundo: estaban allí en una forma espiritual y figurativa, como profetas; no pertenecían a la familia, y no conversaban con nadie. Parecía que nadie notaba su presencia. Eran hermosos y amables; tenían largos cabellos rubios y rizados. Mirando a uno y otro lado, me dirigieron la palabra.

Llevaban libros, probablemente para su instrucción. La pequeña María, no poseía libro alguno, a pesar de que sabía leer. Los libros no eran como los nuestros, sino largas tiras, de más o menos media vara de ancho, enrolladas en un bastón, cuyas extremidades asomaban por cada lado.

El más alto de los dos niños, se me acercó, con uno de los rollos desplegados en la mano, y leyó algo, explicándomelo luego. Eran letras de oro, totalmente desconocidas para mí, escritas al revés, y cada una de ellas, parecía representar una palabra entera. La lengua me era completamente desconocida también, y sin embargo, la entendía perfectamente. Lástima que haya olvidado la explicación.

Se trataba de un texto de Moisés, sobre la zarza ardiente. Me declaró: "Como la zarza ardía, y no se consumía, así arde el fuego del Espíritu Santo, en la niña María; y en su humildad es, como si nada supiera de ello. Significa también la divinidad y humanidad de Jesús, y como el fuego de Dios, se une con la niña María".

El descalzarse, lo explicó como que la ley se cumplía, la corteza caía, y llegaba ahora la sustancia. La pequeña bandera, que traía la extremidad del bastoncito, significaba que María empezaba su camino, su misión para ser Madre del Redentor. El otro niño, jugaba con su rollo inocentemente, representando con esto, el candor infantil de María, sobre la cual reposaba, una promesa muy grande, la cual, no obstante tan alto destino, jugaba ahora como una criatura.

Me explicaron aquellos niños, siete pasajes de sus rollos; pero a causa del estado en que me encuentro, se me ha ido de la memoria. ¡Oh, Dios mío!.

Cuando se me aparece todo esto, ¡qué bello y profundo es, y al mismo tiempo, qué simple y claro!... Al rayar el alba, ví que se ponían en camino para Jerusalén. La pequeña María, deseaba vivamente llegar al templo, y salió apresuradamente de la casa, acercándose a la bestia de carga.

Los niños profetas, me mostraron todavía algunos textos de sus rollos. Uno de éstos decía, que el templo era magnífico, pero que la niña María, encerraba en sí, algo más admirable aún. Había dos bestias de carga. Uno de los asnos, el más cargado, iba conducido por un servidor, y debía ir siempre delante de los viajeros.

El otro que estaba delante de la casa, cargado con más bultos, tenía preparado un asiento, y María fue colocada sobre él. Joaquín conducía el asno. Llevaba un bastón largo, con un grueso pomo redondo en la extremidad: parecía un cayado de peregrino. Un poco más adelante, iba Ana con la pequeña María Cleofás, y una criada, que debía acompañarla en todo el camino.

Al empezar el viaje, se juntaron con ellas unas mujeres y niñas: se trataba de parientas, que en los diversos cruces del camino, se separaban de la comitiva, para volver a sus casas. Uno de los sacerdotes, acompañó a la comitiva, durante algún tiempo.

He visto unas seis mujeres parientas, con sus hijos, y algunos hombres. Llevaban una linterna, y vi que la luz desaparecía totalmente, ante aquella otra claridad, que derramaban las santas personas sobre el camino, en su viaje nocturno, sin que al parecer lo notaran los demás.

Al principio, me pareció que el sacerdote iba detrás de la pequeña María, con los niños profetas. Más tarde, cuando ella bajó del asno, para seguir a pie, yo estuve a su lado. Más de una vez, oí a mis jóvenes compañeros, cantando el salmo "Eructavit cor meum" y el "Deus deorum Dominus locutus est". Supe por ellos, que estos salmos serían cantados, a doble coro, cuando la Niña fuera admitida en el templo. Lo escucharé cuando lleguen al templo.

Al principio, vi que el camino descendía en pendiente de una colina, para volver a subir después. Siendo temprano, y habiendo buen tiempo, el cortejo se detuvo cerca de un manantial, del que nacía un arroyo.

Había allí una pradera, y los caminantes descansaron, sentándose junto a un cerco de plantas de bálsamo. Debajo de estos frágiles arbustos, solían poner vasos y recipientes de piedra, para recoger el bálsamo, que iba cayendo gota a gota.

Los viajeros bebieron bálsamo, y echaron un poco en el agua, llenando pequeños recipientes. Comieron bayas de ciertas plantas que allí había, con panecillos que traían en las alforjas. En ese momento, desaparecieron los dos niños profetas. Uno de ellos era Elías; el otro me pareció que era Moisés. La pequeña María los había visto; pero no habló de ello con nadie.

Así sucede que a veces, vemos en nuestra infancia a santos niños, y en edad más madura, a santas jóvenes o muchachos, y callamos estas visiones, sin comunicarlas a los demás, por ser tal momento, un instante de gozo celestial y de recogimiento.

Más tarde, vi a los viajeros entrar en una casa aislada, en la que fueron bien recibidos, y tomaron provisiones, pues los moradores parecían ser de la familia. En aquel sitio, se despidieron de la niña Cleofás, que debía volver a su casa. Durante el día, vi el curso del camino, que suele ser bastante penoso, pues hay muchas subidas y bajadas. En los valles, hay a menudo neblina y rocío; con todo, veo algunos lugares mejor situados, donde brotan flores.

Antes de llegar al sitio, donde debían pasar la noche, hallaron un pequeño arroyo. Se hospedaron en una posada, al pie de una montaña, en la cual se veía una ciudad. Por desgracia, no recuerdo el nombre de esa ciudad, pues la he visto durante otros viajes de la Sagrada Familia, por lo cual confundo los nombres. Lo que puedo decir, es que ellos siguieron el camino, que tomó Jesús en el mes de septiembre, cuando tenía treinta años, e iba de Nazaret a Betania, y luego al bautismo de Juan, y aun esto lo digo sin certidumbre completa.

La Sagrada Familia, hizo más tarde este camino, en la época de la huida a Egipto. La primera etapa fue Nazara, pequeño lugar entre Massaloth, y otra ciudad ubicada en la altura, más cercana a esta última. Veo por todas partes, tantas poblaciones, cuyos nombres oigo pronunciar, que luego confundo unos con otros.

La ciudad cubre la ladera de una montaña, y se divide en varias partes, si es que realmente todas forman una misma ciudad. Allí falta agua, y tienen que hacerla subir desde el llano, con la ayuda de cuerdas. Veo allí torres antiguas en ruinas. Sobre la cumbre de la montaña, hay una torre que parece un observatorio, con un aparato de mampostería, que tiene vigas y cuerdas, como para hacer subir algo desde la ciudad.

Hay una cantidad tan grande de estas cuerdas, que el conjunto aparenta mástiles de buques. Debe haber como una hora de camino, desde abajo a la cumbre de la montaña, desde donde se disfruta de una espléndida vista, muy extensa. Los caminantes, entraron en una posada situada en la llanura.

En una parte de la ciudad había paganos, considerados como esclavos por los judíos, debiendo someterse a rudos trabajos en el templo, y en otras construcciones. Esta noche, he visto a la pequeña María, llegando con sus padres, a una ciudad situada a seis leguas más o menos de Jerusalén, en dirección noroeste. Esta ciudad, se llama Bet-Horon, y se encuentra al pie de una montaña.

Durante el viaje, atravesaron un pequeño río, que desemboca en el mar en los alrededores de Jopé, donde enseñó San Pedro, después de la venida del Espíritu Santo. Cerca de Bet-Horon, tuvieron lugar grandes batallas, que he visto y olvidado.

Faltaban aún dos leguas, para llegar a un punto del camino, desde donde se podía divisar a Jerusalén; he oído el nombre de este lugar, que ahora no puedo precisarlo. Bet-Horon, es una ciudad de Levitas de cierta importancia: produce hermosas uvas, y gran cantidad de frutas.

La santa comitiva, entró en la casa de unos amigos, que estaba muy bien situada. Su dueño, era maestro en una escuela de Levitas, y había allí algunos niños. Me admira ver allí a varias parientas de Ana, con sus hijas pequeñas, que yo creía que habían regresado a sus casas, al principio del viaje: ahora advierto que llegaron antes, tomando algún atajo, quizás para anunciar la llegada de la santa comitiva.

Los parientes de Nazaret, de Séforis y de Zabulón, que habían asistido al examen de María, se hallaban allí con sus hijas: vi, por ejemplo, a la hermana mayor de María, con su hija María de Cleofás, y a la hermana de Ana venida de Séforis, con sus hijas.

Con motivo de la llegada de la pequeña María, hubo grandes fiestas. María fue llevada, en compañía de otras niñas, a una gran sala, y puesta en un asiento alto, a semejanza de un trono, dispuesto para ella. El maestro de escuela, y otras personas, hicieron toda clase de preguntas a María, y le pusieron guirnaldas en la cabeza.

Todos estaban asombrados, por la sabiduría que manifestaba en sus respuestas. Oí hablar en esta ocasión, del juicio y prudencia de otra niña, que había pasado por allí poco antes, volviendo de la escuela del templo, a la casa de sus padres. Esta niña se llamaba Susana, y más tarde figuró, entre las santas mujeres que seguían a Jesús.

María ocupó su puesto vacante en el templo, pues había un número fijo de plazas para estas jóvenes. Susana tenía quince años, cuando dejó el templo, es decir, cerca de once más que la niña María. También Santa Ana (la madre de la Virgen María) había sido educada allí, a la edad de cinco años. La pequeña María, estaba llena de júbilo, por hallarse tan cerca del templo.

He visto a Joaquín, que la estrechaba entre sus brazos, llorando y diciéndole: "Hija mía, ya no volveré a verte". Habían preparado comida, y mientras estaban en la mesa, vi a María ir de un lado a otro, apretarse contra su madre, llena de gracia, o deteniéndose detrás de ella, y echarle los bracitos al cuello.

Esta mañana muy temprano, ví a los viajeros salir de Bet-Horon, para dirigirse a Jerusalén. Todos los parientes con sus criaturas, se habían juntado a ellos, y lo mismo los dueños de la casa.

Llevaban regalos para la niña, consistentes en ropas y frutas. Me parece ver una fiesta en Jerusalén. Supe que María, tenía en ese momento tres años y tres meses. En su viaje, no fueron a Ussen Sheera, ni a Gofna, a pesar de tener allí amistades; pasaron sólo por los alrededores.

Vi que el maestro de los Levitas con su familia, los acompañó a Jerusalén. Cuanto más se acercaban a la ciudad, tanto más se mostraba María, contenta y ansiosa. Solía correr delante de sus padres.


XX
Jerusalén

Hoy al mediodía, he visto llegar a la comitiva que acompañaba a María, al templo de Jerusalén. Jerusalén es una ciudad extraña. No hay que pensar que sea, como una de nuestras ciudades, con tanta gente en las calles. Muchas calles bajas y altas, corren alrededor de los muros de la ciudad, y no tienen salida ni puertas.

Las casas de las alturas, detrás de las murallas, están orientadas hacia el otro lado, pues se han edificado barrios distintos, y se han formado nuevas crestas de colinas, y los antiguos muros quedaron allí.

Muchas veces se ven las calles de los valles, sobreedificadas con sólidas bóvedas. Las casas tienen sus patios y piezas, orientadas hacia el interior; hacia la calle sólo hay puertas y terrazas sobre los muros. Generalmente las casas son cerradas. Cuando la gente no va a las plazas o mercados, o al templo, está generalmente entretenida, en el interior de sus casas.

Hay silencio en las calles, fuera de los lugares de mercado, o de ciertos palacios, donde se ve ir y venir, a soldados y viajeros. En ciertos días, en que están casi todos en el templo, las calles parecen como muertas. A causa de las calles solitarias, de los profundos valles, y de la costumbre de permanecer las gentes en sus casas, es que Jesús podía ir y venir con sus discípulos, sin ser molestado.

Por lo general, falta agua en la ciudad: frecuentemente se ven edificios altos, adonde es llevada, y torres hacia las cuales es bombeada el agua. En el templo, se tiene mucho cuidado con el agua, porque hay que purificar muchos vasos, y lavar las ropas sacerdotales.

Se ven grandes maquinarias y artefactos, para bombear el agua, a los lugares elevados. Hay muchos mercaderes y vendedores en la ciudad: están casi siempre en los mercados, o en lugares abiertos, bajo tiendas de campaña.

Veo por ejemplo, no lejos de la Puerta de las Ovejas, a mucha gente que negocia con alhajas, oro, objetos brillantes, y piedras preciosas. Las casitas que habitan son muy livianas, pero sólidas, de color pardo, como si estuviesen cubiertas, con pez o betún.

Adentro hacen sus negocios; entre una tienda y otra, están extendidas lonas, debajo de las cuales, muestran sus mercaderías. Hay sin embargo, otras partes de la ciudad, donde hay mayor movimiento, y se ven gentes que van y vienen, cerca de ciertos palacios.

Comparada Jerusalén, con la Roma antigua que he visto, esta ciudad era mucho más bulliciosa en las calles; tenía aspecto más agradable, y no era tan desigual ni empinada. La montaña sobre la cual se halla el templo, está rodeada, por el lado en que la pendiente es más suave, de casas que forman varias calles, detrás de espesos muros. Estas casas están construidas sobre terrazas, colocadas unas sobre otras.

Allí viven los sacerdotes, y los servidores subalternos del templo, que hacen los trabajos más rudos, como la limpieza de los fosos, donde se echan los desperdicios, provenientes de los sacrificios de animales. Hay un costado norte creo, donde la montaña del templo, es muy escarpada. En todo lo alto, alrededor de la cumbre, se halla una zona verde, formada por pequeños jardines, pertenecientes a los sacerdotes.

Aun en tiempos de Jesucristo, se trabajaba siempre en alguna parte del templo. Este trabajo no cesaba nunca. En la montaña del templo, había mucho mineral, que se fue sacando y empleando, en la construcción del mismo edificio.

Debajo del templo hay fosos y lugares, donde funden el metal. No pude encontrar en este gran templo, un lugar donde poder rezar a gusto. Todo el edificio es admirablemente macizo, alto y sólido. Los numerosos patios, son estrechos y sombríos, llenos de andamios y de asientos.

Cuando hay mucha gente, causa miedo encontrarse apretado, entre los espesos muros y las gruesas columnas. Tampoco me gustan los continuos sacrificios, y la sangre derramada en abundancia, a pesar de que esto se hace con orden, e increíble limpieza. Hacía mucho tiempo, que no había visto con tanta claridad como hoy, los edificios, los caminos y los pasajes. Pero son tantas las cosas que hay aquí, que me es imposible describirlas con detalle.

Los viajeros llegaron con la pequeña María, por el norte, a Jerusalén: con todo, no entraron por ese lado, sino que dieron vuelta alrededor de la ciudad, hasta el muro oriental, siguiendo una parte del valle de Josafat.

Dejando a la izquierda el Monte de los Olivos, y el camino de Betania, entraron en la ciudad, por la Puerta de las Ovejas, que conducía al mercado de las bestias. No lejos de esta puerta, hay un estanque, donde se lava por primera vez a las ovejas, destinadas al sacrificio. No es ésta la piscina de Bethseda.

La comitiva, después de haber entrado en la ciudad, torció de nuevo a la derecha, y entró en otra barriada, siguiendo un largo valle interno, dominado de un lado, por las altas murallas, de una zona más elevada de la ciudad, llegando a la parte occidental, en los alrededores del mercado de los peces, donde se halla la casa paterna de Zacarías de Hebrón.

Se encontraba allí un hombre, de avanzada edad: creo que el hermano de su padre. Zacarías solía volver a la casa, después de haber cumplido su servicio en el templo.

En esos días se encontraba en la ciudad, y habiendo acabado su tiempo de servicio, quería quedarse sólo unos días en Jerusalén, para asistir a la entrada de María al templo. Al llegar la comitiva, Zacarías no se encontraba allí.

En la casa se hallaban presentes otros parientes, de los contornos de Belén y de Hebrón, entre ellos, dos hijas de la hermana de Isabel. Isabel tampoco se encontraba allí en ese momento. Estas personas se habían adelantado, para recibir a los caminantes, hasta un cuarto de legua, por el camino del valle. Varias jóvenes los acompañaban, llevando guirnaldas y ramas de árboles.

Los caminantes, fueron recibidos con demostraciones de alegría, y conducidos hasta la casa de Zacarías, donde se festejó la llegada. Se les ofreció refrescos, y todos se prepararon, para llevarlos a una posada contigua al templo, donde los forasteros se hospedan los días de fiesta.

Los animales, que Joaquín había destinado para el sacrificio, habían sido conducidos ya, desde los alrededores de la plaza del ganado, a los establos situados cerca de esta casa. Zacarías acudió también para guiar a la comitiva, desde la casa paterna hasta la posada.

Pusieron a la pequeña María, su segundo vestidito de ceremonias, con el peplo celeste. Todos se pusieron en marcha, formando una ordenada procesión.

Zacarías iba adelante con Joaquín y Ana; luego la niña María, rodeada de cuatro niñas vestidas de blanco, y las otras chicas con sus padres, cerraban la marcha. Anduvieron por varias calles, y pasaron delante del palacio de Herodes, y de la casa, donde más tarde habitó Pilatos.

Se dirigieron hacia el ángulo Nordeste del templo, dejando atrás la fortaleza Antonia, edificio muy alto, situado al Noroeste. Subieron por unos escalones, abiertos en una muralla alta. La pequeña María subió sola, con alegre prisa, sin permitir que nadie la ayudara. Todos la miraban con asombro.

La casa donde se alojaron, era una posada para días de fiesta, situada a corta distancia del mercado del ganado.

Había varias posadas de este género, alrededor del templo, y Zacarías había alquilado una. Era un gran edificio, con cuatro galerías en torno de un patio extenso. En las galerías se hallaban los dormitorios, así como largas mesas muy bajas. Había una sala espaciosa, y un hogar para la cocina.

El patio para los animales, enviados por Zacarías, estaba muy cerca. A ambos lados del edificio, habitaban los servidores del templo, que se ocupaban de los sacrificios.

Al entrar los forasteros, se les lavaron los pies, como se hacía con los caminantes; los de los hombres fueron lavados por hombres; y las mujeres, hicieron este servicio con las mujeres.

Entraron luego en una sala, en medio de la cual, se hallaba suspendida, una gran lámpara de varios brazos, sobre un depósito de bronce, lleno de agua, donde se lavaron la cara y las manos. Cuando hubieron quitado la carga, al asno de Joaquín, un sirviente lo llevó a la cuadra.

Joaquín había dicho que sacrificaría, y siguió a los servidores del templo, hasta el sitio donde se hallaban los animales, a los cuales examinaron. Joaquín y Ana, se dirigieron luego con María, a la habitación de los sacerdotes, situada más arriba. Aquí la niña María, como elevada por el espíritu interior, subió ligerísimamente los escalones, con un impulso extraordinario.

Los dos sacerdotes, que se hallaban en la casa, los recibieron con grandes muestras de amistad: uno era anciano, y el otro más joven. Los dos habían asistido al examen de la niña en Nazaret, y esperaban su llegada.

Después de haber conversado del viaje, y de la próxima ceremonia de la presentación, hicieron llamar a una de las mujeres del Templo. Era ésta una viuda anciana, que debía encargarse de velar por la niña.

Habitaba en la vecindad, con otras personas de su misma condición, haciendo toda clase de labores femeninas, y educando a las niñas. Su habitación, se encontraba más apartada del templo, que las salas adyacentes, donde habían sido dispuestos, para las mujeres y las jóvenes consagradas, al servicio del Templo; pequeños oratorios, desde los cuales podían ver el santuario, sin ser vistas por los demás.

La matrona que acababa de llegar, estaba tan bien envuelta en su ropaje, que apenas podía vérsele la cara. Los sacerdotes y los padres de María, se la presentaron, confiándola a sus cuidados. Ella estuvo dignamente afectuosa, sin perder su gravedad. La niña María, se mostró humilde y respetuosa. La instruyeron en todo lo que se relacionaba con la niña, y su entrada solemne en el templo.

Aquella mujer bajó con ellos a la posada, tomó el ajuar que pertenecía a la niña, y se lo llevó, a fin a prepararlo todo, en la habitación que le estaba destinada. La gente que había acompañado a la comitiva, desde la casa de Zacarías, regresó a su domicilio, quedando en la posada, solamente los parientes. Las mujeres se instalaron allí, y prepararon la fiesta, que debía tener lugar al día siguiente.

Joaquín y algunos hombres, condujeron a las víctimas al Templo, al despuntar el nuevo día, y los sacerdotes las revisaron nuevamente. Algunos animales fueron desechados, y llevados en seguida a la plaza del ganado. Los aceptados, fueron conducidos al patio, donde habrían de ser inmolados. Vi allí muchas cosas, que ya no es posible decirlas en orden.

Recuerdo que antes de inmolar, Joaquín colocaba su mano, sobre la cabeza de la víctima, debiendo recibir la sangre en un vaso, y también algunas partes del animal. Había varias columnas, mesas y vasos. Se cortaba, se repartía y ordenaba todo.

Se quitaba la espuma de la sangre, y se ponía aparte la grasa, el hígado, el bazo, salándose todo esto. Se limpiaban los intestinos de los corderos, rellenándolos con algo, y volviéndolos a poner dentro del cuerpo, de modo que el animal parecía entero, y se ataban las patas en forma de cruz.

Luego, una gran parte de la carne, era llevada al patio, donde las jóvenes del Templo, debían hacer algo con ella: quizás prepararla para alimento de los sacerdotes, o para ellas mismas. Todo esto se hacía con un orden increíble. Los sacerdotes y levitas, iban y venían, siempre de dos en dos. Este trabajo complicado y penoso, se hacía fácilmente, como si se efectuase por sí solo. Los trozos destinados al sacrificio, quedaban impregnados en sal, hasta el día siguiente, en que debían ser ofrecidos sobre el altar.

Hubo hoy una gran fiesta en la posada, seguida de una comida solemne. Habría unas cien personas, contados los niños. Estaban presentes unas veinticuatro niñas, de diversas edades, entre ellas Serapia, que fue llamada Verónica, después de la muerte de Jesús: era bastante crecida, como de unos diez o doce años (esta es la Mujer que enjugó el rostro de Jesús camino al calvario, y que era parienta de Jesús – era una mujer de elevada estatura y complexión intimidante, y por eso los soldados no se animaron a detenerla, cuando se acercó a Jesús; eso fue relatado por esta misma Santa, cuando habla de la crucifixión del amado Maestro y Señor).

Se tejieron coronas y guirnaldas de flores, para María y sus compañeras, adornándose también siete candelabros, en forma de cetro sin pedestal.

En cuanto a la llama que brillaba en su extremidad, no sé si estaba alimentada con aceite, cera u otra materia. Durante la fiesta entraron y salieron, numerosos sacerdotes y levitas. Tomaron parte en el banquete, y al expresar su asombro por la gran cantidad de víctimas ofrecidas para el sacrificio, Joaquín les dijo que era en recuerdo, de la afrenta recibida en el templo, al ser rechazado su sacrificio, y a causa de la misericordia de Dios, que había escuchado su oración (la de poder tener descendencia), había querido demostrar su gratitud de acuerdo con sus medios. Hoy pude ver a la pequeña María, paseando con las otras jóvenes, en torno de su casa. Otros detalles, los he olvidado completamente.

XXI
Presentación de la Niña María en el Templo

Esta mañana fueron al Templo: Zacarías, Joaquín y otros hombres. Más tarde, fue llevada María por su madre, en medio de un acompañamiento solemne. Ana y su hija, María Helí, con la pequeña María Cleofás, marchaban delante; iba luego la Santa niña María, con su vestidito y su manto azul celeste, los brazos y el cuello, adornados con guirnaldas: llevaba en la mano un cirio ceñido de flores.

A su lado, caminaban tres niñitas, con cirios semejantes. Tenían vestidos blancos, bordados de oro y peplos celestes, como María, y estaban rodeadas de guirnaldas de flores; llevaban otras pequeñas guirnaldas, alrededor del cuello y de los brazos. Iban en seguida, las otras jóvenes y niñas vestidas de fiesta, aunque no uniformemente. Todas llevaban pequeños mantos. Cerraban el cortejo las demás mujeres.

Como no se podía ir en línea recta, desde la posada al Templo, tuvieron que dar una vuelta, pasando por varias calles. Todo el mundo se admiraba, de ver el hermoso cortejo, y en las puertas de varias casas, les rendían honores.

En María se notaba algo de santo, y de conmovedor. A la llegada de la comitiva, he visto a varios servidores del Templo, empeñados en abrir con gran esfuerzo, una puerta muy alta y muy pesada, que brillaba como oro, y que tenía grabadas varias figuras: cabezas, racimos de uvas y gavillas de trigo. Era la Puerta Dorada.

La comitiva entró por esa puerta. Para llegar a ella, era preciso subir cincuenta escalones; creo que había entre ellos algunos descansos. Quisieron llevar a María de la mano; pero ella no lo permitió: subió los escalones rápidamente, sin tropiezos, llena de alegre entusiasmo. Todos se hallaban profundamente conmovidos.

Bajo la Puerta Dorada, fue recibida María por Zacarías, Joaquín y algunos sacerdotes, que la llevaron hacia la derecha, bajo la amplia arcada de la puerta, a las altas salas, donde se había preparado una comida, en honor de alguien.

Aquí se separaron las personas de la comitiva. La mayoría de las mujeres y de las niñas, se dirigieron al sitio del Templo, que les estaba reservado para orar. Joaquín y Zacarías, fueron al lugar del sacrificio.

Los sacerdotes hicieron todavía, algunas preguntas a María en una sala, y cuando se hubieron retirado, asombrados de la sabiduría de la niña, Ana vistió a su hija, con el tercer traje de fiesta, que era de color azul violáceo, y le puso el manto, el velo y la corona ya descritos por mí, al relatar la ceremonia que tuvo lugar en la casa de Ana.

Entre tanto, Joaquín había ido al sacrificio con los sacerdotes. Luego de recibir un poco de fuego, tomado de un lugar determinado, se colocó entre dos sacerdotes cerca del altar. Estoy demasiada enferma y distraída, para dar la explicación del sacrificio, en el orden necesario.

Recuerdo lo siguiente: no se podía llegar al altar, más que por tres lados. Los trozos preparados para el holocausto, no estaban todos en el mismo lugar, sino puestos alrededor, en distintos sitios.

En los cuatro extremos del altar, había cuatro columnas de metal huecas, sobre las cuales, descansaban cosas, que parecían caños de chimenea. Eran anchos embudos de cobre, terminados en tubos, en forma de cuernos, de modo que el humo, podía salir pasando por sobre la cabeza de los sacerdotes, que ofrecían el sacrificio.

Mientras se consumía sobre el altar, la ofrenda de Joaquín, Ana fue con María, y las jóvenes que la acompañaban, al vestíbulo reservado a las mujeres. Este lugar, estaba separado del altar del sacrificio por un muro, que terminaba en lo alto en una reja.

En medio de este muro, había una puerta. El atrio de las mujeres, a partir del muro de separación, iba subiendo, de manera que por lo menos, las que se hallaban más alejadas, podían ver hasta cierto punto, el altar del sacrificio. Cuando la puerta del muro estaba abierta, algunas mujeres podían ver el altar.

María y las otras jóvenes, se hallaban de pie delante de Ana, y las demás parientas, estaban a poca distancia de la puerta. En sitio aparte, había un grupo de niños del Templo, vestidos de blanco, que tañían flautas y arpas.

Después del sacrificio, se preparó bajo la puerta de separación, un altar portátil, cubierto con algunos escalones para subir. Zacarías y Joaquín, fueron con un sacerdote desde el patio hasta este altar, delante del cual, estaba otro sacerdote y dos levitas con rollos, y todo lo necesario para escribir.

Un poco atrás, se hallaban las doncellas, que habían acompañado a María. María se arrodilló sobre los escalones; Joaquín y Ana extendieron las manos, sobre su cabeza. El sacerdote cortó un poco de sus cabellos, quemándolos luego sobre un brasero. Los padres pronunciaron algunas palabras, ofreciendo a su hija, y los levitas las escribieron.

Entretanto, las niñas cantaban el salmo "Eructavit cor meum verbum bonum", y los sacerdotes, el salmo "Deus deorum Dominus locutus est", mientras los niños tocaban sus instrumentos.

Observé entonces, que dos sacerdotes tomaron a María de la mano, y la llevaron por unos escalones, hacia un lugar elevado del muro, que separaba el vestíbulo del Santuario.

Colocaron a la niña en una especie de nicho, en el centro de aquel muro, de manera que ella pudiera ver, el sitio donde se hallaban; y puestos en fila, varios hombres, que me parecieron consagrados al Templo. Dos sacerdotes estaban a su lado; había otros dos en los escalones, recitando en alta voz, oraciones escritas en rollos.

Del otro lado del muro, se hallaba de pie un anciano, príncipe de los sacerdotes, cerca del altar, en un sitio bastante elevado, que permitía vérsele el busto. Yo lo vi presentando el incienso, cuyo humo se esparció alrededor de María.

Durante esta ceremonia, ví en torno de María, un cuadro simbólico que pronto llenó el Templo, y lo oscureció. Vi una gloria luminosa, debajo del corazón de María, y comprendí que ella encerraba, la promesa de la sacrosanta bendición de Dios. Esta gloria aparecía rodeada, por el arca de Noé, de manera que la cabeza de María, se alzaba por encima, y el arca tomaba a su vez, la forma del Arca de la Alianza, viendo luego a ésta, corno encerrada en el Templo.

Luego vi que todas estas formas desaparecían, mientras el cáliz de la Santa Cena, se mostraba fuera de la gloria, delante del pecho de María, y más arriba, ante la boca de la Virgen, aparecía un pan marcado con una cruz.

A los lados brillaban rayos, de cuyas extremidades surgían figuras, con símbolos místicos de la Santísima Virgen, como todos los nombres de las Letanías, que le dirige la Iglesia. Subían, cruzándose desde sus hombros, dos ramas de olivo y de ciprés, o de cedro y de ciprés, por encima de una hermosa palmera, junto con un pequeño ramo, que vi aparecer detrás de ella.

En los espacios de las ramas, pude ver todos los instrumentos de la pasión de Jesucristo. El Espíritu Santo, representado por una figura alada, que parecía más forma humana que paloma, se hallaba suspendido sobre el cuadro, por encima del cual, vi el cielo abierto, el centro de la celestial Jerusalén, la ciudad de Dios, con todos sus palacios, jardines, y lugares de los futuros santos.

Todo estaba lleno de ángeles, y la gloria que ahora rodeaba a la Virgen Santísima, lo estaba con cabezas de estos espíritus. ¡Ah, quién pudiera describir estas cosas, con palabras humanas!... 

Se veía todo, bajo formas tan diversas y tan multiformes, derivando unas de las otras, en tan continuada transformación, que he olvidado la mayor parte de ellas.

Todo lo que se relaciona con la Santísima Virgen, en la Antigua y en la Nueva Alianza, y hasta en la eternidad, se hallaba allí representado. Sólo puedo comparar esta visión, a otra menor que tuve hace poco, en la cual vi en toda su magnificencia, el significado del Santo Rosario.

Muchas personas, que se creen sabias, comprenden esto menos, que los pobres y humildes, que lo recitan con simplicidad, pues éstos acrecientan el esplendor, con su obediencia, su piedad y su sencilla confianza en la Iglesia, que recomienda esta oración.

Cuando vi todo esto, las bellezas y magnificencias del Templo, con los muros elegantemente adornados, me parecían opacos y ennegrecidos, detrás de la Virgen Santísima. El Templo mismo, parecía esfumarse y desaparecer: sólo María y la gloria que la rodeaba, lo llenaba todo.

Mientras estas visiones pasaban delante de mis ojos, dejé de ver a la Virgen Santísima, bajo forma de niña: me pareció entonces grande, y como suspendida en el aire.

Con todo veía también, a través de María, a los sacerdotes, al sacrificio del incienso, y a todo lo demás de la ceremonia. Parecía que el sacerdote estaba detrás de ella, anunciando el porvenir, e invitando al pueblo, a agradecer y a orar a Dios, porque de esta niña, habría de salir algo muy grandioso.

Todos los que estaban en el Templo, aunque no veían lo que yo veía, estaban recogidos y profundamente conmovidos. Este cuadro se desvaneció gradualmente, de la misma manera que lo había visto aparecer.

Al fin, sólo quedó la gloria, bajo el corazón de María, y la bendición de la promesa, brillando en su interior. Luego desapareció también, y sólo vi a la niña María, adornada entre los sacerdotes.

Los sacerdotes tomaron las guirnaldas, que estaban alrededor de sus brazos, y la antorcha que llevaba en la mano, y se las dieron a las compañeras. Le pusieron en la cabeza un velo pardo, y la hicieron descender las gradas, llevándola a una sala vecina, donde seis vírgenes del Templo, de mayor edad, salieron a su encuentro, arrojando flores ante ella.

Detrás iban sus maestras, Noemí, hermana de la madre de Lázaro, la profetisa Ana y otra mujer. Los sacerdotes recibieron a la pequeña María, retirándose luego.

Los padres de la Niña, así como sus parientes más cercanos, se encontraban allí. Una vez terminados los cantos sagrados, se despidió María de sus padres. Joaquín, que estaba profundamente conmovido, tomó a María entre sus brazos, y apretándola contra su corazón, dijo en medio de las lágrimas: "Acuérdate de mi alma ante Dios".

María se dirigió luego con las maestras, y varias otras jóvenes, a las habitaciones de las mujeres, al Norte del Templo. Éstas habitaban salas abiertas, en los espesos muros del Templo, y podían a través de pasajes y escaleras, subir a los pequeños oratorios, colocados cerca del Santuario, y del Santo de los Santos.

Los deudos de María, volvieron de la sala contigua a la Puerta Dorada, donde antes se habían detenido, quedándose a comer, en compañía de los sacerdotes. Las mujeres comían en sala aparte.

He olvidado, entre otras muchas cosas, por qué la fiesta había sido tan brillante y solemne. Sin embargo, sé que fue a consecuencia, de una revelación de la voluntad de Dios. Los padres de María, eran personas de condición acomodada, y si vivían pobremente, era por espíritu de mortificación, y para poder dar más limosnas a los pobres.

Así es cómo Ana, no sé por cuánto tiempo, sólo comió alimentos fríos. A pesar de esto, trataban a la servidumbre con generosidad, y la dotaban de lo que necesitaban. He visto a muchas personas, orando en el Templo. Otras habían seguido a la comitiva, hasta la puerta misma.

Algunos de los presentes, debieron tener cierto presentimiento, de los destinos de la Niña, pues recuerdo unas palabras que Santa Ana, en un momento de entusiasmo jubiloso, dirigió a las mujeres, cuyo sentido era: "He aquí el Arca de la Alianza, el vaso de la Promesa, que entra ahora en el Templo". Los padres de María, y los demás parientes, regresaron ese día a Bet-Horon.

XXII
María en el Templo

He visto una fiesta, en las habitaciones de las vírgenes del Templo. María pidió a las maestras, y a cada doncella en particular, si querían admitirla entre ellas, pues esta era la costumbre que se practicaba. Hubo una comida, y una pequeña fiesta, en la que algunas niñas, tocaron instrumentos de música.

Por la noche vi a Noemí, una de las maestras, que conducía a la niña María, hasta la pequeña habitación que le estaba reservada, y desde la cual, podía ver el interior del Templo. Había en ella una mesa pequeña, un escabel, y algunos estantes en los ángulos. Delante de esta habitación, había lugar para la alcoba, el guardarropa y el aposento de Noemí.

María habló a Noemí, de su deseo de levantarse, varias veces durante la noche, pero ésta no se lo permitió. Las mujeres del Templo, llevaban largas y amplias vestiduras blancas, ceñidas con fajas y mangas muy anchas, que recogían para trabajar. Siempre un velo cubría sus rostros.

No recuerdo haber visto nunca a Herodes, que haya hecho reconstruir de nuevo, la totalidad del Templo. Sólo vi que durante su reinado, se hicieron diversos cambios. Cuando María entró en el Templo, once años antes del nacimiento del Salvador, no se hacían trabajos propiamente dichos; pero como siempre, se trabajaba en las construcciones exteriores: esto no dejó de hacerse nunca.

He visto hoy, la habitación de María en el Templo. En el costado Norte, frente al Santuario, se hallaban en la parte alta, varias salas que comunicaban con las habitaciones de las mujeres. El dormitorio de María, era uno de los más retirados, frente al Santo de los Santos. Desde el corredor, levantando una cortina, se pasaba a una sala anterior, separada del dormitorio, por un tabique de forma convexa, o terminada en ángulo.

En los ángulos de la derecha e izquierda, estaban las divisiones, para guardar la ropa y los objetos de uso; frente a la puerta abierta de este tabique, algunos escalones, llevaban arriba hasta una abertura, delante de la cual, había un tapiz, pudiéndose ver desde allí, el interior del Templo.

A izquierda, contra el muro de la habitación, había una alfombra enrollada, que cuando estaba extendida, formaba el lecho sobre el cual reposaba la niña María. En un nicho de la muralla, estaba colocada una lámpara, cerca de la cual, vi a la niña de pie, sobre un escabel, leyendo oraciones en un rollo de pergamino. Llevaba un vestido de listas blancas y azules, sembrado de flores amarillas. Había en la habitación, una mesa baja y redonda.

Vi entrar en la habitación a la profetisa Ana, (es la que recibió a Jesús recién nacido junto a Simeón en el Templo), que colocó sobre la mesa, una fuente con frutas del grosor de un haba, y una anforita. María tenía una destreza superior a su edad: desde entonces, la vi trabajar en pequeños pedazos de tela blanca, para el servicio del Templo.

Las paredes de su pieza, estaban sobrepuestas con piedras triangulares de varios colores. A menudo, oía yo a la niña decir a Ana: "¡Ah, pronto el Niño prometido nacerá!. ¡Oh, si yo pudiera ver al Niño Redentor!"... Ana le respondía; "Yo soy ya anciana, y debí esperar mucho a ese Niño. ¡Tú, en cambio, eres tan pequeña!"... María lloraba a menudo, por el ansia de ver al Niño Redentor.

Las niñas que se educaban en el Templo, se ocupaban de bordar, adornar, lavar y ordenar las vestiduras sacerdotales, y limpiar los utensilios sagrados del Templo.

En sus habitaciones, desde donde podían ver el Templo, oraban y meditaban. Estaban consagradas al Señor, por medio de la entrega, que hacían sus padres en el Templo. Cuando llegaban a la edad conveniente, eran casadas, pues había entre los israelitas piadosos, la silenciosa esperanza, de que de una de estas vírgenes consagradas al Señor, debía nacer el Mesías.

Algunas Reflexiones finales de Santa Ana Catalina

Cuán ciegos y duros de corazón, eran los fariseos y los sacerdotes del Templo; se puede entender esto, por el poco interés y desconocimiento, que manifestaron con las santas personas, con las cuales trataron.

Primeramente desecharon sin motivo, el sacrificio de Joaquín.

Sólo después de algunos meses, por orden de Dios, fue aceptado el sacrificio de Joaquín y de Ana. Joaquín llega a las cercanías del Santuario, y se encuentra con Ana, sin saberlo de antemano, conducidos por los pasajes debajo del Templo, por los mismos sacerdotes.

Aquí se encuentran ambos esposos, y María es concebida. Otros sacerdotes los esperan en la salida del Templo. Todo esto sucedía, por orden e inspiración de Dios. He visto algunas veces, que las estériles, eran llevadas allí por orden de Dios.

María llega al Templo, teniendo algo menos de cuatro años: en toda su presentación, hay signos extraordinarios y desusados. La hermana de la madre de Lázaro, viene a ser la maestra de María, la cual aparece en el Templo con tales señales no comunes, que algunos sacerdotes ancianos, escribían en grandes libros, acerca de esta niña extraordinaria. Creo que estos escritos, existen aún entre otros escritos, ocultos por ahora.

Más tarde suceden otros prodigios, como el florecimiento de la vara, en el casamiento con José. Luego la extraña historia, de la venida de los tres Reyes Magos, de los pastores, por medio de la llamada de los ángeles. Después, en la presentación de Jesús en el Templo, el testimonio de Simeón y de Ana; y el hecho admirable de Jesús, entre los doctores del Templo, a los doce años.

Todo este conjunto de cosas extraordinarias, las despreciaron los fariseos, y las desatendieron. Tenían las cabezas llenas de otras ideas, y de asuntos profanos y de gobierno. Porque la Santa Familia, vivió en pobreza voluntaria, y fue relegada al olvido, como el común del pueblo. Los pocos iluminados, como Simeón, Ana y otros, tuvieron que callar, y ser reservados delante de ellos.

Cuando Jesús comenzó su vida pública, y Juan el Bautista dio testimonio de Él, lo contradijeron con tanta obstinación en sus enseñanzas, que los hechos extraordinarios de su juventud, si es que no los habían olvidado, no tenían interés alguno, en darlos a conocer a los demás.

El gobierno de Herodes, y el yugo de los romanos, bajo el cual cayeron, los enredó de tal manera en las intrigas palaciegas, y en los negocios humanos (algo parecido al estado espiritual actual, que con frecuencia vemos en nuestras jerarquías eclesiásticas, llenas de silencios cómplices y cálculos humanos), que todo espíritu huyó de ellos. Despreciaron el testimonio de Juan, y olvidaron al decapitado. Despreciaron los milagros y la predicación de Jesús.

Tenían ideas erróneas sobre el Mesías y los profetas: así pudieron maltratarlo tan bárbaramente, darle muerte y negar luego su resurrección, y las señales milagrosas sucedidas, como también el cumplimiento de las profecías, de la destrucción de Jerusalén.

Pero si su ceguera fue grande, al no reconocer las señales de la venida del Mesías, mayor es su obstinación, después que obró milagros, y escucharon su predicación. Si su obstinación no fuese tan grandemente extraordinaria, ¿cómo podría esta ceguera, continuar hasta nuestros días?

Cuando voy por las calles de la presente Jerusalén, para hacer el Via Crucis, veo a menudo, debajo de un ruinoso edificio, una gran arcada en parte derruida, y en parte con agua que entró. El agua llega, al presente, hasta la tabla de la mesa, del medio de la cual, se levanta una columna, en torno de la que cuelgan cajas, llenas de rollos escritos.

Debajo de la mesa, hay también rollos dentro del agua. Estos subterráneos deben ser sepulcros: se extienden hasta el monte Calvario. Creo que es la casa que habitó Pilatos. Ese tesoro de escritos, será a su tiempo descubierto.

He visto a la Santísima Virgen en el Templo; unas veces en la habitación de las mujeres, con las demás niñas; otras veces en su pequeño dormitorio, creciendo en medio del estudio, de la oración y del trabajo, mientras hilaba y tejía para el servicio del Templo. María lavaba la ropa, y limpiaba los vasos sagrados.

Como todos los santos, sólo comía para el propio sustento, sin probar jamás, otros alimentos que aquéllos, a los que había prometido limitarse. Pude verla a menudo, entregada a la oración y a la meditación. Además de las oraciones vocales, prescritas en el Templo, la vida de María era una aspiración incesante hacia la redención, una plegaria interior continua. Hacía todo esto con gran serenidad, y en secreto, levantándose de su lecho, e invocando al Señor, cuando todos dormían.

A veces la vi llorando, resplandeciente, durante la oración. María rezaba con el rostro velado. También se cubría, cuando hablaba con los sacerdotes, o bajaba a una habitación vecina, para recibir su trabajo, o entregar el que había terminado. En tres lados del Templo, estaban estas habitaciones, que parecían semejantes a nuestras sacristías. Se guardaban en ellas los objetos, que las mujeres encargadas, debían cuidar o confeccionar.

He visto a María, en estado de éxtasis continuo, y de oración interior. Su alma no parecía hallarse en la tierra, y recibía a menudo consuelos celestiales. Suspiraba continuamente, por el cumplimiento de la promesa, y en su humildad, apenas podía formular el deseo de ser la última, entre las criadas de la Madre del Redentor.

La maestra que la cuidaba era Noemí, hermana de la madre de Lázaro. Tenía cincuenta años, y pertenecía a la sociedad de los esenios, así como las mujeres agregadas, al servicio del Templo.

María aprendió a trabajar a su lado, acompañándola cuando limpiaba las ropas, y los vasos, manchados con la sangre de los sacrificios; repartía y preparaba porciones de carne, de las víctimas reservadas para los sacerdotes y las mujeres.

Más tarde, se ocupó con mayor actividad, de los quehaceres domésticos. Cuando Zacarías se hallaba en el Templo, de turno, la visitaba a menudo; Simeón también la conocía.

Los destinos para los cuales estaba llamada María, no podían ser completamente desconocidos por los sacerdotes. Su manera de ser, su porte, su gracia infinita, su sabiduría extraordinaria, eran tan notables, que ni aún su extrema humildad lograba ocultar.


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