jueves, 22 de octubre de 2020

22 de Octubre

San Felipe de Heraclea



Obispo y Mártir

San Hermetes y San Severo, Mártires

(+ 304)

Breve

En Adrianópolis, en Tracia, santos mártires Felipe, obispo de Heraclea, y Hermetes, diácono.

El primero de ellos, Felipe, se negó a cerrar la iglesia, y entregarle los vasos sagrados y los libros litúrgicos, al gobernador Bassus, durante la persecución del emperador Dioclesiano. Felipe le advirtió al gobernador, que él no podía darle los libros sagrados, ni él recibirlos.

Entonces este prefecto, los mandó encarcelar y azotar a los tres, y al negarse a adorar al emperador y a los dioses romanos, fueron quemados vivos.

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Felipe, obispo de Heraclea, capital de Tracia, fue martirizado durante la persecución de Diocleciano. Como desempeñó con gran fidelidad, sus obligaciones de diácono y de sacerdote, fue elegido obispo de Heraclea. Gobernó su diócesis, con gran virtud y prudencia durante la persecución.

A fin de extender y perpetuar la obra de Dios, formó a muchos discípulos en las ciencias sagradas, y en la piedad sólida. Dos de ellos, el sacerdote Severo, y el diácono Hermetes, tuvieron la dicha de acompañar a San Felipe en el martirio.

Hermetes, antiguo magistrado de la ciudad, empezó a practicar el trabajo manual, desde el momento en que recibió el diaconado, y convenció a su hijo, para que hiciese lo propio.

Cuando Diocleciano publicó sus primeros edictos persecutorios, muchas personas aconsejaron a San Felipe, que huyese de la ciudad; pero el santo se negó a hacerlo, y continuó con sus exhortaciones a su grey, para mantener la constancia y la paciencia. El gobernador envió a un tal Aristómaco, a clausurar las puertas de la iglesia.

Felipe le dijo: «¿Crees acaso, que Dios vive entre cuatro paredes?; ¡más bien vive en el corazón de los hombres!». En seguida, el obispo reunió a los cristianos, fuera de la iglesia.

Al día siguiente, los esbirros del emperador, sellaron los vasos y los libros sagrados. Los fieles entristecidos, se reunieron frente a la iglesia cerrada; Felipe se puso de espaldas contra la puerta, y para alentarlos, comenzó a hablar con palabras de fuego, y se negó a retirarse.

El gobernador Bassus, se enteró de que Felipe y sus cristianos, celebraban el día del Señor delante de la iglesia, y los mandó traer a su presencia. «¿Quién de vosotros es el maestro?», preguntó. Felipe respondió: «Yo». Bassus le dijo: «Bien sabes que el emperador, ha prohibido que os reunáis. Entrégame los vasos de oro y plata, y los libros que acostumbráis leer».

El obispo replicó: «Estamos dispuestos a entregarte los vasos, porque Dios no se complace en los metales preciosos, sino en la caridad. En cuanto a los libros sagrados, ni tú puedes exigírmelos, ni yo puedo entregarlos».

El gobernador mandó llamar a los verdugos, y ordenó a uno de ellos, que atormentase a Felipe.

Éste soportó el tormento con invencible valor. Hermetes dijo al gobernador, que aunque destruyese, todos los libros de la verdadera doctrina, no conseguiría destruir la palabra de Dios. Entonces Bassus, le mandó a azotar a él también.

En seguida Publio, quien era ayudante del gobernador, acompañó a Hermetes, al sitio en que estaban depositados los vasos sagrados. Publio intentó apoderarse de algunos, y cuando Hermetes trató de impedirlo, le dio tan tremenda bofetada, que le dejó el rostro bañado en sangre.

El gobernador reprobó la conducta de Publio, y ordenó que curasen la herida de Hermetes. En seguida, envió a los prisioneros a la plaza central, y mandó a los guardias, que destruyesen el techo de la iglesia. Los soldados aprovecharon la ocasión, para quemar los libros sagrados, y las llamas se elevaron tan alto, que los presentes quedaron maravillados.

Cuando Felipe, quien se hallaba en la plaza central, se enteró de lo sucedido, habló largamente sobre la venganza de Dios, que amenaza a los malvados, y recordó al pueblo, que los templos de los ídolos, se habían incendiado muchas veces.

Entonces se presentó en la plaza, un sacerdote pagano con sus ministros, llevando consigo todo lo necesario para el sacrificio. También llegó Bassus, seguido por una multitud. Algunos de los presentes, se compadecían de los cristianos; otros clamaban contra ellos.

Bassus exhortó a San Felipe, a ofrecer sacrificios a los dioses, a los emperadores, y a la fortuna de la ciudad; después, le señaló una estatua de Hércules, y le dijo que se contentaría, con que la tocase.

El obispo replicó, que las imágenes eran muy útiles a los escultores, pero que no podían hacer bien alguno, a quienes las adoraban. Entonces Bassus, volviéndose hacia Hermetes, le preguntó si él estaba dispuesto a ofrecer sacrificios. Hermetes respondió: «No. Yo también soy cristiano».

Bassus le preguntó: «Si Felipe ofrece sacrificios, ¿seguirás tú su ejemplo?» Hermetes replicó que no, y que tampoco conseguirían que Felipe sacrificase a los dioses. Después de emplear toda clase de amenazas y promesas, para que ofreciesen el sacrificio, el gobernador mandó que los mártires, fuesen conducidos a la prisión.

En el camino, unos malvados derribaron por tierra a Felipe, quien se levantó sonriente, con gran admiración de la turba. Los mártires entraron en la prisión, cantando gozosamente, un salmo de agradecimiento a Dios.

Pocos días después, el gobernador permitió que se trasladasen, a la casa de un tal Paneras, adonde muchos cristianos y neófitos, acudieron a oír las instrucciones de los mártires.

Más tarde, los prisioneros fueron conducidos, a una prisión contigua al teatro, que tenía un pasadizo secreto hacia éste, por donde los cristianos, pudieron ir a visitarlos durante la noche, en gran número.

En el ínterin, el gobernador Bassus fue sustituido por Justino. El cambio alarmó mucho a los cristianos, ya que Bassus era un hombre razonable, y su esposa había sido cristiana, durante algún tiempo; en cambio, Justino era un hombre muy cruel. Zoilo, el magistrado de la ciudad, condujo a Felipe a presencia de Justino, quien le repitió la orden del emperador, y le exhortó a ofrecer sacrificios.

Felipe respondió: «Soy cristiano, y no puedo obedecer tus órdenes. Si quieres, puedes castigarnos, pero no conseguirás que obedezcamos». Justino le amenazó con la tortura, y el obispo respondió: «Dadme tormento, pero no lograrás vencerme; no hay poder alguno, capaz de obligarme a ofrecer sacrificios».

Justino le dijo que los guardias, iban a llevarle a rastras hasta la prisión. Felipe replicó: «¡Dios lo quiera!» Entonces, Justino ordenó que le atasen los pies, y que le arrastrasen a la prisión. Los guardias le arrastraron sobre las piedras, con tal violencia, que Felipe llegó a la prisión cubierto de sangre. Los cristianos le recibieron, y le llevaron en brazos a la mazmorra.

Los perseguidores habían buscado durante largo tiempo, al sacerdote Severo, quien se había escondido. Finalmente, movido por el Espíritu Santo, Severo se entregó, y fue enviado a la prisión. Los tres mártires pasaron siete meses, en un horrible calabozo.

Después fueron trasladados a Adrianópolis, a una casa particular, para esperar la llegada del gobernador. Al día siguiente, Justino mandó conducir a Felipe a las termas, y dio orden de que le azotasen, hasta que la carne se cayese a pedazos.

El valor del mártir, impresionó no sólo a la turba, sino al propio Justino, quien le envió nuevamente a la prisión. En seguida, mandó llamar a Hermetes para azotarle. Los miembros de la corte, le querían bien, pues había sido un magistrado muy popular en HeracIea. Pero Hermetes, permaneció firme en la fe, y fue nuevamente enviado a la prisión. Los mártires dieron gracias a Dios, por esa primera victoria. Tres días después, Justino los convocó de nuevo.

Habiendo exhortado en vano a Felipe, se volvió hacia Hermetes y le dijo: «Tu compañero es insensible, a los horrores de la muerte. Espero que tú comprendas el valor de la vida, y ofrezcas sacrificios a los dioses». Hermetes respondió, con una invectiva contra la idolatría. Justino gritó enfurecido: «Hablas como si quisieses convertirme al cristianismo».

En seguida, consultó a sus consejeros y pronunció la sentencia: «Ordenamos que Felipe y Hermetes, que por su desobediencia a los edictos imperiales, se han hecho indignos, del nombre y los derechos de los ciudadanos romanos, sean quemados públicamente, para que el pueblo aprenda a obedecer».

Los mártires fueron con gran gozo, al sitio de la ejecución. Como Felipe tenía los pies destrozados, fue llevado en brazos. Hermetes, que caminaba también con gran dificultad, dijo a Felipe: «Maestro, apresurémonos a ir al encuentro del Señor. ¿Qué importan nuestros pies, puesto que ya no nos serviremos de ellos?»

Después se volvió hacia la multitud, y dijo: «El Señor me ha revelado, el martirio que me espera. Soñé que una paloma blanca como la nieve, venía a posarse sobre mi cabeza, descendía sobre mi pecho, y me daba a comer un manjar exquisito. Entonces comprendí, que el Señor se había complacido, en llamarme al honor del martirio».

Una vez llegados al sitio de la ejecución, los verdugos, según la costumbre, enterraron a Felipe en la arena, hasta la altura de las rodillas, y le ataron las manos a la espalda.

Lo mismo hicieron con Hermetes, el cual, como no pudiese sostenerse, sin la ayuda de un bastón, pues tenía los pies muy débiles, exclamó riendo: «Se ve que el diablo no es capaz de sostenerme, ni siquiera en estas circunstancias».

Antes de que los verdugos, prendiesen fuego a la pira, Hermetes se dirigió a un cristiano, llamado Velogio, y le dijo: «Os ruego por nuestro Salvador Jesucristo, que digáis a mi hijo, que pague cuanto se haya gastado en mí, para que tenga yo la conciencia tranquila, pues aun las leyes de este mundo, mandan que se paguen las deudas. Decidle también que, aunque es joven, debe ganarse la vida con el trabajo de sus manos, como yo. Y que sea bueno con todos».

En seguida, los guardias le ataron las manos, y encendieron la hoguera. Los mártires alabaron a Dios, y le dieron gracias mientras pudieron hablar.

Sus cuerpos no se desintegraron. El cuerpo de Felipe, que era ya un hombre anciano, parecía haber rejuvenecido, y tenía las manos extendidas, como si se hallase en oración. El cadáver de Hermetes, conservaba su color natural, sólo las orejas estaban un poco amoratadas. Justino ordenó que los cuerpos de los mártires, fuesen arrojados al río, de donde algunos cristianos de Adrianópolis, consiguieron rescatarlos con redes.

El sacerdote Severo, que estaba aún en la prisión, se alegró al enterarse del triunfo, y la gloria de sus compañeros, y pidió ardientemente a Dios, que le concediese compartirlos, como había compartido su defensa de la fe.

Dios escuchó sus oraciones, y Severo fue martirizado al día siguiente. El edicto que mandaba, quemar los escritos sagrados y destruir las iglesias, indica que el martirio tuvo lugar después de la publicación, de los edictos persecutorios de Diocleciano.

El martirio de Felipe, Severo y Hermetes, es uno de los episodios mejor probados de la persecución de Diocleciano. El Breviarium sirio del siglo IV, conmemora el martirio el 22 de octubre.

El texto de las actas latinas de Felipe de Heraclea, puede verse en Ruinart, y en Acta Sanctorum, oct., vol. IX. H. Leclereq tradujo ese documento al francés, en Les Martyrs, vol. u, pp. 238-257. Cf. P. Franchi de Cavalieri, en Studi e Testi, núm. 27, Note Agiografiche, fase. 5 y 175, 9. N. de ETF: en la edición actual del Martirologio Romano no se ha inscripto a Severo, aunque posiblemente se deba sólo a una omisión involuntaria.

Fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

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Santa María Salomé

Discípula de Jesús


Salomé, fue una seguidora de Jesús de Nazaret, que es escasamente mencionada en los evangelios canónicos, pero que aparece de forma más detallada, en algunos evangelios no canónicos.

Según la interpretación tradicional cristiana, de los textos evangélicos, habría sido la madre de los apóstoles, Santiago el Mayor y San Juan Evangelista.

Oración: Señor y Dios nuestro, te pedimos que por los méritos e intercesión, de San Felipe de Heraclea, San Hermetes y San Severo, podamos rechazar siempre los ídolos y valores falsos, que nos presentan a diario, y sólo saber consagrarnos a los bienes y fatigas de este mundo, para tu mayor gloria en los cielos y en la tierra. Te pedimos también, que podamos permanecer siempre al pie de la cruz de Jesucristo, como lo hizo Santa María Salomé. Amén.

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