22
de Octubre
San
Felipe de Heraclea
Obispo y Mártir
San
Hermetes y San Severo, Mártires
(+ 304)
Breve
En
Adrianópolis, en Tracia, santos mártires Felipe, obispo de
Heraclea, y Hermetes, diácono.
El
primero de ellos, Felipe, al pedirle el prefecto Justino, quien,
durante la persecución del emperador Diocleciano, le ordenó que
cerrase la iglesia, entregase los vasos sagrados, y mostrase los
libros litúrgicos, a lo que le respondió que no podía darle estas
cosas ni él recibirlas.
Fueron
encarcelados y azotados, y al negarse a adorar al emperador y a los
dioses romanos, fueron quemados vivos.
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Felipe,
obispo de Heraclea, capital de Tracia, fue martirizado durante la
persecución de Diocleciano. Como desempeñó con gran fidelidad sus
obligaciones de diácono y de sacerdote, fue elegido obispo de
Heraclea. Gobernó su diócesis con gran virtud y prudencia durante
la persecución.
A
fin de extender y perpetuar la obra de Dios, formó a muchos
discípulos en las ciencias sagradas y en la piedad sólida. Dos
de ellos, el sacerdote Severo y el diácono Hermes, tuvieron la dicha
de acompañar a San Felipe en el martirio. Hermes, antiguo
magistrado de la ciudad, empezó a practicar el trabajo manual desde
el momento en que recibió el diaconado, y convenció a su hijo para
que hiciese lo propio.
Cuando
Diocleciano publicó sus primeros edictos persecutorios, muchas
personas aconsejaron a San Felipe que huyese de la ciudad; pero el
santo se negó a hacerlo, y continuó con sus exhortaciones a su grey
para mantener la constancia y la paciencia. El gobernador envió a un
tal Aristómaco a clausurar las puertas de la iglesia.
Felipe
le dijo: «¿Crees acaso que Dios vive entre cuatro paredes?; ¡más
bien vive en el corazón de los hombres!» En seguida, el obispo
reunió a los cristianos fuera de la iglesia.
Al
día siguiente, los esbirros del emperador sellaron los vasos y los
libros sagrados. Los fieles entristecidos, se reunieron frente a la
iglesia cerrada; Felipe se puso de espaldas contra la puerta y, para
alentarlos, comenzó a hablar con palabras de fuego y se negó a
retirarse.
El
gobernador Bassus, se enteró de que Felipe y sus cristianos
celebraban el día del Señor delante de la iglesia, y los mandó
traer a su presencia. «¿Quién de vosotros es el maestro?»,
preguntó. Felipe respondió: «Yo». Bassus le dijo: «Bien
sabes que el emperador ha prohibido que os reunáis. Entrégame los
vasos de oro y plata y los libros que acostumbráis leer».
El
obispo replicó: «Estamos dispuestos a entregarte los vasos,
porque Dios no se complace en los metales preciosos sino en la
caridad. En cuanto a los libros sagrados, ni tú puedes exigírmelos,
ni yo puedo entregarlos».
El
gobernador mandó llamar a los verdugos y ordenó a uno de ellos que
atormentase a Felipe. Éste soportó el tormento con invencible
valor. Hermes dijo al gobernador que, aunque destruyese todos los
libros de la verdadera doctrina, no conseguiría destruir la palabra
de Dios. Bassus le mandó a azotar también.
En
seguida, Publio, ayudante del gobernador, acompañó a Hermes al
sitio en que estaban depositados los vasos sagrados. Publio intentó
apoderarse de algunos y, cuando Hermes trató de impedirlo, le dio
tan tremenda bofetada, que le dejó el rostro bañado en sangre.
El
gobernador reprobó la conducta de Publio y ordenó que curasen la
herida de Hermes. En seguida, envió a los prisioneros a la plaza
central, y mandó a los guardias que destruyesen el techo de la
iglesia. Los soldados aprovecharon la
ocasión para quemar los libros sagrados, y las llamas se elevaron
tan alto, que los presentes quedaron maravillados.
Cuando
Felipe, quien se hallaba en la plaza central, se enteró de lo
sucedido, habló largamente sobre la venganza de Dios que amenaza a
los malvados, y recordó al pueblo que los templos de los ídolos se
habían incendiado muchas veces.
Entonces,
se presentó en la plaza un sacerdote pagano con sus ministros,
llevando consigo todo lo necesario para el sacrificio. También llegó
Bassus, seguido por la multitud. Algunos de los presentes se
compadecían de los cristianos, otros, clamaban contra ellos.
Bassus
exhortó a San Felipe a ofrecer sacrificios a los dioses, a los
emperadores y a la fortuna de la ciudad; después, le señaló una
estatua de Hércules, y le dijo que se contentaría con que la
tocase.
El
obispo replicó que las imágenes eran muy útiles a los escultores,
pero que no podían hacer bien alguno a quienes las adoraban.
Entonces Bassus, volviéndose hacía Hermes, le preguntó sí él
estaba dispuesto a ofrecer sacrificios. Hermes respondió: «No.
Yo también soy cristiano».
Bassus
le preguntó: «Si Felipe ofrece sacrificios, ¿seguirás tú su
ejemplo?» Hermes replicó que no, y que tampoco conseguirían que
Felipe sacrificase a los dioses. Después de emplear toda clase de
amenazas y promesas para que ofreciesen el sacrificio, el gobernador
mandó que los mártires fuesen conducidos a la prisión.
En
el camino unos malvados derribaron por tierra a Felipe, quien se
levantó sonriente, con gran admiración de la turba. Los mártires
entraron en la prisión cantando gozosamente un salmo de
agradecimiento a Dios.
Pocos
días después el gobernador permitió que se trasladasen a la casa
de un tal Paneras, a donde muchos cristianos y neófitos acudieron a
oír las instrucciones de los mártires.
Más
tarde, los prisioneros fueron conducidos a una prisión contigua al
teatro que tenía un pasadizo secreto hacia éste, por donde los
cristianos pudieron ir a visitarlos durante la noche, en gran número.
En
el ínterin, el gobernador Bassus fue sustituido por Justino. El
cambio alarmó mucho a los cristianos, ya que Bassus era un hombre
razonable y su esposa había sido cristiana durante algún tiempo; en
cambio, Justino era un hombre muy cruel. Zoilo, el magistrado de la
ciudad, condujo a Felipe a presencia de Justino, quien le repitió la
orden del emperador, y le exhortó a ofrecer sacrificios.
Felipe
respondió: «Soy cristiano y no puedo obedecer tus órdenes. Si
quieres, puedes castigarnos, pero no conseguirás que obedezcamos».
Justino le amenazó con la tortura, y el obispo respondió: «Dadme
tormento, pero no lograrás vencerme; no hay poder alguno capaz de
obligarme a ofrecer sacrificios».
Justino
le dijo que los guardias iban a llevarle a rastras hasta la prisión.
Felipe replicó: «¡Dios lo quiera!» Entonces Justino ordenó
que le atasen los pies y le arrastrasen a la prisión. Los guardias
le arrastraron sobre las piedras con tal violencia, que Felipe llegó
a la prisión cubierto de sangre. Los cristianos le recibieron, y le
llevaron en brazos a la mazmorra.
Los
perseguidores habían buscado durante largo tiempo al sacerdote
Severo, quien se había escondido. Finalmente, movido por el Espíritu
Santo, Severo se entregó y fue enviado a la prisión. Los tres
mártires pasaron siete meses en un horrible calabozo.
Después,
fueron trasladados a Adrianópolis, a una casa particular, para
esperar la llegada del gobernador. Al día siguiente, Justino mandó
conducir a Felipe a las termas, y dio orden de que le azotasen hasta
que la carne se cayese a pedazos.
El
valor del mártir impresionó no sólo a la turba, sino al propio
Justino, quien le envió nuevamente a la prisión. En seguida mandó
llamar a Hermes para azotarle. Los miembros de la corte le querían
bien, pues había sido un magistrado muy popular en HeracIea. Pero
Hermes permaneció firme en la fe, y fue nuevamente enviado a la
prisión. Los mártires dieron gracias a Dios por esa primera
victoria. Tres días después, Justino los convocó de nuevo.
Habiendo
exhortado en vano a Felipe, se volvió hacia Hermes y le dijo: «Tu
compañero es insensible a los horrores de la muerte. Espero que tú
comprendas el valor de la vida y ofrezcas sacrificios a los dioses».
Hermes respondió con una invectiva contra la idolatría. Justino
gritó enfurecido: «Hablas como si quisieses convertirme al
cristianismo».
En
seguida consultó a sus consejeros y pronunció la sentencia:
«Ordenamos que Felipe y Hermes, que por su desobediencia a los
edictos imperiales se han hecho indignos del nombre y los derechos de
los ciudadanos romanos, sean quemados públicamente para que el
pueblo aprenda a obedecer».
Los
mártires fueron con gran gozo al sitio de la ejecución. Como Felipe
tenía los pies destrozados, fue llevado en brazos. Hermes, que
caminaba también con gran dificultad, dijo a Felipe: «Maestro,
apresurémonos a ir al encuentro del Señor. ¿Qué importan nuestros
pies, puesto que ya no nos serviremos de ellos?»
Después,
se volvió hacia la multitud y dijo: «El Señor me ha revelado el
martirio que me espera. Soñé que una paloma blanca como la nieve
venía a posarse sobre mi cabeza, descendía sobre mi pecho, y me
daba a comer un manjar exquisito. Entonces comprendí que el Señor
se había complacido en llamarme al honor del martirio».
Una
vez llegados al sitio de la ejecución, los verdugos, según la
costumbre, enterraron a Felipe en la arena hasta la altura de las
rodillas y le ataron las manos a la espalda.
Lo
mismo hicieron con Hermes, el cual, como no pudiese sostenerse sin la
ayuda de un bastón, pues tenía los pies muy débiles, exclamó
riendo: «Se ve que el diablo no es capaz de sostenerme ni siquiera
en estas circunstancias».
Antes
de que los verdugos prendiesen fuego a la pira, Hermes se dirigió a
un cristiano llamado Velogio y le dijo: «Os ruego por nuestro
Salvador Jesucristo que digáis a mi hijo que pague cuanto se haya
gastado en mí para que tenga yo la conciencia tranquila, pues aun
las leyes de este mundo mandan que se paguen las deudas. Decidle
también que, aunque es joven, debe ganarse la vida con el trabajo de
sus manos, como yo. Y que sea bueno con todos».
En
seguida, los guardias le ataron las manos y encendieron la hoguera.
Los mártires alabaron a Dios, y le dieron gracias mientras pudieron
hablar.
Sus
cuerpos no se desintegraron. El
cuerpo de Felipe, que era ya un hombre anciano, parecía haber
rejuvenecido, y tenía las manos extendidas como si se hallase en
oración. El cadáver de Hermes conservaba su color natural, sólo
las orejas estaban un poco amoratadas. Justino ordenó que
los cuerpos de los mártires fuesen arrojados al río, de donde
algunos cristianos de Adrianópolis consiguieron rescatarlos con
redes.
El
sacerdote Severo, que estaba aún en la prisión, se alegró al
enterarse del triunfo y la gloria de sus compañeros, y pidió
ardientemente a Dios que le concediese compartirlos, como había
compartido su defensa de la fe.
Dios
escuchó sus oraciones, y Severo fue
martirizado al día siguiente. El edicto que mandaba
quemar los escritos sagrados y destruir las iglesias, indica que el
martirio tuvo lugar después de la publicación de los edictos
persecutorios de Diocleciano.
El
martirio de Felipe, Severo y Hermes es uno de los episodios mejor
probados de la persecución de Diocleciano. El
Breviarium sirio del siglo IV conmemora el martirio el 22 de octubre.
El
texto de las actas latinas de Felipe de Heraclea puede verse en
Ruinart y en Acta Sanctorum, oct., vol. IX. H. Leclereq tradujo ese
documento al francés, en Les Martyrs, vol. u, pp. 238-257. Cf. P.
Franchi de Cavalieri, en Studi e Testi, núm. 27, Note Agiografiche,
fase. 5 y 175, 9. N. de ETF: en la edición actual del Martirologio
Romano no se ha inscripto a Severo, aunque posiblemente se deba sólo
a una omisión involuntaria.
Fuente:
«Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Santa
María Salomé
Discípula de Jesús
Salomé
fue una seguidora de Jesús de Nazaret que es escasamente mencionada
en los evangelios canónicos, pero que aparece de forma más
detallada en algunos evangelios no canónicos.
Según
la interpretación tradicional cristiana de los textos evangélicos,
habría sido la madre de los apóstoles Santiago el Mayor y San Juan
Evangelista.
Oración: Señor
te pedimos que por intercesión de San Felipe de Heraclea, San
Hermetes y San Severo, podamos rechazar siempre los ídolos y valores
falsos que nos presentan a diario, y sólo saber consagrar los bienes
de este mundo para tu mayor gloria en los cielos y en la tierra. Te
pedimos también que podamos permanecer siempre al pie de la cruz de
Jesucristo, como lo hizo Santa María Salomé. Amén.
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