26 de Junio 2024
San Antelmo de Belley
Obispo
(1107 -
1178)
En
Belley, en Saboya, actual Francia, San Antelmo, obispo, monje de la
Gran Cartuja, que restauró los edificios destruidos, por una gran
nevada. Elegido después prior, convocó el Capítulo general, y
designado más tarde obispo, se distinguió por su aplicación firme
y decidida, en la corrección de los clérigos, y en la reforma de
las costumbres.
A San Antelmo se le considera con justicia,
como uno de los eclesiásticos más importantes de su época, debido
a los servicios que prestó a la Iglesia, como obispo de Belley, como
ministro general de la Orden de los Cartujos, en una etapa crítica
de su desarrollo, y como un destacado defensor del verdadero Papa, en
contra de un pretendido Pontífice, que contaba con el apoyo de todas
las fuerzas del emperador.
Antelmo nació en el año de 1107,
en el castillo de Chignin, a unos doce kilómetros de Chambery. Al
recibir las órdenes, era un joven sacerdote de sólidos principios,
hospitalario y generoso, pero que se interesaba demasiado, en las
cosas de este mundo.
Sin embargo, sus frecuentes visitas al
convento de los cartujos, en Portes, donde tenía parientes,
transformaron radicalmente sus ambiciones. Lo que presenció de la
vida en comunidad de los monjes, y lo que aprendió en sus pláticas
con el prior, bastó para mostrarle su verdadera vocación, y en
consecuencia, abandonó el mundo para tomar el hábito de San Bruno,
alrededor del 1137.
Antes de que hubiese terminado el
noviciado, se le envió a la Gran Cartuja, que acababa de perder una
buena parte de su edificio, destruida por una alud. En el gran centro
cartujo, Antelmo, con su ejemplo, y sus cualidades naturales de
hombre práctico, favoreció el renacimiento del fervor, y la
reanudación de la prosperidad del monasterio.
Tras la
renuncia de Hugo I, en 1139, fue elegido como séptimo prior de la
«Grande Chartreuse». Su primer cuidado, fue el de reparar el
edificio dañado, al que, una vez renovado, rodeó con una muralla.
Mandó construir un acueducto, y dio impulso a la agricultura
y al pastoreo en los campos de la abadía; mientras tanto, no cesaba
de predicar sobre la obediencia a la regla, en su sencillez original.
Pronto tuvo la satisfacción, de ver sus esfuerzos coronados por el
éxito.
Hasta entonces, los monjes cartujos habían sido
independientes uno del otro, y cada cual estaba sujeto únicamente al
obispo. Antelmo fue el que convocó al primer capítulo general, por
el que la Gran Cartuja, quedó constituida como la casa madre. De
esta manera, él mismo fue de hecho, aunque no de nombre, el primer
ministro general de la orden.
No es de sorprender, que la
reputación de su santidad y de su ciencia, atrajesen a numerosos
reclutas; entre éstos, que recibieron el hábito de sus manos,
figuraba su propio padre, uno de sus hermanos, y el conde Guillermo
de Nivernais, que no pasó de hermano lego.
También fue San
Antelmo, quien comisionó al beato Juan Hispano, para que redactase
la constitución, para la comunidad de mujeres, que desearan
someterse a la regla de los cartujos.
Después de gobernar
sabiamente, durante doce años la Gran Cartuja, pudo renunciar, en
1152, para gran satisfacción propia, a un puesto que nunca había
deseado. Inmediatamente se retiró a una celda, para vivir en
soledad, pero no fue por mucho tiempo.
Bernardo, el fundador
y primer prior del monasterio de Portes, obligado por lo avanzado de
su edad, delegó su cargo, y a solicitud suya, Antelmo fue su
sucesor. El trabajo de los monjes, había acarreado una inusitada
prosperidad al monasterio, cuyos arcones y cuyos graneros estaban
llenos a reventar. El nuevo prior, consideraba que tanta abundancia
era incompatible con la pobreza evangélica, y en vista de la escasez
que prevalecía en la comarca circundante, ordenó la libre
distribución de granos y dinero, a todo el que acudiese a solicitar
ayuda.
Los necesitados fueron tantos, que el prior vendió
algunos de los ornamentos de la iglesia, para dar limosnas. Dos años
más tarde, regresó a la Gran Cartuja, para entregarse durante algún
tiempo, a la vida de contemplación de un simple monje. Fue entonces
cuando le vino a la cabeza, la idea de ocuparse de los asuntos de la
Iglesia, fuera de su orden.
En el año de 1159, la cristiandad
occidental estaba dividida en dos campos: uno favorecía las
reclamaciones del verdadero Papa, Alejandro III, el otro apoyaba al
antipapa «Víctor IV», protegido por el emperador Federico
Barbarroja.
Antelmo se lanzó a la lucha, junto con
Godofredo, el sabio abad cisterciense de Hautecombe. Ambos tuvieron
éxito, en el reclutamiento de su propia comunidad de monjes elegidos
en diversas órdenes, pero que apoyaban al Papa Alejandro, y
organizaron su causa, en Francia, en España, y aun en
Inglaterra.
Sin duda que, por lo menos en parte, debido a su
agradecimiento por aquellos esfuerzos, el Papa Alejandro atendió, a
un llamado de atención que se le hizo, para que ocupase la sede
vacante en la diócesis de Belley, con un partidario suyo, y puso
aparte a todos los candidatos, para nombrar a Antelmo.
Fue en
vano que el cartujo suplicase, aun con lágrimas en los ojos, que se
le dispensara; el Papa insistió, y Antelmo se vio obligado a
aceptar. Fue consagrado obispo el 8 de septiembre de 1163.
En
su diócesis, había numerosos aspectos que necesitaban ser
reformados, y Antelmo comenzó a trabajar en ello, con su
característica energía. En el primer sínodo que convocó, hizo un
impresionante llamado a sus clérigos, para que cumpliesen con la
gran misión, que les había sido confiada: la observancia del
celibato eclesiástico, no se tomaba en cuenta, y no pocos sacerdotes
vivían ostensiblemente, como hombres casados.
Al principio,
el obispo recurrió tan sólo a las advertencias, y a las medidas de
persuasión, pero al cabo de dos años, al ver que las cosas seguían
más o menos lo mismo, en algunos círculos, impuso un castigo
ejemplar a los renuentes, privándoles de sus beneficios
eclesiásticos.
Con igual firmeza, trató el desorden y la
opresión entre los laicos; ninguno de los anteriores obispos de
Belley, había sido tan valiente y temerario. Cuando Humberto III,
conde de Maurienne, en violación a los derechos de jurisdicción de
la Iglesia sobre los clérigos, metió en la cárcel a un sacerdote,
acusado de malversación, Antelmo envió un prelado, para que pusiese
en libertad al prisionero.
En la reyerta que se produjo,
cuando el conde Humberto trató de impedir, que el prelado se llevase
al reo, éste resultó muerto. Ni siquiera por la expresa solicitud
del Papa, alivió su rigor el obispo Antelmo: cuando supo que
Alejandro III, con quien se hallaba el conde Humberto en relaciones
amistosas, había anulado la acusación, se retiró indignado al
monasterio de Portes, y protestó enérgicamente, con el alegato de
que el Papa había actuado ultra vires, puesto que ni el propio San
Pedro, habría tenido poderes para dejar libre de culpa y cargo, y
aun de censura, a un pecador impenitente.
Con trabajo, se le
convenció para que retornase a su diócesis, pero nada sirvió para
inducirle, a que aceptase a Humberto en la comunión. Sin embargo, se
mantenían en el mismo plano de excelencia, sus relaciones con Roma,
y no tardó en encomendársele una misión, como legado en
Inglaterra, para hacer el intento de reconciliar al rey Enrique II, y
a Santo Tomás Becket; pero las circunstancias le impidieron
partir.
Todavía más notable, fue la amistad y el favor de
que le dio muestras, su antiguo antagonista, el emperador. Pero ni
los honores, de los más altos dignatarios de la Iglesia y el Estado,
ni tampoco los deberes pastorales, que cumplió con tanta prudencia y
sabiduría, apartaron su corazón de su amada comunidad, y nunca
vivió de distinta manera, que el más humilde de los monjes
cartujos.
El tiempo que le dejaban libre sus tareas, lo
ocupaba en visitar la Gran Cartuja, u otra de las casas de la orden.
Tenía gran afecto por otras dos instituciones: una comunidad de
solitarias mujeres, en un lugar llamado Bons, y una casa para
leprosos, donde solía atender personalmente a los enfermos.
El
curso de los años, no menguó su actividad; pero en cierta ocasión,
cuando se ocupaba en distribuir víveres, durante una época de
hambre, fue súbitamente atacado por una fiebre, que habría de
resultarle fatal. Poco antes de entrar en agonía, tuvo la
satisfacción de recibir la visita del conde Humberto, quien acudía
a solicitar su perdón, y a prometer enmienda.
San Antelmo
murió el 26 de junio de 1178, a la edad de setenta y dos años. San
Hugo de Lincoln, al regresar de su última visita a la Gran Cartuja,
poco antes de morir, pasó por Belley, y se detuvo a presentar el
tributo de su veneración, a los restos de su viejo amigo Antelmo,
cuya fama de santidad, se extendía rápidamente por los milagros que
se obraban en su tumba.
En el Acta Sanctoram,
junio, vol. VII, los bolandistas imprimieron una vida de San Antelmo
que, al parecer, fue escrita en su época y cuya copia se obtuvo en
la Gran Cartuja. Las virtudes y trabajos del santo, se discuten
detalladamente en los Anuales Ordinis Cartuciensis, recopilados por
Dom Le Couteulx, vols. I y II.
Fuente: «Vidas de los
santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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