2 De Junio de 2024
Mártires de Lyon
(177)
Santos
Potino, obispo, y Blandina con cuarenta y seis compañeros,
mártires.
«Es
imposible haceros llegar con palabras, o por escrito, la magnitud de
las tribulaciones, el furor de los herejes contra los santos, y todo
lo que soportaron los benditos mártires».
En
Lyon, en la Galia, santos mártires Potino, obispo, Blandina y
cuarenta y seis compañeros, cuyo valeroso y reiterado combate, que
tuvo lugar en tiempo del emperador Marco Aurelio, está atestiguado
en la carta que la Iglesia de Lyon, envió a las Iglesias de Asia y
Frigia.
El obispo Potino, ya nonagenario, falleció al poco
tiempo de ser encarcelado, y algunos otros también murieron en
prisión, mientras que los restantes, fueron expuestos como
espectáculo en el anfiteatro, ante miles de personas, donde los que
eran ciudadanos romanos, perecieron decapitados, y los demás
entregados a las fieras.
Por último, Blandina, reservada para
un combate más cruel y prolongado, después de haber estado
alentando a sus compañeros, les siguió a la gloria al ser también
decapitada, tras padecer prolongadas y crueles torturas.
Estos
son los nombres: Zacarías, presbítero, Vecio Epagato, Macario,
Asclibíades, Silvio, Primo, Ulpio, Vital, Comino, Octubre, Filomeno,
Gemino, Julia, Albina, Grata, Emilia, Potamia, Pompeya, Rodana,
Biblis, Quarcia, Materna, Helpis; Santo, diácono; Maturo, neófito;
Atalo de Pérgamo, Alexander de Frigia, Pontico, Justo, Aristeo,
Cornelio, Zosimo, Tito, Julio, Zotico, Apolonio, Geminiano, otra
Julia, Ausona, otra Emilia, Jamnica, otra Pompeya, Domna, Justa,
Trófima y Antonia.
La carta donde se relatan los
sufrimientos, de los mártires de Vienne y de Lyon, durante la
terrible persecución de Marco Aurelio, en el año 177, ha sido
calificada por un eminente escritor francés, como «la perla de
la literatura cristiana en el segundo siglo».
Los
sobrevivientes de la matanza, dirigieron aquella carta a las Iglesias
de Asia y de Frigia; gracias a Eusebio de Cesárea, se conservó para
la posteridad. Su mayor mérito radica, en su irrefutable
autenticidad, en su interés intrínseco, y en el excelso espíritu
cristiano que hay en ella.
Además, nos ha proporcionado la
prueba más antigua, sobre la existencia de una comunidad de la
Iglesia católica en las Galias. La ciudad de Lyon, sobre la orilla
derecha del Ródano, y Vienne, en la ribera izquierda, marcaban los
límites occidentales, en la ruta comercial hacia el oriente, y sus
congregaciones cristianas, comprendían a muchos griegos y
levantinos, incluyendo a su obispo Potino, quien era posiblemente el
más anciano de toda la comunidad, puesto que su sucesor, san Ireneo,
al hablar de él, afirma que «era de los que escuchó a los que
habían visto a los apóstoles».
«Es imposible
haceros llegar con palabras, o por escrito -dice el preámbulo de la
carta- la magnitud de las tribulaciones, el furor de los herejes
contra los santos, y todo lo que soportaron los benditos mártires».
La persecución comenzó extraoficialmente, con el
ostracismo social a los cristianos: «y se nos excluía de las casas,
de los baños y del mercado»; prosiguió con la violencia popular:
se les apedreaba, atrepellaba, golpeaba, insultaba «y todo lo que
una muchedumbre enfurecida, gusta de hacer a los que odia»; después,
la persecución se inició oficialmente: «Los cristianos prominentes
fueron llevados al foro, interrogados en público, y sumariamente
condenados a prisión.
La forma tan injusta, con que el
magistrado trató a los que comparecían ante él, provocó la
indignación de un joven cristiano, llamado Vetio Epagatho, quien,
levantándose entre el auditorio, pidió que se le permitiera
defender a sus hermanos, contra los cargos de traición y de
impiedad, que se les imputaban.
Al ver la audacia de
aquel joven, muy bien conocido en la ciudad, el juez le preguntó si
también él era cristiano. La firme respuesta afirmativa de Vetio,
le valió una promoción en su dignidad, y fue a ocupar su puesto en
las filas de los mártires.
A esta conmoción sucedió
un período de crisis, que puso a prueba la serenidad de los que
estaban encerrados, y el celo de algunos valientes, que acudían a
consolar a los prisioneros. En esos días, cedieron más o menos diez
de los confesores, incapaces de soportar por más tiempo, la tensión
en que vivían.
Entonces se apoderó de nosotros una
gran inquietud -prosigue la carta- no por temor a los tormentos, que
seguramente nos aguardaban, sino porque aún veíamos lejano el fin
de la jornada, y nos preocupaba la idea de que otros de los nuestros
pudieran fallar. Sin embargo, todos los días llegaban a la prisión,
aquellos que tenían méritos para ocupar el sitio, que los
desertores dejaban vacante, hasta que estuvieron reunidos en el
calabozo, los miembros más virtuosos y activos de nuestras dos
Iglesias» [es decir: Lyon y Vienne].
El gobernador
había dado órdenes estrictas, para que ninguno de nosotros
escapase, y a fin de que no pudiésemos recibir ayuda, muchos de
nuestros servidores paganos, fueron encarcelados también.
Como
nuestros esclavos tenían miedo, de que se les infligieran las mismas
torturas que a los santos, fueron instigados por Satanás y por los
soldados, a lanzar acusaciones de que comíamos carne humana, lo
mismo que Tiestes, de que cometíamos incestos, como Edipo, y de
otras atrocidades, sobre las que ni siquiera nos estaba permitido
pensar, sin quebrantar la ley, y que nos parecía increíble, que
alguna vez hubiesen sido cometidas por los hombres. Al hacerse
públicas aquellas cosas, las gentes se irritaron contra nosotros,
aun algunas que nos habían demostrado su amistad.
El
furor de la plebe, del gobernador y de los soldados, se descargó con
toda su fuerza sobre Santos, un diácono de Vienne; sobre Maturo, a
quien apenas acababan de bautizar, pero que demostró ser noble
luchador; sobre Átalo, natural de Pérgamo, quien siempre había
sido un pilar de nuestra Iglesia; y sobre Blandina, la esclava en
quien Cristo, puso de manifiesto que los seres pequeños, pobres y
despreciables para los hombres, tienen muy alto valor a los ojos de
Dios, quien los reclama para Su gloria, puesto que Su amor está
centrado en la verdad, y no en las apariencias.
Viéndola
como frágil mujer según la carne, a ella que fue una atleta entre
los mártires, nos embargó el temor de que Blandina, por simple
debilidad corporal, no pudiese llegar a hacer su confesión con
firmeza; pero fue dotada con un poder tan grande, que no desmayó,
aun cuando los verdugos que la torturaron de la mañana a la noche,
se fatigaron hasta el extremo de caer rendidos.
Todos
quedaron maravillados, de que Blandina pudiese sobrevivir, con todo
su cuerpo desgarrado y roto. Pero ella, en medio de los sufrimientos,
parecía hacer acopio de bienestar y de paz, al repetir continuamente
estas palabras: 'Soy cristiana; nada malo se hace entre nosotros'.
También el diácono Santos, soportó crueles tormentos con
un valor indoblegable. A todas las preguntas que se le hicieron, dio
la misma respuesta: 'Soy cristiano'. Agotadas en él, todas las
formas conocidas de tortura, se le aplicaron las hojas de las
espadas, calentadas al rojo vivo, en las partes más tiernas de su
cuerpo, hasta dejarlas tumefactas, convertidas en una masa informe de
carne macerada. Tres días después, cuando el mártir había
recuperado el conocimiento, se repitió la tortura.
Entre
los renegados que seguían en la prisión, con la esperanza de que
consiguieran alguna prueba condenatoria, en contra de sus antiguos
cofrades, estaba una mujer llamada Biblis, de reconocida fragilidad y
timidez. Sin embargo, cuando fue sometida a la tortura, «pareció
despertar de un profundo sueño y, en seguida, desmintió
rotundamente a los calumniadores con estas palabras: '¿Acaso podéis
acusar de comer niños, a los que tienen prohibido hasta probar la
sangre de las bestias?' Desde aquel momento, Biblis se confesó
cristiana y fue agregada a la compañía de los mártires.
Muchos
de los prisioneros, sobre todo los jóvenes sin experiencias previas,
murieron en la cárcel a causa de las torturas, del ambiente infecto
que respiraban, o por las brutalidades de los carceleros; pero
algunos otros, que ya habían sufrido terriblemente, y parecían
hallarse a punto de sucumbir, permanecieron con vida para consolar a
los demás.
El obispo Potino, a pesar de sus noventa
años, y sus múltiples achaques, fue arrastrado hacia el tribunal,
por la calle abierta entre el populacho. El gobernador le preguntó,
quién era el Dios de los cristianos, a lo que el obispo repuso
serenamente: «Si fueras digno de conocerlo, ya lo sabrías».
Inmediatamente fue golpeado con las manos, los pies y los
palos, hasta perder la conciencia. Dos días más tarde, murió en la
prisión. Los cristianos que aún quedaban vivos, fueron martirizados
de distintas maneras. Para decirlo con las bellas palabras de la
carta: «Entre todos ofrendaron al Padre una sola guirnalda, pero
tejida con diversos colores y toda clase de flores. Era necesario que
los nobles guerreros, hicieran frente a los más variados conflictos,
y salieran siempre triunfantes, para obtener el derecho de recibir,
al lin de la jornada, el premio supremo de la vida eterna.
Maturo,
Santos, Blandina y Átalo fueron arrojados a las fieras en el
anfiteatro. Maturo y Santos, fueron obligados a participar en luchas
con manoplas y látigos, enfrentados a las fieras, y maltratados en
todas las formas que el público exigía.
Por fin, se les
sujetó a las sillas de hierro que se fueron calentando gradualmente,
hasta que el olor de sus carnes asadas hartó el olfato de la
multitud.
Pero no hubo flaqueza en su valor, ni se
consiguió convencer a Santos, para que dijera otras palabras, fuera
de las que había usado en su confesión desde un principio. Durante
todo aquel día, los mártires no sólo proporcionaron el
entretenimiento, que reclamaba el público del circo, sino un
espectáculo para el mundo y después, se les permitió, por fin,
ofrendar sus vidas.
Pero el fin misericordioso, no
había llegado aún para Blandina. A ella se le colgó de un
travesaño, para que fuera presa fácil de las fieras hambrientas. El
espectáculo de Blandina colgada por las muñecas, con los brazos
extendidos, como si la hubiesen crucificado, el murmullo continuo de
sus fervientes plegarias, llenó de ardor a los otros combatientes.
Ninguno de los animales, se atrevió a tocar a la santa, de manera
que fue devuelta a la prisión para esperar un nuevo intento.
La
muchedumbre vociferó, para pedir que compareciera Átalo, un hombre
de nota en la ciudad, y sus clamores fueron atendidos. El reo fue
obligado a pasear por la arena del anfiteatro, colgado al cuello un
cartel que anunciaba: «Este es Átalo, el cristiano».
Pero
de ahí no pasó la cosa, puesto que el gobernador, se había
enterado de que el reo era ciudadano romano, y pensó que era
conveniente no hacerle daño, por lo menos hasta conocer con certeza
los deseos del emperador.
El conjunto de los
confesores, había dado hasta entonces pruebas extraordinarias de su
caridad y su humildad. Si bien se mostraban dispuestos, a dar
explicaciones de su fe ante cualquiera, no acusaban a nadie y, en
cambio, oraban por sus perseguidores, como San Esteban, lo mismo que
por sus hermanos desertores.
Lejos de adoptar una
actitud de superioridad, solicitaban las oraciones de los otros
cristianos, para que Dios les diera la fuerza de mantenerse firmes. Y
al fin de cuentas, aquella firmeza y la amorosa preocupación, que
mostraban por los hermanos más débiles, quedaron ampliamente
recompensadas.
La carta lo dice con estas palabras: «Por
medio de los vivos, los que estaban muertos recuperaron la vida, y
los mártires fortalecieron y animaron, a los que habían fracasado
en el martirio». En efecto, cuando llegó el escrito del emperador,
que condenaba a muerte a los cristianos confesos, y ordenaba poner en
libertad, a los que hubiesen abjurado, todos los que antes renegaron
de su fe, la confesaron después resueltamente, y se sumaron sin
vacilaciones, a la orden santa de aquellos que habían dado
testimonio de la verdad. Sólo quedaron fuera los pocos, que nunca
fueron cristianos de corazón.
Había un médico
llamado Alejandro, frigio por nacimiento, que presenció el examen de
los cristianos ante el tribunal. Vivía desde hacía años en las
Galias, donde se había dado a conocer, por su gran amor a Dios y su
decisión para difundir el Evangelio.
Permaneció de pie
contra el muro, en el corredor por donde tenían que pasar los
presos, de manera que todos pudieran verlo, y recibir sus palabras de
aliento. La muchedumbre, irritada ante la confesión de los
cristianos, que antes renegaban de sus creencias, clamó para que se
interrogara al médico Alejandro, al que acusaba de ser el instigador
del cambio en la actitud de los reos.
El gobernador lo
hizo comparecer, y le interrogó: «Soy cristiano», fue la única
respuesta que obtuvo. Se le condenó a ser arrojado a las fieras. Al
día siguiente, apareció en la arena junto con Átalo, a quien el
gobernador hizo comparecer por segunda vez, para complacer al
público. Los dos fueron sometidos, a todas las torturas que se
practicaban en el anfiteatro, y al fin, se les sacrificó.
Cuando
Átalo se asaba en la silla de hierro, exclamó: «¡Este sí es, en
verdad, un banquete de carne humana, y eres tú el anfitrión! ¡
Nosotros no devoramos hombres ni hemos cometido nunca una enormidad
semejante!.
Después de todo esto -dice más adelante
la carta- en el último día de los combates por parejas, Blandina
fue presentada de nuevo en el anfiteatro, junto con Póntico, un
muchacho de quince años. Hasta entonces, los dos había tenido que
presenciar, día tras día, las torturas de los demás, y se les
instaba para que juraran por los ídolos, si no querían sufrir la
misma suerte.
Como se negasen, fueron llevados ante la
multitud, que no tuvo compasión de la frágil femineidad de
Blandina, ni de la juventud de Póntico. Ambos fueron sometidos a
todos los tormentos, con breves períodos de descanso, durante los
cuales, se les exhortaba en vano a que juraran.
Póntico,
alentado por las palabras que Blandina pronunciaba en alta voz, para
que todos las escucharan, soportó dignamente las torturas y murió
pronto. La bendita Blandina fue la última; como un madre valerosa,
que hubiese alentado y preparado a todos sus hijos, para que se
presentaran victoriosos ante su Rey, se dispuso a seguirlos, una vez
terminada su tarea, regocijada y triunfante al emprender la marcha
final, como si fuera a una fiesta de bodas, y no a las fauces de las
fieras que la aguardaban.
Después de los garfios, los
ataques de las bestias, el potro y las parrillas, fue por fin
envuelta en una red, y colgada para que la embistiera un toro. Luego
de que la bestia hubo zarandeado el bulto a su placer, como Blandina
permaneciese tan afianzada a su fe, y en una comunión tan íntima
con Cristo, que ya era insensible e indiferente a lo que pudieran
hacerle, los verdugos decidieron inmolarla, habiendo llegado a la
conclusión, de que nunca habían visto a una mujer que resistiera
tanto.
Arrojaron los cuerpos de los mártires al
Ródano, para que no quedan reliquia ni recuerdo de ellos sobre la
tierra. Sin embargo, los registros del glorioso triunfo sobre la
muerte, iban ya a través del mar hacia el oriente; desde entonces
fueron transmitidos por la Iglesia en el curso de los siglos.
Al
citar una vez más las palabras de la epístola, diremos, para
terminar, que aquellos mártires «clamaban por la Vida que Él les
concedió; compartiéron la gracia con sus prójimos, y volaron hacia
Dios, completamente victoriosos.
Así como siempre
amaron la paz, y nos la recomendaron, se fueron en paz, a la morada
de Dios, sin dejar ninguna pena en el corazón de su Madre, ni
separación o disgusto entre sus hermanos, sino alegría, paz,
concordia y amor».
La personificación de la Iglesia
cristiana, con el nombre de «Madre» ilustra de manera interesante,
la costumbre de utilizar símbolos, que tan extensamente practicaban,
los fieles en los primeros siglos, y que mantuvo la disciplina
arcana.
En otra parte de la carta, aparece esta frase: «Hubo
gran regocijo en el corazón de la Virgen Madre (i.e. la Iglesia), al
recuperar vivos, a los hijos prematuros que había alumbrado
muertos».
Palabras como éstas, nos permita comprender, que
las frases empleadas en las inscripciones de Abercius, y las
representaciones de Dios pastor, que se hicieron en las catacumbas,
estaban llenas de sentido para los fieles cristianos de aquellos
tiempos.
Todo nuestro relato depende principalmente de la
Historia Eclesiástica de Eusebio, libro V, c. I. Para los nombres de
los mártires, ver a H. Quentin en Analecta Bollandiana, vol XXXIX
(1921), pp. 113-138. Parece que hubo un total de cuarenta y ocho
mártires cuyos nombres se conservan. Véase también a A. Chagny Les
Martyrs de Lyon (1936).
Fuente: «Vidas de los santos de A.
Butler», Herbert Thurston, SI
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