4 De Junio de 2024
San Francisco Caracciolo
Presbítero y
fundador
(1563 - 1608)
Confesor. Conocido como «Predicador
del Amor de Dios». Con solo la señal de la cruz, curó a muchos
enfermos.
En
Agnone, del Abruzosan Francisco Caracciolo, presbítero, fundador de
la Orden de Clérigos Regulares Menores, que amó de modo admirable a
Dios y al prójimo.
Francisco Caracciolo nació el 13 de
octubre de 1563, en Villa Santa María, en los Abruzos. Su padre
pertenecía a la rama de los Pisquizio, en el árbol genealógico de
los príncipes napolitanos de Caracciolo.
La familia de su
madre, podía ufanarse de su parentesco con Santo Tomás de Aquino.
En la pila bautismal, recibió el nombre de Ascanio. Bien educado por
sus padres, respondió cabalmente a las esperanzas, que tenían
puestas en él, y creció hasta convertirse en un joven modelo,
devoto y caritativo.
En otros aspectos, llevaba la existencia
de los muchachos de la nobleza; era aficionado a los deportes, sobre
todo a la caza. Al cumplir los veintiún años, padeció una
enfermedad de la piel, parecida a la lepra, que rápidamente adquirió
una virulencia tal, que su caso se consideraba perdido.
Con
la muerte frente a él, hizo el voto de dedicar su vida al servicio
de Dios y del prójimo, si recuperaba la salud. Y desde ese momento,
comenzó a sanar con tanta prisa, que todos consideraron su curación
como un milagro.
Ansioso por cumplir su promesa, en cuanto
estuvo bien, se fue a Nápoles, a seguir la carrera del sacerdocio.
Inmediatamente después de su ordenación, se unió a una hermandad
llamada los "Bianchi della Giustizia", cuyos miembros se
ocupaban de manera especial, de cuidar a los presos y de preparar a
los criminales condenados a muerte, a recibirla santamente. Aquel era
el preludio indicado, para la carrera que iba a revelarse al joven
sacerdote.
En el año de 1588, Giovanni Agostino Adorno, un
patricio genovés, que había ingresado a las órdenes religiosas,
quiso poner en práctica, su idea de fundar una asociación de
sacerdotes, dispuestos a mezclar la vida contemplativa con la activa.
Para ello consultó a Fabriccio Caracciolo, diácono de la
iglesia colegiata de Santa María la Mayor, en Nápoles. Éste envió
una carta, para pedir la colaboración de un tal Ascanio Caracciolo,
pariente lejano, carta ésta que fue entregada, por equivocación, a
nuestro santo (recordemos que Ascanio era, en realidad, su nombre de
pila).
Sin embargo, las aspiraciones del decano Adorno,
coincidían de manera tan perfecta con las suyas, que el sacerdote
reconoció la mano de Dios, en aquel error aparente, y se apresuró a
asociarse con Adorno.
A manera de preparativo, los nuevos
socios hicieron un retiro de cuarenta días, en el establecimiento de
los camaldulenses de Nápoles, y ahí, tras un riguroso ayuno y
oración continua, esbozaron las reglas para la orden.
Tan
pronto como el grupo pudo contar con doce miembros, Caracciolo y
Adorno, partieron a Roma con el propósito de obtener, la aprobación
del Sumo Pontífice. El lº de junio de 1588, Sixto V ratificó
solemnemente la nueva sociedad, bajo el título de Clérigos
Regulares Menores.
El 9 de abril del año siguiente, los dos
fundadores hicieron su profesión; Ascanio Caracciolo tomó el nombre
de Francisco, por devoción al gran santo de Asís. Además de los
tres votos acostumbrados, los miembros de la nueva sociedad, hicieron
otro: no procurar nunca, algún puesto alto o dignidad, dentro o
fuera de la orden.
A fin de dejar asegurada la penitencia
constante, se estableció que cada día, un hermano debía ayunar a
pan y agua, otro debería usar la disciplina y un tercero, la camisa
de cerdas.
De la misma manera, Francisco decretó en aquel
período de formación, cuando llegó a superior, que todos los
clérigos, debían pasar una hora al día en oración, ante el
Santísimo Sacramento. No habían acabado de acomodar a los hermanos,
en una casa situada en un suburbio de Nápoles, cuando los
fundadores, Francisco y Adorno, partieron hacia España, en respuesta
a un deseo expreso del Papa, para que establecieran allá su orden,
en vista de que Adorno, estaba muy relacionado en aquel país.
Sin
embargo, no era aquel un momento oportuno: la corte de Madrid no les
permitió hacer fundación alguna, y los dos tuvieron que regresar,
sin haber logrado su objetivo. En el viaje de regreso, tuvieron un
naufragio; pero en cuanto llegaron a Nápoles, vieron recompensadas
sus penurias, con noticias muy gratas sobre su fundación.
Durante
su ausencia, la casita del suburbio, había resultado insuficiente
para albergar a todos los que querían ingresar en la orden, y se
había invitado a los clérigos, para que ocuparan Santa María la
Mayor, ya que el superior de la iglesia colegiata, Fabriccio
Caracciolo, también se había hecho miembro de la nueva sociedad.
Los Clérigos Regulares Menores, trabajaban sobre todo como
misioneros, pero algunos de entre ellos, desempeñaban su ministerio
sacerdotal en prisiones y hospitales. También contaban con lugares
apartados, que ellos llamaban ermitas, para que los ocuparan,
aquellos que se sintieran llamados a la soledad y la
contemplación.
Francisco contrajo una grave enfermedad, y
apenas se había restablecido, cuando sufrió la pena de perder a su
amigo Adorno, quien murió a la edad de cuarenta años, a poco de
haber regresado de un viaje a Roma, relacionado con los asuntos del
instituto, en el que era superior.
Enteramente contra su
voluntad, Francisco fue elegido para ocupar el puesto vacante; se
creía indigno de tomar el cargo, y desde entonces, firmaba a menudo
sus cartas, como «Franciscus Peccator».
Asimismo,
insistió en conservar su turno, para barrer los cuartos, tender las
camas, y lavar la loza en la cocina, lo mismo que los demás. Las
pocas horas que concedía al sueño, las pasaba sobre una mesa, o en
las gradas del altar.
Sus amados pobres, sabían que todas
las mañanas, podían encontrar a su benefactor, en el confesionario.
Para socorrerlos, Francisco pedía limosna por las calles, con ellos
compartía, buena parte de su frugal comida, y algunas veces, en el
invierno, se despojaba de sus ropas de abrigo, para dárselas.
Para
el bien de su sociedad, hizo dos visitas más a España, en los años
de 1595 y 1598, y consiguió fundar casas en Madrid, Valladolid y
Alcalá.
Francisco se vio obligado, a desempeñar el cargo de
superior general, durante siete años, a pesar de que sus
actividades, le resultaban extremadamente fatigosas, no sólo por su
salud delicada, sino sobre todo, porque al establecer y extender la
orden, tuvo que hacer frente a oposiciones, desprecios, y a veces,
maliciosas calumnias.
Cuando al fin, obtuvo el permiso del
Papa Clemente VIII para renunciar, se constituyó en prior y maestro
de novicios, en Santa María la Mayor. El trabajo apostólico lo
desarrollaba en el confesionario, y desde el pulpito; sus sermones,
ardientes y conmovedores, versaban tan a menudo, sobre la inmensidad
de la misericordia divina hacia los hombres, que llegó a llamársele
el «Predicador del Amor de Dios». También se afirma que, con el
signo de la cruz, devolvió la salud a innumerables enfermos.
En
1607 se le desligó de todas las obligaciones administrativas, y se
le permitió entregarse a la vida contemplativa, como una preparación
para la muerte.
Escogió su celda en un cuartucho, bajo la
escalera de la vieja casa napolitana, y con frecuencia se le encontró
ahí, tendido en el suelo, con los brazos extendidos y perdido en sus
arrobamientos.
Fue en vano que el Papa le ofreciese
obispados; Francisco nunca había deseado las dignidades, y menos
entonces, cuando su mente y su corazón, estaban puestos en el cielo.
Sin embargo, no estaba destinado a morir en Nápoles. San
Felipe Neri había ofrecido a los Clérigos Regulares Menores, una
casa en Agnone, en los Abruzos, para el noviciado, y se propuso que
San Francisco, fuese a vigilar los pasos iniciales de la nueva
fundación.
Durante su viaje se detuvo en Loreto, donde se le
otorgó la gracia, de pasar toda la noche en oración, en la capilla
de la Santa Casa. Cuando invocaba la ayuda de Nuestra Señora en
favor de su grey, se le apareció Adorno, ya fuera en un sueño o en
una visión, para anunciarle su próxima muerte.
Llegó a
Agnone aparentemente sano, pero en su fuero interno no se hacía
ilusiones. El primer día de junio cayó postrado, presa de una
fiebre que aumentó de continuo. Tuvo tiempo de dictar, los términos
fervorosos de una carta, en la que pedía a los miembros de la
sociedad, que permanecieran fieles a la regla.
Después
pareció quedar absorto en la meditación, hasta el ocaso, cuando
levantó la voz para clamar: «¡Vamonos! ¡Vamonos!» «¿A dónde
quieres ir, hermano Francisco?», inquirió uno de los que le
cuidaban. «¡Al Cielo, al Cielo!», repuso el santo con voz
clara y acento triunfante.
Apenas había pronunciado estas
palabras, cuando su deseo se vio realizado, y Francisco Caracciolo, a
la edad de cuarenta y cuatro años, pasó a recibir su recompensa en
una vida mejor. San Francisco fue canonizado en 1807. Su orden de
Clérigos Regulares Menores, llegó a ser una institución
floreciente, pero en la actualidad es casi desconocida fuera de
Italia, donde se los llama «Caracciolini».
En
los siglos diecisiete y dieciocho, se publicó un número
considerable de biografías de san Francisco Caracciolo, por ejemplo,
las de Vives (1654), Pistelli (1701) y Cencelli (1769). En épocas
más recientes, tenemos una biografía de Ferrante (1862) y, en 1908,
G. Tagliatela publicó un libro titulado: Terzo Centenario di S.
Francesco Caracciolo. Un relato acertado sobre la iniciación y el
desarrollo de los Clérigos Regulares Menores, es el de M. Heimbucher
en su libro, Orden und Kongregationen, tercera edición.
Fuente:
«Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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