26 De Mayo de 2024
Patriarca Jacob
Antiguo Testamento
CIUDAD
DEL VATICANO, miércoles 25 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a
continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI, pronunció hoy
durante la audiencia general celebrada en la Plaza de San Pedro con
peregrinos procedentes de todo el mundo.
Benedicto XVI: la
Noche del Yaboq | ZENIT – Espanol
Queridos hermanos y
hermanas,
Hoy quisiera detenerme con vosotros, en un texto del
Libro del Génesis que narra un episodio un poco especial, de la
historia del Patriarca Jacob. Es un fragmento de difícil
interpretación, pero importante en nuestra vida de fe y de oración;
se trata del relato de la lucha con Dios, en el vado de Yaboq, del
que hemos escuchado un trozo.
Como recordaréis, Jacob le
había quitado a su gemelo Esaú, la primogenitura, a cambio de un
plato de lentejas, y después recibió con engaños, la bendición de
su padre Isaac, que en ese momento era muy anciano, aprovechándose
de su ceguera.
Habiendo huido de la ira de Esaú, se refugió
en casa de un pariente, Labán; se había casado, se había
enriquecido, y volvía a su tierra natal, dispuesto a enfrentar a su
hermano, después de haber tomado algunas prudentes medidas.
Pero
cuando todo está preparado para este encuentro, después de haber
hecho que los que estaban con él, atravesasen el vado del torrente,
que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo, y es
agredido por un desconocido, con el que lucha toda la noche. Esta
lucha cuerpo a cuerpo -que encontramos en el capítulo 32 del Libro
del Génesis- se convierte para él, en una singular experiencia de
Dios.
La noche es un momento favorable, para actuar a
escondidas, el tiempo oportuno, por tanto, para Jacob, de entrar en
el territorio del hermano sin ser visto, y quizás con la ilusión de
tomar por sorpresa a Esaú.
Sin embargo es él el
sorprendido, por un ataque imprevisto, para el que no estaba
preparado. Había usado su astucia, para intentar evitarse una
situación peligrosa, pensaba tener todo bajo control, y sin embargo,
se encuentra ahora, teniendo que afrontar una lucha misteriosa, que
lo sorprende en soledad, y sin darle la oportunidad de organizar una
defensa adecuada.
Indefenso, en la noche, el Patriarca Jacob
lucha contra alguien. El texto no especifica la identidad del
agresor; usa un término hebreo que indica “un hombre”, de manera
genérica, “uno, alguien”; se trata de una definición vaga,
indeterminada, que quiere mantener al asaltante en el misterio.
Está oscuro, Jacob no consigue distinguir a su contrincante,
y también para nosotros, permanece en el misterio; alguien se
enfrenta al Patriarca, y este es el único dato seguro, que nos da el
narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya ha terminado, y ese
“alguien” ha desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará, y
podrá decir que ha luchado contra Dios.
El episodio se
desarrolla en la oscuridad, y es difícil percibir, no sólo la
identidad del asaltante de Jacob, sino también, como se ha
desarrollado la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer,
quien de los dos contrincantes lleva las de ganar; los verbos se usan
a menudo sin sujeto explícito, y las acciones suceden casi de forma
contradictoria, así que cuando parece, que uno de los dos va a
prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto, y presenta
al otro como vencedor.
Al inicio, de hecho, Jacob parece ser
el más fuerte, y el adversario – dice el texto – “no conseguía
vencerlo” (v.26); y finalmente golpea a Jacob en el fémur,
provocándole una dislocación. Se podría pensar que Jacob sucumbe,
sin embargo, es el otro el que le pide que le deje ir; pero el
Patriarca se niega, imponiendo una condición: “No te soltaré
si antes no me bendices” (v.27). El que con engaños, le había
quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la
pretende de un desconocido, de quien quizás, empieza a percibir las
connotaciones divinas, sin poderlo reconocer verdaderamente.
El
rival, que parece estar retenido, y por tanto vencido por Jacob, en
lugar de ceder a la petición del Patriarca, le pregunta su nombre:
“¿Cómo te llamas?”. El patriarca le responde: “Jacob”
(v.28).
Aquí la lucha da un giro importante. Conocer el
nombre de alguien, implica una especie de poder sobre la persona,
porque el nombre, en la mentalidad bíblica, contiene la realidad más
profunda del individuo, desvela el secreto y el destino. Conocer el
nombre de alguien, quiere decir conocer la verdad sobre el otro, y
esto permite poderlo dominar.
Cuando, por tanto, por petición
del desconocido, Jacob revela su nombre, se está poniendo en las
manos de su adversario, es una forma de entrega, de consigna total de
sí mismo al otro.
Pero en este gesto de rendición, también
Jacob resulta vencedor, paradójicamente, porque recibe un nombre
nuevo, junto al reconocimiento de victoria, por parte de su
adversario, que le dice: “En adelante no te llamarás Jacob, sino
Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido”
(v.29).
“Jacob” era un nombre, que recordaba el origen
problemático del Patriarca; en hebreo, de hecho, recuerda al término
“talón”, y manda al lector al momento del nacimiento de Jacob,
cuando saliendo del seno materno, agarraba el talón de su hermano
gemelo (Gn 25, 26), casi presagiando el daño que realiza a su
hermano en la edad adulta, pero el nombre de Jacob recuerda también
al verbo “engañar, suplantar”.
Y ahora, en la lucha, el
Patriarca revela a su oponente, en un gesto de rendición y donación,
su propia realidad de quien engaña, quien suplanta; pero el otro,
que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob, el
defraudador, se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo, que le
marca una nueva identidad. Pero también aquí, el relato mantiene su
duplicidad, porque el significado más probable de Israel es “Dios
fuerte, Dios vence”.
Por tanto, Jacob ha prevalecido, ha
vencido – es el mismo adversario quien los afirma – pero su nueva
identidad, recibida del mismo contrincante, afirma y testimonia la
victoria de Dios.
Y cuando Jacob pide a su vez el nombre de
su oponente, este no quiere decírselo, pero se le revela en un gesto
inequívoco, dándole su bendición. Esta bendición, que el
Patriarca le había pedido al principio de la lucha, se le concede
ahora. Y no es una bendición obtenida mediante engaño, sino que es
gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque está
solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega
indefenso, acepta la rendición, y confiesa la verdad sobre sí
mismo.
Por esto, al final de la lucha, recibida la bendición,
el Patriarca puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la
bendición: “He visto a Dios cara a cara, y he salido con vida”
(v.31), ahora puede atravesar el vado, llevando un nombre nuevo, pero
“vencido” por Dios, y marcado para siempre, cojeando por la
herida recibida.
Las explicaciones que la exégesis bíblica
da, con respecto a este fragmento son muchas; en particular los
estudiosos reconocen aquí, intentos y componentes literario de
varios tipos, como también referencias a algún cuento popular.
Pero cuando estos elementos, son asumidos por los autores
sagrados, y englobados en el relato bíblico, cambian de significado,
y el texto se abre a dimensiones más amplias. El episodio de la
lucha en el Yaboq, se muestra al creyente como texto paradigmático,
en el que el pueblo de Israel, habla de su propio origen, y delinea
los trazos de una relación especial entre Dios y el hombre.
Por
esto, como se afirma también en el Catecismo de la Iglesia Católica,
“la tradición espiritual de la Iglesia, ha visto en este relato,
el símbolo de la oración, como combate de la fe y la victoria de la
perseverancia” (nº 2573).
El texto bíblico, nos habla de
la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha para conocer el
nombre, y ver su rostro; es la noche de la oración, que con
tenacidad y perseverancia, pide a Dios la bendición, y un nombre
nuevo, una nueva realidad, fruto de conversión y del perdón.
La
noche de Jacob, en el vado de Yaboq, se convierte así, para el
creyente, en un punto de referencia, para entender la relación con
Dios, que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración
exige confianza, cercanía, casi un cuerpo a cuerpo simbólico, no
con un Dios adversario y enemigo, sino con un Señor que bendice, y
que permanece siempre misterioso, que aparece inalcanzable.
Por
esto el autor sacro, utiliza el símbolo de la lucha, que implica
fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad en el alcanzar lo que se
desea. Y si el objeto del deseo, es la relación con Dios, su
bendición y su amor, entonces la lucha, sólo puede culminar en el
don de sí mismo a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad,
que vence, cuando consigue abandonarse en las manos misericordiosas
de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es,
como esta larga noche de lucha y de oración, de consumar en el
deseo, y en la petición de una bendición a Dios, que no puede ser
arrancada o conseguida, sólo con nuestras fuerzas, sino que debe ser
recibida con humildad de Él, como don gratuito que permite,
finalmente, reconocer el rostro de Dios.
Y cuando esto
sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo, y la
bendición de Dios. Pero aún más: Jacob que recibe un nombre nuevo,
se convierte en Israel, también da al lugar un nombre nuevo, donde
ha luchado con Dios, le ha rezado, lo renombra Penuel, que significa
“Rostro de Dios”.
Con este nombre, reconoce que el lugar
está lleno de la presencia del Señor, santifica esa tierra, dándole
la impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Aquel que se deja
bendecir por Dios, se abandona a Él, se deja transformar por Él;
hace bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir, la buena
batalla de la fe (cfr 1Tm 6,12; 2Tm 4,7) y a pedir, en nuestra
oración, su bendición, para que nos renueve, en la espera de ver su
Rostro. ¡Gracias!.
©Libreria Editrice Vaticana
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