24 De Mayo de 2024
Beato Luis Zeferino Moreau
(1824 - 1901)
«No haremos bien las grandes cosas, si no estamos determinados por
una unión íntima con Nuestro Señor»
«Todo
lo puedo en Aquél que me conforta»
«El
buen prelado Moreau, amigo de los pobres, conocido también como el
obispo santo, fue singularmente devoto del Sagrado Corazón de Jesús,
de María y de José, devoción que se ocupó de difundir. Fue
cofundador de las Hermanas de San José»
Nació en
Bécancour, Quebec, Canadá, el 1 de abril de 1824. Sus padres eran
humildes agricultores. Fue el quinto de trece hermanos; dos de ellos
no sobrevivieron. Creció siendo un niño «inteligente, piadoso,
modesto, apacible y pensativo».
Pero al venir al mundo
prematuramente, desde el principio le acompañó su mala salud. Esta
deficiencia hizo que sus progenitores, buscaran para él un futuro
menos fatigoso, que el derivado del trabajo en el campo.
El
párroco Charles Dion, les aconsejó que lo destinaran al estudio. Y
después de aprender las nociones básicas, en 1839 ingresó en el
seminario de Nicolet. En una de sus visitas pastorales, el arzobispo
de Quebec, Joseph Signay, confirmó sus cualidades para ser ordenado.
Pero casi a finales de 1845, año y medio más tarde de
producirse este encuentro, la debilidad y estrés, originado por unas
clases que impartía, mermaron sus escasas fuerzas y volvió a
Bécancour para llevar una vida acorde con su situación, al amparo
de la parroquia, donde se propuso continuar los estudios
eclesiásticos.
En 1846 no estaba completamente recuperado, y
ello indujo a monseñor Signay, a recomendarle que permaneciese con
su familia, y se olvidara del sacerdocio. Recibió esta noticia
consternado. Su vocación era sólida, y sin arredrarse, fortalecido
por la fe y en un estado de paz, elevó sus oraciones a Dios, y actuó
con firmeza.
El párroco y formadores del seminario, que lo
conocían bien, no lo abandonaron. Con cartas de recomendación,
viajaron a Montreal. Luís no tardó mucho en recibir la ayuda del
obispo de la ciudad, monseñor Ignace Bourget, quien debiendo viajar
a Roma, se lo confió a Jean Charles Prince, su secretario y director
de la escuela, que poco después sería designado, primer obispo de
Saint-Hyacinthe. Cuando Bourget regresó, anexionó a Luís al
obispado. Prince y él pudieron constatar de primera mano las
virtudes que adornaban al beato. Ambos fueron sus benefactores.
Fue
ordenado el 19 de diciembre de 1846. Durante seis años, estuvo al
frente de distintas misiones, que le dispusieron para poder asistir
convenientemente a Prince, en 1852, cuando se hizo cargo de la
diócesis de Saint-Hyacinthe, en calidad de obispo.
Fue
secretario y canciller suyo. Tuvo en él a un gran maestro. Como
discípulo aventajado, Luís aprendió de su sagacidad pastoral, y se
nutrió de sus enseñanzas, como después le ocurrió con los tres
sucesores de este prelado. Fue párroco de la catedral, procurador
del obispado, vicario general, secretario del consejo diocesano,
encargado de las finanzas, y capellán de varias congregaciones de
religiosas, entre otras responsabilidades que desempeñó.
Cuatro
veces administró la diócesis, en ausencia del prelado titular, o
durante las épocas en las que la sede estuvo vacante. Todo lo asumió
con eficacia, haciéndose acreedor de la confianza, que depositaron
en él. Era ordenado, un trabajador nato, querido y admirado por
todos: laicos, religiosos, sacerdotes y fieles en general.
Al
fallecer el tercer obispo de Saint-Hyacinthe, Charles Larocque, Pío
IX le otorgó esta misma dignidad, en noviembre de 1875. En manera
alguna, quería asumir Luís tan alta misión que le colocaba al
frente de la diócesis, pero el papa le rogó que aceptase con
generosidad, lo que denominó«yugo del Señor».
Tomó
posesión el 16 de enero de 1876. Tenía entonces 51 años, y rigió
la joven diócesis durante más de un cuarto de siglo, bajo el lema:
Omnia possum in eo qui me confortat «Todo lo puedo en Aquél que
me conforta» (Flp 4,13).
Era un hombre de oración, de
vida sencilla y austera, que tenía especial debilidad por los
pobres. En el transcurso de su misión episcopal, se constató su
gran fidelidad a la Iglesia y al papa. En momentos delicados en los
que se implicó, antepuso su amor por ellos a sus criterios, y a los
lazos de amistad que le unían a otras personas.
Intensa fue
su labor pastoral. Reabrió la residencia episcopal, impulsó la
construcción de la catedral, con los recursos acumulados por su
predecesor; abrió las puertas a muchas comunidades religiosas,
proporcionando a la diócesis, la riqueza que conllevan los diversos
carismas; ayudó social y económicamente a la Unión de San José,
un proyecto puesto en marcha por él, para sostener a los que
quedaron sin trabajo, tras el voraz incendio que asoló
Saint-Hyacinthe, y prestó su asistencia a los círculos agrícolas.
Asimismo fundó, con la colaboración de la venerable
Elisabeth Bergeron, las Hermanas de San José, con objeto de atender
las escuelas rurales de chicos y chicas. Pasó por esta vida
prodigando el bien, abandonado en manos de la divina Providencia.
Fue audaz, prudente, solícito y servicial, firme y
comprensivo, un apóstol incansable. Estaba disponible para todos.
Denunció los desórdenes de la época sin dudarlo. Su cercanía a
los sacerdotes y feligreses, era fruto de su oración.
Reconocido
por sus virtudes, le asignaron el entrañable apelativo de «el
buen monseñor Moreau».Era signo del afecto y gratitud que le
profesaban. Este calificativo derivó después en «el obispo
santo».
El pueblo heredó su devoción, por el Sagrado
Corazón de Jesús, por María y José, que difundió en todo
momento. Incontables personas le buscaron para recibir su consejo. De
ello da constancia, el valiosísimo e ingente testimonio espiritual,
plasmado en más de 15.000 cartas. «No haremos bien las grandes
cosas, si no estamos determinados por una unión íntima con Nuestro
Señor», escribió. Hizo vida esta convicción, venciendo la
fragilidad que le acompañó toda su existencia.
Murió en
Saint-Hyacinthe el 24 de mayo de 1901. Juan Pablo II lo beatificó,
el 10 de mayo de 1987.
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